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Risa en la oscuridad
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 14:43

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Автор книги: Владимир Набоков



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Notaba un torpe malestar. Estaba hambriento; no se había afeitado ni bañado; el roce de la camisa del día anterior sobre su piel era exasperante. Se sintió indeciblemente cansado. Aquélla había sido la noche en que soñó durante años. La forma en que las paletillas de Margot se unieron y su forma de rezongar cuando besó por primera vez su espalda vellosa como un melocotón, le indicó que obtendría exactamente lo que deseaba, y lo que deseaba no era el frío de la inocencia. Al igual que en sus visiones más desenfrenadas, todo era permisible; el amor presuntuoso y reservado de un puritano era menos conocido en aquel nuevo y libre mundo que los osos blancos en Honolulú.

La desnudez de Margot era tan natural como si estuviera de mucho tiempo acostumbrada a correr a lo largo de la playa de sus sueños. Había algo deliciosamente acrobático en sus costumbres de lecho. Y luego saltó de la cama y se paseó, oronda, de un lado a otro de la habitación, balanceando sus flancos juveniles y dando mordisquitos a un panecillo seco que había sobrado de la cena.

Se quedó dormida de la forma más súbita, como si se hubiese interrumpido en mitad de una frase, cuando la luz eléctrica empezó a tomar un amarillo de cripta y la ventana un azul espectral. Él se metió en el cuarto de baño, pero no pudo obtener del grifo más que unas cuantas gotas de herrumbroso color. Suspiró, tomó del baño usando dos dedos una esponja deteriorada, la dejó caer con cuidado, y examinando la untuosa pastilla de jabón colorado, se dijo que tenía que instruir a Margot en las reglas del aseo. Se vistió, castañeteándole los dientes, extendió el cobertor sobre Margot, que dormía dulcemente, le besó el cabello desordenado y, dejando sobre la mesita de noche una nota escrita a lápiz, salió con sigilo.

Mientras caminaba bajo la tibia luz del sol comprendió que estaba a punto de enfrentarse a lo peor, al ver de nuevo el edificio en que había vivido con Elisabeth durante tanto tiempo. Al subir en el mismo ascensor en que la nurse, con la niña en sus manos, y su esposa, con un aspecto muy pálido y muy feliz, habían llegado a casa un día, ocho años antes. Al llegar ante la puerta, en que brillaba de una forma sedante su nombre de catedrático, Albinus se sintió casi dispuesto a renunciar; todo dependía de un milagro. Estaba seguro de que, si Elisabeth no había leído la carta, lograría explicar su ausencia de una forma u otra (diría, que, bromeando, trató de fumar opio en casa de aquel artista japonés que una vez fue a cenar; esto era admisible).

Pero tenía que abrir la puerta, entrar, ver... ¿Qué vería? ¿No sería mejor, acaso, dejarlo todo, marcharse, desaparecer?

De pronto recordó cómo, durante la guerra, se había formado a sí mismo a no agacharse demasiado al salir al descubierto.

Se detuvo en el vestíbulo, inmóvil, auscultante. Ni un ruido. Normalmente, a esta hora de la mañana el piso estaba lleno de ellos: en algún sitio corría el agua, la nursehablaba a Irma, la sirvienta trajinaba en el comedor.... ¡ni un ruido! En un rincón estaba el paraguas de Elisabeth. Trató de hallar algún alivio en aquello. Súbitamente, mientras permanecía allí en pie, apareció Frieda, sin delantal, saliendo del corredor. Le miró fijamente, entristecida.

¡Oh, señor! Se fueron todos anoche.

—¿Dónde? —preguntó Albinus, sin mirarla.

Se lo contó todo. Hablaba con rapidez, con voz insólitamente alta. Mientras le tomaba el bastón y el sombrero rompió a llorar.

—¿Quiere un poco de café?

El desorden del dormitorio era elocuente. Las camisas de dormir de su esposa cubrían la cama. Un cajón de la cómoda estaba fuera de su sitio. El pequeño retrato de su padre político había desaparecido de la mesilla. El pico de la alfombra estaba vuelto hacia arriba.

