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Risa en la oscuridad
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Автор книги: Владимир Набоков



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Rex se estaba aburriendo de estar sentado en la oscuridad, viendo una película mala y con un hombre voluminoso que se echaba a cada momento sobre él. Cerró los ojos y vio las pequeñas caricaturas en color que había estado haciendo para Albinus últimamente y meditó sobre el problema de cómo sacarle un poco más de metálico.

El drama estaba tocando a su fin. El héroe, abandonado por la vamp, se dirigía a una farmacia, bajo un aguacero muy cinematográfico, y compraba veneno, pero, recordando a su anciana madre, regresaba a su granja natal. Allí, entre cerdos y gallinas, su primitiva novia Margot, estaba jugando con su hijo natural, que no seguiría siéndolo por mucho tiempo, a juzgar por la forma en que el padre los miraba, escondido tras el seto. Era la mejor escena de Margot. Pero, al ver que la criatura se acercaba, ella, de repente y sin querer, agitaba la mano detrás de la espalda, sugiriendo una función inconfesable, y el niño se la quedaba mirando con recelo. Las risas retumbaron por toda la sala. Margot, incapaz de soportar aquello por más tiempo, empezó a llorar silenciosamente.

Tan pronto como encendieron las luces, Margot abandonó su asiento y cruzó apresurada hacia la salida. Con una mirada de afligida aprensión, Albinus salió tras ella.

Rex se levantó, desperezándose. Dorianna le tocó el brazo. Junto a ella estaba el hombre del orzuelo, bostezando.

—Un fracaso —dijo Dorianna, parpadeante—. La pobre idiota.

—¿Está usted satisfecha de su actuación? —preguntó Rex con curiosidad.

Dorianna se rió:

—Le confiaré un secreto: una verdadera actriz no puede estar satisfecha.

—Ni el público, algunas veces —dijo Rex con calma. De hecho, dígame, querida amiga, cómo dio usted con su nombre de guerra? Es algo que me inquieta.

—¡Oh!, ésa es una larga historia —contestó ella vehementemente—. Si viene usted un día a tomar el té conmigo, acaso le cuente algo acerca de él. El muchacho que me sugirió ese nombre se suicidó.

—¡Ah...! Es lógico. Pero lo que yo quería saber... Dígame, ¿ha leído usted a Tolstoy?

—¿«Alto estoy»? —preguntó Dorianna Karenina con los ojos muy abiertos—. No, me temo que no he leído ese libro. ¿Por qué me lo pregunta?


24



En casa de Albinus hubo escenas borrascosas, sollozos, lamentos, histeria. Margot se echó sobre el sofá, sobre la cama, sobre el suelo. Sus ojos despedían destellos de ira; una de sus medias se desprendió de la liga. El mundo estaba sumergido en lágrimas. Al tratar de consolaral, Albinus usó inconscientemente las mismas palabras con que en una ocasión había consolado a Irma, en que se magulló una rodilla, palabras que, después de la muerte de la niña, sonaban vacías.

Al principio, Margot vertió toda su ira sobre él; luego insultó a Dorianna con un lenguaje terrible, después de lo cual tomó al productor de su mano. De paso evocó la genealogía de Grossman, el hombre del orzuelo, aunque él nada tuviera que ver con todo lo ocurrido.

—Está bien —dijo Albinus por último—. Haré cuando esté en mi mano por ti. Pero, francamente, yo no creo que fuera un fracaso. Por el contrario, en varias escenas actuaste muy bien, por ejemplo, en la primera, ¿sabes?, en aquella en la que tú...

—¡Calla la boca! —gritó Margot, lanzándole una naranja.

—Pero escúchame, cielo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que mi niña se sienta feliz. Ahora, cojamos un pañuelo limpio y sequemos esas lágrimas de una vez. Te voy a decir lo que haré. La película me pertenece; he pagado esa porquería, es decir, la porquería que Schwarz ha hecho de ella. Me negaré a permitir que se proyecte en parte alguna, y me la guardaré para mí, como recuerdo:

—No, quémala —sollozó Margot.

—Muy bien, la quemaré. Eso no le hará demasiada gracia a Dorianna, te lo aseguro. Y ahora, ¿estás satisfecha?

Ella siguió sollozando, pero más quedamente.

