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Risa en la oscuridad
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Автор книги: Владимир Набоков



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Se enjugó la nariz en la manga y, avanzando en la oscuridad, pulsó de nuevo el conmutador. La luz la calmó un poco. Examinó el sketchuna vez más, reflexionando que, por mucho que significara para ella, sería peligroso conservarlo; lo rompió en pedazos, que echó por el hueco del ascensor. Esto le hizo pensar en su más remota niñez. Sacó su espejito de bolsillo, se empolvó la cara con un suave movimiento circular y, cerrando el bolso con un «clic» resuelto, echó a correr escalera arriba.

—¿Por qué has llegado tan tarde? —preguntó Albinus.

Estaba ya en pijama.

Ella le explicó, jadeante, que le fue difícil quitarse a Ivanoff de encima, pues insistía en querer llevarla a casa en su coche.

—¡Cómo centellean los ojos de mi bella! —murmuró Albinus—. ¡Y qué acalorada y rendida está! Mi bella ha bebido.

—No, déjame sola esta noche —replicó Margot quedamente.

—Cielo, por favor —imploró Albinus—. ¡Lo he esperado tanto!

—Espera un poco más aún. Primero quiero saber una cosa: ¿has hecho algo acerca del divorcio ya?

—¿El divorcio? —repitió él, anonadado.

—Algunas veces no logro entenderte, Albert. Al fin y al cabo, hemos de poner las cosas en su sitio, ¿no es cierto? ¿O es que quizá te propones dejarme dentro de algún tiempo para volver con tu Elisabeth?

—¿Dejarte?

—No repitas mis palabras, idiota. No te acercarás hasta que me hayas dado una respuesta concreta.

—Muy bien —dijo él—. El lunes voy a hablar con mi abogado.

—¿Es eso cierto? ¿Lo prometes?


18



A Axel Rex le alegraba hallarse de nuevo en su tierra natal. Las cosas le habían ido mal últimamente. Era como si los goznes de la suerte no funcionasen, y él la dejó abandonada en el barro, igual que a un coche estropeado. Recordaba, por ejemplo, aquella pelea con el editor que no supo apreciar su último chiste, que, por otra parte, él no propuso para su publicación. En general, todo habían sido peleas. Peleas en las que salió a relucir una rica solterona, una dudosa («aunque muy divertida», pensó Axel, apenado) transacción monetaria, una conversación con ciertas autoridades, sobre el tema de los extranjeros indeseables. La gente fue descortés con él, pero los perdonaría sin ningún rencor. Era divertida la forma en que los demás admiraban su trabajo y, casi sin transición, pasaban a darle de bofetadas.

Lo peor de todo, sin embargo, era el asunto de su situación económica. La fama (no exactamente en aquella escala mundial en que se la atribuyó el idiota de la fiesta del día anterior, pero fama, al fin y al cabo) le había reportado una buena cantidad de dinero durante algún tiempo, y, en aquel momento, en que se encontraba un poco extraviado y confuso respecto a su carrera de caricaturista, en Berlín, donde el humor popular estaba, como siempre, al nivel de los chistes de suegras, tendría aquel dinero o, cuanto menos, parte de él, de no haber sido un jugador.

Sintió un gusto desmedido por el bluffdesde su más tierna infancia, por lo que no podía sorprender que su juego de cartas favorito fuera el póquer. Lo jugaba donde quiera que encontrase compañeros, y lo jugaba incluso en sueños, con personajes históricos, con algún primo lejano en quien, en la vida real, nunca pensaba, o con personas que, también en la vida real, se hubiesen negado rotundamente a permanecer en la misma habitación que él. Aquella noche tomó en sueños sus naipes, hizo con los cinco un montoncito y, uno a uno, los extendió ante sus ojos, amagadamente, viendo con placer un comodín con su capuchón de cascabeles, y luego otro, y otro, y así hasta que, según separaba los naipes con un leve movimiento de pulgar e índice, descubrió que estaba en posesión de cinco comodines. «¡Magnifico:», dijo para si, sin albergar ninguna sorpresa ante tal pluralidad, haciendo con calma su primera apuesta, que Enrique VIII (de Holbein), con sólo cuatro reinas, dobló. Al despertar, tenía la misma expresión que si hubiese jugado la partida realmente.

