Текст книги "Risa en la oscuridad"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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—No volverá; es inútil; no volverá jamás —murmuró Elisabeth.
Y rompió a llorar.
13
Bajo un cielo profundamente azul, Margot yacía extendida sobre la arena, sus miembros bronceados en un tono color miel; un cinturón de goma alegraba la negrura de su traje de baño: era un perfecto anuncio de playa. Tendido junto a ella, Albinus alzó su mejilla para contemplar, con infinita delicia, el brillo grasiento de sus párpados entornados y su carnosa boca maquillada. El negro cabello mojado estaba echado hacia atrás, partiendo de la frente redonda, y en sus orejillas relucían pequeños granos de arena. Si se miraba muy de cerca, podía advertirse un brillo iridiscente cerca de sus axilas, bajo sus pulidos hombros tostados. La ajustada prenda que se había puesto, que pretendía evocar a una foca, era inverosímilmente breve.
El dejó que un puñado de arena se deslizase como en el interior de un primitivo reloj, cayendo sobre su estómago. Margot abrió los oíos, parpadeó bajo el flamígero azul plata, sonrió y los cerró de nuevo.
Al cabo de un rato se incorporó y, con los brazos en torno a las rodillas, permaneció sentada, inerte. Albinus veía su espalda, desnuda hasta las caderas, y el destello de los granos de arena a lo largo de su columna vertebral. Se los sacudió suavemente. Su piel estaba sedosa y caliente.
—¡Qué azul está hoy el mar! —dijo Margot.
Y lo estaba realmente: azul púrpura, en la lejanía; azul pavo real, más hacia la playa; azul diamante, donde las olas captaban la luz. La espuma se remontaba, corría, descendía despacio; luego se retiraba, dejando un suave espejeo en la arena mojada que la próxima ola inundaba de nuevo. Un hombre velludo, con pantalones rojo naranja, estaba plantado en la orilla, limpiando sus gafas. Un muchachito gritaba alegremente cada vez que la espuma se introducía en la ciudad amurallada que había construido. Los alegres parasoles y las tiendas franjeadas parecían querer ser, en términos de color, lo que los gritos de los bañistas eran al oído. Una enorme pelota reluciente salió disparada de algún sitio y botó en la arena con un «tras, tras» metálico. Margot la apresó, se puso en pie y la mandó de regreso.
Esto permitió a Albinus ver su figura enmarcada en el alegre panorama playero; un panorama que apenas veía él, tan concentrada en Margot estaba su observación. Esbelta, quemada por el sol, con su negra melena y el brazo que mantenía aún extendido después de haber lanzado la pelota, se le antojó una viñeta de exquisitos colores que encabezaba el próximo capítulo de su nueva vida.
Ella se acercó mientras Albinus yacía cuán largo era (con una toalla sobre sus hombros de color salmón), observando los movimientos de su diminuto pie. Inclinándose sobre él, con un cloqueo berlinés, Margot le propinó un buen azote sobre sus repletos pantalones de baño.
—¡El agua está mojada! —exclamó.
Y, corriendo, internóse en los rompientes. Avanzaba contoneándose y balanceando sus brazos abiertos en cruz, al luchar contra el agua, a una profundidad de medio metro, para caer, más tarde, de cuatro pies, tratar de nadar, tragar agua, levantarse de nuevo y seguir adelante, rodeada de espuma, hasta cubrir la cintura. Él entró, salpicando, tras de ella. Margot se volvió hacia Albinus, riendo, escupiendo, apartando el mojado cabello de sus ojos. Trató de sumergirla, y la asió por el tobillo, mientras Margot pateaba y gritaba.
Una inglesa que, recostada en una tumbona, bajo una sombrilla malva, leía el Punch, se volvió a su marido, un hombre rubicundo con sombrero blanco que estaba sentado en la arena y le dijo:
—Mira al alemán retozando con su hija. Vamos, no seas tan cómodo. William. Lleve a los niños a que tomen un baño.