—Vamos, vamos, no llores más, querida. Mañana vas a ir a comprarte algo. ¿Te digo qué? Un gran auto de cuatro ruedas. ¿Habías olvidado eso? Vamos a ver, ¿no será divertido? Luego me lo enseñarás, y quizá —sonrió, izando las cejas, mientras arrastraba la palabra «quizá»– lo compre. Haremos kilómetros y más kilómetros. Verás la primavera en el Midi... ¿Eh, Margot?

—No se trata de eso.

—Se trata de que seas feliz. Y lo serás. ¿Dónde está ese pañuelo? Regresaremos en otoño; tú tomarás unas cuantas lecciones más sobre cine, y yo te buscaré un productor bueno de veras: Grossman, por ejemplo.

—No, él no —balbuceó Margot con un estremecimiento.

—Bueno, pues otro, entonces. Y ahora enjuga esas lágrimas, como una niña buena, e iremos a cenar. Por favor, pequeñina.

—No seré feliz hasta que obtengas el divorcio —dijo ella suspirando profundamente—. Pero me temo que me dejarás, ahora que me has visto en esa película asquerosa. ¡Oh!, otro hombre en tu lugar les hubiera roto la cara por hacerme salir tan monstruosa. No, no me besarás. Dime, ¿has hecho algo de lo del divorcio? ¿O es que has olvidado el asunto?

—Pues, no... Verás, es de esta forma —barbotó Albinus—: tú... nosotros... ¡Oh, Margot!, apenas hemos... Es decir, ella en particular... Bueno, en una sola palabra: la pérdida que hemos sufrido complica las cosas hasta lo imposible.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Margot poniéndose en pie—. ¿Es que no sabe ella todavía que quieres divorciarte?

—No, no quise decir eso —dijo Albinus mansamente—. Desde luego, ella cree... Es decir, ella sabe... O mejor, acaso...

Margot iba creciendo lentamente más y más, como una serpiente cuando se desenrosca.

—A decir verdad, no quiere darme el divorcio —dijo Albinus por último, mintiendo por primera vez en su vida acerca de Elisabeth.

—Ah, ¿conque sí? —dijo Margot, adelantándose.

«Ahora me pegará», pensó Albinus, acongojado.

Margot se acercó a él y le rodeó el cuello con sus brazos.

—No puedo seguir siendo meramente tu querida —dijo, oprimiendo su mejilla contra la corbata de Albinus—. No puedo. Haz algo. Debes decirte a ti mismo: «¡Voy a hacerlo por mi nena!» Hay abogados. Puede arreglarse.

—Te prometo que lo haré este otoño —prometió él.

Ella suspiró suavemente, fue hasta el espejo y se quedó mirando lánguidamente su propia imagen.

«¿Divorcio? —pensó Albinus—. No, no; estaría fuera de lugar.»


25



Rex había convertido en estudio la habitación que alquiló para sus encuentros con Margot, y, cuantas veces le visitaba, le encontraba trabajando. Por lo general, dibujaba silbando animadamente.

Margot miró sus mejillas blancas como la tiza, sus gruesos labios carmesí, contraídos en un círculo mientras silbaba, y sintió que aquel hombre lo era todo para ella. Rex llevaba una camisa de seda con el cuello abierto y un par de viejos pantalones de franela. Estaba haciendo milagros con la tinta china.

Se encontraban casi todas las tardes, y Margot retrasaba el día de su marcha, aunque habían comprado ya el coche y era primavera.

—¿Puedo brindarle una sugerencia? —preguntó Rex a Albinus un día—. ¿Qué necesidad tiene usted de tomar un chófer para su viaje? Yo soy bastante buen conductor, ¿sabe usted?

—Es muy gentil de su parte, respondió Albinus, algo indeciso—. Pero... bueno, temo apartarle de su trabajo. Queremos hacer un viaje largo.

—¡Oh!, no se inquiete por mí. En cualquier caso, intentaba tomarme unas vacaciones. Sol esplendoroso..., viejas costumbres curiosas, campos de golf..., y, además, viajes...

—En ese caso, nos sentiremos encantados —dijo Albinus, preguntándose, inquieto, qué pensaría Margot de aquello.

Pero, tras una breve vacilación, Margot aceptó la propuesta.