La mañana helada era tan oscura que tuvo que encender la lamparilla de su mesita de noche. Los cristales de la ventana estaban sucios. Pensó que podían haberle dado una habitación mejor por su dinero (dinero que, por otra parte, quizá no vieran nunca); y de repente, con una conmoción dulce, pensó también en el curioso encuentro de la víspera.

Por lo regular, Rex evocaba sus aventuras amorosas sin demasiado sentimentalismo. Margot era una excepción. En el curso de aquellos dos últimos años la había recordado a menudo, contemplando con algo muy parecido a la melancolía aquel rápido croquis al lápiz; extraño sentimiento éste, porque Axel era, por decir de él lo mejor, un cínico.

Cuando, muy joven, salió por primera vez de Alemania (precipitadamente, para escapar de la guerra), había abandonado a su pobre y mediocre madre, que se cayó por la escalera al día siguiente de la partida de Axel para Montevideo, hiriéndose fatalmente. Siendo niño, rociaba con aceite ratones vivos y les prendía fuego, sólo por verles correr enloquecidos, como meteoros llameantes, durante unos breves segundos. Y es mejor no explicar las cosas que hacía a los gatos. Luego, mayor ya, desarrollado su talento artístico, trató de saciar su curiosidad por medios más sutiles, pues su inquietud no era ninguna de esas cosas morbosas que tienen un nombre médico (¡oh, no, ni mucho menos!), sino una curiosidad fría, extasiada; notas marginales que la vida suministraba a su arte. Le divertía muchísimo que la vida fuese considerada como algo tonto, cosa que ocurría inevitablemente en las caricaturas. Despreciaba los chistes prácticos; le gustaba que ocurriesen por sí mismos, con sólo un leve toque de su contribución personal: él empujaba la bola de nieve montaña abajo. Le encantaba tomar el pelo a la gente; y cuanta menos dificultad encerraba el proceso, tanto más le agradaba el chiste. Y, al propio tiempo, este hombre peligroso era, con el lápiz en la mano, un artista excelente.

El tío, que se halla en casa acompañado solamente de sus sobrinos, dice que se disfrazará para divertirles. Después de una larga espera y en vista de que no aparece, los niños bajan y ven a un hombre enmascarado que está metiendo la plata en un saco. «¡Oh, tío!», exclaman, encantados. «¿Verdad que es buena mi caracterización?», dice el tío, arrancándose la máscara. Así reza el silogismo hegeliano del humor. Tesis: el tío se disfrazó de ladrón (risa para los niños); antítesis: era un ladrón en realidad (risa para el lector); síntesis: sin embargo, era el tío (tomadura de pelo en general). Ésta era la clase de superhumor que a Rex le gustaba incorporar a su trabajo; y esto, según él, era absolutamente nuevo.

Un gran maestro, en lo alto de un andamio, va retrocediendo para admirar mejor su fresco terminado. El próximo paso le hará caer, y como un grito de advertencia podría ser total, el aprendiz tiene el valor de echar el contenido de un cubo sobre la obra de arte. ¡Qué divertido! ¡Pero cuánto más divertido hubiera sido dejar que el extasiado maestro cayese en el vacío, mientras el muchacho desgraciaba la pintura! El arte de la caricatura, tal como él lo comprendía, se basaba, pues (y aparte de la naturaleza sintética y de doble alcance), en un contraste entre la crueldad y la credulidad. Y si, en la vida real, contemplaba impávido cómo un mendigo ciego, golpeando el suelo con su báculo, se disponía a sentarse en un banco recién pintado, esto se debía tan sólo a que estaba buscando inspiración para su próxima viñeta.

Pero todo su concepto de las cosas se derrumbaba en lo tocante a Margot. En este caso, el pintor Rex triunfaba sobre Rex el humorista, incluso en el sentido artístico. Le desagradaba un poco el hecho de que encontrarla de nuevo le hubiera causado tan gran placer: de hecho, si había dejado a Margot era porque temía cogerle demasiado apego.

