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Invitación a una decapitacón
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:03

Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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Recobró la respiración y se acostumbró al resplandor que le encandilaba, al temblor de su cuerpo, al impacto de la libertad que reverberaba a lo lejos y lo inundaba. Pegó la espalda a la roca y contempló el brumoso paisaje. Allí abajo, donde ya se había instalado el crepúsculo, apenas si pudo discernir a través de los mechones de bruma la ornada joroba del puente. Más lejos, del otro lado, la borrosa ciudad azul con sus ventanas como pavesas, todavía tomaba prestada la luz al crepúsculo o quizá se había iluminado de su propio peculio; podía determinar cómo eran enhebradas las brillantes cuentas de las luces que se iban encendiendo a lo largo de Steep Avenue, y en su extremo superior había un arco delicado y excepcionalmente distinto. Más allá de la ciudad, todo titilaba débilmente, se mezclaba y disolvía; pero sobre los invisibles Gardens, en las rosadas profundidades del cielo se veía una cadena de ardientes y traslúcidas nubecillas y se extendía un largo banco violeta con llameantes grietas a lo largo de su borde inferior —y mientras Cincinnatus miraba, lejos, muy lejos, una colina cubierta de robles brilló con verde veneciano y lentamente se hundió en las sombras.

Borracho, débil, resbalando sobre el áspero césped y recobrando el equilibrio, echó a andar cuesta abajo, y de pronto, detrás una saliente del talud donde un matorral de zarzas negras susurró su advertencia, Emmie saltó frente a él con la cara y las piernas rosadas por el atardecer, y, tomándole fuertemente de la mano le arrastró consigo. Todos sus movimientos denunciaban excitación, arrebatada ansiedad.

—¿Dónde vamos? ¿Abajo? —preguntó vacilante Cincinnatus riendo de impaciencia. Rápidamente ella le guió a lo largo del muro de la fortaleza. Una pequeña puerta verde se abría en el muro. Imperceptiblemente bajaron la escalera. Nuevamente crujió una puerta; del otro lado había un oscuro pasadizo donde se amontonaban baúles, un ropero y una escalera apoyada contra la pared; se olía a kerosene; estaba claro que habían entrado al departamento del director por la puerta trasera, ya que, sin apretarle tanto los dedos, soltándoselos sin darse cuenta, Emmie le condujo a un comedor donde se hallaban todos sentados bebiendo té alrededor de una iluminada mesa ovalada. La servilleta de Rodrig Ivanovich cubría ampliamente su pecho; su mujer —delgada, pecosa, con pestañas blancas– pasaba los pretzels a M'sieur Pierre, que vestía una camisa rusa con gallos bordados; en una canasta junto al samovar había ovillos de lana de color y brillantes agujas de tejer. Una arrugada viejecita de nariz aguileña, con cofia y chal negro, estaba encorvada en uno de los extremos de la mesa. Cuando vio a Cincinnatus el director se quedó con la boca abierta, y algo le corrió por una de las comisuras.

—¡Pfui, criatura desobediente! —le dijo la esposa del director a Emmie con ligero acento alemán.

M'sieur Pierre, que estaba revolviendo su té, bajó los ojos modestamente.

—¿Qué quiere decir esta escapada?-preguntó Rodrig Ivanovich a través del goteante jugo de melón—. ¡Para no mencionar el hecho de que está contra todas las reglas!

—Déjelos —dijo M'sieur Pierre sin levantar los ojos—. Después de todo, son dos niños.

—Ya terminan sus vacaciones, y quiere hacer su última travesura —señaló la esposa del director.

Emmie se sentó a la mesa arrastrando su silla deliberadamente, ajetreándose y mojándose los labios, y habiéndose olvidado por completo de Cincinnatus, comenzó a esparcer azúcar (que inmediatamente tomó un color anaranjado) sobre su afelpada tajada del melón; hecho esto se dedicó a morderla diligentemente, sosteniéndola de las puntas, que le llegaban a las orejas, y empujando a su vecino con el codo. Éste continuaba sorbiendo el té, sosteniendo la cuchara fuera del vaso entre el segundo y tercer dedos, pero disimuladamente metió la mano izquierda debajo de la mesa. —¡Eek! —gritó Emmie y pegó un salto como si le hicieran cosquillas, pero sin quitar la boca del melón.