14
Más tarde, con sus chillones albornoces, remontaron una senda medio estrangulada por retamas y acebos. Allá lejos, una pequeña villa, cuyo alquiler era enorme, brillaba, blanca como el azúcar, entre negros cipreses. Enormes grillos se arrastraban sobre el sábulo. Margot trató de cogerlos. Se acuclillaba y extendía cuidadosamente el índice y el pulgar para apresarlos, pero los quebrados miembros del grillo daban una súbita sacudida, las azules alas en forma de abanico se agitaban y el insecto volaba tres metros más allá, para desaparecer tan pronto tocaba el suelo.
En la fresca estancia de rojas baldosas, en que la luz, penetrando por las grietas de los postigos, bailaba en los ojos y se proyectaba en brillantes franjas ante los pies, Margot, como una serpiente, se desprendió de su piel negra y, sin nada encima, a excepción de unas chinelas de altos tacones, paseaba por la habitación, arriba y abajo, comiendo un albérchigo sibilante, y franjas de sol cruzaban una y otra vez su cuerpo.
Por las noches había baile en el casino, el mar parecía más pálido que un cielo de bochorno, y, a lo lejos, las luces de un vapor centelleaban festivamente. Una mariposa torpe aleteaba en torno a una lámpara de pantalla rosa; Albinus bailó con Margot. Su cabeza, lisamente cepillada, apenas alcanzaba el hombro de él.
Muy poco después de su llegada ya tuvieron varios conocidos. Albinus sintió celos voraces, degradantes, al ver cuánto se estrechaba Margot a su pareja al bailar, especialmente sabiendo que no llevaba nada bajo su liviano vestido; sus piernas habían tomado un tinte tan bonito que no llevaba medias. Algunas veces, Albinus la perdía de vista. Entonces se levantaba y se ponía a pasear de un lado a otro, infatigable, golpeando un cigarrillo contra su pitillera. Errante, llegaba a una habitación donde jugaban a las cartas, salía a la terraza y regresaba otra vez con la convicción de que ella le estaba engañando —convicción que le excitaba extraordinariamente—. De pronto, ella aparecía sin poderse decir de dónde, y se sentaba a su lado, con su hermoso vestido resplandeciente, tomando un largo trago de vino. Él no dejaba entrever sus sentimientos, sino que golpeaba con nerviosismo, bajo la mesa, las rodillas de Margot, que entrechocaban, mientras ella le echaba hacia atrás riendo («un poco histéricamente», pensó él) alguna cosa, no demasiado divertida, que su última pareja de baile le había relatado.
La muchacha hizo lo imposible para seguirle siendo absolutamente fiel. Pero, a despecho de todo lo tierno y reflexivo que Albinus era haciendo el amor, Margot sabía, y lo había sabido en todo momento, que para ella sería siempre el amor menos «algo», mientras que el más leve contacto de su primer amante lo había sido «todo». Desgraciadamente, un joven austríaco que era el mejor bailarín de todo Solfi, y una estupenda pareja para jugar al ping-pong, tenía un cierto parecido con Miller; algo, en los fuertes nudillos de sus manos, en sus agudos y sardónicos ojos, evocaba cosas que era mejor olvidar.
Una cálida noche, entre dos bailes, se vio paseando con él por un oscuro rincón del jardín del casino. El torpe aroma dulzón de una higuera flotaba en el aire y había esa banal mezcla de luz de luna y música lejana que es apta para afectar a las almas simples.
—No, no... —murmuró Margot al sentir los labios del austríaco en su cuello, en su mejilla, mientras que sus sabias manos le acariciaban las piernas, subiendo—. No debieras...
Pero, echando atrás la cabeza, le devolvió ávidamente el beso. Él le hizo tan concienzudas caricias que Margot perdió las pocas fuerzas que le quedaban todavía; aunque consiguió liberarse a tiempo del abrazo y correr hacia la terraza, brillantemente iluminada.
Esta escena no se repitió. Margot se había enamorado tanto de la vida que Albinus podía ofrecerle (una vida plena del glamourde una película de primera categoría, con palmeras cimbreantes y rosas estremecidas, pues en cinelandia siempre hace viento) y tanto temía ver todo aquello desmoronarse, que no quiso correr ningún riesgo. De hecho, durante algún tiempo perdió, incluso, su principal característica, la confianza en sí misma. Sin embargo, la recobró al regresar a Berlín, en el otoño.