Deseaba averiguar, en primer lugar, si ella vivía realmente con Albinus. Consultó su reloj: mediodía. Miró su billetero: estaba vacío. Se vistió y se fue andando a la casa en que había estado la noche anterior. La nieve caía lenta y persistentemente.

La casualidad quiso que fuese Albinus en persona quien abriera la puerta, sin reconocer a su invitado en aquella figura cubierta de nieve que estaba ante él. Pero cuando Rex, después de haber limpiado sus pies en el felpudo, levantó la cara, Albinus le dispensó una cordial bienvenida. Aquel hombre le había impresionado, no sólo por su agudo ingenio y desenvoltura, sino también por su extraordinario aspecto personal: sus pálidas mejillas hundidas, sus gruesos labios y aquel extraño cabello negro formaban una especie de fealdad fascinante. Por otra parte, era agradable recordar que Margot, al hablar de la fiesta, había observado: «Ese amigo tuyo tiene una cara asquerosa; es un hombre a quien no besaría por todo el oro del mundo.» Y la opinión que le había merecido a Dorianna no era menos interesante.

Rex se excusó por lo inoportuno de su visita, lo cual hizo reír a Albinus con el mejor humor.

—A decir verdad —le explicó Rex—, es usted una de las pocas personas de Berlín a quien me gustaría conocer más íntimamente. En América se hacen amigos con más facilidad que aquí, y he adquirido la costumbre de comportarme sin convencionalismos. Excúseme si le molesto, pero, ¿cree usted aconsejable tener esa muñeca de trapo en el diván, habiendo un Ruysdael encima mismo de él? A propósito, ¿puedo examinar sus cuadros más detenidamente? Ese de ahí parece soberbio.

Albinus le acompañó a través de las habitaciones. Cada una de ellas contenía alguna hermosa pintura, aparte de algunas falsificaciones. Rex estaba entusiasmado. Se preguntaba si aquel Lorenzo Lotto, con el Juan de túnica malva y la Virgen llorando, sería auténtico. En otra época de su vida aventurera había trabajado como falsificador de cuadros, produciendo algunas cosas muy buenas. El siglo XVII era su fuerte. La noche anterior había descubierto un viejo amigo en el comedor; lo examinó de nuevo con exquisita delicia. en uno de los mejores lienzos de Baugin: una mandolina sobre un marco de ajedrez, una copa de vino rubí y un clavel blanco.

—¿Verdad que resulta moderno? Casi surrealista, según se mire —dijo Albinus cariñosamente.

—Ya lo creo —contestó Rex sujetándose la muñeca mientras contemplaba el cuadro.

Desde luego era moderno: lo había pintado ocho años atrás.

Recorrieron el pasillo, donde aparecía un lindo Linard: flores y una polilla con ojos. En aquel mismo momento, Margot salió del baño con una bata color amarillo brillante. Echó a correr hacia su habitación, perdiendo casi una de sus zapatillas en la carrera.

—Por aquí —dijo Albinus con una risa vergonzosa.

Rex le siguió, entrando en la biblioteca.

—Si no me equivoco —dijo, sonriendo– era FräuleinPeters. ¿Es parienta suya?

«¿Para qué fingir?», pensó Albinus. Será imposible despistar a nadie tan observador. Y, ¡qué diablos!, ¿no era lo más lógico, dentro de aquel sutil mundo de bohemia?

– FräuleinPeters es mi amiga.

Invitó a Rex a comer, y éste no se hizo de rogar. Cuando Margot apareció en el comedor estaba lánguida pero tranquila. La agitación que apenas lograra disimular la víspera se había convertido, entonces, en algo muy similar a la dicha. Al sentarse entre aquellos dos hombres que estaban compartiendo su vida, se sintió como si fuera la protagonista de un misterioso y apasionado drama cinematográfico, misterioso y apasionado, y en consecuencia ella actuaba sonriendo ausente, bajando los párpados, posando tiernamente su mano en la bocamanga de Albinus cuando le rogaba que le pasase la fruta, y dirigiendo miradas indiferentes, de soslayo, a su antiguo amante.

