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Risa en la oscuridad
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 14:43

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Автор книги: Владимир Набоков



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—En mí siempre quedaría una añoranza por la frescura de agua. —Albinus hablaba con una suerte de veleidad un poco aburriente—. A propósito, encontré un fragmento bastante hermoso al comienzo del último libro de Braum, El descubrimiento de Taprobana. Un viajero chino atravesó el Gobi en dirección a la India. Un día se detuvo ante una gran imagen de Buda hecha en jade, en la ladera de una montaña, en Ceilán, y vio a un mercader que ofrecía una dádiva de su China natal, un abanico de seda blanca, y...

—Y —le interrumpió Conrad– «un súbito hastío por su largo exilio dominó al viajero». Conozco ese estilo de cosas, aunque no he leído el último aborto de ese necio insufrible, ni lo haré nunca. De todas formas, los mercaderes que yo veo aquí no son particularmente habilidosos provocando nostalgias.

Ambos enmudecieron de nuevo; ambos se sintieron muy aburridos. Después de contemplar durante unos minutos los pinos y el cielo, Conrad se levantó y dijo:

—¿Sabe usted, querido? Lo siento horrores, pero, ¿le importaría mucho que regresáramos? Debo terminar un trabajo antes del mediodía.

—Tiene usted razón. A mí me esperan en el hotel.

Desandaron el camino en silencio y luego se dieron la mano ante la casa de Conrad, con grandes muestras de cordialidad.

«Bueno, se acabó —pensó Albinus con mucho alivio—. La próxima visita que le haga será en el Valle de Josafat.»


29



De regreso al hotel, entró en un bar-tabacpara comprar cigarrillos, y mientras se abría paso con el reverso de la mano por entre la cortina tintineante de juncos y cuentas de cristal, Albinus chocó con un coronel francés, retirado del servicio activo, que durante los últimos dos o tres días había sido vecino suyo en el comedor. Albinus retrocedió sobre el estrecho peldaño.

– Pardon—dijo el coronel, un tipo muy simpático—. Bonita mañana, ¿eh?

—Muy bonita —convino Albinus.

—¿Y dónde están hoy los enamorados? —preguntó el coronel.

—¿Qué enamorados?

—Bueno, la gente que se soba en los rincones, qui se pelotent dans tous les coins, suelen recibir ese nombre, ¿no es cierto? —dijo el coronel, en cuyos ojos azul índigo, festoneados de tenues venillas rojas, relucía lo que los franceses llaman una mirada goguenard—. Lo único que me gustaría pedirles es que no lo hicieran en el jardín, justo debajo de mi ventana. Es algo que llena a un viejo de envidia.

—¿Qué está usted diciendo? —balbuceó Albinus.

—No me veo con fuerzas de repetirlo otra vez en alemán —contestó el coronel, con una carcajada francesa—. Buenos días, mi querido señor.

El coronel se alejó. Albinus entró en la tienda.

—¡Qué sandez! —exclamó, mirando fijamente a una mujer que estaba sentada en un alto taburete, tras el mostrador.

– Comment, Monsieur? —preguntó ella.

—¡Qué sandez! —repitió, mientras se detenía en la esquina, cejijunto, obstruyendo el paso.

Tuvo la confusa sensación de que todo había sido puesto al revés, de forma que era preciso leerlo en sentido inverso si se quería comprender; era una sensación carente de todo dolor o asombro; era, sencillamente, algo oscuro y detectable tan sólo a medias que, sin embargo, se acercaba a él suave, sin ruido. Y allí se quedó plantado, inmerso en una especie de estupor soñoliento, desesperado, sin siquiera tratar de evitar aquel impacto fantasmagórico, como si fuese algún fenómeno curioso que nada malo pudiera hacerle en tanto durase su estupor.

«Imposible», se dijo de pronto. Y se le ocurrió una idea extraña y retorcida; siguió su hilo con toda calma, con todo detalle, como si fuera algo que debiera estudiarse sin miedo. Se volvió en redondo, derribando casi a una niñita que llevaba un delantal negro, y rehizo el camino que acababa de seguir.

