Текст книги "Risa en la oscuridad"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Mientras se hallaba aún en el hospital, Margot le leyó en voz alta una carta de Rex:
«No sabría decir, mi querido Albinus, qué me desconcertó más, si el daño que me hizo usted con su inexplicable y muy descortés partida, o la desgracia que ha hecho presa en usted. Pero, aunque me ha herido profundamente, comparto su dolor con todo el corazón, en especial cuando pienso en su amor por la pintura y por esas bellezas de color y línea que hacen de la vista la reina de todos nuestros sentidos.
»Hoy me encuentro en viaje de París a Inglaterra, y desde allí a Nueva York, y transcurrirá algún tiempo hasta que vea de nuevo Alemania. Tenga la bondad de transmitir mis saludos amistosos a su compañera, cuya naturaleza versátil y malograda fue, presumiblemente, la causa de su deslealtad hacia mí. ¡Dios mío!, esa muchacha está siempre y únicamente en relación constante consigo misma; pero, como tantas otras mujeres, busca con prurito la admiración de los extraños, y ese prurito se torna en rencor cuando el hombre en cuestión, a causa de su franqueza, su exterior repulsivo y sus inclinaciones innaturales, no puede sino excitar su ridículo y su aversión.
«Créame, Albinus, le quería a usted bien, más de lo que nunca diera a entender; pero si usted me hubiera dicho sin ambages que mi presencia había llegado a ser fastidiosa para ustedes dos, yo habría apreciado altamente su franqueza, y entonces las felices remembranzas de nuestras charlas en torno a la pintura; de nuestros paseos por el mundo del color, no se hubieran visto tan tristemente oscurecidas por la sombra de su huida infiel.»
—Sí, ésa es una carta de homosexual —dijo Albinus—. Pero, de todas formas, me alegra que se haya ido. Quizá, Margot, Dios me ha castigado por desconfiar de ti, pero que la mayor desgracia caiga sobre ti si...
—¿Si qué, Albert? Sigue, termina tu maligna frase...
—No. Nada. Te creo, te creo.
Guardó silencio y más tarde empezó a emitir aquel sonido apagado, medio gemido, medio grito, que era siempre el principio de los paroxismos de horror que le atacaban por causa de la oscuridad que le rodeaba.
—La reina de todos nuestros sentidos —repitió varias veces con voz temblorosa—. ¡Ah, sí, la reina!
Cuando se hubo apaciguado. Margot dijo que iba a la agencia de viajes. Le besó en la Cejilla y luego salió, taconeando ágilmente a lo largo del corredor umbrío.
Penetró en un pequeño restaurante donde el aire era exquisitamente fresco y sentóse junto a Rex. Él bebía vino blanco.
—¿Y bien? —dijo él—. ¿Cómo reaccionó el pobre ante la carta? ¿Viste qué monada de imposición?
—Se lo tragó como si fuera agua. El viernes salimos para Zürich para ver a ese especialista. Por favor, encárgate de los billetes. Y ten la bondad de tomar tu asiento en un vagón distinto; es más seguro.
—Dudo —observó Rex negligentemente– de que me den los billetes por mi linda cara.
Margot sonrió con ternura y empezó a sacar billetes de su bolsa de mano.
—Sería mucho más sencillo que yo fuese el tesorero.
35
Aunque en diversas ocasiones, y en las profundidades de una noche que se valía de los parloteos de las horas de luz, Albinus había dado paseos vacilantes a lo largo de los caminillos de grava del jardín del hospital, no estaba preparado para el viaje a Zürich. En Ia estación empezó a írsele la cabeza, pues no hay sensación más extraña, más desesperanzada, que la de un ciego cuando su cabeza, perdido todo equilibrio, empieza a dar vueltas. Estaba aturdido por todos los sonidos distintos, pasos, voces, ruedas, cosas pavorosamente agudas y fuertes que parecían abalanzarse sobre él, de forma que cada segundo estaba henchido del miedo a tropezar con algo, a pesar de que Margot le guiara.