Albinus lo alisó y se fue, andando tranquilamente, al estudio. Sobre el pupitre había algunas cartas, abiertas, y entre ellas la de Margot (¡qué caligrafía infantil!; ortografía pésima, pésima); una invitación para almorzar con los Dreyers; una breve nota de Rex; la factura del dentista...

Dos horas más tarde llegó Paul. Se había afeitado muy mal, y tenía en el carrillo una cruz de cierta pasta adhesiva, negra.

—He venido a buscar las cosas —dijo al pasar.

Albinus le siguió, haciendo sonar las monedas del bolsillo de su pantalón, y le observó el silencio, mientras él y Frieda llenaban precipitadamente el baúl.

—No olvides el paraguas —murmuró Albinus vagamente.

Les siguió. Pasaron al cuarto de la niña. Allí esperaba, lista, una maleta. La recogieron.

—Paul, sólo una palabra.

Albinus carraspeó, entrando en el estudio. Paul entró también, parándose junto a la ventana.

—Esto es una tragedia —dijo Albinus.

—Déjame que te diga una cosa —exclamó Paul por último, mirando hacia fuera—. Tendremos muchísima suerte si Elisabeth sobrevive al shock. Está... —Se interrumpió. La cruz negra de su mejilla subía y bajaba—. Es como una muerta, así es como está. Tú has... Tú eres... En verdad es usted un canalla, señor, un canalla.

—¿No te comportas un poco rudamente? —dijo Albinus tratando de sonreír.

—¡Es monstruoso! —gritó Paul mirando a su cuñado por primera vez—. ¿Dónde la encontraste? ¿Cómo se atrevió a escribirte esa prostituta?

—¡Calma! ¡Calma! —dijo Albinus humedeciendo sus labios.

—Te voy a matar. ¡Que me cuelguen si no lo hago! —gritó Paul, todavía más fuertemente.

—Piensa en Frieda. Lo va a oír todo.

—¿Vas a darme una contestación?

Paul trató de asir la solapa de su americana, pero Albinus, con una sonrisa enfermiza, le golpeó la mano.

—Me niego a ser interrogado. Todo esto es doloroso en extremo. ¿No puedes admitir un terrible equívoco? Suponte...

¡Estás mintiendo! —rugió Paul golpeando el suelo con una silla—. ¡Sinvergüenza! Acabo de verla. Una pequeña ramera, que tendría que estar en un reformatorio. Sabía que mentirías, sinvergüenza. ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa? Esto no es mero vicio, esto es...

—¡Basta ya! —interrumpió Albinus con voz casi inaudible.

Un camión cruzó la calle; los cristales trepidaron ligeramente.

—¡Oh, Albert! —dijo Paul de pronto, en un tono sosegado y melancólico—. ¡Quién lo hubiera dicho...!

Se marchó. Frieda sollozaba recatadamente. Alguien se llevó el equipaje. Luego, todo fue silencio.


10



Aquella tarde, Albinus hizo su maleta y se trasladó al apartamento de Margot. No le había sido fácil persuadir a Frieda para que se quedara en el piso vacío. Por último, se mostró de acuerdo cuando le propuso que su joven esposo, un probo sargento de la Policía, ocupara la habitación que fue de la nurse. Si alguien telefoneaba, tenía que decir que Albinus había partido inesperadamente para Italia, con su familia.

Margot le recibió fríamente. Aquella mañana había sido despertada por un gordo y airado caballero que buscaba a su hermano político; la insultó. La cocinera, una mujer notablemente fornida, le había echado.

—Este piso es sólo para una persona —dijo Margot mirando la maleta de Albinus.

—¡Oh, por favor! —murmuró él, miserablemente.

—De todas formas, tenemos que hablar de muchas cosas. Y no tengo ninguna intención de escuchar los insultos de tus estúpidos parientes.

Recorría la habitación en todas direcciones, enfundada en su bata de seda roja, con la mano derecha metida en su sobaco izquierdo y fumando vigorosamente un cigarrillo. El cabello, que le caía sobre la frente, le daba el aspecto de una gitana.