Conrad, que había estado escribiendo en el jardín, fue a su estudio de la planta baja en busca de un libro de notas que necesitaba y dedicábase a buscarlo en el pupitre, junto a la ventana, cuando vio la cara de Albinus mirándole desde fuera. «¡Qué pelmazo! —pensó de inmediato—. ¿Es que no va a dejarme en paz? Siempre aparece cuando menos se le espera.»

—Óigame, Udo —dijo Albinus con una voz extraña, como barbotada—. Olvidé preguntarle. ¿De qué hablaban en el autobús?

—¿Cómo dice? —preguntó Conrad.

—¿De qué hablaban aquellos dos en el autobús? Dijo usted que fue una experiencia fascinante.

—¿Una qué? —preguntó Conrad—. ¡Oh, sí!, ya entiendo. Bueno, fue fascinante en un cierto sentido; eso es. Yo quería ponerle a usted un ejemplo de cómo se comportan los alemanes cuando creen que nadie los entiende. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

Albinus asintió.

—Pues bien —dijo Conrad—, fue la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga de amor que he oído en mi vida. Aquellos amigos suyos hablaban tan libremente del amor como si estuvieran solos en el Paraíso, un Paraíso bastante grosero, temo decir.

—Udo, ¿puede usted jurar lo que está diciendo?

—¿Cómo dice?

—¿Está usted completa, completamente seguro de lo que dice?

—Pues claro. Pero, veamos, ¿de qué se trata? Espere usted un segundo; salgo al jardín. No le entiendo bien a través de la ventana.

Dio con su libro de notas y salió fuera.

—Hola. ¿Dónde está usted? —exclamó.

Albinus había desaparecido. Conrad salió a la carretera. No..., se había marchado.

—Me pregunto —murmuró Conrad—, me pregunto, Dios mío, si he metido a este hombre en un lío... ¡El verso asqueroso! ¿He dicho: «mío, nara-nara-ná, lío?» ¡Asqueroso!


30



Albinus cruzó el bulevar sin apresurar su paso uniforme y llegó al hotel. Entró en su habitación, en la habitación de los dos. Estaba vacía, la cama deshecha; habían derramado un poco de café y en la blanca alfombra relucía una cucharita de metal. Con la cabeza inclinada observó aquel punto brillante. Desde el jardín le llegó la risa aguda de Margot.

Se asomó a la ventana. Ella caminaba al lado de un joven de pantaloncitos blancos, y la raqueta que blandía mientras hablaba reverberó como el oro bajo el sol. Su acompañante vio a Albinus en la ventana del tercer piso. Margot miró hacia arriba y se detuvo.

Albinus le hizo una seña, indicándole que subiera. Ella asintió con la cabeza y, desandando perezosamente el camino de gravilla, se dirigió hacia los macizos de adelfas que flanqueaban la entrada.

Apartándose de la ventana, Albinus, en cuclillas, registró su maleta, pero, recordando en aquel momento que lo que buscaba no estaba allí, acercóse al armario y metió la mano en el bolsillo de su abrigo color azafrán. Examinó rápidamente lo que había extraído, para ver si estaba cargado: luego se apostó tras la puerta.

Tan pronto como Margot le abriese, dispararía. No iba a molestarse en hacer preguntas. Todo estaba tan claro como la muerte y, con una especie de repugnante precisión, encajaba con el molde lógico de las cosas. Le habían engañado astutamente, artísticamente. Ella debía morir en el acto.

Mientras se hallaba a la espera, siguió imaginariamente su trayecto: ahora entraba en el hotel; ahora subía en el ascensor... Prestó oído al rechinar de sus tacones a lo largo del corredor. Pero su imaginación se había adelantado a ella. Todo estaba en silencio. Tenía que empezar de nuevo. Miró la pistola automática, y ésta antojósele una continuación natural de su mano, que estaba rígida y esperando descargarse: sentía un placer casi sensual ante la idea de oprimir el curvo gatillo.

Estuvo a punto de disparar a la blanca puerta cerrada al percibir el ligero sonido de sus suelas de goma (claro, llevaba zapatos de tenis, no había tacones que rechinaran... ¡Ahora!), pero en aquel momento oyó otros pasos.

