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Risa en la oscuridad
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Автор книги: Владимир Набоков



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37



El Berliner Zeitung, con una breve reseña del accidente, estaba ante Paul, en su despacho. Leído el artículo, salió corriendo hacia la casa, temiendo que Elisabeth lo hubiese leído, a su vez. Pero no lo había hecho, aunque, cosa extraña, se encontraba en la casa un ejemplar de aquel periódico que no solía leer. Aquel mismo día telegrafió a la Policía de Grasse y, por último, se puso en contacto con el médico del hospital, que le informó que Albinus estaba fuera de peligro, pero absolutamente ciego. Con mucha ternura comunicó las noticias a Elisabeth.

Más tarde, a causa de que él y su cuñado tenían su cuenta en el mismo Banco, descubrió la dirección de Albinus, en Suiza. El director, un viejo amigo suyo, le enseñó los cheques, que estaban cayendo con una especie de apresurada regularidad, y Paul se quedó atónito al ver las cantidades que estaba retirando Albinus. La firma era perfectamente correcta, aunque muy temblorosa en torno a las curvas y patéticamente inclinada hacia abajo, pero las cifras estaban escritas con otra letra —una atrevida letra masculina con rasgos y floreos—, y todo aquello le olió a sucio, a muy sucio. Se preguntó si no sería el hecho de que el ciego estuviera firmando lo que se le decía, y no lo que no podía ver, lo que le creaba aquella situación. Extrañas, también, eran las grandes sumas solicitadas —como si él, u otra persona, tuvieran un ansia frenética de sacar tanto dinero como le fuese posible.

«Algo feo está ocurriendo —pensó Paul—. ¿Pero qué es exactamente?»

Se imaginó a Albinus, solo con su peligrosa amante, enteramente a su merced, en la casa negra de la ceguera.

Transcurrieron algunos días. Paul estaba terriblemente inquieto. No era tan sólo el hecho de que Albinus firmara cheques que no podía ver (de todos modos, despilfarrado consciente o inconscientemente, el dinero era suyo, Elisabeth no lo necesitaba y ya no había ninguna hija en quien pensar), sino el hecho de que estuviera tan totalmente desamparado en aquel mundo de maldad que había dejado crecer a su alrededor.

Una noche, al llegar Paul a casa, encontró a Elisabeth haciendo una maleta. Tenía su mirada una expresión más feliz durante los últimos meses.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te vas a algún sitio?

—Yo, no; tú —dijo ella con calma.


38



Al día siguiente, Paul viajaba hacia Suiza. En Brigaud tomó un taxi y, en poco más de una hora, llegó a una pequeña localidad cerca de la cual vivía Albinus. Se hizo llevar ante la oficina de Correos, y la encargada, una joven muy habladora, le señaló que Albinus estaba viviendo allí con su sobrina y un doctor. Paul remprendió la marcha inmediatamente. Conocía la sobrina, pero la presencia de un doctor le sorprendió. Parecía sugerir que Albinus era objeto de mejores tratos que los imaginados.

«Quizá, al fin y al cabo, he venido aquí a hacer el tonto —se dijo Paul, incómodo—. Quizá esté del todo bien. Pero, ahora que estoy aquí... Bien, en cualquier caso, cambiaré impresiones con el doctor. Pobre infeliz, ¡qué vida desdichada...! ¡Quién lo hubiera pensado....'»

Aquella mañana, Margot había ido al pueblo con Emilia. No advirtió el taxi de Paul pero en la oficina de Correos la informaron de que había llegado, hacía un instante, un hombre grueso, preguntando por Albinus.

En aquel momento, Albinus y Rex estaban sentados, uno frente al otro, en la pequeña salita. El sol penetraba a través de las puertas de cristales que la unían al jardín. Rex estaba sentado en una silla plegable, completamente desnudo. A consecuencia de los diarios baños de sol, su cuerpo, delgado aunque robusto, estaba bronceado con un tono muy oscuro. Entre sus gruesos labios rojos sostenía una larga brizna de hierba y, con sus velludas piernas cruzadas y el mentón apoyado en la mano (aproximadamente en la postura del Pensador de Rodin), miraba a Albinus, quien, a su vez, parecía observarle con la mayor atención. Rex hinchó su pecho, en el que el pelo dibujaba un águila con las alas extendidas.

