Текст книги "Risa en la oscuridad"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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—No puede estar usted sin novio —declaró complacientemente la dama mientras bebía su café—. Es usted una muchacha demasiado vital para no necesitar un compañero, y este modesto joven está deseoso de hallar un alma pura en esta ciudad de maldades.
Margot retenía en un regazo al grueso perro bassetde la Levandovsky. Alzó las suaves y sedosas orejas del animal a fin de hacer que se encontraran por encima de la dulce cabecita (las orejas, en su interior, semejaban papel secante de color rosa oscuro, muy usado), y contestó sin levantar la mirada:
—¡Oh!, aún no hay necesidad de eso. Tengo dieciséis años, ¿sabe usted? Y ¿para qué me va a servir? ¿Conduce eso a algún sitio? Conozco a esos tipos.
—Es usted tonta —dijo Frau Levandovsky apaciblemente—. No le estoy hablando de ningún bribón, sino de un caballero generoso que la vio a usted en la calle y desde entonces ha estado soñando con usted.
—Algún viejo achacoso, me imagino —dijo Margot besando al animal.
—Tonta —repitió Frau Levandovsky—. Tiene treinta años, va rasurado, es distinguido, lleva una corbata de seda y fuma en boquilla de oro.
—Vamos, vamos a dar un paseo —dijo Margot al perro.
Y el bassetsaltó de su regazo al suelo, con un «plop», y se fue zanqueando a lo largo del pasillo.
Pero el hombre a quien se refiriera la Levandovsky era cualquier cosa menos un tímido joven de provincias. Había entrado en contacto con la dama a través de dos afables viajantes de comercio con quienes había jugado al póquer, en el tren de enlace marítimo durante todo el trayecto desde Bremen a Berlín. En principio, nada se dijo en cuanto a precios: la procuradora se había limitado a enseñarle una fotografía de una muchacha sonriente, de ojos iluminados por el sol y un motivo canino en sus brazos, y Miller (pues tal era el nombre que dio,) limitóse a asentir con un movimiento de cabeza. El día que habían fijado para la cita, la Levandovsky compró unos pasteles e hizo mucho café. De forma muy astuta, aconsejó a Margot que se pusiera su vieja bata roja. Hacia las seis sonó el timbre.
«No corro ningún riesgo —pensó Margot—, ninguno. Si no me gusta, se lo diré a ella llanamente, y si es al revés, me tomaré tiempo para decidir.»
Desgraciadamente, no era cosa tan simple el decidir qué hacer con Miller. En primer lugar, tenía una cara sorprendente. Su cabello, negro y deslustrado, peinado hacia atrás de cualquier manera, largo y con un extraño aspecto de sequedad, no era, por cierto, una peluca, pero lo parecía de una forma extraordinaria. Sus mejillas, que parecían hundidas a causa de aquellos pómulos tan protuberantes, eran de piel opacamente blanca, como si estuviera cubierta de una delgada capa de polvo. Sus ojos, agudos y parpadeantes, y aquellas graciosas aletas nasales de tres lados que le nacían pensar a uno en un lince, no estaban quietos un solo momento. No podía decirse lo mismo de la mitad inferior de su cara, surcada por dos grietas inmóviles en las comisuras de los labios. Su atuendo resultaba algo extranjero; por ejemplo, lo era aquella camisa tan azul, su corbata brillante del mismo color y el traje azul marino de enormes pantalones. Era alto y delgado, y sus cuadrados hombros se movían espléndidamente cuando sorteaba el afelpado mobiliario de Frau Levandovsky. Margot se había hecho una imagen completamente distinta de él, y ahora se encontraba allí, sentada, con los brazos prietamente cruzados y sintiéndose bastante chasqueada e infeliz, mientras que Miller se la comía con los ojos a sus anchas. Con voz ronca le preguntó su nombre. Ella se lo dijo.
—Pues yo soy el pequeño Axel —dijo, emitiendo una risa breve.
Y volviendo bruscamente la cabeza reemprendió su conversación con Frau Levandovsky. Hablaron con tranquilidad sobre diferentes aspectos de Berlín, y él se mostró burlonamente cortés con su anfitriona.