—Siéntese allí por ahora —dijo el director indicándole a Cincinnatus con su cuchillo de fruta un sillón verde cuyo respaldo tenía una cubierta que se destacaba en la adamascada oscuridad junto a los pliegues de las cortinas de la ventana—. Cuando terminemos lo llevaré de vuelta. Le dije que se siente. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le sucede a éste? ¡Qué tipo estúpido!

M'sieur Pierre se inclinó hacia Rodrig Ivanovich y ruborizándose ligeramente, le comunicó algo.

La laringe de éste último emitió un trueno corriente.

—Bueno, felicitaciones, felicitaciones —dijo reprimiendo con dificultad la alegría de su voz—. ¡Ésta sí que es una buena noticia! Ya es tiempo de que se lo diga a él —todos nosotros...– Miró a Cincinnatus y estaba ya a punto de lanzarse a un ceremonioso...

—No, todavía no, querido amigo, no me ponga en aprietos —murmuró M'sieur Pierre tocándole la manga.

—En todo caso, no me rechazará usted otro vaso de té —dijo Rodrig Ivanovich juguetonamente, y luego, después de un momento de reflexión y un poco de mordisqueo, se dirigió a Cincinnatus.

—Hey, usted. Puede mirar el álbum mientras tanto. Niña, dale el álbum. Por su (gesto con el cuchillo) vuelta a la escuela nuestro querido huésped le ha hecho —le ha hecho un– perdóneme Pyotr Petrovich, he olvidado como lo llamó a usted.

—Un fotohoróscopo —dijo M'sieur Pierre modestamente.

—¿Dejo dentro el limón? —preguntó la esposa del director.

La colgante lámpara de kerosene cuya luz no alcanzaba a iluminar el fondo del comedor donde solamente relampagueaba en péndulo al cortar los sólidos segundos, bañaba con luz familiar la mesa hogareña donde se cumplía el ritual del té.


CAPÍTULO XVI



Tengamos calma. La araña había chupado una pequeña polilla afelpada de alas marmóreas y tres moscas, pero aún estaba hambrienta y no hacía más que mirar a la puerta. Tengamos calma. Cincinnatus era una masa de rasguños y escoriaduras. Ten calma, nada ha ocurrido. La noche anterior, cuando le volvieron a la celda, dos empleados estaban terminando de revocar el lugar donde abriera su boca el agujero. Dicho sitio estaba ahora marcado solamente por remolinos de pintura más gruesos y redondos que el resto, y tenía una sensación de ahogo cada vez que contemplaba la pared que nuevamente era ciega, sorda e impenetrable.

Otro vestigio del día anterior era el álbum de cocodrilo con su grueso monograma de plata oscura que trajera en un rapto de distracción: ese singular fotohoróscopo armado por el hábil M'sieur Pierre, esto es, una serie de fotografías que describían la progresión natural de la vida entera de una persona determinada. ¿Cómo se hacía? Así: instantáneas muy retocadas de la cara actual de Emmie eran complementadas por fotografías de otras personas —a los efectos de la vestimenta, moblaje y paisaje– de modo que se creaba la decoración y el escenario de su vida futura. Pegadas consecutivamente en las poligonales ventanitas del sólido cartón de bordes dorados, con fechas elegantemente escritas, estas claras y, a primera vista, genuinas fotografías describían a Emmie como era en la actualidad; luego a los 14, con un portafolio en la mano; luego a los 16, con malla y tutu de gasa en la espalda, sentada plácidamente sobre una mesa, alzando una copa de vino rodeada de libertinos; luego a los 18, con atuendo de femme-fatale, en una pasarela sobre una cascada; y luego... en muchísimos más aspectos y poses, hasta en la última, horizontal.