Ya en el tren, sintió náuseas ante la imposibilidad de armonizar el traqueteo del vagón con algún movimiento de avance, por mucha intensidad que pusiera en tratar de imaginarse al paisaje que, sin duda, se deslizaba tras la ventana. Y luego en Zürich, tuvo nuevamente que abrirse paso entre gentes y objetos invisibles, obstáculos y ángulos que contenían la respiración antes de golpearle.
—Vamos, no tengas miedo —dijo Margot, irascible—. Te estoy llevando yo. Ahora párate. Estamos a punto de entrar en un taxi. Ahora levanta el pie. ¿Es que no puedes ser un poco menos tímido? De verdad, parece que tuvieras dos años.
El oculista, un profesor famoso, examinó a fondo los ojos de Albinus. Tenía una suave voz untuosa, de forma que Albinus se lo imaginó un hombre anciano, con una cara muy rasurada, de cura, aunque, en realidad, el médico era aún bastante joven y lucía un bigote hirsuto. Le repitió cosas que Albinus conocía ya en su mayor parte: que los nervios ópticos estaban dañados en su punto de intersección con el cerebro. Posiblemente aquella lesión se curaba; posiblemente sucediera atrofia; las posibilidades estaban en confuso equilibrio. Pero, en cualquier caso, ante el estado del paciente, un descanso absoluto era lo más importante. Un dilatorio en las montañas sería lo ideal.
—Y luego, veremos —dijo el profesor.
—¿Veremos? —repitió Albinus con una sonrisa melancólica.
A Margot no le agradaba la idea de un sanatorio. Un matrimonio mayor, dos irlandeses que habían conocido en el hotel, ofrecieron alquilarles un pequeño chalet enclavado justamente encima de una elegante estación de invierno. Margot consultó con Rex y, dejando a Albinus con una enfermera alquilada, fueron juntos a ver el lugar. Les gustó: una casita de dos pisos, con pequeñas habitaciones muy limpias y una pila de agua bendita junto a cada puerta.
Además, la situación no podía serles más favorable: todo solitario, en lo alto de una ladera, entre densos abetos negros y tan sólo a un cuarto de hora de camino, cuesta abajo, del pueblo y de los hoteles. Eligió para sí la habitación más soleada de la planta alta. En el pueblo se agenciaron una cocinera. Rex tuvo una conversación impresionante con la buena mujer.
—Le ofrecemos un sueldo tan crecido —dijo– porque estará usted al servicio de un hombre que ha quedado ciego a consecuencia de una violenta conmoción cerebral. Yo soy el doctor que está a su cargo, pero, en vista de su estado mental, no debe saber que vive un doctor en la casa. Por tanto, si le da usted la más mínima pista, directa o indirecta, de su presencia, dirigiéndoseme, por ejemplo, cuando él pueda oírnos, será usted responsable a los ojos de la ley de todas las consecuencias que puedan dimanar de haber frustrado el progreso de su restablecimiento, y esta conducta, según tengo entendido, está muy severamente penalizada en Suiza. Además, le aconsejo que no se acerce a mi paciente, ni por supuesto, trate de entablar con él ninguna clase de conversación. Sufre ataques de la más violenta locura. Quizá le interese saber que existe el precedente de una anciana, muy parecida a usted en muchos aspectos, aunque no tan atractiva, a la que causó graves heridas en la cara. No me gustaría que se repitiese una cosa de este estilo. Y, lo que es más importante, si chismorrea usted en el pueblo, excitando la curiosidad de la gente, mi paciente podría, en su estado actual, destrozar toda la casa, empezando por su cabeza. ¿Me entiende usted?
La mujer estaba tan aterrada que casi rehusó la colocación, y sólo se decidió a aceptarla después de que Rex le asegurase que no vería al ciego, pues su sobrina se encargaba de él, y que era muy pacífico si se le dejaba tranquilo. También le encargó que a ningún mandadero, lavandera o cosa análoga le debía estar permitido el acceso a la casa. Hecho esto, Margot regresó a Zürich para buscar a Albinus, en tanto Rex se instalaba en el chalet: Llevó con él todo el equipaje, decidió cómo debía distribuirse y se encargó de quitar de en medio todo objeto superfluo y rompible. Fue a su habitación y silbó alegremente, mientras fijaba en la pared algunos dibujos a pluma algo impropios.