El ciego llevaba un amplio batín gris ratón y su rostro barbudo expresaba una tensión agónica. Estaba escuchando, desde mucho tiempo antes no hacía otra cosa que escuchar. Rex, consciente de ello, estudiaba la cara de Albinus, donde se reflejaban sus pensamientos como en un ojo inmenso desde la pérdida de sus verdaderos ojos. ¿Por qué no divertirse haciendo una o dos bromitas más? El hombre desnudo se golpeó suavemente la rodilla, y el ciego, que acababa de levantar la mano cubriéndose el fruncido ceño, permaneció atento, casi husmeando. Luego, Rex se inclinó levemente hacia delante y, con la brizna de hierba, rozó casi imperceptiblemente la frente de Albinus. El ciego suspiró de una forma extraña, expulsando una mosca imaginaria. Rex hizo un chasquido con los labios y, de nuevo, Albinus reaccionó con aquel gesto indefenso. Aquello era divertidísimo en verdad.

De pronto, el ciego agachó abruptamente la cabeza. Rex se volvió, viendo detrás de los cristales a un grueso caballero que llevaba una gorra inclinada y, plantado en la terraza, les estaba mirando, atónito. Le reconoció en seguida.

—Desde luego, sé quién es usted. Se llamá Rex —dijo Paul, suspirando hondamente mientras miraba a aquel hombre desnudo que no dejaba de sonreír, llevándose el dedo a los labios.

Entretanto, Albinus se había puesto en pie. El surco rojizo de su cicatriz parecía habérsele extendido por toda la frente. Empezó a aullar y a gemir, y sólo gradualmente brotaron palabras de aquellos sonidos feroces, inarticulados.

—¡Paul, estoy aquí solo! —gritó—. ¡Paul, dime que estoy solo! Rex está en América. No está aquí. Paul, te lo ruego, te lo imploro. Estoy completamente ciego.

—Es una pena que lo haya estropeado usted todo —dijo Rex, y salió corriendo hacia las escaleras.

Con un rápido movimiento, Paul cogió el bastón del ciego y se echó encima de Rex, que, volviéndose, levantó las manos para protegerse el rostro; y Paul, el bondadoso Paul, que nunca en su vida había pegado a una criatura viviente, descargó el bastón sobre la cabeza de Rex con un tremendo golpe. Rex dio un salto hacia atrás, con el rostro congestionado aún por una extraña sonrisa, y de pronto ocurrió algo notable: al igual que Adán después de la caída, Rex, agachándose junto a la pared blanca, pálido, cubrió su desnudez con las manos.

Paul se echó de nuevo sobre él, pero el hombre desnudo huyó escaleras arriba. En aquel momento, alguien cayó sobre Paul desde atrás. Era Albinus, desesperado, sollozante, sosteniendo en su mano un pisapapeles de mármol.

—Paul —gimió—, Paul, lo comprendo todo.

—Dame mi abrigo, pronto. Está colgado en ese armario de ahí.

—¿Cuál? ¿El amarillo? —preguntó Paul tratando de recobrar el aliento.

En el bolsillo, Albinus encontró lo que buscaba, y se quedó plantado en mitad de la estancia, balbuceando.

—Te sacaré de aquí en seguida —dijo Paul, jadeando—. Quítate la bata y ponte ese abrigo.

Dame el pisapapeles. Vamos, te ayudaré... Anda, toma mi gorra. No importa que no lleves más que zapatillas. Vámonos, Albert, vámonos. Tengo un taxi parado fuera. Lo primero que hay que hacer es sacarte de esta cámara de tortura.

—Espera un poco —dijo Albinus—. Tengo que hablar con ella antes. Estará de vuelta dentro de un momento. Tengo que hacerlo, Paul. No tardaré mucho.

Pero Paul le empujó fuera, al jardín, y luego gritó e hizo señas al taxista.