—Muy bonito, sin duda alguna —dijo ella ásperamente, mientras inspeccionaba la habitación del hotel en que se habían instalado —pero espero que comprenderás, Albert, que no podemos continuar de esta forma.
Albinus, que se estaba vistiendo para la cena, se apresuró a asegurarle que ya estaba dando pasos para alquilar un nuevo piso.
«¿Es que de verdad me toma por una tonta?», pensó Margot con fiero rencor.
—Albert, veo que no comprendes —suspiró hondo mientras se cubría el rostro con las manos—. Te avergüenzas de mí. —Le miraba por entre los dedos.
Alegremente, él trató de abrazarla.
—No me toques —exclamó ella, propinándole un buen codazo—. Tienes miedo de que te vean conmigo en la calle. Si estás avergonzado de mí, puedes dejarme e irte con tu Elisabeth. Eres muy dueño.
—Por favor, querida —suplicó él, desesperado.
Margot se echó en un sofá y logró romper en sollozos.
Albinus desplazó las rodillas de sus pantaIones, se puso de hinojos, y cuidadosamente trató de asir su hombro, que daba una sacudida cada vez que sus dedos se le aproximaban.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó suavemente—. ¿Qué es lo que quieres, Margot?
—Quiero vivir contigo a la luz del día —gimió ella—. En tu propia casa. Y alternar...
—Muy bien —dijo él poniéndose en pie y sacudiendo sus rodillas con la mano.
«Y dentro de un año te casarás conmigo —pensó Margot mientras seguía sollozando encantadoramente—; te casarás conmigo, a menos que, para entonces, yo esté ya en Hollywood, en cuyo caso puedes irte al diablo.»
—Si no dejas de llorar —dijo Albinus—, también yo voy a empezar a hacerlo.
Margot se incorporó, sonriendo lastimosamente. Las lágrimas no hacían sino aumentar su belleza. Su cara ardía, el iris de su ojo era deslumbrante y un gran lagrimón se estremecía al lado de su nariz: Albinus no había visto jamás lágrimas de aquel tamaño y brillantez.
15
De la misma forma que se había acostumbrado a no hablarle nunca de arte, de lo cual ella no conocía nada ni le importaba, él debía ahora aprender a esconderle las agonías que estaba sufriendo durante los primeros días de estar juntos en el viejo piso, donde había pasado diez años con su esposa. Por todas partes, los distintos objetos le recordaban a Elisabeth; los regalos de ella, los que él le había hecho. En los ojos de Frieda leyó una hosca censura; antes de que hubiera transcurrido una semana, la doncella se marchó, después de haber escuchado despectivamente a Margot, en su segundo o tercer estallido de cólera.
El dormitorio y el cuarto de la niña parecían contemplar a Albinus con un reproche conmovedor e inocente (en especial la alcoba, pues Margot había sacado prontamente todo lo que estaba en el cuarto de la niña, convirtiéndolo en sala de ping-pong). Pero la alcoba... La primera noche, Albinus creyó detectar el tenue aroma del agua de colonia de su esposa, y esto le deprimió, le confundió de tal forma que Margot se rió entre dientes de su inesperado recato.
La primera llamada telefónica fue una tortura. Un viejo amigo llamó para preguntar si lo había pasado bien en Italia, cómo se encontraba Elisabeth y si querría asistir con su esposa, las dos a solas, a un concierto que daban el domingo por la mañana.
—En realidad, vivimos separados, por el momento —dijo Albinus con un esfuerzo.
«¡Por el momento!», pensó Margot burlonamente, mientras se encogía ante el espejo para examinar su espalda, que, de morena, había pasado a ser dorada.