De pronto se sumió en un silencio, encendió un cigarrillo y, desprendiendo una mota del papel de fumar que se había adherido a su labio, grueso, y muy rojo (¿dónde estaba su boquilla de oro?), dijo:
—Tengo una idea, querida señora. Hay aquí en Berlín, un quiosco donde tocan música de Wagner; estoy seguro de que le ha de gustar; Así que póngase su sombrero y vaya. Tome un taxi; yo se lo pago.
Frau Levandovsky le dio las gracias, pero replicó, con cierta dignidad, que prefería quedarse en casa.
—¿Puedo hablar un momento a solas con usted? —preguntó Miller, obviamente molesto, mientras se levantaba de su silla.
—Tome un poco más de café —sugirió la dama con frialdad.
Miller, fastidiado, volvió a sentarse. Sonrió y, con un nuevo y simpático ataque, se embarcó en una divertida historia relacionada con un amigo suyo, cantor de ópera, que, una vez, interpretando Lohengrin, hallábase un poco bebido y no logró coger el primer cisnea tiempo, y tuvo que esperar a que llegara el siguiente. Margot se mordió los labios y luego, de pronto, se inclinó hacia delante, abandonándose a los más pueriles accesos de risa. Frau Levandovsky se rió también, bamboleándose sus voluminosos senos suavemente.
«Está bien —pensó Miller—, si esa perra vieja quiere que haga el tonto enamorado, lo haré. Más concienzuda y felizmente de lo que supone, además. Y me vengaré...»
Por lo tanto, se presentó al día siguiente, y luego otra vez, y otra vez más. Frau Levandovsky, que había recibido tan sólo un pequeño anticipo y quería cobrar la suma entera, no perdía de vista a la pareja ni un momento. Pero algunas veces, cuando Margot sacaba al perro a pasear, a últimas horas de la tarde, Miller surgía, insospechadamente de la oscuridad y, colocándose junto a Margot, la acompañaba. Esto la azaraba tanto que, involuntariamente, apretaba el paso, olvidando al perro, que les seguía arrastrando tras de ellos su cuerpo cónico. Frau Levandovsky se enteró de estos encuentros secretos, y a partir de entonces sacó ella al perro.
Más de una semana transcurrió de esta forma. Miller resolvió actuar. Era absurdo pagar aquel enorme precio a la alcahueta cuando estaba a punto de obtener lo que quería sin necesidad de su ayuda. Una noche contó a las dos mujeres tres historietas, las más graciosas que ellas le habían escuchado, bebió tres tazas de café y, de pronto, acercándose a Frau Levandovsky, la tomó en volandas, se la llevó corriendo al lavabo la metió dentro, sacó la llave de la cerradura y cerró desde fuera. La pobre mujer estaba tan completamente aturdida al principio que durante por lo menos cinco segundos su boca no se abrió, pero, luego, ¡oh, cielos...!
—Recoge tus cosas y sigúeme —dijo él volviéndose a Margot, que permanecía en pie en mitad de la habitación oprimiéndose la cabeza con ambas manos.
Y Miller le gustó enormemente. ¡Había algo tan satisfaciente en la presión de sus manos, en el contacto de sus gruesos labios...! No hablaba mucho con ella, pero a menudo la sentaba en sus rodillas y se reía quedamente mientras rumiaba algo desconocido. Margot no pudo adivinar qué era lo que hacía en Berlín, ni su auténtica personalidad. Ni tampoco pudo averiguar en qué hotel se hospedaba; y cuando una vez trató de registrar sus bolsillos le dio un golpe tal en las manos, que Margot decidió hacerlo mejor en otra ocasión; pero él era cauto en exceso. Cada vez que se iba, ella temía que no regresase más; por lo demás, se sentía extraordinariamente feliz y deseaba que siempre estuvieran juntos. De vez en cuando, él le regalaba algo —unas medias de seda, una borla para los polvos– no excesivamente caro. Pero la llevaba a buenos restaurantes, al cine, y, al salir del cine, al café. Una vez, al quedarse ella sin aliento porque un famoso artista de cine estaba sentado dos mesas más allá, Miller dirigió al artista una mirada y cambió un saludo con él, lo cual hizo su asfixia más dulce aún.