Con ayuda de retoques y otros trucos fotográficos, se habían obtenido lo que aparecían ser los progresivos cambios en la cara de Emmie (incidentalmente, el taumaturgo habían empleado las fotografías de la madre); pero no había más que mirar con cuidado y se notaba con repulsiva claridad cuán trivial era esta parodia de la labor del tiempo. La Emmie que salía por la puerta de Artistas, con pieles, con flores apretadas contra el pecho, tenía piernas que no habían danzado nunca, mientras que en la siguiente fotografía, que la mostraba en traje de bodas, el novio era alto y esbelto, pero la cara redonda era la de M'sieur Pierre. A los 30 ya tenía lo que se suponía eran arrugas, trazadas al azar, sin vida, sin conocimiento de su verdadera significación, grotescas para el experto, como un movimiento circunstancial de las ramas de un árbol puede coincidir con un gesto comprensible para un sordomudo. Y a los 40 Emmie moría —y aquí permítame felicitarlo por un error recíproco: ¡su cara en la muerte no podía jamás pasar por la cara de la muerte!

Rodion retiró el álbum, murmurando entre dientes que la jovencita partía, y cuando reapareció, consideró necesario anunciar que la jovencita había partido ya.

(Suspirando) —Partió, partió... (a la araña). Bastante, ya has tenido bastante... (mostrando su palma). Nada tengo para ti... (A Cincinnatus). Va a ser triste, tan triste sin nuestra hijita... Cómo revoloteaba por todas partes, qué música hacía nuestra querida mimosa, nuestra flor dorada. (Pausa. Luego en distinto tono). ¿Qué ocurre, buen señor, por qué no hace usted más esas preguntas difíciles? ¿Se encuentra bien? Más o menos —Rodion se respondió convincentemente a sí mismo y se retiró con dignidad.

Después de cenar, bastante formalmente, no ya vestido con ropa de prisión, sino con una chaqueta de terciopelo, una elegante chalina y botas insinuantemente crujientes, de taco alto y brillante caña (que le hacían parecer un leñador de ópera), entró M'sieur Pierre, y, tras él, dándole respetuosamente prioridad en la entrada, en la palabra, y en todo, entraron Rodrig Ivanovich y el abogado con su cartera. Los tres se acomodaron en sillas de mimbre (traídas de la sala de espera), mientras Cincinnatus paseaba por la celda, en solitaria lucha con el avergonzante miedo; pero al poco tiempo él también se sentó.

Algo torpemente (pero con una torpeza que era, sin embargo, ejercitada y familiar) afanándose con la cartera, abriendo su negra boca, apoyándola parte en la rodilla, parte en la mesa —se escapaba ora de un lugar, ora de otro– el abogado sacó un anotador y cerró, o mejor abotonó la cartera, la que accedió demasiado fácilmente, y le hizo errar el primer cierre; la estaba colocando sobre la mesa, pero mudó de opinión y, tomándola por el cuello, la bajó al piso, apoyándola en la pata de su silla, donde tomó la inestable posición de un borracho; entonces sacó de su solapa un lápiz esmaltado, al volver la mano alzó la tapa del anotador y, sin prestar atención a nada ni a nadie, comenzó a cubrir las hojas movibles con escritura pareja; sin embargo, esta misma desatención hizo aún más obvia la conexión entre los rápidos movimientos de su lápiz y la conferencia para la cual todos se habían reunido allí.

Rodrig Ivanovich estaba sentado en una butaca, ligeramente inclinado hacia atrás; ésta crujía por la presión de su fuerte espalda y una garra purpúrea descansaba sobre su brazo. Tenía la otra mano apoyada sobre el pecho bajo la levita; de vez en cuando sacudía sus flaccidas mejillas y su mentón espolvoreado como un polvorón, como para liberarlos de algún elemento viscoso y absorbente.

M'sieur Pierre, sentado en el centro, se sirvió agua de un botellón, colocó luego cuidadosamente sus manos sobre la mesa, los dedos entrelazados (una aguamarina artificial brillaba en su meñique) y, bajando sus largas pestañas durante unos diez segundos más o menos, elucubró reverentemente cómo empezar su discurso.

—Gentiles caballeros —dijo finalmente en alta voz sin alzar la vista– primeramente y antes que nada, permitidme delinear por medio de unos pocos y diestros trazos, lo que ya ha sido realizado por mí.

—Proceded, os lo rogamos —dijo el director sonoramente, haciendo emitir a su silla un torvo crujido.