La noticia de su cambio de vida corrió muy pronto, aunque él deseaba de todo corazón que nadie supiera que su amante vivía bajo su techo; tomó la precaución, cuando empezaron a dar fiestas, de hacer que Margot se marchase con los demás invitados, para regresar diez minutos más tarde. Sintió un interés entristecido al notar la forma en que la gente olvidaba gradualmente preguntarle por su esposa; cómo algunos dejaron de visitarle; cómo unos pocos, las sanguijuelas inconmovibles, se mostraban sorprendentemente amistosos y cordiales; cómo la élite bohemia trataba de mostrarse igual que si nada hubiera pasado; finalmente, había algunos (condiscípulos, principalmente) que estaban dispuestos a seguir visitándole como antes, pero siempre sin sus esposas, entre las cuales parecía haberse extendido una notable epidemia de jaquecas.
Albinus llegó a acostumbrarse a la presencia de Margot en aquellas habitaciones, otrora tan llenas de recuerdos. No tenía ella más que cambiar de lugar algún fútil objeto para que éste perdiera su alma y se extinguiese el recuerdo; todo era cuestión de cuánto tardaría en trasladarlo todo, y, como sus dedos eran rápidos, su vida de antaño en aquellas doce habitaciones murió pronto. Si bien el piso era hermoso, ya no tenía nada en común con aquel en que había vivido con su esposa.
Una noche, mientras enjabonaba la espalda de Margot, después de un baile, y ella se divertía poniéndose en pie, en mitad del baño, sobre su enorme esponja (de la cual partían burbujas como del fondo de una copa de champaña), ella le preguntó, de pronto, si le parecía posible que pudiera llegar a ser artista de cine. El se rió y dijo, irreflexivamente (su cerebro estaba ocupado en otras cosas agradables):
—Desde luego; ¿por qué no?
Unos días más tarde, ella atacó de nuevo el tema, eligiendo esta vez un momento en que la mente de Albinus estaba más clara. Él se mostró encantado por su interés por el cine y empezó a desarrollar una cierta teoría favorita suya, sobre la opinión que le merecían los méritos comparativos del cine mudo y del sonoro.
—El sonido —dijo– matará al cine muy pronto.
—¿Cómo se hace una película? —interrumpió ella.
Él propuso llevarla a un estudio donde pudiera enseñárselo todo y explicarle el procedimiento. Después, las cosas se movieron muy rápidamente.
«Detente. ¿Qué estás haciendo? —se preguntó Albinus una mañana, al recordar que la noche anterior había prometido financiar una película que pensaba realizar un productor mediocre, a condición de que Margot recibiera el segundo papel femenino, el de una novia abandonada—. ¡Idiota de mí! El sitio estará infestado de actores jóvenes rebosando atractivo, y yo haré el ridículo si la acompaño a todas partes. Ahora bien —se consoló a sí mismo—, ella necesita alguna clase de ocupación que la distraiga, y si tiene que levantarse temprano, dejaremos de pasar todas las dichosas noches en el baile.»
El contrato fue firmado y empezaron los ensayos. Durante los dos primeros días, Margot llegó a casa enojada y resentida en extremo. Se quejaba de que la obligaban a repetir los mismos movimientos centenares de veces; que el director le gritaba; que le cegaban las luces. Tenía un solo consuelo: la actriz (bastante conocida) que interpretaba el papel de la protagonista, Dorianna Karenina, se mostraba encantadora con ella, alababa su trabajo y profetizaba que haría maravillas.
«¡Mal síntoma!», pensó Albinus.
Margot insistió, para que él no estuviera presente durante el rodaje, porque la pondría nerviosa. Además, si lo veía todo de antemano, la película no le causaría ninguna sorpresa luego (y a Margot le gustaba dar sorpresas a la gente). Sin embargo, a Albinus le producía gran placer verla a escondidas, cuando ella asumía poses dramáticas, ante aquel espejo de cuerpo entero que giraba entre dos postes. Observándola, un día, una tabla del entarimado crujió bajo sus pies, y Margot le lanzó un cojín rojo y le hizo jurar que no había visto nada.