«No, no la dejaré escapar de nuevo», dijo para sí, y una sensación deliciosa, prolongada, recorrió su espina dorsal.

Rex habló mucho. Entre otras cosas divertidas, les refirió una historia sobre un Lohengrin embriagado que perdió el cisne y aguardó pacientemente al próximo. Albinus se rió de buena gana, pero Rex sabía (y ésta era su secreta intención) que aquel estúpido no comprendía más que la mitad del chiste, y que la otra mitad era la que le hacía a Margot morderse los labios. Apenas la miró mientras hablaba. Cuando lo hizo, ella posó inmediatamente la vista en esta o aquella parte de su vestido en que los ojos de Rex se habían detenido durante un instante, y la rozó inconscientemente.

—Pronto —dijo Albinus con un guiño —veremos a alguien en la pantalla.

Margot se enfurruñó, golpeándole levemente la mano.

—¿Es usted actriz? —preguntóle Rex—. ¡Oh!, ¿de verdad? ¿Y me permite que le pregunte en qué película aparecerá usted?

Ella contestó sin mirarle, sintiéndose orgullosa en extremo. Rex artista famoso, ella estrella de cine: estaban a igual nivel.

Rex se marchó inmediatamente después de la comida, y, sin saber qué hacer, entró en un garito. Una serie de jugadas afortunadas (cosa que desde tiempo inmemorial no ocurría) mejoró un algo su economía. AI día siguiente telefoneó a Albinus, y asistieron a una exposición de cuadros marcadamente modernos; y, al día sigiente cenó en su piso. Luego le hizo una visita inesperadamente, pero Margot no estaba allí y tuvo que sostener una larga y petulante conversación con Albinus, quien empezaba a gustar de aquella nueva compañía. Rex sintióse atrozmente fastidiado, hasta que el destino tuvo piedad de él, eligiendo, para su buena obra, la circunstancia de un partido de hockeysobre hielo que se celebraba en el Palacio de los Deportes.

Cuando los tres se dirigían a su palco, AIbinus advirtió los hombros de Paul y la rubia trenza de Irma. Tenía que ocurrir un día u otro, pero, aunque lo había esperado siempre, le cogió tan completamente por sorpresa que torpe, giró en redondo, echándose, al hacerlo, encima de Margot.

—¿Por qué no miras lo que haces? —dijo ella con acritud.

—Poneos cómodos y pedid café —balbuceó Albinus—. Yo tengo que... que... telefonear. Lo había olvidado por completo.

—Por favor, no te vayas —dijo Margot poniéndose de nuevo en pie.

—Es bastante urgente —insistió él, encogiendo los hombros, tratando de hacerse lo más pequeño posible (¿le había visto Irma?). Si me entretengo, no os preocupéis. Excúseme, Rex.

—Quédate aquí, por favor —repitió Margot muy tranquilamente.

Pero él no notó su extraña mirada, ni cómo habían enrojecido sus mejillas, ni cómo terminó todo y salió apresurado hacia la salida.

Hubo un momento de silencio, y luego Rex profirió un gran suspiro.

—Por fin solos —dijo en un tono horrible.

Se sentaron, el uno junto al otro, en el costoso palco, próximos a una mesita cubierta con un mantel blanquísimo. Abajo se extendía la vasta zona helada. La vacía sábana de hielo reflejaba un aceitoso brillo azul. La atmósfera era caliente y fría a un tiempo.

—¿Comprendes ahora? —inquirió Margot de pronto, sin siquiera saber muy bien lo que estaba preguntando.

Rex estaba a punto de contestar, pero en aquel momento un estallido de aplausos hizo eco por toda la inmensa nave. Él oprimió los fríos dedos de Margot bajo la mesa. Ella sintió el gusto de las lágrimas en su boca, pero no retiró la mano.

Una muchacha con maillot blanco y una brevísima falda plateada, orlada con flecos, había salido a la pista, atravesándola sobre la punta de sus patines, y, después de tomar impulso, describió una preciosa espiral, saltó en el aire y, tomando tierra de nuevo, siguió deslizándose. Sus patines centelleantes refulgían como el rayo mientras daba vueltas y bailaba y remprendía sus carreras.