—Está bien, que venga —dijo—. En realidad, me es muy simpático, pero ha tomado la costumbre de confiarme sus aventuras amorosas, y suspira por ellas como si fuese algo normal. Resulta un poco tedioso.

Era el día anterior a su partida. Al regresar de sus compras, Margot pasó a ver a Rex a toda prisa. La caja de pinturas, los lápices, el polvoriento rayo de luz que sesgaba la habitación, todo aquello, le trajo una remembranza de la época en que posaba desnuda.

—¿Dónde vas con tanta prisa?-preguntó Rex perezosamente, mientras ella se maquillaba los labios—. Hoy es la última vez. No sé cómo nos las vamos a arreglar durante el viaje.

—Los dos somos bastante zorros —contestó Margot con una risa gutural.

Salió corriendo a la calle y buscó un taxi, pero la arteria, bañada por el sol, estaba vacía. Llegó a una plaza y, como siempre que volvía a casa desde el estudio de Rex, pensó: «¿Tuerzo a la derecha, cruzo el jardín, y sigo otra vez a la derecha?»

Allí estaba la calle donde había vivido cuando era niño.

(El pasado estaba seguro en su jaula. ¿Por qué no echar una ojeada?

Nada había cambiado. Allí estaba la panadería, en la esquina; y la carnicería, con su dorada cabeza de buey de muestra, y ante la tienda, un perro amarrado, el de la viuda del mayor, que vivía en el número quince; la papelería, convertida en peluquería; el quiosco, con la misma vieja vendedora de periódicos; la taberna que Otto frecuentaba; y, más allá, |a casa en que había nacido; estaba en reparación, a juzgar por el andamiaje. No sintió interés en acercarse más.

Cuando se alejaba oyó una voz familiar.

Era Kaspar, el camarada de su hermano. Iba empujando una bicicleta de cuadro morado, de cuyo manillar colgaba un cesto.

—Hola, Margot —dijo él, sonriendo algo tímidamente, mientras se colocaba a su lado, en la acera.

La última vez que le había visto, Kaspar se mostró muy grosero; pero aquello había sido en grupo, en una organización que casi podía llamarse gang. Ahora que estaban solos, el muchacho era sencillamente un antiguo amigo que deseaba interesarse por ella.

—Bueno, ¿cómo te van las cosas, Margot?

—¡Espléndidas! —rió ella—. ¿Y tú, cómo sigues?

—¡Oh!, mira, tirando. ¿Sabías que tu familia se ha trasladado? Ahora viven en el Berlín-Norte. Debieras hacerles una visita un día, Margot. Tu padre no durará mucho.

—¿Y dónde está mi querido hermano?

—Se marchó. Creo que está trabajando en Bielefeld.

—Tú ya sabes lo mucho que me querían en casa —dijo ella, siguiendo con el ceño fruncido la marcha de sus pies a lo largo del bordillo ¿Y se preocuparon por mí, luego? ¿Se preocuparon por lo que pudiera haberme ocurrido?

Kaspar tosió y dijo:

—De todos modos, es tu familia, Margot. A tu madre la echaron de aquí, y el sitio nuevo no le gusta.

—¿Y qué se dice de mí por los alrededores? —preguntó ella, mirándole.

—¡Oh!, porquerías y más porquerías. Te sacan el pellejo. Lo de costumbre. Yo siempre he pensado que una chica tiene el derecho de hacer lo que quiera. ¿Y tú? ¿Sigues bien con tu amigo?

—Sí, de aquella manera. Va a casarse pronto conmigo.

—Estupendo —dijo Kaspar—. Me alegrará mucho por ti. Lo único que me sabe mal es que ya no sea posible pasar un buen rato contigo, como en los viejos tiempos. Es una pena.

—¿No tienes novia? —le preguntó ella, sonriendo.

—No, de momento no. La vida es muy dura algunas veces, Margot. Trabajo en una pastelería. Me gustaría tener una pastelería propia alguna vez.

—Sí, la vida suele ser dura —dijo Margot pensativamente, y, tras una breve pausa, llamó un taxi.

—Quizá algún día podramos... —empezó a decir Kaspar; pero no, nunca volverían a bañarse juntos en el lago.