Después del té, Margot salió en coche a comprar un gramófono. ¿Por qué un gramófono? Y precisamente aquel día... Exhausto y con una fuerte jaqueca, Albinus descansaba en el sofá de la repugnante salita. Pensó: «Algo horrible ha ocurrido, pero, a pesar de todo, estoy tranquilo. El desmayo de Elisabeth duró veinte minutos, y, luego, estuvo gritando; probablemente, fue terrible oírla; pero estoy tranquilo. Ella sigue siendo mi esposa, y yo la amo, y, desde luego, me mataré si muere por culpa mía. Me pregunto cómo explicarían a Irma el traslado al piso de Paul y todas las prisas y la agitación. Fue desagradable la forma en que lo describió Frieda: "Y Madame gritó, y Madame gritó..." Sorprendente, porque Elisabeth no ha levantado la voz en su vida.»

Al día siguiente, mientras Margot estaba fuera, comprando discos, escribió una larga carta. En ella aseguraba a su esposa, con toda sinceridad, aunque tal vez en un estilo en exceso floriturado, que la adoraba como antes, a pesar de su pequeña fuga «que ha rasgado nuestra felicidad como el cuchillo de un loco rasga un cuadro». Albinus lloró. Estuvo escuchando, para asegurarse de que Margot no regresaba, y siguió escribiendo, sollozando y murmurando para sí mismo. Suplicaba a su esposa que le perdonara, pero en su carta no había ninguna indicación de si estaba dispuesto a abandonar a su amante.

No recibió respuesta alguna.

Entonces comprendió que, si no deseaba seguir atormentándose, tenía que borrar de su memoria la imagen de su familia y abandonarse totalmente a la fiera y casi mórbida pasión que el alegre encanto de Margot había excitado en él. Ella, por su parte, estaba siempre dispuesta a responder a sus requerimientos amorosos; era algo que, simplemente, la refrescaba; era juguetona y despreocupada; dos años antes, un doctor le había dicho que nunca podría tener hijos, y ella lo consideró una gran suerte.

Albinus la enseñó a bañarse diariamente, en lugar de lavarse las manos y el cuello, como había hecho hasta entonces. Sus uñas aparecían siempre limpias, y un rojo brillante cubría tanto las de sus manos como las de los pies.

Él no dejaba de descubrir nuevos encantos en Margot; pequeñas cosas conmovedoras que en otra muchacha le hubieran parecido toscas y vulgares. Las líneas infantiles de su cuerpo, su desvergüenza y el atenuamiento gradual de sus ojos (como si se estuvieran extinguiendo lentamente, al igual que las luces de un teatro), le llevaban a un tal frenesí que perdió el último vestigio de aquella cortedad que su compuesta y delicada esposa había exigido de sus abrazos.

No salía apenas de casa, por miedo a encontrar conocidos. Era con renuencia, y sólo por la mañana, que dejaba a Margot partir a la aventura, a la busca y captura de medias y ropas interiores de seda. La falta de curiosidad de su amiga le llenaba de estupor: nunca le preguntaba acerca de su vida de antaño. Algunas veces, Albinus trató de interesarla en su pasado, relatándole su niñez, hablándole de su madre, a quien recordaba vagamente, y de su padre, un pletórico caballero rural que había depositado su cariño en sus perros y en sus caballos, en su cebada y en sus cereales, y que murió súbitamente, de un acceso de risa viril, en el salón de billar donde un invitado estaba contando una historieta obscena.

—¿Qué historia era? Cuéntamela —pidió Margot. Pero él la había olvidado.

Le habló de su temprana pasión por la pintura, de sus obras, de sus descubrimientos; le explicó cómo pudo restaurarse un viejo cuadro, con la ayuda del ajo y la resina machacada, que convirtieron en polvo el viejo barniz, y cómo, bajo una gamuza humedecida en trementina, el ahumado de la grosera pintura sobrepuesta desapareció, dando a la luz la belleza original.

Margot se interesó, especialmente, en el valor comercial del cuadro.

Le habló de la guerra, y del frío cieno de las trincheras, preguntándole ella por qué, siendo rico, no se había colocado en algún sitio, en retaguardia.

—¡Qué gracioso es mi tesoro! —exclamó él, apretujándola.

Margot empezó a aburrirse por las noches. Echaba de menos el cine, los restaurantes de tono, la música negroide.