—¿Me permite la señora que coja la bandeja? —preguntó una voz francesa tras la puerta.

Margot entró al mismo tiempo que la camarera. Inconscientemente, Albinus deslizó el revólver en su bolsillo.

—¿Qué querías? —preguntó Margot—. Pudiste haber bajado, ¿sabes?, en vez de llamarme tan groseramente.

Él no contestó; limitábase a mirarla,con la cabeza inclinada; mientras, la camarera ponía los cacharros en la bandeja y recogía la cucharilla. Levantó la bandeja y, después de inclinarse, salió, cerrando la puerta tras ella.

—¿Qué ha pasado, Albert?

Él introdujo la mano en el bolsillo. Margot, contrayéndose dolorida, se dejó caer en una silla junto a la cama y, agachando su cuello, tostado por el sol, empezó a deshacer rápidamente las lazadas de sus zapatos blancos. Él miró su cabeza morena, su pelo brillante de puro negro, la sombra azulina de la nuca donde el cabello había sido afeitado. Imposible disparar mientras se descalzaba. Tenía una llaga justamente por encima del talón y la sangre había empapado el calcetín blanco.

—Es absurdo; hay que ver cómo la raspo cada vez —dijo ella con mucha calma, levantando la cabeza.

Vio la pistola negra que Albinus empuñaba.

—No juegues con eso, tonto —dijo con toda indiferencia.

—Ponte en pie —murmuró Albinus asiéndola de la muñeca.

—No quiero —dijo Margot sacándose el cajetín con la mano libre—. Déjame. Fíjate cómo se me ha pegado al pie.

El la zarandeó tan violentamente que trepidó la silla. Ella se agarró al borde de la cama y empezó a reír.

—Por favor, mátame —dijo—. Será igual que en aquella comedia que vimos, con la negra y la almohada, y yo soy tan inocente como ella.

—Mientes —bisbiseó Albinus—. Tú y el canalla. Todo un engaño, una pa... pa... tra-ña y...

Le estaba temblando el labio superior. Hizo un esfuerzo para dominar su creciente tartamudeo.

—Hazme el favor de bajar eso. No pienso hablar contigo hasta que lo hagas. No sé lo que ha ocurrido ni quiero saberlo. Sólo sé una cosa: te soy fiel, te soy fiel...

—Está bien —dijo Albinus roncamente—. Puedes decir lo que desees. Pero, después, morirás.

—No tienes por qué matarme, querido, no tienes por qué, te lo aseguro.

—Sigue. Habla.

«Si pudiese llegar hasta la puerta —pensó ella—, sería fácil salir. Gritaría, y... Pero eso lo estropearía todo...»

—No podré hablar mientras empuñes la pistola. Apártala, por favor.

«... o quizá pudiera arrancársela de la mano...»

—No —dijo Albinus—. Ante todo tienes que hablar. Me han informado. Lo sé todo... Lo sé todo... —repitió con voz quebrada, caminando por la habitación, arriba y abajo, golpeando los muebles con la palma de la mano—. Lo sé todo. Se sentó detrás de vosotros en aquel autobús y os comportasteis como amantes. ¡Oh, por descontado, te mataré!

—Sí, ya me lo supuse —dijo Margot—. Sabía que no querrías comprender. ¡Por el amor de Dios, baja eso, Albert!

—¿Qué hay que comprender? —gritó Albinus—. ¿Qué explicación puedes darme?

—En primer lugar, Albert, sabes muy bien que no le gustan las mujeres.

—¡Cállate! —aulló Albinus—. Eso es un embuste infame, una mentira canallesca, desde el principio.

«Si grita, ha pasado el peligro», pensó Margot.

—Pero, ¡si, de verdad, no le gustan las mujeres! —continuó ella—. Una vez, en broma, le propuse: «Mira, vamos a ver si puedo hacerte olvidar a tus chicos.» ¡Oh!, los dos sabíamos que era una broma. Eso fue todo, eso fue todo, querido.

—Es una mentira absurda. No la creo. Conrad os vio; el coronel francés os vio; sólo yo estuve ciego.