Por su parte, a Miller le llegó a gustar tanto Margot que, a menudo, cuando estaba a punto de marcharse, lanzaba su sombrero en un rincón (dicho sea de paso, Margot había descubierto que su dueño estuvo en Nueva York) y decidía quedarse. Todo esto duró exactamente un mes. Luego él se levantó una mañana más temprano que de costumbre y dijo que tenía que marcharse. Margot le preguntó que por cuánto tiempo. Él, vistiendo aún su pijama púrpura, la miró y paseó por la habitación de un lado a otro, frotándose las manos como si se las lavara.
—Para siempre, creo —declaró de pronto, y empezó a vestirse sin mirarla.
Ella pensó que tal vez le gastaba una broma, apartó las ropas de la cama con una patadita, pues hacía mucho calor en la estancia, y volvió su cara a la pared.
—Es una pena que no tenga una foto tuya —dijo Miller mientras se estaba poniendo los pantalones.
Luego ella le oyó llenar y cerrar la pequeña maleta en que él guardaba las pequeñas cosas que traía al piso. Después de unos pocos minutos dijo:
—No te muevas, y no te vuelvas, tampoco.
Ella ni pestañeó. ¿Qué estaba haciendo? Cambió la posición de su desnudo hombro.
—No te muevas —repitió él.
Durante un par de minutos reinó un silencio sólo quebrado por un sonido chirriante que, en cierto modo, le resultaba familiar.
—Ya puedes mirar —dijo Miller.
Pero Margot se quedó inmóvil. Él se le acercó, le besó el oído y salió a toda prisa. El chasquido del beso se mantuvo vivo en su oreja durante un buen rato.
Se quedó en la cama durante todo el día. El no volvió más.
A la mañana siguiente le entregaron un telegrama de Bremen: «Habitaciones, pagada hasta julio. Adieu, dulce diablesa.»
—¡Cielo santo! ¿Cómo me las arreglaré sin él? —exclamó Margot a viva voz.
Se acercó a la ventana, la abrió de par en par y estuvo a punto de lanzarse abajo. Pero en aquel momento, un coche de los de bombero color rojo y oro remontaba la calle, jadeando sonoramente, para detenerse ante la casa de enfrente. Se congregó una muchedumbre; de la última ventana del edificio salía humo, como impulsado por un fuelle, y en el aire flotaban negros jirones de papel calcinado. El incendio la distrajo tanto que olvidó su intención.
Se había quedado con muy poco dinero. En su desesperación, fue a un baile, como hacen las damiselas abandonadas de las películas. Se le acercaron dos caballeros japoneses, y, como fuese que había tomado ya más cócteles de lo conveniente, aceptó pasar la noche con ellos. A la mañana siguiente, los caballeros japoneses le dieron tres cincuenta en calderilla y la echaron escaleras abajo. Margot se determinó a ser más astuta en el futuro.
Una noche, en un bar, un hombre gordo, que tenía una nariz semejante a una pera demasiado madura, puso su arrugada mano sobre su rodilla de seda y dijo vehementemente:
»—Encantado de verte de nuevo, Dora. ¿Recuerdas aún lo que nos divertimos el verano pasado?
Margot se rió y le indicó que estaba en un error. El viejo le preguntó con un suspiro qué quería tomar. Luego la llevó a casa y cuando aún estaban en su interior, se puso tan asqueroso que ella saltó fuera. El la siguió y le suplicó casi llorando que le dejara verla de nuevo. Margot le dio su número de teléfono. Cuando le hubo pagado la habitación hasta noviembre, dándole también dinero suficiente para comprarse un chaquetón de piel, le permitió que subiera a su habitación. El gordo fue un plácido compañero de cama que se quedaba dormido en cuanto dejaba de jadear. Una noche no asistió a la cita, y cuando ella se decidió a llamarlo a su oficina le dijeron que había muerto.