—Vosotros, caballeros, estáis desde luego al tanto de las razones que motivan la graciosa mistificación que exige la tradición de nuestro oficio. Después de todo, ¿qué hubiera ocurrido de haberme identificado desde el principio y ofrecido mi amistad a Cincinnatus C? Esto, caballeros, habría dado seguramente por resultado su rechazo, su temor, su antagonismo —en una palabra, hubiera cometido un desatino fatal.

El disertante bebió un sorbo de su vaso y lo dejó cuidadosamente a un lado.

Continuó, parpadeando:

—No necesito explicar cuán preciosa es, para el éxito de nuestra labor común, esa atmósfera de cálida camaradería que, con ayuda de paciencia y gentileza, se crea gradualmente entre el sentenciado y el ejecutor de la sentencia. Es difícil o aún imposible, recordar sin estremecerse la barbarie de los tiempos idos, cuando estos dos seres, sin haberse visto jamás, extraños uno al otro pero unidos por la ley implacable, se encontraban cara a cara en el último instante antes del sacramento mismo. Todo esto ha cambiado, igual que la antigua y salvaje ceremonia de las bodas, que más parecía un sacrificio humano —cuando la sumisa virgen era arrojada por sus padres dentro dé la tienda de un extraño– ha cambiado con el pasar del tiempo.

(Cincinnatus encontró en su bolsillo de su americana un trozo de papel metálico de un bombón y pausadamente empezó a sobarlo).

—Y así, caballeros, para establecer las más amigables relaciones con el condenado, me mudé a una sombría celda como la suya, vestí de prisionero igual que él, sino más. Mi inocente mentira debía tener éxito, y por lo tanto me es ajeno el remordimiento; pero no quiero que el cáliz de nuestra amistad sea envenenado por la más ligera gota de amargura. A pesar del hecho de que hay testigos presentes y que me sé absolutamente en la razón, os pido (extendió su mano a Cincinnatus) vuestro perdón.

—Sí, eso es realmente tacto —dijo el director en voz baja, y sus inflamados ojos de rana se humedecieron; sacó su pañuelo doblado y estaba por frotarse su palpitante párpado, pero lo pensó mejor y en lugar de ello fijó una severa y expectante mirada en Cincinnatus. El abogado también miró, pero sólo de pasada, mientras movía silenciosamente sus labios que habían comenzado a parecerse a su escritura, esto es, sin romper su conexión con el renglón, que se había separado del papel pero estaba listo para reasumir su curso sobre él al instante.

—¡Su mano! —gritó el director dando tal golpe sobre la mesa que se lastimó el pulgar.

—No, no lo fuerce si no quiere hacerlo —dijo M'sieur Pierre gentilmente—. Después de todo es sólo una formalidad. Continuemos.

—Oh, virtuoso —trinó Rodrig Ivanovich lanzando a M'sieur Pierre una mirada tan húmeda como un beso.

—Continuemos —dijo M'sieur Pierre—. Durante este tiempo he conseguido establecer una firme amistad con nii vecino. Pasamos...

Cincinnatus miró bajo la mesa. Por alguna razón M'sieur Pierre se turbó, comenzó a inquietarse y observó el suelo de reojo. El director, levantando una esquina del hule, también miró hacia abajo y luego lanzó una mirada sospechosa a Cincinnatus. El abogado buscó, a su vez, miró a todos y reasumió su escritura. Cincinnatus se enderezó. (Nada especial —se le había caído la pelotita de papel).

—Pasamos —continuó M'sieur Pierre con voz dolorida– largas tardes juntos en constantes conversaciones, juegos y otras diversiones. Cual niños, nos enzarzamos en pruebas de fuerza; yo, pobre, débil, pequeño M'sieur Pierre, naturalmente, oh, naturalmente, no fui rival para mi poderoso coetáneo. Lo discutimos todo —el sexo y otros elevados temas, y las horas volaron cual minutos y los minutos cual horas. Algunas veces, en tranquilo silencio...

Aquí, repentinamente, Rodrig Ivanovich rió entre dientes —Impayable, ce «naturalmente» —murmuró, reaccionando tardíamente a la broma.