—Porque yo le tomé el pelo a menudo de esa forma —dijo Margot amablemente—. Era divertidísimo. Pero no volveré a hacerlo, si te contraría.

—¿De forma que me engañaste sólo por hacer una broma? ¡Qué sucio!

—¡Yo no te he engañado, ni mucho menos! ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? Él no hubiera sido capaz de ayudarme a engañarte. Ni siquiera nos besamos: incluso eso nos hubiera repugnado a los dos.

—¿Y si le interrogo, no en tu presencia, por descontado, no en tu presencia?

—Hazlo. Te dirá exactamente lo mismo. Lo único que conseguirás interrogándole es hacer el ridículo.

Siguieron hablando de esta forma durante una hora. Margot, gradualmente, iba ganando la partida. Pero, por último, no pudo soportarlo más y tuvo un ataque de histeria.

Se echó en la cama con su vestido blanco de tenis y un pie descalzo y, mientras se iba sosegando paulatinamente, lloró sobre la almohada.

Albinus se sentó en una silla junto a la ventana; fuera brillaba el sol y alegres voces inglesas flotaban de un lado a otro del campo de tenis. Mentalmente revisó todos los episodios, hasta el más insignificante, desde el principio de su relación con Rex, y entre ellos algunos quedaban envueltos en una luz lívida, aquella misma luz que se había esparcido sobre toda su existencia. Algo se había destruido para siempre; a despecho de toda la persuasión que Margot pusiera en demostrarle que le había sido fiel, todo quedaría en adelante teñido por una ponzoñosa sombra de duda.

Se puso en pie, cruzó la habitación y, acercándose a la cama, miró el talón de ella, rosado, lleno de estrías, cubierto por una delgada capa de ungüento oscuro (¿cuándo se las había arreglado para embadurnarse con aquello?); miró su pantorrilla, tostada por el sol, delgada pero firme, y pensó que podría matarla, pero no separarse de ella.

—Muy bien, Margot —dijo lóbregamente– Te creo. Pero tienes que levantarte inmediatamente y cambiarte de ropa. Vamos a hacer el equipaje y a marcharnos de aquí. No estoy físicamente preparado para enfrentarme ahora con él; no respondo de mí mismo. No porque crea que me hayas engañado, no, no es por eso, sino, simplemente, porque me siento incapaz de hacerlo; me lo he imaginado todo demasiado vívidamente, y..., bueno, no importa... Vamos, levántate...

—Dame un beso —dijo Margot suavemente.

—No, ahora no. Quiero salir de aquí lo antes posible... He estado a punto de matarte en esta habitación, y ten por seguro que te mataré si no hacemos nuestro equipaje en el acto, ¡en el acto!

—Como quieras —dijo Margot—. Pero, por favor, recuerda que me has insultado, a mí y al amor que te tengo, de la peor forma posible. Supongo que comprenderás esto más adelante.

Rápida y silenciosamente, sin mirarse el uno al otro, dispusieron las maletas. Luego, el mozo vino a buscarlas.

Rex estaba jugando al póquer en la terraza con un par de americanos y un ruso, a la sombra de un eucalipto. Aquella mañana tenía la suerte en contra. Estaba pensando en hacer alguna trampa en la próxima mano o acaso usar, de una cierta forma que él conocía, el espejo que guardaba en el interior de su pitillera (pequeñas trampas que le desagradaban y a las que sólo recurría cuando jugaba con principiantes), cuando, de pronto, tras los magnolios, en la pista de autos próxima al garaje, vio el coche de Albinus. El coche maniobró torpemente, desapareciendo.

—¿Qué pasa? —murmuró Rex—. ¿Quién conduce ese coche?

Pagó sus deudas y fue a buscar a Margot.

No estaba en el campo de tenis ni tampoco en el jardín. Subió. La puerta de la habitación estaba entreabierta; el interior, sin vida; el armario, vacío; vacío también el otro, pequeño, del cuarto de baño. En el suelo había un periódico roto y arrugado.

Rex se pellizcó el labio inferior y cruzó a su habitación. Pensaba, algo vagamente, encontrar allí una nota con alguna explicación. No había nada, por supuesto. Chasqueó la lengua y bajó al vestíbulo, para ver si, por lo menos, habían pagado su cuenta.