—Tengo que hablarle —repetía Albinus—. De cerca. Por el amor de Dios, Paul, dime. ¿Es que acaso está ya aquí? ¿Ha regresado, quizá?

—No. Cálmate. Tenemos que irnos. No hay nadie aquí. Sólo ese desdichado, desnudo, mirándonos por la ventana. ¡Vamos, Albinus, vamos!

—Sí, nos iremos —dijo Albinus—, pero si Ia ves tienes que decírmelo. Podemos cruzarnos con ella en el camino. Tengo que hablarle. Muy cerca, muy cerca...

Bajaron por el sendero, pero, después de haber andado unos pocos pasos, Albinus abrió los brazos y cayó de espaldas, desmayado. El taxista subió a toda prisa, y juntos metieron a Albinus en el coche. Una de sus zapatillas se quedó allí, en el sendero.

En aquel momento llegaba un destartalado carruaje, y Margot saltó de él. Corrió hacia los tres hombres gritando algo, pero el coche, ya en marcha, pasó a su lado, derribándola casi; luego aceleró, desapareciendo tras la curva.


39



El martes, Elisabeth recibió un telegrama, y, alrededor de las ocho de la noche del miércoles, oyó la voz de Paul en el recibidor y un bastoneo. Al abrirse la puerta apareció Paul, que acompañaba a su esposo.

Albinus iba muy rasurado; llevaba gafas negras; en su pálida frente veíase una cicatriz. Vestía un traje color berenjena (tono que él no hubiera escogido nunca) que le estaba demasiado grande.

—Aquí le tenemos —dijo Paul con calma.

Elisabeth empezó a sollozar, llevándose el pañuelo a la boca. Albinus se inclinó silenciosamente en dirección a aquel llanto apagado.

—Ven, nos lavaremos las manos.

Paul le condujo lentamente a través de la habitación.

Luego, los tres se sentaron en el comedor y cenaron. A Elisabeth le costaba acostumbrarse a mirar a su marido. Le parecía que él percibía su mirada. La melancólica gravedad de los lentos movimientos de Albinus la llenó de un tranquilo éxtasis de piedad. Paul le hablaba como si fuese un niño, y le cortó el jamón de su plato en pequeños pedazos.

Se le preparó la que había sido alcoba de Irma. A Elisabeth le sorprendía que le resultase tan fácil perturbar el sagrado adormecimiento de aquella pequeña habitación en favor de su extraño, grande y silencioso marido; retirar y cambiar todo cuanto el cuarto contenía, a fin de adaptarlo a las necesidades del ciego.

Albinus no dijo nada. Al principio, mientras se encontraba aún en Suiza, rogó a Paul, con insistencia, que llamara a Margot, para que le viera. Había jurado que este último encuentro no duraría más que un momento (porque ¿tardaría más en buscarla a tientas en la perpetua oscuridad, sujetarla reciamente con una mano, hundir su pistola automática en el costado de ella y coserla a balazos?) Paul rehusó obstinadamente hacer lo que le pedía. Después de aquello, Albinus no dijo nada. Viajó hasta Berlín en silencio, llegó en silencio y en silencio se mantuvo durante los tres días siguientes, de forma que Elisabeth no volvió a oír su voz; como si, además de ciego, hubiese quedado mudo.

El pesado objeto negro, ese tesoro que guardaba siete muertes comprimidas, yacía escondido, envuelto en un pañuelo de seda, en el fondo del bolsillo de su sobretodo. Cuando llegó a la casa de Paul, lo transfirió a la cómoda que había junto a su cama. Guardó la llave en el bolsillo de su chaleco, y por la noche la puso bajo su almohada. En una o dos ocasiones, Paul y Elisabeth advirtieron que acariciaba y apretaba algo en su mano, pero no hicieron comentarios. El contacto de aquella llave con su palma, su ligero peso en el bolsillo, le sugerían una especie de Sésamo que abriría un día, estaba convencido de ello, la puerta de su ceguera.