—Me dejaste plantada —empezó a decir Margot.

—Sí, pero he vuelto a encontrarte, ¿no es cierto? No llores, cariño. ¿Llevas mucho tiempo con él?

Margot trató de hablar, pero de nuevo un gran estruendo llenó el ámbito helado. La pista apareció vacía otra vez. Margot apoyó los codos sobre la mesa y se oprimió las manos contra las sienes.

Entre silbidos, aplausos y clamoreos, los jugadores habían empezado a deslizarse libremente de un lado a otro de la pista, primero los suecos, luego los alemanes. El portero del equipo visitante, con su suéter de vivos colores y grandes parches de cuero desde el talón hasta la cadera, se acercó lentamente a su diminuta portería.

—Va a obtener el divorcio. ¿Comprendes qué momento más inoportuno has elegido para venir?

—Tonterías. ¿Es que de verdad te crees que se va a casar contigo?

—Si tú no estropeas las cosas, lo hará.

—No, Margot, no se casará contigo.

—Y yo te digo que lo hará.

Sus labios continuaron moviéndose, pero el clamor que les rodeaba ahogó su disputa. La muchedumbre rugía de entusiasmo, mientras los frágiles bastones perseguían la pelota sobre el hielo, y la atrapaban, y la pasaban a un póximo jugador, y la perdían, reincidiendo en rápidas colisiones..

—... es terrible que hayas vuelto. Eres un mendigo comparado con él. ¡Cielo santo!, vas a estropearlo todo.

—¡Qué tontería, qué tontería! Tendremos mucho cuidado.

—Me estoy volviendo loca —dijo Margot—. Sácame de está mazmorra. Vámonos. Estoy segura de que no va a volver ya, y, si lo hace, será una buena lección.

—Vente a mi hotel. Tienes que hacerlo. No estarás en casa.

—¡Cállate! No quiero correr ningún riesgo. He estado trabajando meses y meses para decidirle a eso, y ahora está maduro. ¿Crees de veras que lo voy a tirar todo por la ventana?

—No se casará contigo —dijo Rex en tono de convicción.

—¿Vas a llevarme a casa o no? —preguntó ella, casi gritando, al tiempo que una idea atravesaba su cerebro: «En el taxi le dejaré que me bese.»

—Espera un poco. Dime, ¿cómo sabes que estoy sin un céntimo?

—Puedo verlo en tus ojos —replicó ella.

Cubrióse los oídos; en aquel momento el ruido alcanzaba su climax: se había marcado un gol y el portero sueco yacía en el hielo, mientras un bastón, arrancado de sus manos, daba vueltas y más vueltas, alejándose sobre el hielo, como un remo perdido.

—Bueno, lo que yo quiero decirte es que no vale la pena diferir las cosas. Tiene que ocurrir más tarde o más temprano. Vamos. Hay un bello panorama en mi habitación cuando se baja la persiana.

—Una palabra más y me iré sola a casa.

Mientras se alejaban por el pasillo trasero de los palcos, Margot dio un gritito y frunció el ceño. Un caballero grueso con gafas de concha la estaba mirando fijamente, con disgusto. Junto a él había una niña sentada, siguiendo el juego con unos grandes prismáticos.

—Vuélvete —cuchicheó Margot a su compañero—. ¿Ves a ese tipo gordo con la niña? Son su cuñado y su hija. Ahora comprendo por qué se esfumó mi cuco. Es una pena que no lo haya visto antes. Una vez estuvo muy grosero conmigo, de forma que no me hubiera importado que alguien le diese una buena paliza.

—Y aún hablas de campanas nupciales —fue el comentario de Rex mientras bajaba junto a ella por los suaves y amplios escalones—. No se casará nunca contigo. Ahora escucha, querida; tengo una nueva proposición que hacerte; la última, espero.

—¿Cuál? —preguntó Margot.

—Encantado de llevarte a casa; pero tú tendrás que pagar el taxi, querida.