Vendió su chaquetón de pieles, y aquel dinero la mantuvo hasta la primavera. Dos días antes de esta transacción sintió un ardiente deseo de mostrarse ante sus padres en todo su esplendor, de forma que pasó por la casa en taxi. Era sábado y su madre estaba abrillantando el pomo de la puerta cochera. Cuando vio a su hija quedó paralizada de asombro.
—¡Pero mira, tú! —exclamó con mucho sentimiento.
Margot sonrió silenciosamente y volvió al taxi. Por la ventanilla trasera vio a su hermano salir corriendo de la casa. La persiguió barbotando algo, mientras agitaba su puño en alto.
Margot alquiló una habitación más barata. Medio desnuda, sus pequeños pies descalzos, solía sentarse al borde de la cama, en la oscuridad, y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Su patrona, una mujer simpática, le hacía una visita de vez en cuando y charlaba con ella cordialmente. Un día le dijo que una prima suya tenía un cine que marchaba muy bien; Margot miró en torno suyo buscando algo que empeñar: aquella puesta de sol, acaso.
«¿Y ahora qué hago?», pensó.
Una cruda mañana azul, hallándose plena de coraje, se maquilló dando a su rostro una expresión asombrosa, buscó una firma cinematográfica con nombre prometedor y logró obtener una cita para ver al director en su despacho. Resultó ser un hombre de edad, con su ojo derecho cubierto por un paño negro y un destello penetrante en el izquierdo. Margot empezó por garantizarle que había actuado anteriormente y con mucho éxito.
—¿En qué película? —preguntó el director mirando benévolamente la cara excitada de la muchacha.
Intrépida, mencionó una firma, una película. El hombre guardó silencio. Cerró su ojo izquierdo (de ser visible el otro, aquello hubiera sido un parpadeo) y dijo:
—Ha tenido usted suerte en dar conmigo. Otro, en mi lugar, hubiera podido sentirse tentado por su... hmm... juventud, para hacerle montones de lindas promesas. Bueno, ¿para qué contarle?, hubiera seguido usted el camino de todas, sin convertirse jamás en ese espectro de romance, al menos de la clase especial de romance que nosotros tratamos. Yo, como puede usted ver, ya no soy joven, y lo que yo no haya visto de la vida no vale la pena verse. Y por esa razón, me gustaría decirle algo, mi querida pequeña: no ha sido usted jamás actriz, ni lo será nunca, con toda probabilidad. Váyase a casa, piénselo de nuevo, hable usted con sus padres, si es que se habla usted con ellos, cosa que dudo...
Margot hizo resonar su guante contra el borde de la mesa, se puso en pie y salió con un recio taconeo, su rostro contraído por la ira. Otra compañía tenía sus oficinas en el mismo edificio, pero allí ni siquiera la dejaron entrar. Llena de ira, volvió a casa. Su patrona le hirvió dos huevos y le dio unas palmaditas en los hombros, mientras Margot comía con voracidad y cólera. Luego, la buena mujer trajo un poco de coñac y dos vasitos, los llenó con temblorosa mano, repuso el corcho en la botella cuidadosamente y la sacó de allí.
—Brindo por su buena suerte —dijo sentándose otra vez en la desvencijada mesa—. Todo saldrá bien, querida. Mañana veré a mi prima y le hablaré de usted.
La conversación fue un éxito completo. Al principio, a Margot le divertía su ocupación, aunque, por supuesto, era un poco humillante empezar su carrera cinematográfica de aquella forma. Tres días más tarde tenía la sensación de no haber hecho en su vida otra cosa que acompañar a sus asientos a gentes que andaban a tientas. Sin embargo, el sábado hubo un cambio de programa, y aquello la animó. Estuvo en pie en la oscuridad, apoyada contra la pared, y vio a Greta Garbo. Pero al cabo de poco estaba ya hasta la coronilla. Transcurrió otra semana. Un hombre que salía se detuvo un poco en la puerta y la miró con una expresión desesperada. Dos o tres noches después fue de nuevo. Vestía perfectamente y sus azules ojos la miraban hambrientos.
«No está nada mal el tipo —se dijo Margot—. Tal vez un poco desabrido.»
Cuando él regresó por cuarta o quinta vez —y no a causa de la película, porque era Ia misma—, Margot sintió una sacudida de agradable emoción.