«¡Que lastima de chica! —pensó, mientras miraba a Margot instalarse en el interior del auto. Debiera buscar un hombre sencillo y bueno. Aunque yo no me casaría con ella. Nunca sabría uno el terreno que pisaba...»

Se montó en la bicicleta y pedaleó vigorosamente tras el taxi hasta llegar al cruce. Margot dijo adiós con la mano, mientras él, con un giro gracioso, se internaba en una calle lateral.


26



Los neumáticos del coche devoraban una carretera orlada de manzanos primero y ciruelos más tarde. El tiempo era bueno, y hacia el anochecer la rejilla de acero del radiador aparecía llena de abejas muertas, libélulas y cigalas. Rex conducía maravillosamente, reclinado perezosamente en su asiento bajísimo, manipulando el volante oscilador con movimientos tiernos, casi soñadores. En la ventana trasera colgaba un mono de peluche señalando el Norte, del cual se alejaban velozmente los tres viajeros.

Más tarde, en Francia, vieron álamos a lo largo de los caminos; las mozas de los hoteles no comprendían a Margot, y esto la enfurecía. Habían decidido pasar la primavera en la Riviera italiana y remontar luego los lagos. Poco antes de alcanzar el litoral se detuvieron en Rouginard.

Llegaron allí con el crepúsculo. Una nube de albores anaranjados se retorcía en jirones navegando a través del cielo, sobre las montañas oscuras; en los cafés, diminutos, brillaban luces, y los plátanos del bulevar estaban envueltos en sombra.

Margot estaba fatigada e irascible, como le ocurría siempre al llegar la noche. Desde su partida, es decir, desde tres semanas antes, pues viajaban sin prisas, deteniéndose en una serie de lugares pintorescos con la misma vieja iglesia y la misma vieja plaza, no había estado sola con Rex un solo minuto. Cuando entraron en Rouginard, y mientras Albinus se extasiaba ante los perfiles de las colinas purpúreas, Margot murmuró entre dientes:

—Acelera, acelera de una vez.

Estaba al borde de las lágrimas. El coche se detuvo ante un gran hotel, y Albinus entró a preguntar si había habitaciones.

—Si esto sigue así mucho tiempo, me volveré loca —dijo Margot, sin mirar a Rex.

—Dale un somnífero —sugirió él—. Te lo conseguiré en la farmacia.

—Ya lo he intentado, pero no surte ningún efecto.

Albinus volvió un poco contrariado.

—Nada. Esto es agotador. Lo siento, querida.

Fueron a tres hoteles sucesivos, y todos estaban abarrotados. Margot se negó rotundamente a seguir hasta el próximo pueblo, pues, según dijo, las curvas de la carretera la ponían enferma. Estaba de tal humor que Albinus tenía miedo de mirarla. Por último, en el quinto hotel, les rogaron que montasen en el ascensor y subiesen a ver las únicas dos habitaciones disponibles. El ascensorista que les subió, un muchacho de piel aceitunada, se quedó plantado con su bello perfil vuelto hacia los cientes.

—Mire qué pestañas —dijo Rex dando a Albinus unos suaves golpecitos con el codo.

—¡Basta de idioteces! —exclamó Margot, de pronto.

La habitación que tenía cama de matrimonio no estaba del todo mal, pero Margot no dejó de dar golpecitos en el suelo con el tacón ni de repetir, en un tono bajo y huraño:

—Yo no me quedo aquí, yo no me quedo aquí.

—Pero si está la mar de bien, para una noche —dijo Albinus, suplicante.

La criada abrió una puerta interior que comunicaba con el baño, cruzó éste y, abriendo una segunda puerta, les mostró otro dormitorio.

Rex y Margot intercambiaron las miradas súbitamente.

—No sé si le importará compartir el baño con nosotros, Rex —dijo Albinus—. Cuando Margot lo toma por asalto, tarda lo suyo en salir, y lo deja todo inundado.

—Bueno —rió Rex—, ya nos arreglaremos de alguna forma.

—¿Está usted bien segura de que no hay ninguna otra habitación individual? —preguntó Albinus volviéndose a la criada.

Margot intervino apresuradamente.

—¡Qué tontería! —dijo—. Esto está bien. Yo me niego a seguir trotando más por ahí.