Y, sin embargo, no dijo una palabra. La presencia de Elisabeth, su paso ligero, sus murmullos (hablaba siempre en voz baja a los criados y a Paul, como si en la casa hubiera enfermos), eran cosas tan pálidas y confusas como el recuerdo que de ella guardaba: un recuerdo casi insonoro, que vagaba a su alrededor, indiferentemente, dejando una estela imperceptible de agua de Colonia; a eso se reducía todo. La vida real, cruel, flexible y recia como una boa, y que él deseaba destruir sin tardanza, estaba en algún otro sitio. Pero ¿dónde? No lo sabía. Con una claridad extraordinaria vio a Margot y a Rex, ambos rápidos y alerta, con ojos terribles, refulgentes, saltones y miembros largos y delgados, haciendo su equipaje después que él partiera; Margot, entre abiertos baúles, acariciaba a Rex y le hacía alharacas; se marchaban los dos. Pero ¿adónde, adónde? Ni una luz en la oscuridad. Su senda sinuosa quemaba en él como la huella que una criatura inmunda y rastreante deja en la piel.

Transcurrieron tres silenciosos días. Al cuarto, a primeras horas de la mañana, Albinus quedó solo. Paul acababa de ir a la Policía (deseaba elucidar ciertas cosas), la criada trajinaba al otro lado de la casa, y Elisabeth, que no había dormido en toda la noche, estaba acostada aún. Albinus, presa de una agónica inquietud, palpaba los muebles y las puertas. El teléfono repiqueteó en el estudio, y esto le hizo pensar que, a través de él, podría obtener una determinada información: si Rex había regresado a Berlín. Pero no lograba recordar un solo número de teléfono y sabía, además, que no podría pronunciar aquel nombre, a pesar de su brevedad. El sonido del timbre se hizo más y más insistente. Albinus llegó a la mesa, descolgó el auricular...

Una voz que le parecía familiar preguntó por Herr Paul Hochenwart.

—Ha salido.

La voz titubeó un momento; luego, súbitamente, dijo:

—Pero, ¿es usted, Herr Albinus?

—Sí. Y usted, ¿quién es?

—Schiffermiller. Acabo de telefonear a la oficina de Herr Hochenwart, pero aún no había llegado. Por eso creí que lo encontraría en su casa. ¡Qué suerte dar con usted, Herr Albinus!

—¿Qué sucede? —preguntó Albinus.

—Bueno, probablemente, nada importante, pero creí mi deber asegurarme. Verá, FräuleinPeters acaba de venir a buscar algunas cosas y..., bueno..., la dejé entrar en el piso de usted, pero no sé exactamente... Por lo tanto, creí que sería mejor...

—Está bien —dijo Albinus moviendo los labios con dificultad; parecían paralizados, como si hubiera tomado cocaína.

—¿Qué ha dicho usted, Herr Albinus?

Albinus hizo un gran esfuerzo para recobrar el habla:

—Está bien —repitió, articulando cuidadosamente.

Colgó. Le temblaba la mano.

Apresurado, dando tropezones, llegó a su alcoba y abrió el cajón de la cómoda. Luego alcanzó el recibidor y trató de encontrar su sombrero y su bastón. Tanteando el terreno con toda cautela, salió de la casa y, aferrándose al pasamanos, descendió las escaleras, mientras murmuraba para sí, febrilmente, cosas enloquecidas. Unos momentos más tarde se encontraba en la acera. Algo frío y cosquilloso resbalaba por su frente: lluvia. Asió la baranda de hierro del jardín y estuvo rogando oír el ruido de una bocina de taxi. Pronto oyó el húmedo y restallante resbalar de neumáticos. Gritó, pero el sonido desplazóse negligentemente.

—¿Quiere que le ayude a atravesar? —preguntó una agradable voz juvenil.

—Por favor, consígame un taxi —imploró Albinus.

Una vez más escuchó el ruido de neumáticos acercándose. (En el cuarto piso se abrió una ventana, pero era demasiado tarde.)

—Siga todo recto, todo recto —dijo Albinus suavemente, y, una vez el taxi se hubo puesto en movimiento, tableó sobre el cristal y dio la dirección.