—... algunas veces, en tranquilo silencio nos sentábamos uno junto al otro, prácticamente con los brazos sobre los hombros, cada uno meditando sus propios pensamientos crepusculares, y las meditaciones de ambos fluían juntas cual ríos cuando abríamos nuestros labios. Compartí con él mi experiencia sobre el amor, le enseñé el arte del ajedrez, le divertí con una oportuna anécdota. Y así pasaron los días. Los resultados están ante vosotros. Llegamos a amarnos uno al otro, y la estructura del alma de Cincinnatus llegó a serme tan conocida como la de su cuello. De esta forma, no será un desconocido y terrible «alguien», sino un tierno amigo quien le ayudará a ascender los rojos escalones, y se rendirá a mí sin temor —para siempre, para toda la muerte. ¡Que se cumpla el deseo del público! —(se puso de pie, el director también lo hizo; el abogado, engolfado en su escritura, sólo se alzó ligeramente).

—Ya está. Ahora, Rodrig Ivanovich, os pediré que anunciéis oficialmente mi título y me presentéis.

El director se caló las gafas apresuradamente, examinó un trozo de papel y se dirigió a Cincinnatus con voz megafónica:

—Está bien —éste es M'sieur Pierre. Bref—. El ejecutante de la decapitación... Me siento muy agradecido por el honor —añadió, y con expresión de sorpresa se dejó caer sobre la silla.

—Bueno, no lo hizo muy bien —dijo M'sieur Pierre con desagrado—. Después de todo existen ciertas formas oficiales de procedimiento y deben respetarse. Por cierto, no soy pedante, pero en momento de tanta importancia... De nada vale llevarse la mano al pecho, amigo mío. Es usted chapucero. No, no, quédese sentado, ya está bien. Continuemos. Roman Vissarionovich, ¿adónde está el programa?

—Se lo di a usted —dijo volublemente el abogado—. Sin embargo... —Y comenzó a revolver dentro de su cartera.

—Lo encontré, no se preocupe —dijo M'sieur Pierre—, de modo que... la función está programada para pasado mañana en Thriller Square. No podían haber elegido mejor lugar. ¡Asombro...! (Continúa leyendo murmurando para sí) Se admitirán adultos... Los abonados tendrán preferencia... Bla, bla, bla, bla... El ejecutante del decapitamiento, con pantalones rojos... todo esto es pura tontería; se les ha ido la mano como de costumbre... (A Cincinnatus) Pasado mañana entonces. ¿Comprendido? Y mañana, como lo exige nuestra gloriosa tradición, ambos tenemos que ir a visitar a los padres de la ciudad. ¿Usted tiene la listita, no es cierto Rodrig Ivanovich?

Éste empezó a cachetear distintos lugares de su acolchado cuerpo, girando los ojos y poniéndose de pie por alguna razón. Por fin fue encontrada la lista.

—Bien —dijo M'sieur Pierre—, agregúela a su archivo Roman Vissarionovich. Creo que esto es todo. Ahora, de acuerdo a la ley, el estrado...

—Oh, no, c'est vraiement superflu... —interrumpió ansiosamente Rodrig Ivanovich—. Después de todo esa ley es muy anticuada.

—De acuerdo a la ley —repitió firmemente M'sieur Pierre volviéndose hacia Cincinnatus—, el estrado os pertenece.

—¡Cuán honesto! —dijo el director con voz quebrada temblándole los gelatinosos carrillos.

Se hizo un silencio. El abogado escribía tan rápidamente que los destellos de su lápiz herían los ojos.

—Esperaré un minuto entero —dijo M'sieur Pierre colocando un grueso reloj sobre la mesa.

El abogado aspiró espasmódicamente y comenzó a reunir las hojas cubiertas de escritura. Pasó el minuto.

—La conferencia ha concluido —dijo M'sieur Pierre—. Partamos caballeros. Roman Vissarionovich, ¿me permitirá usted ver las actas antes de hacerlas mimeografiar, no es cierto? No, un poco más tarde. Ahora tengo los ojos cansados.

—Debo admitir —dijo el director—, a pesar de mí mismo, que algunas veces lamento que ya no empleemos el sis... —se inclinó sobre el oído de M'sieur Pierre al llegar al umbral.