Albinus solía llevarla al estudio en un coche y la iba a buscar a la salida. En una ocasión le dijeron que el ensayo se prolongaría aún unas dos horas; se fue a dar un paseo y se metió en el barrio en que vivía Paul. Súbitamente sintió el deseo acuciante de ver a su pálida y delgada Irma: era, aproximadamente, la hora en que solía salir de la escuela. Al dar la vuelta a una esquina, medio imaginó verla a distancia, con la nurse; pero se sintió asustado y se alejó a paso rápido.
Aquel mismo día, Margot salió a su encuentro excitada y, alegre: había estado estupenda, y el rodaje concluiría pronto.
—Te diré lo que voy a hacer —dijo Albinus—. Invitaré a Dorianna a cenar. Daremos una gran cena, con algunos invitados interesantes. Ayer me telefoneó un artista que hace dibujos animados. Acaba de regresar de Nueva York y, a su modo, es lo que se dice un genio. Le haré venir también.
—Lo único que exijo es sentarme a tu lado —indicó Margot.
—Está bien; pero recuerda, cariño, que quiero que todos se enteren de que vives conmigo.
—¡Oh, tonto, si todos los saben! —dijo Margot mientras se oscurecía su rostro.
—Pero eso te pone a ti, no a mí, en una posición falsa. Tienes que darte cuenta de eso. A mí no me importa, por descontado; pero, por ti misma, hazme el favor de no portarte como la última vez.
—¡Es tan estúpido...! Y, además, existe una forma en que podríamos poner fin a estas cosas desagradables.
—¿Cómo?
—Si no comprendes... —dijo ella, dejando la frase en el aire. «¿Cuándo empezará a hablar del divorcio?», pensó.
—Sé razonable —dijo Albinus zalameramente—. Hago todo lo que me pides. Sabes mi bien, cielo..., gatito...
Gradualmente, había reunido un zoológico de apelativos cariñosos.
16
Todo estaba en su punto. En la bandeja del vestíbulo se habían agrupado las tarjetas con los nombres de los invitados, de tal forma que todo el mundo pudiera saber en seguida quién sería su compañero en la mesa: el doctor Lampert y Sonia Hirsh; Axel Rex y Margot Peters; Boris von Ivanoff y Olga Waldheim, y así sucesivamente. Un criado impresionante, contratado poco antes, que tenía cara de Lord inglés (o, cuando menos, tal pensaba Margot, poniendo en él sus ojos con frecuencia y no sin amabilidad), hacía entrar a las visitas con gran dignidad. El timbre sonaba a cada cinco minutos. En el salón había ya seis personas, además de Margot. Entró Ivanoff, Von Ivanoff, según él había juzgado conveniente hacerse llamar; era delgado, huraño, con mala dentadura, y lucía un monóculo. Luego, Baum, el autor, un individuo rubicundo, corpulento, bullicioso, de fuertes inclinaciones comunistas y cómoda renta, acompañado de su esposa, mujer de figura aún gloriosa que, en los agitados días de su juventud, había nadado en una piscina de cristal entre focas acróbatas. La conversación fluía ya muy animada. Olga Waldheim, una cantante de albos brazos, prominentes senos y cabello ondulado color mermelada de naranja, relataba, como de costumbre, crudas historias acerca de sus seis gatos persas. En pie y riendo, Albinus miraba a Margot a través del blanco cepillo que formaban los cabellos del doctor Lampert (excelente especialista de la garganta y mediocre violinista). Mirándola, Albinus pensó en lo bien que le sentaba a su cariño aquel vestido de tul negro con una dalia prendida en el pecho. En sus brillantes labios paseaba una sonrisa débilmente inofensiva, como si no estuviera del todo segura de si la estaban embromando, y sus ojos tenían aquella especial expresión de cervatillo, signo indudable de que estaba escuchando cosas para ella incomprensibles: en aquel caso, las opiniones de Lampert sobre la música de Hindemith.
De pronto advirtió que Margot se había sonrojado violentamente, poniéndose en pie. «¡Qué tontería! ¿Por qué se levanta?», pensó al ver entrar a nuevos invitados: Dorianna Karenina, Axel Rex y dos poetas mediocres.