31



Hay mucha gente que, sin poseer los conocimientos de un experto, saben arreglar una conexión eléctrica después de esa incidencia que conocemos como «cortocircuito», o, con la ayuda de un cortaplumas, poner de nuevo en marcha un reloj, e incluso, llegado el caso, freir una chuleta. Albinus no era de éstos. No sabía hacer un lazo, ni cortarse las uñas de la mano izquierda, ni hacer un paquete; no sabía descorchar una botella sin reducir a fragmentos una mitad del corcho y hundir la otra. Cuando niño, nunca construyó cosas como los demás muchachos; ya mozalbete, nunca desmontó su bicicleta ni, por supuesto, sabía hacer nada con ella, salvo montarla, y, si se le pinchaba un neumático, empujaba la máquina inválida, rastreando como un chanclo viejo, hasta la tienda de reparaciones más próxima. Más tarde, cuando estudió la restauración de cuadros, nunca se atrevía a tocar el lienzo él mismo. Durante la guerra se distinguió por su sorprendente incapacidad para hacer nada con las manos. En vista de todo esto, no es sorprendente que fuera un mal chófer.

Lentamente y con dificultad (y complicadas discusiones, cuyo motivo no comprendía, con la guardia de tráfico de las encrucijadas), sacó su coche de Rouginard y aceleró un poco.

—¿Te importa decirme dónde vamos, si no te importa? —dijo Margot agriamente, sin duda a causa de esta repetición de frase.

Él se encogió de hombros y se quedó mirando fijamente la reluciente carretera azul-negra. Al hallarse fuera de Rouginard, donde las estrechas calles habían estado atestadas de gente y de tráfico y donde había tenido que tocar la bocina, detenerse y dar una torpe vuelta; al alejarse suavemente a lo largo de la autopista, varios pensamientos cruzaron oscura y difusamente su cerebro: que la carretera subía cada vez más entre las montañas y que pronto empezaría a zigzaguear peligrosamente, que el botón de Rex se había enredado en una ocasión en las puntillas de Margot y que el corazón no le había pesado nunca tanto ni había estado nunca tan desolado.

—Me importa poco donde vayamos —dijo Margot—, pero, al menos, me gustaría saberlo. Y, por favor, mantén tu derecha. Si no puedes conducir, mejor será que tomemos un tren o contratemos un chófer en el garaje más próximo.

Albinus frenó violentamente porque en la carretera, a mucha distancia, había aparecido un autocar.

—¿Pero qué estás haciendo, Albert? Mantén tu derecha; eso es todo lo que tienes que hacer.

El autocar, lleno de turistas, pasó de largo como un trueno. Albinus arrancó otra vez. La carretera empezó a dar vueltas alrededor de la montaña.

«¿Es que importa adónde vayamos? —pensó—. Dondequiera que sea, no me libraré de este dolor ("... la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga...") Me voy a volver loco.»

—No te volveré a preguntar nada —dijo Margot—, pero, por favor, no vaciles antes de las curvas. Es ridículo. ¿Qué intentas hacer? Si supieras cómo me duele la cabeza. Me sentiré dichosa en cuanto lleguemos a algún sitio, si es que llegamos.

—¿Me juras que nada hubo en aquello? —preguntó Albinus con voz desmayada, sintiendo que cálidas lágrimas le oscurecían la visión. Parpadeando, la carretera reapareció.

—Te lo juro —dijo Margot—. Y estoy harta de hacerte juramentos. Mátame, pero no no me tortures más. A propósito, tengo demasiado calor. Quiero sacarme la chaqueta.

Albinus puso el freno.

Margot se rió:

—¿Qué necesidad hay de pararse para eso? ¡Oh, querido! ¡Oh, querido!

El la ayudó y, mientras lo hacía, recordó con extraordinaria claridad la forma en que, mucho, muchísimo tiempo atrás, en un pequeño y miserable café, había advertido cómo ella movía los hombros e inclinaba su cuello adorable, mientras se liberaba de las mangas.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, incontrolables. Margot le rodeó con el brazo y apoyó su mejilla en la abatida cabeza de él.