19



Paul la siguió con la mirada, y los pliegues de grasa que sobresalían por encima del cuello de su camisa tomaron el color de la remolacha. A pesar de su naturaleza dulce, no le hubiera importado propinar a Margot lo que ella deseaba le propinaran a él. Se preguntó quién podía ser el que la acompañaba y dónde andaría Albinus. Estaba seguro de que su cuñado rondaba por alguna parte, y la idea de que Irma pudiera verle de pronto, se le hizo intolerable.

Se sintió muy aliviado cuando sonó el silbato y pudo escapar con la niña.

Llegaron a casa. Irma tenía aspecto de cansancio y, en respuesta a las preguntas de su madre sobre el partido, se limitó a asentir con la cabeza, sonriendo con aquel gesto misterioso que era su peculiaridad más encantadora.

—Es sorprendente la forma en que se deslizan sobre el hielo —dijo Paul.

Elisabeth le miró pensativamente, volviéndose luego hacia su hija.

—Es hora de ir a la cama, cielo.

—¡Oh, no! —imploró Irma, soñolienta.

—Es casi medianoche; nunca has estado levantada hasta tan tarde.

—Paul —dijo Elisabeth cuando su hija estuvo ya en la cama—, tengo la impresión de que algo ha sucedido. ¡He estado tan inquieta mientras permanecisteis fuera! ¡Dímelo, Paul!

—Pero si no tengo nada que decirte —contestó él poniéndose muy colorado.

—¿No encontrasteis a nadie? —aventuró ella—. ¿De verdad que no?

—¿Qué es lo que te ha metido esa idea en la cabeza?

Paul estaba totalmente desconcertado ante la sensibilidad casi telepática que había adquirido Elisabeth desde que se separó de su esposo.

—Lo estoy temiendo siempre —musitó ella mientras seguía con la cabeza un movimiento pendular.

A la mañana siguiente, Elisabeth fue despertada por la nurse, que entró en la habitación con un termómetro en la mano.

—Irma está mala, señora —dijo vivamente—. Tiene treinta y siete y décimas.

—Treinta y siete y décimas...

«He ahí por qué estaba tan inquieta ayer» pensó súbitamente.

Saltó de la cama y corrió al cuarto de la niña. Irma, echada de espaldas, tenía los ojos relucientes y fijos en el cielo raso.

—Un pescador y una barca —dijo señalando hacia el techo, donde los rayos de la lamparita de noche proyectaban una especie de imagen.

Era muy temprano y nevaba.

—¿Te duele la garganta, cariño? —preguntó Elisabeth mientras se abrochaba la bata.

Se inclinó sobre la carita afilada de la niña.

—Dios mío, ¡cómo le arde la frente! —exclamó, apartando de la ceja de la niña un mechón de fino cabello rubio.

—Y uno, dos, tres, cuatro juncos —dijo Irma tenuemente, mirando aún hacia arriba.

—Mejor sería que llamásemos al doctor —dijo Elisabeth.

—¡Oh!, no hace falta, señora —intervino la nurse—. Le daré un poco de té con limón y una aspirina. Todo el mundo tiene gripe, ahora.

Elisabeth llamó a la puerta de Paul, que se estaba afeitando y salió aún con el jabón en la cara. Volvieron a la habitación de Irma. Paul se cortaba a menudo al afeitarse, incluso empleando su navaja de seguridad, y una amplia mancha roja se extendía sobre la espuma de su mentón.

—Fresas y nata —dijo Irma cuando se inclinó sobre ella.

El doctor llegó hacia el anochecer, sentóse al borde de la cama y, con los ojos fijos en un ángulo de la habitación, empezó a contar las pulsaciones de niña. Irma miraba los cabellos blancos que brotaban en la cavidad de la grande y complicada oreja del médico y la vena en forma de W de su sien rosada.

—Bien —dijo el doctor mirándola por encima de sus gafas.

Luego indicó a la niña que se incorporase, mientras Elisabeth le levantaba la ropa. Su cuerpo era muy blanco y delgado, y sus paletillas, prominentes. El doctor aplicó su estetoscopio a la espalda de la niña y, después de respirar profundamente, le dijo que hiciera lo mismo.

—Bien —repitió.