—Tendrás todo, absolutamente todo —dijo él– deja que me recupere, primero. Tengo toda clase de planes. Pronto iremos a la costa.

Echó una ojeada en torno a la salita de Margot, y se maravilló de cómo él, que se enorgullecía de no poder soportar nada de mal gusto, pudiese tolerar aquella cámara de los horrores. Todo, meditó, quedaba embellecido por su pasión.

—Realmente, nos hemos instalado muy bien; ¿no es cierto, cariño?

Ella convino condescendientemente. Sabía que todo aquello era transitorio: el recuerdo del lujoso piso de Albinus permanecía anclado en su mente; pero, por supuesto, ninguna necesidad había de precipitarse.

Un día de julio, volviendo Margot a pie de su modista y cuando ya llegaba a casa, alguien la agarró por detrás, por encima del codo. Dio una vuelta en redondo. Era su hermano Otto. Le sonreía desagradablemente. Dos de sus amigos esperaban a corta distancia, y también ellos le sonrieron.

—Encantado de verte, hermanita. No ha sido muy amable por tu parte olvidar a la familia.

—Suéltame —dijo Margot con calma, dejando caer sus párpados.

Otto se plantó en jarras.

—¡Qué preciosa estás! —La examinó de piel a cabeza—. Miren ustedes: ¡una auténtica señoritinga!

Margot se volvió de espaldas y echó a andar. Pero él la asió otra vez del brazo, lastimándola, y ella profirió un suave «Aah-yy», como hiciera cuando niña.

—Escúchame bien, dijo Otto, hace tres días que te estoy vigilando. Sé dónde vives. Pero es mejor que nos alejemos un poco.

—Déjame marchar —musitó Margot tratando de aflojar los dedos de su hermano.

Su casa estaba muy cerca. Podía dar la casualidad de que Albinus mirase por la ventana. Eso sería un inconveniente.

Cedió a su presión. Él la acompañó, dando la vuelta a la esquina. Silbando y balanceando los brazos, los otros dos, Kaspar y Kurt, los siguieron.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella mirando con disgusto a la grasienta gorra de su hermano y al cigarrillo que llevaba tras la oreja.

Él señaló a un lado con la cabeza.

—Vayamos a aquel bar de allí.

—No —gritó ella.

Pero los otros dos se le aproximaron mucho, haciendo «fu, fu» mientras la empujaban hacia la puerta. Ella empezó a sentirse asustada.

En el bar, unos cuantos hombres discutían las próximas elecciones en altos tonos ladradores.

—Sentémonos aquí, en el rincón —dijo Otto.

Se sentaron. Margot recordaba vívidamente y con una especie de admiración la forma en que solían ir a los lagos de los suburbios ella, Otto y aquellos dos jóvenes bronceados. La enseñaron a nadar y le tiraban de sus muslos desnudos bajo el agua. Kurt tenía un ancla tatuada en el antebrazo y un dragón en el pecho. Corrían por el banco y se salpicaban unos a otros con arena viscosa y suave. Los amigos de su hermano le daban azotes sobre su pantalón de baño tan pronto como se tendía en el suelo. ¡Qué delicioso era todo aquello!: el alegre grupo, los envoltorios de papel, el rubio y musculoso Kaspar sacudiendo sus brazos en la orilla del lago, como si estuviera titubeando, mientras gritaba: «¡El agua está fría, fría!» Cuando Kaspar nadaba, mantenía la boca bajo el agua y resoplaba como una foca. Y, al volver junto al grupo, lo primero que hacía era peinarse hacia atrás su cabello negro y ponerse cuidadosamente la gorra. Recordó cómo jugaban a la pelota, y cómo ella se echaba en tierra, y la cubrían con arena, dejando sólo su cara a la vista y confeccionaban una cruz de guijas sobre el montículo.

—Oye una cosa —dijo Otto cuando aparecieron cuatro vasos de bordes dorados, con cerveza—. No tienes por qué avergonzarte de los tuyos por tener un amigo rico. Por el contrario, debes pensar en nosotros.

Tomó un sorbo y sus amigos hicieron lo propio. Miraban a Margot con presuntuosa hostilidad.