Y, mientras traían el equipaje, se dirigió a la ventana. En el cielo color ciruela brillaba una estrella grande, las negras copas de los árboles estaban en perfecta inmovilidad, los grillos cantaban..., pero ella no vio ni oyó nada.

Albinus empezó a desempaquetar su necesser, con los artículos de aseo.

—Antes que nada, voy a darme un baño —dijo Margot desnudándose a toda prisa.

—Adelante, pues —dijo Albinus jovialmente—. Me voy a afeitar. Pero no tardes; tenemos que cenar algo.

A través del espejo vio la blusa de Margot, su falda, un par de ligeras prendas interiores, una media y luego la otra, todo ello atravesando el aire velozmente.

—Desordenada —dijo, mientras se enjabonaba la barbilla.

Oyó cerrarse la puerta, el chirrido del pestillo y luego el agua, cayendo estrepitosamente.

—No hace falta que te encierres. No voy a sacarte —gritó él, en tono festivo, mientras se tersaba la mejilla con un dedo.

El agua fluía uniformemente tras la puerta cerrada. Albinus se raspó cuidadosamente la mejilla con una Gillettemuy cromada. Se preguntó si en aquel lugar tendrían langostas à la Américaine.

El agua siguió corriendo y su ruido crecía más y más. Albinus había dado la vuelta a la esquina, por así decirlo, y se disponía a regresar a su manzana de Adán, donde siempre queban algunos pelos rebeldes, cuando, de pronto advirtió que por debajo de la puerta se desliaba un reguero de agua que partía del cuarto de baño. El estrépito de los grifos había alcanzado ya su nota culminante. Se asustó.

—No puede haberse ahogado —murmuró, corriendo a la puerta y llamando con los nudillos.

Con ansiedad pregunto:

—Querida, ¿te encuentras bien? ¡Estás inundando la habitación!

No obtuvo respuesta.

—¡Margot, Margot! —gritó haciendo crujir el pomo e ignorante por completo de la extraña intervención que las puertas habían tenido en su vida y en la de ella.

Margot entró rápidamente en el baño. Estaba lleno de vapor y de agua caliente. Cerró los grifos con ágiles movimientos.

—Me dormí —voceó quejumbrosamente a través de la puerta.

—Estás loca —dijo Albinus—. ¡Qué susto me has dado!

Los arroyuelos que lamían la alfombra gris se hicieron más tenues y se detuvieron. Albinus regresó ante el espejo y se enjabonó el cuello una vez más.

Al cabo de unos minutos, Margot salió del baño, fresca y radiante, y empezó a rociarse de polvo talco. Albinus, a su vez, fue a tomar un baño. La habitación rezumaba humedad. Llamó a la puerta de Rex.

—No le haré esperar —voceó—. Le dejo el baño libre dentro de un minuto.

—¡Oh, no se apresure, no se apresure! clamó Rex con una dicha nada sorprendente.

Durante la cena, Margot estuvo de excelente humor. Se sentaron en la terraza. Una mariposa blanca revoloteaba en torno a la lámpara y cayó sobre el mantel.

—Vamos a quedarnos aquí mucho, mucho tiempo —dijo Margot—. Este lugar me gusta horrores.


27



Pasó una semana, y otra. Los días eran rápidos. Había montones de flores y de extranjeros, y, a una hora de coche, una hermosa playa arenosa que se extendía entre rocas color rojo oscuro y el profundo azul del mar. Su hotel estaba rodeado de montículos cubiertos de pinos y era un buen edificio, de un estilo morisco que a Albinus le hubiera hecho rechinar los dientes de no haber sido tan feliz. Margot y Rex eran muy fefices también.

La admiraban muchos: la admiraba un fabricante de sedas, de Lyon, un inglés apacible que coleccionaba escarabajos, los jóvenes que jugaban al tenis con ella. Pero, indiferente a quien la mirara o bailase con ella, Albinus no sentía ninguna clase de celos. No dejaba de sorprenderle el recordar las angustias que había sufrido en Solfi: ¿por qué todo le había causado malestar entonces y por qué se sentía tan seguro de ella en la actualidad? No advirtió una cosa: que Margot ya no tenía deseo de agradar a los demás; sólo necesitaba un hombre: Rex. Y Rex era la sombra de Albinus.