Le dio golpecitos en distintas partes del pecho y le palpó el estómago con dedos fríos como el hielo. Por último se puso en pie, palmeó cariñosamente la cabeza de la niña, lavóse las manos y se bajó los puños. Elisabeth le hizo entrar en el estudio, donde, acomodándose, desenroscó su pluma estilográfica para llenar una receta.

—Sí —dijo—; hay una verdadera epidemia de gripe. Ayer tuvieron que cancelar un recital porque la cantante y el pianista la habían contraído.

A la mañana siguiente la temperatura de Irma era casi normal. Paul, sin embargo, estaba muy resfriado; tosía y no dejaba de llevarse el pañuelo a la nariz, pero se negó rotundamente a meterse en cama, asistiendo incluso a la oficina, como de costumbre. También la nursese pasó todo el día sorbiendo y dando estornudos.

Aquella noche, cuando Elisabeth extrajo el tubo de cristal del sobaco de su hija, tuvo una gran alegría: el mercurio apenas había pasado la línea roja de la fiebre. Irma parpadeó; la luz la deslumbraba; volvióse cara a la pared En la habitación se hizo de nuevo la oscuridad Todo estaba tibio, ordenado. Irma se durmió pronto, pero hacia la medianoche despertó de un sueño vagamente desagradable. Tenía sed y buscó a tientas el pegajoso vaso de limonada que estaba sobre la mesilla, lo vació y lo repuso con cuidado, chasqueando tenuemente los labios.

La habitación le parecía más oscura que de costumbre. Al otro lado de la pared, la nurseroncaba violentamente, casi estáticamente. Irma la escuchó. Esperaba el amistoso chirrido del tren, que emergía de bajo tierra, muy cerca de la casa; pero no lo oyó. Quizá era demasiado tarde y los trenes habían dejado de circular. Descansaba con los ojos abiertos. De pronto sonó en la calle un silbido familiar de cuatro notas. Así era exactamente como silbaba su padre al regresar, para indicarles que dentro de un instante estaría con ellos y que podría servirse la cena. Pero aquél no era su silbido, sino el de un hombre que, desde dos semanas antes, visitaba a la señora del cuarto piso (se lo contó la hija del portero, que le sacó la lengua cuando ella dijo que era estúpido llegar tan tarde). También sabía que no debía hablar de su padre, que estaba viviendo con una amiguita: esto lo coligió de un diálogo entre dos señoras que, en cierta ocasión, bajaban la escalera delante de ella.

Se repitió el silbido bajo la ventana, y esto hizo pensar a Irma: «¿Quién sabe? A lo mejor es papá, en realidad. Y nadie le va a abrir, quizá me dijeron a propósito que era un extraño.»

Apartó el embozo y fue de puntillas hasta la ventana. Al hacerlo, tropezó con la silla, y algo suave (su elefante) cayó al suelo con un golpe sordo; la nurseseguía roncando despreocupadamente. Abrió y en la habitación se introdujo una ráfaga deliciosa de viento helado. En la calle, entre la oscuridad, había un hombre mirando hacia arriba. Irma le observó, descubriendo con gran desencanto que no era su padre. El hombre se mantuvo allí mucho rato. Luego volvióse de espaldas, alejándose lentamente. Irma sintió congoja por él. Estaba tan aterida que apenas supo cerrar la ventana y, de nuevo en el lecho, no pudo entrar en calor. Por último se quedó dormida y soñó que estaba jugando al hockeycon su padre. Él se reía, resbalaba y caía en el suelo, sobre el trasero, perdiendo su sombrero de copa; ella también se cayó. El hielo era insoportable, pero no podía levantarse, y su bastón de hockeyse alejaba de ella, como una oruga ensortijada.

A la mañana siguiente la fiebre había subido hasta cuarenta, tenía la cara lívida y se quejaba de dolor en un costado. Llamaron al doctor inmediatamente.

El pulso de la paciente estaba a ciento veinte; al auscultarlo, el pecho sonaba sordo en el sitio que le dolía a Irma, y el estetoscopio reveló una crepitación suave. El médico recetó cataplasmas, fenacetina y un calmante. Elisabeth sintió de pronto que iba a volverse loca y que, después de todo lo ocurrido, el destino tenía derecho a torturarla de aquel modo. Con un gran esfuerzo, superó su zozobra al despedir al médico. Antes de marcharse, éste echó una ojeada a la nurse, pero en el caso de aquella mujer vigorosa no había motivo de alarma.