«Contaré las travesías —dijo para sí Albinus—. La primera, ésta, tiene que ser Motzstrasse.» A su izquierda oyó el metálico traqueteo de un tranvía eléctrico. Albinus pasó la mano por el asiento, por los cristales, por el suelo, súbitamente desasosegado ante la idea de que podía haber alguien junto a él. Otra travesía. «Ésta tiene que ser Victoria-Luisenplatz. Dentro de un momento estaremos en Kaiser-allee.»

El taxi se detuvo. ¿Había llegado ya? Según sus cálculos, faltaban, por lo menos, cinco minutos. Pero la puerta se abrió.

—Éste es el número cincuenta y seis —dijo el taxista.

Albinus salió del coche. Schiffermiller, el portero, le dijo:

—Me alegra verle de nuevo, Herr Albinus. La señorita está arriba, en el piso de usted. Ha...

—Silencio, silencio —musitó Albinus—. Pague el taxi, hágame el favor. Mis ojos están...

Su rodilla tropezó con algo que se zarandeó. y cayó al suelo estrepitosamente. Una bicicleta de niño, sin duda. Una bicicleta apoyada en la pared...

—Lléveme dentro —dijo a Schiffermiller—.

Déme la llave de mi piso. Rápido, por favor.

—Y ahora condúzcame al ascensor. No, no, usted puede quedarse abajo. Subiré solo. Yo mismo pulsaré el botón.

El ascensor produjo un sonido quedo, casi un lamento, y Albinus sintió un ligero vértigo. El suelo pareció trepidar bajo las suelas de sus zapatillas. Había llegado.

Salió del ascensor, caminó hacia delante y puso un pie en un abismo. No, no era nada, tan sólo el primer peldaño de la escalera. Tenía que estar quieto un momento, ¡temblaba tanto!

«Es a la derecha, más a la derecha...»

Con la mano extendida, atravesó el rellano. Al dar con la cerradura, metió la llave y le dio la vuelta.

¡Ah!, allí estaba el sonido que ansiaba desde días atrás, justamente a la izquierda, en el saloncito..., un crujir de papel de seda y un breve chasquido, como el que produce el cierre de una maleta al ser accionado.

—Le necesitaré dentro de un minuto, Herr Schiffermiller —dijo Margot con voz afable—. Tendrá que ayudarme usted a llevar...

La voz se interrumpió.

«Me ha visto», se dijo Albinus sacando la pistola del bolsillo.

Desde el saloncito le llegó de nuevo un sonido de llaves girando en una cerradura y, más tarde, un pequeño gruñido de satisfacción; la valija se había cerrado, por fin. La voz continuó en tono cantarino:

—...a llevar esto abajo. O quizá sería mejor que...

Con la palabra «que», su voz pareció echar a correr, y de pronto se detuvo. Silencio.

Albinus mantenía la pistola en su mano derecha, listo para disparar, mientras que con la izquierda buscó el marco de la puerta y la cerró tras de sí con un portazo.

Todo estaba quieto. Pero sabía que Margot estaba en aquella misma habitación, y aquella habitación no tenía sino una salida, la que él estaba cubriendo. Lo imaginaba todo con perfecta claridad, casi como si disfrutara del uso de sus ojos: a la izquierda, el sofá listado; junto a la pared de la derecha, una mesita con una figura de porcelana representando una danzarina de ballet; en el rincón, al lado de la ventana, un armarito con valiosas miniaturas; en el centro, otra mesa, grande, reluciente y suave.

Albinus adelantó la mano y empezó a mover la pistola de un lado a otro, lentamente, tratando de suscitar algún ruido que le revelara la posición exacta de Margot, a quien sabía cerca de las miniaturas...; desde aquella dirección le llegó un tenue hálito de calor mezclado con aquel perfume que se llamaba «L'heure bleu»; en aquel ángulo temblaba algo como el aire por encima de la arena en un día muy cálido, junto al mar. Estrechó la curva en torno a la cual viajaba su mano, y de pronto oyó un débil ruido de tela. ¿Disparaba? No, aún no. Tenía que acercarse mucho más a ella. Tropezó con la mesa del centro y se detuvo en seco. Sabía que Margot estaba haciéndose a un lado con todo sigilo, pero su propio cuerpo, aunque casi inmóvil, producía tanto ruido que no podía oírla. Sí, ahora estaba más a la izquierda, próxima a la ventana. ¡Oh!, si perdía la cabeza y, abriéndola, gritaba..., eso sería divino; un objetivo encantador. Pero ¿y si se escapaba por el otro lado de la mesa mientras él iba avanzando? «Mejor será cerrar la puerta» pensó. No, no había llave (las puertas estaban siempre en contra suya). Asió el borde de la mesa con una mano y, caminando hacia atrás, la arrastró hacia la puerta, a fin de tenerla a su espalda. De nuevo el calor se hizo perceptible, se debilitó, disminuyó. Después de bloquear la salida, se sintió más libre y otra vez, con el extremo de la pistola, localizó un algo viviente que temblaba en la oscuridad.