El coche estaba detenido junto al parapeto, un grueso muro de piedra de medio metro de altura, tras el cual se abría un barranco, casi cortado a pico, erizado de matorrales. Desde muy abajo llegaba el fluir y retumbar de una rápida corriente de agua. En el lado opuesto se levantaba una ladera rojiza con pinos en su cumbre. El sol achicharraba. Más adelante, un hombre con gafas negras estaba sentado al borde de la carretera.

—¡Te quiero tanto —dijo Albinus—, tanto...! Le estrujó las manos y la abrazó convulsivamente. Ella reía, con una risa satisfecha.

—Deja que conduzca yo ahora —rogó Margot—. Sabes que lo hago mejor que tú.

—No, estoy haciendo progresos —dijo él sonriendo, mientras se sonaba la nariz—. Es curioso, pero, realmente, no sé adonde vamos. Creo que he enviado el equipaje a San Remo, pero no estoy del todo seguro.. Puso en marcha el motor y siguieron adelante. Le parecía que el coche avanzaba con mucha más facilidad y obediencia, y dejó de asir el volante con aquel nerviosismo. De un lado, la escarpada vertiente; del otro, el precipicio...

De un lado, la escaparada vertiente; del otro... El sol le apuñalaba los ojos. El indicador del cuentakilómetros tembló al avanzar.

Se aproximaba una curva cerrada, y Albinus se proponía tomarla con especial habilidad. Muy por encima de la carretera, una vieja que recogía hierbas vio, a la derecha de la vertiente, aquel cochecillo azul que se abalanzaba hacia la curva, tras de la cual, en dirección opuesta, próximos a un encuentro con lo desconocido, dos ciclistas avanzaban, agarrados a sus manillares.


32



La vieja que recogía hierbas en la ladera vio al coche y a los dos ciclistas aproximándose en direcciones opuestas, a la cerrada curva. Desde un avión-correo que volaba en paralelo a la costa, el piloto pudo ver las revueltas de la carretera, la sombra de las alas reflejándose sobre las soleadas laderas, y dos pueblos, distantes doce millas entre sí. Acaso, ascendiendo aún más, hubiera sido posible ver, simultáneamente, las montañas de Provenza y una distante ciudad de otro país, por ejemplo Berlín, donde el clima era cálido también, pues, en aquel día entre los días, la mejilla de la tierra, desde Gibraltar a Estocolmo, estaba bañada de tierno sol.

En Berlín, en este día entre los días, se vendieron muchos helados. Irma solía, en otro tiempo, contemplar con la gravedad de la codicia al heladero, sirviendo entre dos delgadas galletas la densa y amarillenta substancia que, cuando se gustaba, le hacía a uno bailar la lengua y a los dientes doler deliciosamente. De forma que, cuando Elisabeth salió al balcón y advirtió a uno de estos vendedores de helados, le pareció muy extraño que él fuera vestido de blanco, y ella, de negro.

Al despertar, sintióse muy inquieta, y comprendió, con un extraño abatimiento, que, por primera vez, había salido de aquel estado de oscura torpeza a que de antiguo se había acostumbrado; no lograba comprender a qué podría deberse Su extraño malestar. Se quedó embelesada en el balcón, pensando en el día anterior, en que nada de particular había ocurrido: el paseo de costumbre hasta el cementerio, las abejas que se posaban en sus flores, el húmedo brillo de los goznes de la lápida, la apacibilidad y la tierra blanda...

«¿Qué puede ser? —se preguntó—. ¿Por qué estoy tan angustiada?»

Desde el balcón podía ver al vendedor de helados, con su gorra blanca. El balcón parecía ganar altura, más altura, más... El sol proyectó una luz deslumbradora sobre los azulejos. En Berlín, en Bruselas, en París, y más lejos, en el sur. El avión-correo volaba hacia Saint-Cassien. La vieja estaba recogiendo hierba en la ladera rocosa; al menos durante un año estaría relatando a todo el mundo lo que había visto..., lo que había visto...