Un día, los tres hicieron una larga excursión por las montañas, se perdieron y por último lograron bajar por un agreste camino de peñas que acabó de extraviarlos. Margot, que no estaba acostumbrada a caminar, se hirió en un pie, y los dos hombres la llevaron por turnos, tambaleándose bajo el peso de su carga, pues ninguno de los dos era demasiado atlético. A eso de las dos de la tarde alcanzaron un pueblo bañado en sol, y en él un autobús listo para partir hacia Rouginard; estaba aparcado en una plaza asfaltada, donde algunos hombres jugaban a los bolos. Margot y Rex se instalaron en el interior del coche; Albinus estaba a punto de hacer lo propio, pero, al advertir que el conductor no ocupaba aún su plaza y estaría atareado durante un rato ayudando a un granjero a subir dos enormes canastos en el vehículo, llamó a la ventana entreabierta junto a la que se sentaba Margot y le dijo que iba a beber algo. Entró en un pequeño bar, en la esquina de la plaza. Al acercarse al mostrador tropezó con un hombrecillo delicado, que vestía pantalones blancos de franela; estaba pagando apresuradamente. Se miraron.

—¿Usted aquí, Udo? —exclamó Albinus. Éste es un placer inesperado.

—Muy inesperado —dijo Udo Conrad. Está usted un poco más calvo, querido. ¿Se encuentra usted aquí con su familia?

—Pues, no... ¿Sabe?, paro en Rouginard y..

—¡Magnífico! También yo vivo en Rouginard —dijo Conrad—. ¡Cielos, el autobús está arrancando! Corra usted.

—Voy en seguida —dijo Albinus, apurando su cerveza.

Conrad salió escapado hacia el autobús y montó. Sonó la bocina. Albinus empezó a pagar con monedas francesas.

—No hay prisa —dijo el dueño del bar, un hombre melancólico de bigote ralo—. Primero dará la vuelta al pueblo y luego volverá a pararse en esta esquina, antes de salir hacia Rouginard.

—¡Ah, bien! —dijo Albinus—. Entonces tomaré otro trago.

Desde el dintel resplandeciente vio alejarse al autobús, chato y amarillo, a través de un laberinto de sombras de árboles, que parecieron mezclarse con el vehículo y disolverlo.

«¡Qué gracioso encontrar a Udo! —pensó Albinus—. Se ha dejado crecer una barbita rubia, como para compensar el cabello que yo he perdido. ¿Cuándo nos vimos por última vez? Hace seis años. ¿Me ha emocionado verle? En absoluto. Creí que vivía en San Remo. Un hombre extraño, endeble, atemorizado y no muy feliz. Celibato, fiebre de heno, detesta los gatos y el tictac de los relojes. Buen escritor. Un escritor delicioso. Es divertido que no tenga ni la más vaga idea de que mi vida ha cambiado. Es divertido que yo esté aquí, en pie, en este lugar caluroso y amodorrado donde no había estado en mi vida y adonde, probablemente, no volveré jamás. ¿Qué estará haciendo ahora Elisabeth? Vestido negro, manos ociosas. Mejor no pensar en eso.»

—¿ Cuánto tarda el autobús en dar la vuelta al pueblo? —preguntó en su francés lento, inseguro.

—Un par de minutos —dijo tristemente el dueño del bar.

«No está demasiado claro lo que hacen con esas bolas de madera —siguió pensando—. ¿De madera? ¿O es alguna clase de metal? Primero se las acoplan a la mano, luego las lanzan..., ruedan, se detienen. ¡Sería horrible que Udo entrase en conversación con la pequeña durante el camino, y ella se lo dijese todo antes que yo le explique...! ¿Lo hará? No sabría decir. Sin embargo, no es probable que hablen. Se sentía desdichada, la pobrecita, y permanecerá en su asiento, muy quieta.»

—Parece ser un pueblo muy grande, a juzgar por el tiempo que tarda el coche en dar la vuelta —comentó en voz alta.

—No le da la vuelta —dijo un viejo que fumaba en una pipa de arcilla, sentado en una mesa, detrás de él.

—Sí, la da —afirmó, contristado, el dueño del bar.

—Eso fue hasta el último sábado. Ahora sale directo.

—Bueno —dijo el dueño del bar—, yo no tengo ninguna culpa, ¿no es cierto?