Dorianna abrazó y besó a Margot, cuyos ojos brillaban tan vivamente como si hubieran estado llorando hasta poco antes. «¡Qué tontería! —pensó Albinus de nuevo—. Rendir pleitesía a esa actriz de segunda clase...» Dorianna era famosa por sus hombros exquisitos, por su sonreír de Mona Lisa y su profunda voz de granadero.
Albinus salió al encuentro de Rex, que no sabía del todo quién era su anfitrión y estaba frotándose las manos como si se las enjabonara.
—Encantado de verle, al fin —dijo Albinus—. ¿Sabe?, me había formado una impresión de usted totalmente contraria a la realidad. Le creí bajo, grueso, con gafas de concha; a pesar de que, por otra parte, su nombre me ha sugerido siempre un hacha. Señoras y señores, tienen ustedes delante al hombre que hace reír a dos continentes. —Luego le molestó pensar en su posible retruécano de la frase—. Deseémosle buena suerte en Alemania.
Rex, de cuyos ojos escapaban destellos, hizo breves reverencias, sin dejar de frotarse las manos un momento. Llevaba un sorprendente traje de etiqueta, en aquel mundo de mal cortadas chaquetas de ceremonia alemanas.
—Tome usted asiento, por favor —dijo Albinus.
—Creo que su hermana y yo nos hemos tratado alguna vez —dijo Dorianna con su profunda y maravillosa voz de bajo.
—Mi hermana está en el cielo —contestó Rex con gravedad.
—¡Oh!, lo siento.
—No nació nunca —añadió Rex sentándose en una silla junto a Margot.
Riendo, Albinus dejó vagar sus ojos hasta que dieron con ella. Estaba inclinada hacia su vecina, Sonia Hirsh, la maternal cubista de ordinarios rasgos, y, con una extraña actitud infantil, los ojos húmedos y parpadeantes, los hombros un poco encogidos, hablaba con rapidez. Albinus miró su orejita enrojecida, la vena en su cuello, la delicada sombra proyectada en sus pechos. Precipitadamente, febrilmente, con la mano apoyada en su mejilla llameante, se había embarcado en una verborrea absolutamente necia.
—Los criados roban mucho menos —farfullaba—, aunque, por supuesto, ninguno se atrevería a robar un verdadero cuadro. A mí me encantó uno, una vez, con hombres a caballo, pero cuando una ve tantos cuadros...
– FräuleinPeters —dijo Albinus en tono mas sosegado—, éste es el hombre que hace reír...
Margot dio un respingo y se volvió.
—¿De veras? ¿Cómo está usted?
Rex hizo una inclinación de cabeza y volvióse hacia Albinus:
—En el barco leí por casualidad la excelente biografía que ha escrito usted sobre Sebastiano del Piombo. Es una pena, no obstante, que no citase usted sus sonetos.
—Pero si son muy poca cosa...
—Exactamente; por eso son tan encantadores.
Margot se puso en pie y, con pasos ligeros, casi saltos, se dirigió al último recién llegado, una mujer agostada, de largos miembros, que tenía el aspecto de un águila calva. Margot había tomado de ella lecciones de declamación.
Sonia Hirsh se sentó en el sitio de Margot y dijo a Rex:
—¿Qué opinión le merece el trabajo de Cumming? Me refiero a su última serie, los Patíbulos y Factorías, ya sabe usted.
Se abrió la puerta del comedor. Los caballeros se volvieron para buscar sus damas. Rex estaba apartado. Su anfitrión, que llevaba ya a Dorianna del brazo, escrutó los contornos, en busca de Margot. La vio, justamente enfrente, pasando por entremedio de las parejas que empezaban a invadir el comedor. «Esta noche no está en su mejor momento», pensó, cediendo su dama a Rex.
Cuando empezaron a servir la langosta, la charla estaba en pleno apogeo en la cabecera de la mesa, donde estaban Dorianna, Rex, Margot, Albinus, Sonia Hirsh y Baum, todos ellos un poco incoherentes. Margot había vaciado, de un trago, su tercera copa y estaba sentada, muy rígida, con los ojos brillantes y fijos al frente. Rex no prestaba la más mínima atención ni a ella ni a Dorianna, cuyo nombre le era antipático, y discutía con Baum, sentado al otro extremo de la mesa, sobre los medios de la expresión artística.