Avanzó lo más lentamente posible, a fin del poder detectar cualquier sonido. Tropezó con algo duro y lo palpó con una mano, sin perder un solo momento la dirección que seguía su brazo rígido. Era un baúl pequeño. Lo empujó con la rodilla y, sacándolo de en medio, siguió avanzando, conduciendo a la presa invisible, que había ante él hasta un ángulo imaginario. El silencio de Margot le irritaba al principio, pero ahora podía detectarla con toda facilidad. No era su respiración, ni el batir de su corazón, sino una especie de impresión general: la voz de la propia vida de su presa que, dentro de un instante, destruiría. Y luego, la paz, la serenidad, la luz...

De pronto captó la relajación de una fuerza en el rincón ante el que se encontraba. Levantó la pistola y forzó a Margot a retroceder de nuevo. Ella pareció retorcerse súbitamente, como una llama bajo un soplo; luego se arrastró, se extendió..., iba a cogerle de las piernas. Albinus no pudo dominarse más; con un gruñido fiero apretó el gatillo.

El disparo hendió la oscuridad, e inmediatamente después algo le golpeó en las rodillas, derribándole, y durante un segundo estuvo enredado en una silla que le había sido arrojada. Al caer, perdió la pistola, pero la encontró de nuevo en seguida. Al mismo tiempo, percibió una respiración rápida, un olor de esencia y de respiración, y una mano fría, endeble, trató de arrancar el arma de la suya. Albinus agarró algo vivo, algo que emitió un grito repugnante, como si una criatura de pesadilla estuviera siendo acosada por su compañero de pesadilla. La mano que sujetaba le arrebató el arma, y sintió el cañón apoyado contra su cuerpo; y, junto con una débil detonación que parecía haberse producido a kilómetros de distancia, en otro mundo, hubo una puñalada que le atravesó el costado, llenando sus ojos de una gloria deslumbrante.

«¿Así que eso es todo? —se dijo muy suavemente, como si estuviera yaciendo en una cama—. Tengo que estar quieto durante unos momentos y luego caminar muy despacio a lo largo de esa brillante arena del dolor, hacia esa ola azul, azul. ¡Qué dicha se encuentra en lo azul! Nunca imaginé lo azul que podía ser lo azul. ¡Qué lío ha sido la vida! Ahora lo sé todo. Viene, viene, viene a ahogarme. Ahí está. ¡Cómo duele! No respiro...»

Se sentó en el suelo, con la cabeza inclinada, y luego se dobló lentamente hacia delante, cayendo, como una gran muñeca, como una blanda muñeca, a un lado.

(Indicaciones para la última escena, muda: puerta, abierta de par en par. Mesa, arrojada lejos de ella. Alfombra, abultada junto a la pata de una mesa, formando una ola helada. Silla en el suelo, junto al cadáver de un hombre que lleva un traje color berenjena y zapatillas de felpa. Pistola automática, no visible está debajo del hombre. Armarito donde estuvieran las miniaturas, vacío. En la mesita, donde de hacía tiempo inmemorial veíase una danzarina de ballet de porcelana, más tarde trasladada a otra habitación, un guante de mujer, negro por fuera, blanco por dentro. Junto al sofá listado aparece un elegante baulito, con una etiqueta de colores aún adherida a él: «Rouginard, "Hotel Britannia".» También la puerta que media entre el vestíbulo y el rellano está abierta, de par en par.)



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