—Pero, ¿qué hago yo ahora? —exclamó Albinus, desalentado.

—Tome el próximo —dijo el viejo juiciosamente.

Cuando llegó al hotel encontró a Margot tendida sobre una hamaca en la terraza, comiendo cerezas, y a Rex, sentado en traje de baño en el parapeto blanco, su larga espalda pilosa vuelta al sol. Un cuadro de feliz apacibilidad.

—Perdí el dichoso autobús —dijo Albinus con una forzada sonrisa.

—Sabía que te iba a ocurrir —dijo Margot.

—Dime, ¿viste a un hombre bajito, con una pequeña barbita rubia?

—Yo sí le vi —dijo Rex—. Se sentó detrás de nosotros. ¿Qué ocurre?

—Nada; es sólo un hombre que traté... hace muchos años.


28



A la mañana siguiente, Albinus hizo concienzudas pesquisas en la Oficina de Turismo y en una pensión alemana, pero nadie supo indicarle el paradero de Udo Conrad. «Al fin y al cabo, no tenemos mucho que decirnos —pensó—. Probablemente tropezaré con él otra vez, si nos quedamos aquí más tiempo. Y si no, tampoco importa mucho.»

Unos cuantos días después se despertó más temprano que de costumbre, y, abriendo los postigos de par en par, sonrió al tierno cielo azul y a las suaves laderas verdes, luminosas a pesar de la bruma, como si fuese un brillante frontispicio bajo papel de seda; sintió un fuerte deseo de escalar y caminar aspirando aquel aire que olía a tomillo.

Margot despertó.

—Aún es temprano... —dijo, adormecida.

Eran las ocho, aproximadamente. Albinus le propuso que se vistiese de prisa y se fueran a pasar el día fuera los dos, solos...

—Ve tú —murmuró ella, volviéndose del otro lado.

—¡Oh, haragana! —dijo Albinus, entristecido.

Bajó y alejóse a buen paso, dejando atrás las estrechas callejas, cortadas longitudinalmente en dos por el sol y la sombra mañaneros, y empezó el ascenso.

AI pasar ante una diminuta villa pintada en rosa pálido oyó el ruido de una podadera y vio a Udo Conrad, que estaba trabajando en un pequeño jardín rocoso. Siempre le habían gustado las plantas, Albinus lo recordaba.

—Por fin logro verle —dijo Albinus alegremente.

Udo se volvió, sin corresponder a su sonrisa.

—¡Oh! —dijo con sequedad—, no esperaba verle de nuevo.

La soledad le había hecho susceptible como una solterona y derivaba un placer morboso en sentirse ofendido.

—No sea usted tonto, Udo. —Albinus se acercó a él, apartando con cuidado el abundante follaje de una mimosa que se dobló a su paso—. Sabe usted perfectamente que no perdí el coche a propósito. Creía que daba la vuelta al pueblo antes de salir de él.

Conrad se suavizó un poco.

—No importa —dijo—; suele ocurrir así, uno encuentra a un amigo después de un largo intervalo y, de pronto, siente un deseo irrefrenable de quitárselo de encima. Supuse que no le agradaba la perspectiva de tener que charlar sobre los viejos tiempos en la prisión móvil de un autobús; y lo evitó usted limpiamente.

Albinus se rió.

—Lo cierto es que le he estado buscando como un loco estos últimos días. Al parecer, nadie conoce su paradero.

—Sí, hace muy poco que alquilé esta casita. ¿Y dónde se aloja usted?

—En el «Britannia». De verdad, Udo, estoy enormemente contento de verle. Tiene usted que hablarme de su vida.

—¿Quiere que demos un paseo? —propuso Conrad dubitativamente—. ¡Magnífico! Me pondré otros zapatos.

Regresó al cabo de un minuto, y ambos empezaron a remontar una carretera fresca y umbría que serpenteaba entre muros cubiertos de hiedra. El sol de la mañana no había rozado aún su asfalto añil.

—¿Y cómo está su familia? —preguntó Conrad.

Albinus titubeó un momento y dijo:

—Mejor que no me pregunte, Udo. Me han ocurrido algunas cosas terribles últimamente. Elisabeth y yo nos separamos el año pasado; luego, mi pequeña Irma murió de pulmonía. Preferiría no hablar de estas cosas, si no le importa.