¡Pero qué tímido era aquel individuo! Al marcharse a casa una noche, le advirtió en la otra acera.
Ella siguió caminando sin volverse, pero con el rabillo del ojo le espiaba, esperando que la siguiera. Pero no lo hizo; simplemente se esfumó. Luego, cuando su conquista volvió otra vez al «Argus», tenía un aspecto desmayado, morboso, muy interesante. Terminada su tarea, Margot salió de puntillas a la calle; se detuvo; abrió su paraguas. Allí estaba él, de pie, en la acera de enfrente. Ella cruzó calmosamente en aquella dirección. Pero cuando vio que se acercaba, él se puso a andar en el acto.
Albinus se sentía necio y enfermo. Sabía que la muchacha caminaba detrás, y por lo tanto temía andar demasiado rápido, no fuera que la perdiese. Pero, por otra parte, más bien le asustaba aminorar su paso, por miedo a que ella le alcanzase. En la encrucijada se vio obligado a detenerse mientras, uno tras otro, los coches cruzaban veloces ante él. Ella le dio alcance, pero, a punto de resbalar ante una furgoneta, se hizo atrás y chocó con él. Apretó fuerte su delgado codo, y cruzaron juntos.
Ahora empieza todo —pensó Albinus, amoldando torpemente su paso al de ella—. Nunca había caminado con una mujer tan pequeña.
—Está usted calado —dijo ella con una sonrisa.
Albinus le tomó el paraguas de la mano; ella se estrechó aún más contra él. Por un momento, Albinus temió que su corazón fuera a estallar, pero luego, de pronto, algo se relajó en él deliciosamente, como si hubiera cogido el ritmo de su éxtasis, aquel húmedo éxtasis que tamborileaba contra la tersa seda del paraguas. Sus palabras fluían ahora libremente, y él por primera vez disfrutaba a sus anchas.
Dejó de llover, pero ellos siguieron caminando bajo el paraguas. Cuando llegaron ante la puerta de Margot, Albinus cerró el húmedo, brillante y hermoso objeto, devolviéndoselo.
—No se vaya aún —rogó él. Mantenía una mano en el bolsillo, tratando de hacer saltar con el pulgar su anillo de casado—. No se vaya. —El anillo estaba ya fuera.
—Se hace tarde —dijo Margot—; mi tía se va a enfadar.
Él la sujetó por las muñecas y con la violencia de la timidez trató de besarla, pero ella se zafó y los labios de Albinus no encontraron otra cosa que su sombrerito de terciopelo.
—Déjeme marchar —murmuró ella con la cabeza baja—. Sabe usted que no debía haber hecho eso.
—Pero no se vaya; no tengo a nadie en el mundo sino a usted.
—No puedo, no puedo —contestó ella y, dando la vuelta a la llave en la cerradura, empujó la gran puerta con su pequeño hombro.
—La esperaré de nuevo mañana —dijo Albinus.
Ella le sonrió desde detrás de la vidriera y luego recorrió el oscuro corredor hacia el patio trasero.
Albinus respiró hondo, se palpó los bolsillos buscando su pañuelo, se sonó la nariz, abotonó y desabotonó cuidadosamente su sobretodo, notando lo liviana y desnuda que sentía su mano, y apresuradamente se puso el anillo aún caliente.
4
En su casa nada había cambiado, y esto le pareció notable. Elisabeth, Irma y Paul pertenecían, por así decirlo, a otro mundo, límpido y tranquilo, como los segundos términos de los antiguos maestros italianos. Paul, después de trabajar todo el día en su oficina, gustaba de pasar una velada apacible en casa de su hermana. Sentía un profundo respeto po Albinus, por su cultura y gusto, por las bellas cosas que le rodeaban, por el Gobelino verde espinaca del comedor, representando una cacería en el bosque.