—¿Qué está usted diciendo, Rodrig Ivanovich? —preguntó celoso el abogado. El director también se lo dijo a él. —Sí, tiene usted razón —asintió el abogado—. Sin embargo, se puede trampear la queridita ley. Por ejemplo, si los golpecitos son varios...

—Vamos, vamos —dijo M'sieur Pierre—. Ya está de sobra, chistosos. No acostumbro a hacer entalladuras.

—No, hablábamos en teoría —sonrió el director compraderamente—; sólo que en los viejos tiempos, cuando era legal emplear... —La puerta se cerró con un golpe y las voces se perdieron en la distancia.

Casi inmediatamente, sin embargo, Cincinnatus tuvo otra visita: el bibliotecario, que venía a retirar los libros. Su cara larga y pálida, con su halo de polvorientos cabellos negros alrededor de un punto calvo, su largo torso trémulo cubierto por un saco de lana azulado, sus largas piernas en sus troncados pantalones —todo esto junto creaba una rara y mórbida impresión, como si el hombre hubiera sido achatado. Sin embargo, a Cincinnatus le dio impresión de que, con el polvo de los libros, una película de algo remotamente humano se había asentado sobre el bibliotecario.

—Debe haber usted oído —dijo Cincinnatus—, que pasado mañana seré exterminado. No pediré más libros.

—No lo hará —dijo el bibliotecario. Cincinnatus continuó:

—Me gustaría extirpar algunas verdades nocivas. ¿Tiene usted un minuto? Quiero decir que ahora, cuando sé exactamente... qué deliciosa era esa ignorancia que tanto me deprimía... No más libros.

—¿Le agradaría algo sobre dioses? —sugirió el bibliotecario.

—No, no se preocupe. No tengo humor para leer esas cosas.

—Algunos sí —dijo el bibliotecario.

—Sí, lo sé, pero, realmente no vale la pena.

—Para la última noche —el bibliotecario completó el pensamiento con dificultad.

—Está usted hoy muy conversador —dijo Cincinnatus con una sonrisa—. No, llévelo todo. ¡No pude terminar Quercus! A propósito, esto me lo trajo por error... desgraciadamente no tuve tiempo para estudiar las lenguas orientales.

—Lástima —dijo el bibliotecario.

—No tiene importancia. Mi alma lo compensará. Espere un momento. No se vaya todavía. Aunque sé, desde luego, que usted sólo está encuadernado en piel humana, por decirlo así, sin embargo... Me contento con poco... Pasado mañana.

Pero, temblando, el bibliotecario partió.


CAPÍTULO XVII



La tradición exigía que en la víspera de la ejecución sus participantes, activo y pasivo, hicieran juntos una breve visita de despedida a cada uno de los funcionarios de la ciudad; sin embargo, para acortar el ritual se decidió que tales personas se reunieran en la casa suburbana del sub-gerente de la ciudad (el gerente, que era sobrino del sub-gerente, estaba de viaje visitando a unos amigos de Pritomsk). Y allí, Cincinnatus y M'sieur Pierre participarían de una cena informal.

Era una noche oscura y soplaba un fuerte viento cálido cuando, vistiendo idénticas capas, a pie, escoltados por seis soldados que soportaban alabardas y linternas cruzaron el puente y entraron en la dormida ciudad donde, evitando las calles principales, comenzaron a subir un pedregoso sendero entre jardines susurrantes.

(Justo antes de esto, al cruzar el puente, Cincinnatus dio vuelta la cabeza para liberarla de la capucha: la enorme masa de la fortaleza, azul, con sus innumerables torres, se alzaba contra el tétrico cielo, donde una nube había tapado una luna de albaricoque. El oscuro aire sobre el puente guiñaba y se retorcía por los murciélagos. —Usted se comprometió... —murmuró M'sieur Pierre dándole un ligero apretón en el codo, y Cincinnatus volvió a ponerse la capucha).

Este paseo nocturno que prometiera ser tan rico en tristes, cantarínas, murmurantes impresiones —pues qué es un recuerdo sino el alma de una impresión– resultó en realidad, vago e insignificante y pasó tan rápidamente como ocurre sólo en las vecindades muy familiares, cuando las multicolores fracciones del día son reemplazadas por el todo de la noche.