33



Albinus no sabía con certeza cómo y cuándo llegó a saber estas cosas: el tiempo transcurrido desde que, jubilosamente, tomara aquella curva (dos semanas), el lugar en que se encontraba (una clínica, en Grasse), la operación que había sufrido (trepanación) y el por qué de su largo período de inconsciencia (hemorragia cerebral). Sin embargo, había llegado el momento en que todos estos fragmentos de información fueron reunidos en uno solo: estaba con vida, plenamente consciente y sabía que Margot y una nursedel hospital estaba cerca, junto a él. Sentía haber estado dormitando agradablemente y que luego había despertado de pronto. Pero lo que no sabía era la hora. Probablemente era temprano, de mañana.

Su frente y sus ojos estaban cubiertos por un vendaje grueso y suave. Pero tenía el cráneo ya al descubierto, y era curioso palpar con sus dedos aquel nuevo cabello que brotaba en su cabeza.

En su memoria conservaba un cuadro que era, en su chillona intensidad, como una fotografía en colores: la lustrosa carretera azul, la vertiente verde y roja a la izquierda, el parapeto blanco a la derecha, y, frente a él, los ciclistas acercándose (dos simios polvorientos, con jerseys color naranja). Un rápido viraje del volante para evitarlos, y el coche lanzado hacia delante, remontando un montón de piedras, a la derecha, y, en la siguiente fracción de aquel segundo, un poste telegráfico abatiéndose ante el parabrisas. El brazo extendido de Margot había atravesado volando el cuadro, y la linterna mágica se apagó.

Esta rememoración había sido completada por Margot. Ayer, o anteayer, o tal vez antes, ella se lo había dicho, o más bien sólo su voz. ¿Por qué sólo su voz? ¿Por qué hacía tanto tiempo que no la había visto? Aquel vendaje... probablemente, se lo quitarían pronto... ¿Qué le había dicho la voz de Margot?

«... Si no hubiese sido por el poste telegráfico, hubiéramos saltado por encima del parapeto, al precipicio. Fue aterrador. Aún tengo una gran magulladura en la cadera. El coche dio una vuelta de campana y se aplastó como un huevo. Costó... le car... mille... beaucoup mille marks... —aparentemente, estas palabras iban dirigidas a la nurse—. Albert, ¿cómo dice en francés veinte mil?»

«¡Oh!, ¿qué importa eso...? ¡Estás viva!»

«... Los ciclistas fueron muy atentos. Nos ayudaron a recoger todas las cosas. Pero no pudieron encontrar las raquetas de tenis.»

¿Raquetas de tenis? El sol reflejado en una raqueta de tenis. ¿Por qué era aquello tan desagradable? ¡Oh, sí, aquel asunto de pesadilla, en Rouginard. Él, con su pistola en la mano; ella, acercándose, con suelas de goma... ¡Qué disparate! Todo se aclaró, todo estaba conforme... ¿Qué hora era? ¿Cuándo le quitarían el vendaje? ¿Habría salido en los periódicos? ¿En los periódicos alemanes?

Volvió la cabeza a un lado y al otro; el vendaje le preocupaba. También la discrepancia entre sus sentidos. Sus oídos absorbieron impresiones durante todo aquel tiempo, y sus ojos ninguna en absoluto. No sabía cómo era la habitación, ni la nurse, ni el doctor. ¿Y la hora? ¿Era de mañana? Había tenido un sueño muy largo, muy dulce. Probablemente, la ventana estaba abierta, pues le llegaba desde fuera el piafar de los caballos; también el sonido de agua corriendo y la nota metálica de un cubo. Quizá había un patio de granja, con un pozo y la fresca sombra de la mañana en los arboles.

Durante un rato estuvo descansando inmóvil, tratando de transformar el sonido incoherente en sombras y colores concomitantes. Era lo opuesto a tratar de imaginar la clase de voces que tenían los ángeles de Botticelli. Oyó la risa de Margot y luego la de la enfermera. Al parecer, estaban sentadas en la habitación contigua. Le estaba enseñando a Margot a pronunciar el francés correctamente: «Soucoupe, soucoupe.» Margot repitió varias veces, y ambas se rieron.