Cuando Albinus abrió la puerta de su piso tuvo como un extraño ahogo en la base del estómago, al pensar que dentro de un momento vería a su esposa. ¿Leería ella su perfidia en el rostro? Aquel paseo bajo la lluvia había sido una traición; todo lo ocurrido anteriormente era tan sólo ideas y sueños. Pero sus actos podían haber sido desdichadamente vistos y referidos. ¿Olería Elisabeth, acaso, la dulce esencia barata que usaba Margot? Al entrar en el vestíbulo urdió rápidamente en su cerebro una historia que podía serle útil. La historia de una joven artista, de su pobreza y talento y de cómo él trataba de ayudarla. Pero nada había cambiado. Ni la blanca puerta tras la cual dormía su hija, al final del pasillo, ni el vasto sobretodo de su cuñado, que pendía de su colgador (un colgador especial cubierto de seda roja), la casa seguía tan tranquila y respetablemente como siempre.
Entró en la sala. Allí estaban: Elisabeth, con su traje de tweed; Paul, fumando su cigarro puro, y una anciana dama, amiga de la casa, una baronesa viuda que se había arruinado con la inflación y que ahora regentaba un pequeño negocio de alfombras y cuadros. Poco importaba lo que discutieran; el ritmo de la vida cotidiana era tan sosegado que sintió un espasmo de gozo: no le habían descubierto.
Y más tarde, tendido al lado de su esposa en el dormitorio tenuemente alumbrado, con su mobiliario sedante, contemplando, como de costumbre, parte del aparato de calefacción central (pintado en blanco) que se reflejaba en el espejo, Albinus se maravilló de su doble naturaleza: su afecto por Elisabeth estaba perfectamente seguro, perfectamente íntegro; pero, al mismo tiempo, en su cerebro ardía el pensamiento de que al día siguiente, cuando más tarde... Sí, sin duda al día siguiente.
Pero no resultó tan fácil. En su siguiente encuentro, Margot ideó hábilmente evitar que Ie hiciera el amor, y no le dio la más mínima oportunidad de que la llevara a un hotel. Apenas habló a Albinus de sí misma —tan solo le dijo que era huérfana, hija de un pintor (curiosa coincidencia aquélla), y que vivía con la hermana de su padre; que pasaba muchas dificutades económicas, pero deseaba dejar su agotador trabajo.
Albinus se le presentó bajo el nombre apresuradamente adoptado de Schiffermiller, y Margot pensó con amargura: «Otro Miller, tan pronto», añadiendo, en voz alta:
—¡Oh!, miente usted, por supuesto.
Era un marzo lluvioso. Estos paseos nocturnos bajo el paraguas torturaban a Albinus de modo que no tardó en proponer que un café sería un sitio más agradable. Eligió un rinconcillo coquetón donde estaba seguro de no encontrar a ningún conocido.
Tenía la costumbre, al sentarse a una mesa, de sacar en seguida su pitillera y encendedor. Margot captó las iniciales grabadas; no hizo comentarios, pero, tras una breve reflexión, rogó a Albinus que le consiguiese la lista de teléfonos. Mientras él se dirigía a la cabina con su paso cansino, tomó el sombrero de la silla y examinó rápidamente el forro: allí estaba su nombre (se lo hizo poner para combatir los descuidos de los artistas en las fiestas).
Albinus regresó poco después con el índice telefónico, sosteniéndolo como si fuera una Biblia, sonriendo tiernamente, y, mientras él contemplaba las largas pestañas de la joven, Margot recorrió la A en un volapié, dando con la dirección y el número de teléfono de su conquista. Cerró con lentitud el compacto volumen azul.
—Quítese la chaqueta —murmuró Albinus.
Sin tomarse la molestia de ponerse en pie, ella empezó a librarse de las mangas, inclinando su bonito cuello y echando hacia delante su hombro izquierdo primero y luego el derecho. Al ayudarla, Albinus percibió un hálito de violetas y vio moverse sus paletillas, contraerse la delgada piel, para volver seguidamente a recobrar su tersura. Ella se sacó el sombrero y, después de humedecer la punta del índice, se ajustó los chavos de sus sienes, mirándose en su espejo de bolsillo.
Albinus, sentado junto a ella, miraba una y otra vez aquel rostro en el cual todo era encantador: las arreboladas mejillas, los labios impregnados aún del licor de cerezas, la pueril solemnidad de aquellos grandes ojos pardos, con el pequeño lunar velloso bajo el izquierdo.