—No sabes lo que dices. —Ella le miraba desdeñosamente—. Es bien distinto de lo que piensas. En realidad, estamos comprometidos.

Los tres rompieron en carcajadas. Margot estaba henchida de un asco tal que apartó la mirada y se puso a jugar con el lazo de su bolsa de mano. Otto se la cogió y, abriéndola encontró una polvera, llaves y tres marcos y medio, que se metió en el bolsillo. —Esto bastará para la cerveza —indicó Otto. Luego, con un pequeño saludo, puso la bolsa ante ella.

Pidieron más bebida. También Margot tomó algo, con esfuerzo: detestaba la cerveza, pero no quería que se bebieran la suya.

—¿Puedo irme ya? —preguntó, golpeando con el dedo los chavos gemelos de sus sienes.

—Pero, ¿cómo? ¿No te gusta sentarte con tu hermano y sus amigos? —La voz de Otto era de asombro burlón—. Querida mía, has cambiado mucho. Pero aún no hemos hablado de negocios...

—Me has robado mi dinero, y ahora me marcho.

Ellos gruñeron, y de nuevo se sintió asustada.

—Nada de robos —dijo Otto de una forma abyecta—. Éste no es tu dinero, sino el dinero que le has quitado a alguien que lo sacó del sudor de los proletarios. De modo que es mejor que no hables de robar, so... —Se contuvo y continuó con más calma—: Escúchame, tú: vas a sacarle algún dinero a tu amigo para nosotros, para la familia. Cincuenta. ¿Entendido?

—Y supongamos que me niego.

—Entonces tomaremos nuestra dulce venganza. Sabemos todas tus cosas. ¡Prometida! Ésa sí que es buena.

Súbitamente, un fulgor cruzó los ojos de Margot, que dijo por lo bajo, sin mirar a su hermano:

—Está bien. Los sacaré. ¿Es eso todo? ¿Puedo irme, ahora?

—Buena chica. Pero ¿qué prisa tienes? Además, tendríamos que vernos más a menudo. ¿Qué te parece una excursión al lago, un día de éstos, eh? —Se volvió a sus amigos—. ¡Menuda la pasábamos! No debiera darse esos aires, ¿no es cierto?

Pero Margot se había puesto ya en pie; estaba vaciando su vaso.

—Mañana por la tarde, en la misma esquina —dijo Otto—. ¿Convenido?

—Convenido.

Margot estaba radiante. Dio la mano a los dos y se marchó.

Al llegar a casa, y cuando Albinus depositó su periódico y se levantó para recibirla, ella vaciló, simulando un desmayo. Fue una comedia mediocre, pero dio resultado. Albinus estaba atemorizado de verdad; la acomodó en el diván; le llevó un poco de agua.

—¿Qué ocurre? Dime qué ocurre —le repetía, mientras le daba palmaditas en el cabello.

—Me vas a abandonar... —gimió Margot.

Él tragó saliva e inmediatamente arribó a la peor conclusión: le había sido infiel. «Está bien. Pues la mataré», pensó ágilmente. Pero en voz alta dijo, tranquilo:

—¿Qué ocurre, Margot?

—Te he engañado —musitó ella.

«Debe morir», pensó Albinus.

—Te he engañado de una forma terrible, Albert. En primer lugar, mi padre no es artista, sino cerrajero, y ahora guarda una portería; mi madre limpia barandillas, y mi hermano es un simple trabajador. Tuve una niñez terrible, terrible de verdad. Fui azotada, torturada.

Albinus sintió un alivio exquisito y una oleada de pena.

—No, no me beses. Tienes que saberlo todo. Me escapé de casa. Gané dinero haciendo de modelo. Una vieja terrible estuvo explotándome. Luego tuve una aventura amorosa. Él estaba casado, como tú, y su esposa no quería darle el divorcio; lo dejé, pues no me resignaba a ser tan sólo su querida, aunque le amase con locura. Después fui acosada por un viejo banquero. Me ofrecía toda su fortuna, pero, desde luego, lo rechacé. Murió del disgusto. Entonces tomé aquel empleo en el «Argus».