Consciente de que estaba haciendo algo absolutamente prohibido, Albinus levantó cautelosamente el vendaje y miró ante él. Pero la habitación seguía aún oscura. Ni siquiera podía ver el resplandor ahumado de una ventana o esas débiles manchas de luz que van a pasar juntas la noche con las paredes. Era, pues, de noche, no de mañana, ni siquiera muy de mañana. Una negra noche sin luna. ¡Qué engañosos podían ser los sonidos! ¿O es que los postigos eran especialmente recios?

Desde la habitación contigua le llegó el agradable tintineo de cacharros:

– Café, aimé, toujours, thé nicht toujours.

Albinus tanteó la mesilla de noche hasta dar con la pequeña lamparita. Oprimió el interruptor una y otra vez, pero la oscuridad seguía allí, como si fuera demasiado pesada para desplazarse. Probablemente habían sacado la bombilla. Buscó cerillas y encontró una caja, solamente había una en el interior; la encendió, oyó un tenue chisporroteo, pero no pudo ver llama alguna. La tiró lejos, y de pronto percibió un tenue olor de sulfuro. ¡Qué raro era aquello!

—¡Margot! —gritó de pronto—. ¡Margot!

El sonido de unos pasos y de una puerta al abrirse. Pero no cambió nada. ¿Cómo podía estar a oscuras la otra habitación, si estaban tomando café en ella?

—Da la luz —dijo irritado—. Da la luz, por favor.

—Eres un niño malo —dijo la voz de Margot.

La oyó acercarse suavemente y sin duda a través de la más absoluta oscuridad.

—No debieras tocar ese vendaje.

—¿Qué quieres decir? Pareces verme —tartamudeó—. ¿Cómo es posible que me veas? Da la luz, ¿me oyes? ¡En seguida!

– Calmez-vous. No se excite —dijo la voz de la enfermera.

Aquellos sonidos, aquellos pasos y voces parecían moverse en un plano distinto. Él estaba allí y ellas en algún otro lugar, pero, sin embargo, de un modo inexplicable, al alcance de la mano. Entre ellas y la noche que le envolvía se levantaba un muro impenetrable. Se frotó los párpados, volvió la cabeza a uno y otro lado, se zarandeó, pero era imposible hacerse un camino entre aquella soledad que parecía ser una parte de sí mismo.

—¡No puede ser! —dijo Albinus con el énfasis del desespero—. ¡Me estoy volviendo loco! ¡Abrid la ventana, haced algo!

—La ventana está abierta —contestó ella suavemente.

—Acaso no hay sol... Margot, quizá pudiea ver algo si entrara el sol. El más leve resplandor. Quizá con gafas...

—Estáte quieto, querido. Hace mucho sol; es una mañana radiante. Albert, me haces daño.

—Yo... Yo...

Albinus respiró profundamente. Su pecho se hinchaba como un inmenso globo monstruoso lleno de un rugir torbellinesco. Luego exhaló el aire, lentamente, avariciosamente. Y cuando hubo salido todo, aspiró de nuevo.


34



Sus heridas se cicatrizaron, su pelo brotó de nuevo, pero la terrible sensación de aquel sólido muro negro permaneció inalterable. Después de aquellos paroxismos de agónico terror, durante los cuales se había arañado, echado por los suelos y tratado, frenéticamente, de quitarse algo de los ojos, quedó inmerso en un estado de semiinconsciencia. Luego brotaba una vez más aquella insoportable montaña de opresión, que tan sólo era comparable al pánico del que se despierta encontrándose en una tumba.

Sin embargo, de una forma paulatina, estos sucesos se hicieron menos frecuentes. Durante horas sin fin estuvo yaciendo sobre su espalda, silencioso e inerte, escuchando los ruidos del día, que parecían haberle abandonado para conversar alegremente con los demás. De pronto recordó aquella mañana en Rouginard (aquella mañana que fue el principio de todo), y gimió de nuevo. Tenía la retina impregnada de cielo, de distancias azules, de luz y sombra, de casas rosadas tachonando una brillante ladera verde, de encantadores paisajes ensoñadores que había mirado muy poco, muy poco...


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