«Si supiera que tendría que pagarlo con la horca —pensó—, seguiría mirándola, a pesar de todo.»
Incluso su vulgar dialecto berlinés favorecía el encanto de su voz gutural y sus grandes y blancos dientes. Al reír cerraba los ojos a medias y en su mejilla bailaba un hoyuelo. Albinus cogió su menuda mano, pero ella la retiró aprisa.
—Me estás volviendo loco.
Margot le dio unas palmaditas en la bocamanga y dijo:
—Vamos, sé buen chico.
A la mañana siguiente, el primer pensamiento de Albinus fue: «Esto no puede seguir así; es imposible. Tengo que encontrarle una habitación. Al diablo con su tía. Estaremos solos, solos de verdad. Un manual de amor para principiantes. ¡Oh, las cosas que voy a enseñarle! Tan joven, tan pura, tan enloquecedora...»
—¿Duermes? —preguntó Elisabeth quedamente.
Albinus ejecutó el perfecto bostezo y abrió los ojos. Su esposa, con su camisa de dormir azul pálido, estaba sentada al borde de la cama; y repasaba el correo.
—¿Algo interesante? —inquirió Albinus, mirando con aburrida ponderación el albo hombro de su esposa.
—Sí, vuelve a pedir dinero. Dice que su esposa y su madre política han estado enfermas y que la gente conspira contra él. Dice que no puede comprar pinturas. Tendremos que ayudarle de nuevo, supongo.
—Por descontado —dijo Albinus, mientras en su mente se formaba una extraordinaria y vívida imagen del padre de Margot; también él había sido, a no dudarlo, un artista descamisado, colérico y sin demasiadas dotes, a quien la vida había tratado con aspereza.
—Ha llegado una invitación para el Club de los Artistas. Esta vez tendremos que asistir. Y aquí hay una carta que viene de los Estados Unidos.
—Léela en voz alta —pidió él.
—«Querido señor: Me temo que no tengo muchas nuevas que participarle, pero, sin embargo, hay algunas cosas que quisiera añadir, a mi larga y última carta, que, entre paréntesis, no ha contestado usted aún. Como quiera que quizá vaya a Berlín en otoño...»
En aquel momento sonó el teléfono de la mesita de noche.
—¡Vaya! —dijo Elisabeth inclinándose hacia delante.
Albinus siguió distraídamente los movimientos de sus delicados dedos al tomar el blanco receptor y ceñirse en torno a él; oyó un vago espectro de voz silabeando al otro extremo del hilo.
—Oh, buenos días —exclamó Elisabeth, asumiendo al mismo tiempo cierta expresión ante su marido, signo inconfundible de que era la baronesa quien hablaba, y hablaba de lo lindo. Albinus extendió la mano para hacerse con la carta americana y dirigió una ojeada a la fecha. Era gracioso que aún no hubiera contestado a la última. Irma entró para saludar a sus padres, como hacía cada mañana. En silencio, besó a su padre y después a su madre, que escuchaba la charla telefónica con los ojos cerrados, emitiendo, de vez en cuando, un vago aserto de fingido asombro.
—A ver si eres una niñita buena hoy —murmuró Albinus a su hija.
Sonriendo, Irma le enseñó un puñado de canicas. No era bonita en absoluto; su pálida y abultada frente estaba cubierta de barros; sus pestañas eran demasiado rubias; su nariz, larga en exceso para su cara.
—No se preocupe —dijo Elisabeth, suspirando aliviada al colgar.
Albinus se dispuso a seguir con la carta. Elisabeth tenía a su hija cogida por las muñecas y le estaba contando algo divertido, riendo, besándola y dándole un pequeño papirotazo después de cada frase. Irma seguía sonriendo con gravedad, mientras restregaba el pie contra el suelo. El teléfono sonó otra vez. Ahora fue Albinus quien atendió la llamada.
—Buenos días, Alberto, querido —dijo un voz femenina.
—¿Cómo...? —empezó a decir Albinus. Y, de pronto, tuvo la desasosegada impresión de descender en un ascensor muy rápido.