Alrededor de las cinco vio, con unos prismáticos, que se acercaba un coche de alquiler. Margot, con una falda roja muy chillona, saltó del coche y ayudó a Albinus a que se apeara. Con sus hombros encogidos y sus gafas ahumadas, tenía el aspecto de un buho. El coche dio la vuelta, desapareciendo tras una curva de espeso boscaje.
Margot llevaba del brazo a aquel hombre torpe y quebradizo, y él remontó el camino tanteando en el terreno con su bastón, extendido hacia delante. Desaparecieron tras unos abetos, se hicieron de nuevo visibles, volvieron a esfumarse, para aparecer, por último, en la pequeña terraza del jardín, donde la sombría enfermera (quien a la sazón había sido totalmente ganada por Rex) salió timorata a su encuentro y, tratando de no mirar al loco peligroso, descargó a Margot de su maleta.
Rex, entre tanto, se había asomado a la ventana y hacía a Margot gestos grotescos: se llevaba la mano al corazón y extendía su brazo con patetismo, todo esto, naturalmente, en muda actuación, aunque hubiera podido gruñir notablemente en circunstancias más favorables. Margot le miró sonriente y entró en la casa, llevando aún a Albinus del brazo.
—Llévame por todas las habitaciones y descríbemelo todo —dijo Albinus.
En realidad, aquello no le interesaba, pero pensó que podría hacer feliz a Margot: a ella le encantaba instalarse en un sitio nuevo.
—Un pequeño comedor, una pequeña salita, un pequeño estudio —exclamaba ella mientras le conducía por el piso bajo.
Albinus palpaba los muebles y daba palmaditas en los distintos objetos, como si fueran cabezas de niños extraños, tratando de orientarse.
—De forma que la ventana está ahí —decía confiadamente, señalando un tabique que carecía de ella.
Chocó, lastimándose, con un ángulo de la mesa, y quiso dar a entender que lo había hecho a propósito, tanteándola con la mano, como para hacerse idea exacta de sus dimensiones.
Luego subieron codo a codo la crujiente escalera de troncos. Arriba, en el último peldaño, estaba Rex, convulso por una hilaridad sin sonido. Margot le amenazó con el dedo; él se puso en pie con cautela y retrocedió de puntillas. En rigor, esto era superfluo, pues la escalera crujía ensordecedoramente bajo los pasos del ciego.
Se internaron en el corredor. Rex, que había retrocedido hasta su puerta, se puso en cuclillas varias veces, llevándose la mano a la boca, como si no pudiese aguantar más la risa. Margot sacudió la cabeza con enfado; un juego peligroso; estaba comportándose como un colegial.
—Ésta es mi habitación, y aquí está la tuya —dijo ella.
—¿Por qué no una sola? —preguntó Albinus, anhelante.
—Albert —suspiró ella—, ya sabes lo que dijo el doctor.
Cuando lo hubieron recorrido todo, a excepción, naturalmente, del cuarto de Rex, Albinus trató de repetir su viaje por la casa sin la ayuda de Margot, sólo para demostrarle lo espléndidamente que se lo había hecho ver todo. Pero casi en seguida perdió el camino, tropezó con una pared, sonrió excusándose, y fundió casi un lavabo. También se metió en la habitación rinconera que Rex se había apropiado y a la que sólo había acceso desde el corredor, pero estaba ya tan desorientado que creyó salir del baño.
—Ten cuidado; eso es un cuarto trastero —dijo Margot—. Vas a romperte la cabeza. Ahora da la vuelta y trata de caminar recto hasta la cama. Y, realmente, no sé si te conviene todo este ajetreo. No te creas que voy a permitirte que sigas explorando de esta forma; lo de hoy es sólo una excepción.