—Un escritor, por ejemplo —decía—, habla de una India que nunca ha visto, y frasea sobre danzarinas, cacerías de tigres, fakires, buyos, serpientes: la fascinación del misterioso Oriente. Pero, ¿qué nos dice todo esto? Nada. En vez de imaginarme la India, me doy un empacho de todas estas delicias orientales. Ahora bien, existe otra técnica, como, por ejemplo, la del tipo que escribe: «Antes de irme a la cama, saqué mis botas para que se secasen y, a la mañana siguiente, descubrí que sobre ellas había crecido un tupido bosque azul...» Hongos, Madame... —explicó a Dorianna, que había levantado una ceja—. E inmediatamente la India toma vida a mis ojos. El resto solo es basura.
—Esos yoguis hacen cosas increíbles —dijo Dorianna—. Al parecer, saben respirar de forma que...
—Pero excúseme, mi buen amigo —exclamó Baum excitado, pues acababa de escribir una novela de quinientas páginas cuya acción se situaba en Ceilán, donde había pasado una quincena bajo un salacof—. Tiene usted que iluminar el cuadro completamente, a fin de que todo lector pueda entenderle. Lo que importa no es el libro que uno escribe, sino el problema que plantea y soluciona. Si estoy describiendo los trópicos, habré de tocar el tema desde su punto más importante, es decir, la explotación, la crueldad del colono blanco. Cuando uno piensa en los millones y millones.
—No lo creo así —dijo Rex.
Margot, que estaba mirando al frente, emitió una risita entrecortada, cosa que, en cierto modo, nada tenía que ver con la conversación. Albinus, en mitad de una polémica sobre la última exposición de arte, en la que tenía a la maternal cubista por interlocutora, miró de soslayo a su joven amante. Sí, estaba bebiendo demasiado. Incluso en el momento de mirarla estaba tomando un sorbo de su copa. «¡Qué criatura!», pensó tocándole la rodilla por debajo de la mesa. Margot gorjeó de nuevo y lanzó al viejo Lampert un clavel a través de la mesa.
—Yo no sé, caballeros, qué piensan ustedes de Udo Conrad —dijo Albinus, uniéndose a la algazara—. Yo me inclino a pensar que es esa clase de escritores con una visión muy sutilo y un estilo divino que usted debe apreciar, Herr Rex, y que si no es escritor de primera, esto se debe a que (y en esto, Herr Baum, estoy con usted) desdeña los problemas sociales, lo cual, en la presente época de caos, es deplorable y, déjenme decirlo, pecaminoso. Yo le conocí en mis tiempos de estudiante, pues ambos estudiamos en Heidelberg, y, más tarde, solíamos encontrarnos una que otra vez. Considero que su mejor libro es La trampa expirante, cuyo primer capítulo, por cierto, leyó aquí, en esta mesa..., bueno..., quiero decir, en una mesa similar, y...
Después de la cena fumaron y bebieron licores. Margot se movía de un lugar a otro, y uno de los poetas mediocres andaba tras ella como un perro faldero. Ella le propuso practicar un agujero en la palma de su mano con su cigarrillo y empezó a hacerlo, aunque, sudando, el poeta no dejaba de mirarla como el pequeño héroe que era. Rex, que, por último, se había mostrado imposiblemente ofensivo con Baum, en un rincón de la biblioteca, se unió luego a Albinus y empezó a describirle determinados aspectos de Berlín, como si se tratara de una lejana ciudad pintoresca; lo hizo tan maravillosamente que Albinus le prometió visitar, en su compañía, aquella avenida, aquel puente, aquel muro de extraño color...
—Estoy desazonado —dijo– por no poder trabajar con usted en mi idea cinematográfica. Estoy seguro de que hubiera hecho usted maravillas, pero, para ser franco de verdad, ahora no puedo hacerlo; por el momento, al menos.