—No fue demasiado amable por tu parte darme un nombre falso —continuó diciendo la voz—, pero te perdono. Tan sólo quería decirte...
—Se equivoca de número —dijo Albinus bruscamente, y colgó el auricular con un golpe. Al mismo tiempo, pensó con malestar que Elisabeth podía haber oído algo, de la misma forma que él había oído la voz lejana de la baronesa.
—¿Qué fue? —preguntó ella—. ¿Por qué t has puesto tan colorado?
—¡Es absurdo! Irma, hija, márchate un rato, no trastees tanto. Absurdo por demás. Ésta es la décima equivocación en dos días. Dice que probablemente vendrá a finales de año. Me gustará verle.
—¿Quién?
—¡Dios santo! Nunca te enteras de lo que uno está diciendo. Ese americano. Ese tipo. Rex.
—¿Qué Rex? —preguntó Elisabeth distraídamente.
5
Su encuentro de aquella noche fue tempestuoso. Albinus se había quedado todo el día en casa porque le aterraba que ella pudiera llamar otra vez. Cuando la vio salir del «Argus» la saludó sin más preámbulos con un:
—Mira, niña, te prohibo que me telefonees. No conviene. Si no te di mi nombre es porque tenía mis razones.
—¡Oh, está bien! —dijo Margot blandamente—. Hemos terminado. —Y se fue.
Él se quedó allí, mirándola, desesperado.
¡Qué estúpido era! Debió haberse mordido la lengua. Ella se hubiera dado cuenta por sí misma de que había cometido un error. Albinus la alcanzó y caminó a su lado.
—Perdóname —dijo—. No te enfades conmigo, Margot. No puedo vivir sin ti. Mira, lo he pensado todo. Deja tu trabajo. Soy rico. Tendrás una habitación, tu piso, lo que quieras...
—Eres un mentiroso, un cobarde y un necio —dijo Margot, haciendo un resumen bastante exacto de él—. Y estás casado. Por eso escondiste tu alianza en el bolsillo del impermeable. Oh, desde luego estás casado, de otra forma no te hubieras portado tan groseramente por teléfono.
—¿Y qué, si lo estoy? —dijo él—. ¿No piensas verme más?
—¿Y a mí qué me importa? Engáñala; eso le irá bien.
—Acaba ya, Margot —gruñó Albinus.
—Déjame sola.
—Margot, escúchame. Es cierto, tengo familia, pero, por favor, deja de burlarte de eso... ¡Oh, no te marches! —exclamó, asiéndola, perdiéndola, agarrando su bolsito deshilachado.
—¡Vete al infierno! —gritó ella.
Y le cerró la puerta en las narices.
6
—Me gustaría conocer mi futuro —dijo Margot a su patrona.
Ésta tomó de detrás de las vacías botellas de cerveza un decrépito mazo de cartas, la mayoría de las cuales habían perdido las esquinas, de forma que resultaban casi circulares.
—Un hombre rico de buen pelo, pesares, una fiesta, un largo viaje...
«Debo averiguar cómo vive —pensó Margot, los codos apoyados en la mesa—. Al fin y al cabo, quizá no sea verdaderamente rico y no valga la pena preocuparse por él. ¿O corro el riesgo?»
A la mañana siguiente, exactamente a la misma hora, volvió a telefonearle. Elisabeth estaba en el baño. Albinus habló casi en susurros, manteniendo los ojos fijos en la puerta.
—Querida —murmuró—, querida...
—Dime, ¿a qué hora estará afuera la buena esposa? —dijo ella, riendo.
—Desgraciadamente no sé —respondió él con un temblor frío—. ¿Por qué?
—Me gustaría llegarme un momento.
Albinus guardó silencio. En alguna parte de la casa se abrió una puerta.
—Si voy, podré besarte —continuó diciendo ella.
—Hoy no sé si va a poder ser. No —repitió—, no creo que sea posible. Si cuelgo de pronto, no te sorprendas. Nos veremos y entonces te...
Colgó el receptor y estuvo sentado unos momentos, inmóvil, escuchando el latir de su corazón. «Supongo que soy un cobarde —se dijo—. Elisabeth estará ocupada otra media hora en el cuarto de baño, seguro.»