Siéndolo en realidad, Albinus estaba ya indeciblemente cansado. Margot lo acostó y le llevó la cena. Cuando se quedó dormido fue a reunirse con Rex. Como aún no estaban familiarizados con la acústica de la casa, hablaron en susurros. Pero hubieran podido hacerlo en voz alta: la habitación del ciego estaba bien lejos.
36
La negrura insondable en que Albinus vivía había conferido un elemento de austeridad y casi de nobleza a sus ideas y sentimientos. Esta negrura le separaba de aquella vida anterior que había sido súbitamente extinguida en su curva más cerrada. Viejas escenas atestaban la pinacoteca de su pensamiento: Margot, con su delantal de fantasía, descorriendo una cortina color púrpura (¡cómo añoraba ahora su color deslucido!); Margot, bajo el reluciente paraguas, sorteando charcos carmesí; Margot, desnuda frente al espejo del armario, mordisqueando un panecillo amarillento; Margot, con su traje de baño rielante, lanzando una pelota; Margot, con un traje de noche argentino, con sus hombros tostados por el sol...
Luego pensó en su esposa; su vida con ella parecía empapada por una pálida luz mortecina, y sólo ocasionalmente surgía algo de esta neblina lechosa: su cabello rubio bajo el haz de luz de la lámpara, Irma jugando con las canicas de cristal (un arco iris en cada una de ellas), y luego, otra vez la niebla y los quietos, casi flotantes movimientos de Elisabeth.
Todo, incluso lo que de más triste y vergonzoso había en su vida pasada, estaba envuelto en el engañoso encanto de los colores. Se horrorizaba al darse cuenta de lo poco que había usado sus ojos, pues aquellos colores se movían a través de un segundo término en exceso vago y sus perfiles aparecían singularmente desdibujados. Si, por ejemplo, recordaba un paisaje que contempló alguna vez, no lograba nombrar una sola planta, a excepción de los robles y las rosas, ni un solo pájaro, salvo los friones y las cornejas, e incluso éstos estaban más próximos a la heráldica que a la Naturaleza. Albinus cobró plena conciencia de que, en realidad, no se había diferenciado de un cierto especialista de alcances muy estrechos de quien solía burlarse, o del obrero que conoce solamente sus herramientas, o del virtuoso que es meramente un accesorio carnal de su violín. La especialidad de Albinus fue su pasión por el arte; su hallazgo más brillante, Margot. Pero cuanto quedaba de ella era una voz, un murmullo de sedas y un perfume; como si hubiese regresado a la oscuridad del pequeño cine de donde la sacó, una vez.
Pero Albinus no siempre podía consolarse con reflexiones estéticas o morales; no lograba convencerse de que la ceguera física era la visión espiritual; en vano trató de engañarse con la fantasía de que su vida con Margot era más feliz, más profunda y pura, y en vano se concentró en el pensamiento de su dedicación conmovedora. Por supuesto, era conmovedora; por supuesto, era mejor que la más abnegada esposa (aquella Margot invisible, aquella frescura angelical, aquella voz que le suplicaba no excitarse). Pero no bien había tomado su mano en la oscuridad, no bien había tratado de expresarle su gratitud, cuando le invadía un tan ardiente deseo de verla que toda su moral se derrumbaba.
A Rex le gustaba sentarse en la misma habitación que Albinus y observar sus movimientos. Margot, mientras se estrechaba contra el pecho del ciego, apartando su hombro con la mano, solía levantar sus ojos al techo con una cómica expresión de ser resignado, o hacerle burla con la lengua, cosa particularmente divertida por su contraste con la tierna y solemne expresión de la cara del ciego. Luego, Margot se liberaba con un movimiento hábil y retrocedía en dirección a Rex, que estaba sentado en el alféizar, con pantalones blancos y el torso y los pies desnudos (le encantaba quemarse la espalda al sol). Albinus, vestido con un pijama y su bata, reclinábase en el sillón. Su cara estaba cubierta de un pelo erizado; en su sien relucía, pálida, una cicatriz rosa; tenía el aspecto de un convicto barbudo.
—Margot, ven —decía implorante, extendiendo los brazos ante sí.