—Lamento lo ocurrido —musitó Conrad.

Los dos hombres quedaron en silencio; Albinus acariciaba la idea de si no sería encantador y excitante hablar de su apasionada aventura a aquel viejo amigo suyo, que siempre le había tenido por un hombre tímido y comedido: pero lo dejó para más tarde. Conrad, por su parte, estaba pensando que había sido un error ofrecer aquel paseo: le gustaba más que la gente llevase la iniciativa y fuera feliz cuando compartían su compañía.

—No sabía que estuviese usted en Francia —dijo Albinus—. Pensé que habitualmente vivía usted en el país de Mussolini.

—¿Quién es Mussolini? —preguntó Conrad con cara de desconcertado mal humor.

—¡Ah!, siempre el mismo —dijo Albinus, riéndose—. No se aterre, no le voy a hablar de política. ¿Cómo va su trabajo? Su última novela era soberbia.

—Me temo que nuestra patria no está del todo capacitada para apreciar mis escritos. De buena gana escribiría en francés, pero me cuesta infinito separarme de la experiencia y riqueza amasadas desde que comencé a manejar nuestra lengua.

—Vamos, vamos. Hay montones de gente que adoran sus libros.

—No como los adoro yo. Pasará mucho tiempo, un siglo acaso, hasta que se aprecie mi obra. Es decir, si el arte de componer y leer no ha sido olvidado para entonces; y me temo que lo ha sido, y bastante concienzudamente, durante este último siglo, en Alemania.

—¿Cómo es eso? —preguntó Albinus.

—Verá, cuando una literatura se nutre casi exclusivamente de la vida y las vidas, esta muriendo. Y yo no creo en las novelas freudianas o en las novelas en torno a la apacible campiña. Puede usted argüir que no es la literatura en masa lo que cuenta, sino los dos o tres auténticos escritores que permanecen apartados, en el anonimato, inadvertidos por sus graves y pomposos contemporáneos. De todas formas, a veces esto es bastante descorazonador. Me enfurece ver la clase de libros que la gente toma en serio.

—No —dijo Albinus—, yo no coincido en absoluto con usted. Si nuestra época se interesa por los problemas sociales, no existe razón para que los escritores de talento no traten de ayudar. La guerra, la inquietud de la posguerra...

—Cállese usted —gimió Conrad dulcemente.

De nuevo quedaron en silencio. La carretera serpenteante les había llevado a un calvero entre pinos donde la algarabía de las cigarras era como un infinito enrollar y desenrollarse de algún juguete de cuerda. Un arroyo corría sobre piedras planas que parecían estremecerse bajo los nudos del agua. Se sentaron en el césped seco y oloroso.

—Pero, ¿no se siente usted un poco apátrida viviendo siempre en el extranjero? —preguntó Albinus mirando las copas de los árboles, que parecían algas flotando en agua azul—. ¿No añora usted el sonido de las voces alemanas?

—¡Oh!, verá usted, encuentro compatriotas de vez en cuando y algunas veces es divertido. He notado, por ejemplo, que los turistas alemanes se inclinan a pensar que no hay nadie que pueda entender su idioma.

—Yo no podría vivir siempre en el extranjero —siguió Albinus, descansando sobre su espalda y siguiendo soñadoramente con los ojos los perfiles de los golfos y lagunas y grietas que se formaban entre las ramas verdes.

—Aquel día que nos encontramos —dijo Conrad, reclinando también su cabeza sobre los brazos– tuve una experiencia más bien fascinante con aquellos dos amigos suyos del autobús. ¿Les conoce usted, no es cierto?

—Sí, ligeramente —dijo Albinus con una risa breve.

—Eso es lo que pensé, a juzgar por la alegría que expresaron al verle quedarse en tierra.

«Condenada chiquilla —pensó Albinus con ternura—. ¿Le hablo de ella? No.»

—Lo pasé magníficamente escuchando su conversación. Pero lo que sentí no fue nostalgia precisamente. Es algo extraño: cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que llega un momento en la vida de un artista en que éste deja de necesitar a su patria. Como esas criaturas, ¿sabe usted?, que primero viven en un medio acuático y luego en tierra firme.


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