Por último, los invitados fueron prendidos en esa ola que, iniciándose como murmullo imperceptible, toma fuerza, hasta que llega a estallar en un espumoso torbellino de despedida y se los lleva a todos, lejos.
Albinus se quedó solo. El humo de los cigarros había vuelto denso y azul el aire. Habían vertido algo sobre la mesa turca, que estaba viscosa. El criado, solemne, si bien un poco inseguro («Si se vuelve a emborrachar, lo despediré»), abrió la ventana, y la noche, negra, clara y fría, fluyó dentro.
«Una fiesta no demasiado acertada, con todo», pensó Albinus con un bostezo, liberándose de su chaqueta de ceremonias.
17
—Un hombre —dijo Rex a Margot mientras doblaban la esquina– perdió una vez un gemelo de diamante en el ancho mar azul y, veinte años más tarde, aquel mismo día, un viernes al parecer, cuando estaba comiendo un pescado enorme, no encontró ningún diamante dentro. Esta es la clase de concidencia que me gusta.
Margot trotaba a su lado, con su chaqueta de piel de foca muy ceñida en torno a sí. Rex la tomó por el codo y la forzó a detenerse.
—Nunca hubiera imaginado encontrarte aquí. ¿Cómo llegaste? No pude dar crédito a mis ojos, como dijo un ciego. Mírame. No creo que seas más bonita que antes, pero me gustas lo mismo.
Vio como Margot rompía a llorar y le volvía la espalda. La atrajo por la manga, pero ella se alejó aún más. Dieron una vuelta completa.
—¡Por el amor de Dios, di algo! ¿Adónde prefieres que vayamos, a tu casa o a la mía? ¿Qué te ocurre?
Ella se había desprendido y desapareció en la primera esquina. Rex se lanzó detrás.
—¿Qué diablos te pasa? —Estaba perplejo.
Margot apretó el paso. Él la alcanzó de nuevo.
—¡Vente conmigo, tonta! —dijo Rex—. Mira, aquí tengo una cosa... —Sacó su cartera.
Inesperadamente, Margot le dio una bofetada.
—Eso que llevas en el dedo pincha. —Le hablaba con tranquilidad.
Margot corrió a la entrada de la casa y abrió. Rex trató de echarle algo a la cabeza, pero, de pronto, alzó los ojos.
—¡Ah!, conque ése es el jueguecito, ¿eh? —dijo reconociendo el portal al que acababan de regresar.
Margot abrió la puerta de par en par, sin volverse.
—Ten, tómalo —dijo él brutalmente.
Y como ella no lo hizo, se lo metió en el cuello de pieles.
La puerta hubiera dado un golpe terrible de no haber sido de aire comprimido. Él quedó allí, plantado, oprimiéndose el labio inferior, sin saber qué decisión tomar, y por último se marchó.
Margot atravesó la oscuridad a la carrera, subiendo hasta el primer rellano. Sentía un desmayo. Se sentó en un peldaño y lloró como no había llorado jamás, ni siquiera en aquella ocasión, cuando él la dejó. Notó algo punzante junto a su cuello. Era un pedazo de papel arrugado. Oprimió el conmutador de la luz y vio que tenía en la mano un dibujo al lápiz de una muchacha sentada de espaldas, con los hombros y las piernas desnudas, en una cama, cara a la pared. Debajo se leía una fecha, escrita en lápiz, primero, y vuelta a escribir luego, en tinta, el día, mes y año en que la había abandonado. Aquélla era la razón por la que le había dicho que no se volviera. ¿De verdad, no habían pasado más que dos años desde aquel día?
La luz se apagó con un chasquido, y Margot se apoyó en la valla del ascensor. Lloraba de nuevo. Lloraba porque él la había abandonado aquella vez, porque durante todo el tiempo que mediaba hubiera podido ser feliz, de haberse él quedado, y porque, en tal caso, hubiese escapado de los dos japoneses, del viejo y de Albinus. Y lloró, también, porque, durante la cena, Rex le había manoseado la rodilla derecha y Albinus la izquierda, los dos a un tiempo, como si ei paraíso hubiera estado a su derecha y el infierno a su izquierda.