Rex, a quien le encantaba arriesgarse, se acercaba mucho a Albinus caminando sobre las puntas de sus pies descalzos y le tocaba con la mayor delicadeza. Albinus emitía un afectuoso sonido rezongón y trataba de abrazar a la supuesta Margot, mientras Rex se alejaba silenciosamente, de lado, y regresaba al alféizar. —Querida ven aquí —gemía Albinus levantándose torpemente de su sillón y acercándose a ella. En el alféizar, Rex levantaba las piernas, y Margot gritaba a Albinus, declarando que le dejaría con una enfermera si no hacía lo que le mandaba. Albinus regresaba a su asiento con una sonrisa de culpabilidad.
—Está bien, está bien —suspiraba—. Leeré algo en voz alta. El periódico.
Ella alzaba otra vez los ojos al techo.
Rex se sentaba cautelosamente en el sofá y ponía a Margot en sus rodillas. Ella abría el periódico y, después de extenderlo del todo y echarle una ojeada, empezaba a leer en voz alta. Albinus asentía con la cabeza de vez en cuando, mientras comía, lentamente, invisibles cerezas, despojando los invisibles huesos en su mano cóncava. Rex remedaba a Margot, frunciendo los labios y extendiéndolos de nuevo, como ella hacía al leer, o comenzaba a abrir las piernas, dejándola caer, de forma que, de pronto, la voz de Margot subía de tono, y ella tenía que buscar de nuevo el final de la frase comenzada.
«Sí, quizá sea mejor de esta forma —pensaba Albinus—. Nuestro amor es ahora más, mucho más puro y elevado. Y si ella se aferra a mí en estos momentos, esto quiere decir que me ama de verdad. Eso es bueno, eso es bueno.» Y de repente empezaba a sollozar en alto, a estrujarse las manos, y rogaba a Margot que le llevase a otro especialista, a un tercero, a un cuarto; una operación, la tortura, cualquier cosa que pudiese devolverle la vista.
Rex, con un bostezo silencioso, tomaba un puñado de cerezas del frutero y se marchaba al jardín.
Durante los primeros días de su vida juntos, Rex y Margot fueron harto cuidadosos, aunque se dieron a diversas bromas inofensivas. Ante la puerta que conducía al corredor, Rex había levantado, para caso de emergencia, una barricada de cajas y baúles, que Margot trepaba por la noche. Sin embargo, después de su primer paseo por la casa, Albinus no mostró nuevo interés por su topografía, aunque se había orientado perfectamente en su habitación y en el estudio.
Margot le describía los colores (el empapelado azul, los postigos amarillos), pero, bajo los auspicios de Rex, los alteraba todos. El hecho de que el ciego estuviese obligado a dibujarse su pequeño mundo con los tonos recetados por Rex brindaba a éste un regocijo exquisito.
En sus habitaciones, Albinus experimentaba casi la sensación de poder ver el mobiliario y los distintos objetos, y esto le confería un sentido de seguridad. Pero cuando se sentaba en el jardín, sentíase rodeado por un inmenso desconocimiento; todo era demasiado grande, demasiado inmaterial, demasiado sonoro para que pudiera formarse una imagen de ello. Trató de agudizar su oído y de adivinar los movimientos basándose en el sonido. A Rex le resultó pronto bien difícil entrar o salir sin ser advertido. Por muy silenciosamente que lo hiciera, Albinus volvía inmediatamente su ciego rostro en aquella dirección y preguntaba: «¿Eres tú, querida?», y se sentía vejado por su error de cálculo cuando Margot le contestaba desde el otro extremo.
Transcurrieron los días, y cuando más agudamente Albinus esforzaba su oído, tanto más atrevidos se volvían Rex y Margot; se acostumbraron al telón de seguridad de su ceguera, y Rex, en lugar de tomar sus comidas bajo la muda mirada adoradora de la vieja Emilia, en la cocina, como lo hiciera antes, tramó sentarse a la mesa con ellos dos. Comía en silencio, sin tocar jamás el plato con el tenedor o el cuchillo, y masticando con ritmo perfecto, como si fuera el personaje de una película muda, siguiendo los movimientos de las mandíbulas de Albinus y la voz de Margot, quien adrede hablaba en un tono muy alto, mientras los dos hombres, ingerían sus bocados. Una vez se atragantó. Albinus, a quien en el preciso fomento Margot estaba sirviendo un vaso de agua, oyó, al otro extremo de la mesa, un extraño sonido ahogado, un carraspeo grosero. Ella empezó a charlar inmediatamente pero él la interrumpió levantando la mano:
—¿Qué fue eso? ¿Qué fue eso?