—¡Oh, mi pobre, mi pobre ángel desvalido! —murmuró Albinus, que, a la sazón, había dejado de creer que él era su primer amante.

—¿Y, de verdad, no me desprecias? —preguntó ella sonriendo tras sus lágrimas, lo cual era una cosa difícil, visto que no había lágrimas, lo que era difícil puesto que no había lágrimas a través de las cuales sonreír—. ¡Estoy tan contenta de que no me desprecies...! Pero ahora, déjame que te cuente lo más terrible de todo: mi hermano ha averiguado dónde vivo, le he encontrado hoy, y me pide dinero, tratando de hacerme un chantaje, porque cree que tú no sabes nada...; sobre mi pasado, quiero decir. ¿Sabes?, cuando le vi pensé en la vergüenza que suponía tener un hermano así, y luego, en que mi confiado niñito no sospechaba lo que era mi familia, ¿sabes?, me sentí tan avergonzada de ellos, y, también, por no haberte dicho la verdad...

Él la tomó en sus brazos y la meció de aquí para allá; le hubiera cantado una nana, de haber conocido alguna. Ella empezó a reír quedamente.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó él—. ¿Quieres que hablemos con la Policía?

—No, eso no —exclamó Margot con extraordinario énfasis.


11



Al día siguiente, por primera vez, Albinus la acompañó a la calle. Margot quería vestidos livianos, artículos de baño y cremas para broncearse. Solfi, el confín adriático que Albinus había elegido para su primer viaje juntos, era un lugar cálido y deslumbrante. Al subir a un taxi, Margot advirtió a su hermano, en pie, al otro lado de la calle, pero no le dijo nada a Albinus.

A él, exhibirse con Margot le incomodaba sobremanera; no lograba acostumbrarse a su nueva posición. Cuando regresaron, Otto había desaparecido. Margot pensó, acertadamente, que estaría muy lastimado en su orgullo, obraría irrazonablemente.

Dos días antes de su partida, Albinus se hallaba sentado ante un pupitre singularmente incómodo, escribiendo una carta de negocios, mientras que ella guardaba cosas en un nuevo y reluciente baúl, en la habitación contigua. Albinus oía el blando crujido del papel de seda y una cancioncilla que ella tarareaba para sí, por lo bajo, con la boca cerrada.

—¡Qué extraño es todo eso! —pensó él—. Si en Nochevieja me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar tan radicalmente en unos pocos meses...

A Margot se le fue algo de las manos en la otra habitación. Interrumpió el canturreo unos segundos, para remprenderlo después quedamente.

«Hace seis meses era un marido modelo en un mundo sin Margot. ¡El destino hizo un trabajo rápido! Otros hombres pueden combinar una feliz vida familiar con pequeñas infidelidades, pero, en mi caso, todo se vino abajo inmediatamente. ¿Por qué? Y ahora estoy aquí, sentado, pensando clara e inteligentemente, según parece. Sin embargo, el terremoto está en plena actividad, y Dios sabe cómo quedarán las cosas...»

El timbre sonó de improviso. Desde tres puertas distintas, Albinus, Margot y la cocinera, todos, corrieron al recibidor simultáneamente.

—Albert —susurró Margot—, ten cuidado. Estoy segura de que es él.

—Ve a tu habitación. Yo le atenderé como merece.

Abrió la puerta. Era la aprendiza de la sombrerera. Apenas se hubo marchado, cuando sonó un segundo timbrazo. Abrió de nuevo. Ante él estaba un joven con grosera cara de luna y que, sin embargo, se parecía extraordinariamente a Margot (aquellos ojos oscuros, aquel cabello lacio, aquella nariz recta, un poco puntiaguda;. Llevaba su traje de domingo y el extremo de su corbata estaba embutido en su camisa, entre los botones.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Albinus.

Otto tosió y dijo, con una confidencial ironía en su voz:

—Tengo que hablarle de mi hermana, soy el hermano de Margot.

—¿Y puedo preguntarle por qué a mí en particular?

—Usted es Herr... —empezó a decir Otto, con tono inquisitivo.

—Schiffermiller —dijo Albinus, bastante aliviado al descubrir que el muchacho no conocía su identidad.