Paul le acompañó hasta el recibidor y preguntóle, con voz ronca —pues trataba de hablar bajo para disimular su resfriado—, si había algún peligro.

—Hoy volveré por aquí —le contestó el doctor lentamente.

«Siempre lo mismo —se dijo el viejo Lampert mientras bajaba las escaleras—. Siempre las mismas preguntas, las mismas miradas implorantes.» Consultó su agenda y se deslizó tras el volante de su coche. Cinco minutos más tarde entraba en otra casa.

Albinus le recibió con la abrigada chaqueta festoneada en seda que se ponía cuando trabajaba en su estudio.

—La pobre, no se siente muy bien desde ayer —dijo con aflicción—. Se queja de que le duele todo.

—¿Qué temperatura tiene? Lampert se preguntaba si debía decir a aquel cuitado amante que su hija había contraído una pulmonía.

—No, si es eso precisamente: no parece que tenga fiebre —dijo Albinus, alarmado—. Y me han dicho que la gripe sin síntomas de fiebre es especialmente peligrosa.

«¿Para qué decírselo? —pensó Lampert—. Ha abandonado a su familia sin ningún miramiento. Ya se lo dirán ellos si desean hacerlo. ¿Por qué voy a tener que mezclarme yo?»

—Bien —dijo Lampert con un suspiro—, démos una ojeada a nuestra encantadora inválida.

Margot estaba echada en un sofá, descompuesta y cejijunta, envuelta en un mantón de seda repleto de puntillas. Junto a ella estaba sentado Rex, con las piernas cruzadas, dibujando su linda cabeza en un envoltorio de cigarrillos.

«Una criatura adorable, sin duda alguna —se dijo Lampert—, pero hay algo de serpiente en ella.»

Rex se retiró a la habitación contigua, silbando. Albinus se paseaba muy cerca. Lampert examinó a su paciente. Un leve resfriado, eso era todo.

—Sería mejor que se quedase en casa dos o tres días —dijo Lampert—. A propósito: ¿cómo va la película? ¿Acabaron?

—Sí, por fortuna —contestó Margot, distribuyendo lánguidamente el chal en torno a ella—. Y el mes que viene harán una proyección en privado. Tengo que estar bien para entonces, ocurra lo que ocurra.

«Y lo que es más —reflexionaba Lampert, ajeno a las palabras de Margot—, esta puerca va a arruinarle.»

Cuando el doctor se hubo marchado, Rex regresó al lado de Margot y siguió dibujando ociosamente, sin dejar de silbar a través de sus dientes. Por unos momentos, Albinus permaneció en pie junto a él con la cabeza inclinada, siguiendo los rítmicos movimientos de aquella mano huesuda y blanca. Después se fue al estudio para concluir un artículo acerca de una exposición que estaba dando mucho que hablar.

—Es bastante divertido esto de ser el amigo de la casa —dijo Rex riendo secamente por un instante.

Margot le miró y dijo con enfado:

—Sí, te quiero, feo; pero no hay nada que hacer, tú lo sabes.

Rex retorció el envoltorio y lo tiró sobre la mesa.

—Escúchame, querida, tú tienes que venir a mis manos un día u otro; está claro. Desde luego, mis visitas a esta casa son cordialísimas, agradabilísimas y todo lo que quieras, pero el juego me está poniendo enfermo.

—En primer lugar, hazme el favor de no levantar la voz. No estarás contento hasta que hayamos hecho alguna idiotez. A la más mínima sospecha, me matará o me echará de la casa, y ni tú ni yo tendremos un céntimo.

—¿Matarte? —cloqueó Rex—. ¡Ésta sí que es buena!

—Haz el favor de callarte. ¿Es que no comprendes? Una vez se haya casado conmigo, estaré menos nerviosa y más libre de actuar como me convenga. De una esposa no puede desprenderse tan fácilmente. Además, está la película. Tengo una serie de planes.


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