Rex había cogido su plato retrocediendo de puntillas, comprimiendo la servilleta contra su boca. Pero mientras se deslizaba por la puerta entreabierta, se le cayó el tenedor.
Albinus se volvió en redondo en su silla.
—¿Qué fue eso? ¿Quién está ahí? —repitió.
—¡Oh!, es sólo Emilia. ¿Por qué estás agitado?
—Pero si nunca entra aquí.
—¡Pues hoy ha entrado!
—Creí que mis oídos empezaban a sufrir alucinaciones —dijo Albinus—. Ayer, por ejemplo, tuve la impresión extraordinariamente vívida de que alguien se deslizaba descalzo por el corredor.
—Si no tienes cuidado, te vas a volver loco —dijo Margot secamente.
Por la tarde, mientras Albinus hacía su acostumbrada siesta, ella salía a dar un paseo con Rex. Iban a la oficina de correos a buscar las cartas y los periódicos, o remontaban la cascada, y en un par de ocasiones fueron al lindo cafetín que había en el centro del pueblo, al pie de la montaña. Una vez, mientras regresaban a la casa y habiendo entrado ya en el escarpado camino que conducía a ella, Rex dijo:
—Te aconsejo que no insistas en el matrimonio. Me temo que, precisamente por haber abandonado a su esposa, ha llegado a considerarla como a una santa preciosa, pintada en un cristal. No creo que tenga ganas de destrozar justamente esa vidriera de iglesia. Es mucho más simple y mejor el plan de hacernos con su fortuna gradualmente.
—Bueno, ya hemos recogido un buen pedacito, ¿no es cierto?
—Tienes que hacer que venda esa tierra que tiene en Pomerania, y sus cuadros —continuó Rex—, o si no, una de sus casas de Berlín. Con un poco de astucia podremos lograrlo. De momento, su talonario responde maravillosamente. Lo firma todo como una máquina. Pero su cuenta bancaria se agotará pronto. Debemos apresurarnos nosotros también. No estaría mal dejarle, pongamos, este invierno; y antes de irnos le compraremos un perro, como una muestra de gratitud.
—No hables tan alto —dijo Margot—; ya hemos llegado a la piedra.
Una piedra, grande y gris, cubierta de convólvulos, que tenía el aspecto de una oveja, marcaba un margen, superado el cual era peligroso hablar. Siguieron caminando en silencio hasta la verja del jardín. Margot se rió de pronto y señaló una ardilla. Rex le tiró una piedra, pero falló.
—¡Oh, mátala! Hacen mucho daño a los árboles —dijo Margot quedamente.
—¿Quién hace daño a los árboles? —preguntó una voz áspera. Era Albinus.
Estaba en pie, balanceándose levemente, entre los macizos de lilas, sobre un pequeño peldaño de piedra que unía la senda y el jardín.
—¿Con quién estás hablando ahí abajo, Margot?
De pronto se tambaleó, dejó caer su bastón y sentóse pesadamente en el peldaño.
—¿Cómo te atreves a salir solo tan lejos? —exclamo ella, y, asiéndole con aspereza, le ayudó a levantarse.
Se le habían adherido a las manos unos pedacitos de grava; él extendió los dedos y trató de desprenderlos como hubiera hecho un niño.
—Quería coger una ardilla —declaró Margot poniéndole el bastón en la mano—. ¿Qué creíste que hacía?
—Me pareció... —empezó a decir Albinus—, ¿Quién está ahí? —gritó agudamente, perdiendo casi el equilibrio al girar en redondo en dirección a Rex, que atravesaba el césped con toda cautela.