—Bien, Herr Schiffermiller, ha dado la casualidad de que le viera a usted con mi hermana. De forma que pensé que tal vez le interesaría que yo..., que nosotros...

—Naturalmente, pero ¿por qué se queda en la puerta? Entre, por favor.

Él lo hizo, tosiendo de nuevo.

—Lo que quiero decirle es esto, Herr Schiffermiller: Mi hermana es joven e inexperta. Mamá no ha dormido una noche desde que nuestra pequeña Margot se fue de casa. No tiene más que dieciséis años; no la crea si le dice que es mayor. Déjeme decirle; nosotros somos gente honrada; mi padre, un soldado veterano... Es una situación muy, muy desagradable, No sé qué podría hacerse...

Otto, cobrando con confianza, empezaba casi a creer lo que estaba diciendo.

—...Realmente, no sé qué podría hacerse —continuó con renovado ímpetu—. Imagínese tan sólo, Herr Schiffermiller, que usted tuviera una querida e inocente hermana a quien alguien hubiera comprado...

—Escuche un momento, amigo —le interrumpió Albinus—. Al parecer, existe un error. Mi prometida me dijo que su familia estuvo encantada de quitársela de encima.

—¡Oh, no! —dijo Otto, parpadeando—. No irá usted a hacerme creer que se va a casar con ella. Cuando un hombre desea casarse con una chica respetable, habla de ello con su familia. ¡Un poco más de cuidado y un poco menos de orgullo, Herr Schiffermiller!

Albinus miró a Otto con curiosidad, mientras reflexionaba que aquel bruto estaba hablando con sentido, en cierto modo, pues tenía tanto derecho a preocuparse por el bien de su hermana, como Paul de afligirse por la suya. Pero flotaba un lindo aroma de parodia en torno a esta charla, tan parecida, en su aspecto, a aquella otra, tan horrorosa, de dos meses antes. Y, para Albinus, era agradable pensar que, al menos en esta ocasión, podía pisar tierra firme, con hermano o sin hermano; sacar ventaja, como era el caso, del hecho de que Otto era, simplemente, un golfo y un matón.

—Sería mejor que se callase —dijo resueltamente, muy fríamente, hecho todo un patricio, en verdad—. Yo sé, exactamente, cómo están las cosas. Y no es nada que deba importarle. Ahora haga el favor de irse.

—¿Ah, sí? —Otto se insolentó—. Muy bien.

Guardó silencio; luego estrujó su gorra en la mano y miró al suelo. Entonces probó una última estratagema.

—Puede usted tener que pagar muy caro eso antes de salirse con la suya, Herr Schiffermiller. Mi hermana no es exactamente lo que usted cree. La llamé inocente, pero eso fue compasión fraternal. Se deja usted guiar demasiado fácilmente por su nariz, Herr Schiffermiller. Es divertidísimo oír que la llama usted suprometida. Me hace reír. Vamos, yo podría decirle una o dos cositas...

—No es necesario —replicó Albinus, ruborizándose—. Ella misma me ha contado todo lo que había que contar. Una criatura desgraciada a quien su familia no supo proteger. Por favor, váyase en el acto. Le abrió la puerta.

—Se arrepentirá usted de esto.

—Salga, o le echaré yo a patadas.

Albinus ponía el último y dulce toque a la victoria, por así decirlo.

Otto se retiró muy lentamente. Dotado de ese somero sentimentalismo peculiar del estrato burgués, Albinus, consternado, imaginó, de pronto, lo muy triste y fea que tenía que ser la vida de aquel muchacho. Antes de cerrar la puerta, sacó velozmente un billete de diez marcos y se lo puso a Otto en la mano.

Solo en el rellano, Otto examinó el billete; se quedó un momento sin saber qué hacer. Luego, pulsó el timbre.

—Pero, ¿otra vez aquí? —exclamó Albinus.

Otto extendió su mano y, en ella, el billete.

—No quiero sus propinas —gruñó, colérico—. Déselas, mejor, a los obreros en panne. Hay montones por ahí.

—Pero tómelo, por favor.

Albinus se sentía terriblemente incómodo. Otto se encogió de hombros.