—No hay nadie. Estoy sola. ¿Por qué estás tan nervioso? —Sintió que se le acababa la paciencia.
—Llévame otra vez a la casa —dijo él, casi llorando—. Aquí se mezclan demasiados sonidos: viento, árboles, ardillas, cosas que no sé nombrar. Ocurre algo extraño a mi alrededor... ¡Pero hay tanto ruido!
—De ahora en adelante, estarás encerrado —dijo ella, al tiempo que le metía en la casa.
Luego, como de costumbre, el sol se ocultó tras las colinas colindantes. Como de costumbre, también, Margot y Rex se sentaron codo a codo en el sofá, fumando; a dos metros de ellos, Albinus, en su sillón de cuero, les miraba fijamente con sus lechosos ojos azules.
Se despertó a medianoche y buscó con los dedos la esfera desnuda del reloj despertador, hasta que precisó la posición de las manecillas. Era alrededor de la una y media. Estaba dominado por un extraño malestar. Hacía tiempo que algo venía impidiéndole concentrarse en aquellos pensamientos graves y hermosos que eran los únicos capaces de protegerle de los horrores de la ceguera.
Se quedó despierto, pensando: «¿Qué será? ¿Elisabeth? No, ella está lejos; está muy lejos, abajo, en algún sitio. Una sombra querida, pálida, triste, que nunca debo perturbar. ¿Margot? Estas relaciones fraternales son sólo transitorias. ¿Qué será, pues?»
Sin saber exactamente lo que quería, saltó de la cama y palpó las paredes, en dirección al cuarto de Margot (su habitación no tenía otra salida). Ella siempre le cerraba con llave por la noche, de forma que estaba encerrado en su cuarto.
«¡Qué lista es!», pensó tiernamente.
Aplicó su oído a la cerradura, esperando oírla respirar mientras dormía; pero no oyó nada.
—Quieta como un ratoncito —murmuró—. Si al menos pudiera acariciarle la cabeza. Quizá haya olvidado echar la llave.
Sin muchas esperanzas maniobró el pomo.
No, no lo había olvidado.
De pronto recordó cómo, una bochornosa noche de verano, cuando era un mozalbete revoltoso, se había deslizado a lo largo de la cornisa de una casa del Rin desde su ventana a la de la criada (para descubrir, únicamente, que no estaba durmiendo sola); pero en aquella época él era ágil y ligero; en aquella época podía ver.
«Sin embargo, ¿por qué no probar? —pensó con melancólico arrojo—. Y si me caigo y me parto la cabeza, ¡qué importa!»
Cogió el bastón y se asomó a la ventana, para tantear con él hacia la izquierda, en dirección al cuarto vecino. Estaba abierta, y el marco vibró al golpearle el bastón.
—Duerme profundamente —dijo, hablándose amablemente—. Tiene que ser agotador tener que cuidarme todo el día.
Al retirarlo, el bastón quedó prendido de algo, y se le cayó, produciendo un golpe seco sobre el césped.
Albinus se aferró al marco de la ventana, sentóse hacia fuera sobre el alféizar, avanzando hacia la izquierda, a lo largo de la cornisa, asiéndose a lo que presumiblemente era una cañería, y se deslizó ante su fría curva metálica, hasta llegar al alféizar de la otra ventana.
«¡Qué simple!», se dijo, no sin orgullo.
—¡Hola, Margot!
Iba a introducirse por la ventana abierta, cuando resbaló y casi cayó de espaldas sobre el abstracto jardín. El corazón le palpitaba violentamente. Pasó la pierna sobre el alféizar, y, al hacerlo, algo en el interior cayó ruidosamente al suelo.
Se quedó quieto. Su cara estaba cubierta de sudor. En la mano sintió algo viscoso (era resina rezumada de la madera de pino de que estaba construida la casa).
—Margot, querida —dijo animadamente.
Silencio. Encontró la cama. Estaba cubierta con una colcha. Nadie había dormido en ella.
Albinus se sentó en ella y reflexionó. Si Ia cama hubiera estado deshecha y caliente, habría sido fácil comprender: iba a volver dentro de un instante.
Después de unos breves momentos, salió al corredor (muy aturdido por la falta de su bastón) y escuchó. Le pareció oír un sonido apagado, algo entre un murmullo y un crujido. Empezó a hacerse siniestro.
—¡Margot!, ¿dónde estás? —gritó Albinus.
Todo permaneció tranquilo. Luego abrióse una puerta.
—¡Margot! ¡Margot! —repitió, avanzando a tientas por el pasillo.
—Sí, sí, estoy aquí —contestó su voz tranquilamente.
—¿Qué ha ocurrido, Margot? ¿Por qué no te has ido a la cama?
Chocaron en el oscuro corredor, y, al tocarla, Albinus notó que estaba desnuda.
—Me eché al sol, como hago siempre por las mañanas —dijo ella.
—Pero si es de noche —exclamó él, respirando ahogadamente—. No logro comprender... Hay algo raro en todo esto. Palpé las manecillas del reloj. Es la una y media.
—¡Qué risa! Son las siete menos cuarto y tenemos una preciosa mañana soleada. Tu reloj se ha estropeado. Pero, oye, ¿cómo has salido de tu habitación?
—Margot, ¿es verdad que es de mañana? ¿Me estás diciendo la verdad?
Ella se acercó a él y, poniéndose de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos, como había hecho en los buenos tiempos.
—Aunque sea de día —dijo ella quedamente—, si quieres, si quieres, querido..., como una gran excepción...
No tenía muchas ganas de hacerlo, pero era la única forma de salir del paso. De ese modo, Albinus no podría sentir el aire aún frío, ni advertir que no cantaba ningún pájaro; sólo sentiría una cosa: dicha, una fiera dicha, dicha absoluta. Luego hundióse en un sueño profundo, y durmió hasta el mediodía. Cuando se hubo despertado, Margot le regañó por su acrobática escapada, y se sintió aún más furiosa cuando advirtió su sonrisa melancólica y le dio una bofetada.
Albinus pasó todo el día sentado en la salita, pensando en aquella mañana feliz y preguntándose cuántos días tardaría en repetirse su felicidad. Súbitamente, con una claridad perfecta, oyó a alguien que emitía una risita de burla. No podía ser Margot; estaba en la cocina.
—¿Quién anda ahí?
Pero no contestó nadie.
«Otra alucinación...», se dijo Albinus, acongojado. Y de repente comprendió qué era lo que le causaba aquel extraño malestar por las noches. Sí, sí, aquellos extraños ruidos que oía algunas veces.
—Dime, Margot —le dijo, cuando regresó de la cocina—, ¿no hay nadie en la casa, además de Emilia? ¿Estás completamente segura?
—Estás loco —contestó ella secamente.
Pero, suscitada la sospecha, ésta le negó todo descanso. Se sentaba inmóvil todo el día, escuchando, apesadumbrado.
A Rex le divertía mucho esto, y aunque Margot le había suplicado que fuese más prudente, no prestaba atención a sus advertencias. Una vez, a sólo dos pasos de Albinus, llegó incluso a imitar con mucha destreza el canto de una oropéndola. Margot tuvo que explicar que el pájaro se había posado en el alféizar y cantaba desde allí.
—Échalo —dijo Albinus austeramente,
—Shh, shh, shh —siseó Margot, cubriendo con sus manos los gruesos labios de Rex.
—¿Sabes? —dijo Albinus unos días más tarde—. Me gustaría charlar con Emilia. Me encantan sus puddings.
—¡Oh!, lo siento; es sorda como una tapia y te tiene un miedo cerval.
Albinus estuvo reflexionando intensamente durante unos minutos.
—Es imposible —dijo muy lentamente.
—¿Qué es imposible, Albert?
—Nada, nada.
—¿Sabes, Margot? —añadió poco después—. Necesito terriblemente un afeitado. Haz que suba el peluquero del pueblo.
—No es necesario —dijo Margot—; la barba te sienta muy bien.
A Albinus le pareció que alguien (no Margot, sino alguien que estaba junto a ella) se reía entre dientes, muy tenuemente.