—Un hombre pobre tiene su orgullo. Yo...

—Bueno, yo solo quería... —empezó a decir Albinus.

Otto restregó los pies, se metió el dinero en el bolsillo adustamente, y se fue escaleras abajo. Su honor social estaba satisfecho; podía ya permitirse satisfacer necesidades más humanas.

«No es mucho —se dijo—, pero es mejor que nada, de todos modos. Y me tiene miedo, ese ojos de pulpo, ese tartamudo.»


12



Desde el momento en que Elisabeth leyó la breve esquela de Margot, su vida se convirtió en uno de esos largos y grotescos acertijos que uno intenta solucionar en el aula de sueños del torpe delirio. Y, al principio, tuvo la sensación de que su esposo estaba muerto y la gente trataba de engañarla obligándola a pensar que tan sólo la había abandonado.

Recordaba como, aquella noche que se le antojaba tan remota, le besó en la frente antes de que se fuera, y cómo le dijo él, al agacharse: «De todas formas, es mejor que veas a Lampert. No puede seguir arañándose de esa forma.»

Aquéllas habían sido sus últimas palabras antes de morir; sencillas palabras hogareñas, referentes a una pequeña erupción brotada en el cuello de Irma. Y luego se fue para siempre.

La pomada de cinc curó el sarpullido en unos pocos días, pero ninguna pomada en eI mundo podía mitigar y desvanecer el recuerdo de su amplia frente blanca y la forma en que se había palpado los bolsillos al abandonar la habitación.

Durante los primeros días lloró tanto que se quedó sorprendida de la capacidad de sus glándulas lacrimales. ¿Saben los científicos cuánta agua salada puede fluir de los ojos de una persona? Y aquello le recordó que, un verano, en la costa italiana, bañaron a la niña en una tina de agua de mar (¡oh!, se podría llenar una tina mucho más grande con sus lágrimas, y bañar en ella a un gigante).

Con todo, su abandono de Irma le pareció mucho más monstruoso. Tal vez intentara recuperar a su hija. ¿Había sido prudente mandarla al campo sin otra compañía que la institutriz? Paul dijo que sí, y la instaba a que ella se reuniese con la niña. Pero no quiso ni oír hablar de ello. Aunque creía que nunca podría perdonar a su marido —no porque la hubiera humillado a ella (era demasiado orgullosa para dolerse de esto), sino porque se había rebajado a sí mismo—, Elisabeth seguía esperando, confiando, día a día, en que la puerta se abriera, como la noche bajo el trueno, y diera paso a su marido, pálido Lázaro, húmedos y hundidos sus azules ojos, sus ropas hechas jirones, sus brazos abiertos.

La mayor parte de las horas las pasaba sentada en sus habitaciones y, algunas veces, incluso en el vestíbulo —en cualquier lugar donde las muchas nieblas de sus pensamientos dieran en apoderarse de ella—, y evocaba este o aquel detalle de su vida matrimonial. Le pareció que Albinus había sido siempre infiel. Y entonces recordó y comprendió (como el que aprende un idioma nuevo puede recordar haber visto una vez un libro escrito en aquella lengua cuando no la conocía) las manchas rojas —rojos besos viscosos– que había advertido en una ocasión en el pañuelo de su esposo.

Paul hacía cuanto estaba en su mano para alejar los temores de su hermana. Nunca mencionaba a Albinus. Alteró algunas de sus costumbres favoritas (por ejemplo, la de pasar la mañana del domingo en los baños turcos); le llevaba revistas y novelas, y hablaban sobre su niñez, sobre sus padres, muertos hacía mucho tiempo, y sobre aquel rubio hermano suyo que les mataron en el Somme: un músico, un soñador.

Un cálido día de verano en que paseaban por el parque observaron a un monito que se le había escapado a su dueño, subiéndose a un alto olmo. Su pequeña cara negra, rodeada por una corona de pelusa gris, asomaba entre las hojas verdes; luego desapareció, e hizo crujir y moverse una rama, metros más arriba. En vano trató su dueño de hacerlo bajar por medio de un suave silbato, de una gran banana amarilla, de un espejito de bolsillo, del que logró reverberaciones, una y otra vez.


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