Al final de un angosto y lóbrego sendero, donde la grava crujía y había olor a enebro, apareció de pronto un porche teatralmente iluminado, con columnas blanqueadas, friso en el tímpano y macetas con laureles; y deteniéndose apenas en el vestíbulo, donde unos criados revoloteaban de aquí para allá como aves de paraíso arrastrando sus plumas sobre los azulejos blancos y negros, Cincinnatus y M'sieur Pierre entraron a un vestíbulo que zumbaba con un gran auditorio. Todos estaban ya reunidos.

Allí el custodio de las fuentes de la ciudad podía ser reconocido de inmediato por sus cabellos tupidos; allí brillaba con doradas medallas el uniforme del jefe de telégrafos; allí, con su nariz, obscena, estaba el rubicundo director de abastecimientos y el domador de leones de nombre italiano y el juez, sordo y venerable y, con zapatos de charol verde, el administrador de parques; y una multitud de otros majestuosos, respetables, canosos individuos de caras repulsivas. No había damas presentes a menos que se contara a la superintendente de escuelas del distrito, una mujer mayor, muy corpulenta, de grandes mejillas chatas, que vestía levita gris de corte masculino, y peinaba bien apretados sus cabellos brillantes como el acero. Alguien patinó sobre el piso, con acompañamiento de risas generales. Un candelabro dejó caer uno de sus cirios. Alguien había ya colocado un ramo en el pequeño ataúd que estaba en exhibición. Manteniéndose aparte junto a Cincinnatus, M'sieur Pierre llamaba la atención de su pupilo sobre estos fenómenos. En ese momento, sin embargo, el anfitrión, un caballero moreno con perilla, golpeó las manos. Se abrieron las puertas y todos pasaron al comedor. M'sieur Pierre y Cincinnatus fueron sentados a la cabecera de la centelleante mesa, y todos comenzaron a mirar, pudorosamente al principio, luego con benevolente curiosidad —que en algunos se fue transformando en subrepticia ternura– a la pareja, vestida en idénticas chaquetas Elsinore; luego, mientras una radiante sonrisa, aparecía gradualmente en los labios de M'sieur Pierre al comenzar la conversación, los ojos de los huéspedes se volvieron más y más abiertamente hacia él y Cincinnatus quien, tranquila, diligente y atentamente —como buscando la solución del problema– hacía mantener el equilibrio a su cuchillo de pescado de distintas maneras, ora sobre el salero, ora sobre la curvatura, ora apoyándolo contra el esbelto florero de cristal con una rosa blanca que señalaba claramente su lugar de la mesa.

Los lacayos, seleccionados entre los más diestros petimetres de la ciudad —los más representativos de su dorada juventud– servían a toda prisa la comida (en ocasiones, hasta pasaban un plato por arriba de la mesa), y todos notaron la solícita atención que M'sieur Pierre tributaba a Cincinnatus, que iba de la sonrisa convencional a la seriedad momentánea, mientras colocaba algún manjar selecto sobre el plato de Cincinnatus; de inmediato, con el despreocupado gesto anterior en su cara lampiña y rosada, reasumía su aguda conversación dirigida a toda la mesa —y de pronto, inclinándose un poco, tomando la salsera o el pimentero miraba interrogativamente a Cincinnatus; éste, sin embargo, no tocó la comida, sino que continuó con el mismo silencio, atención y diligencia, jugando con el cuchillo.

—Su comentario —dijo alegremente M'sieur Pierre volviéndose hacia el jefe de tránsito de la ciudad, que había conseguido meter baza en la conversación y esperaba placenteramente una brillante réplica—, su comentario me recuerda la bien conocida anécdota sobre el juramento hipocrático.

—Cuéntela, no la conocemos. Cuéntela, por favor —rogaron voces desde todas partes.

—Cumpliré con vuestro deseo: A ver un ginecólogo fue...

—Perdone la interrupción —dijo el domador de leones (cabellos grises, mostacho, una banda carmesí cruzándole el pecho)—, ¿pero cree el caballero que la anécdota será adecuada para los oídos de...? —señaló enfáticamente a Cincinnatus con los ojos.

—Seguro, seguro —respondió M'sieur Pierre severamente—, nunca me permitiría la menor inconveniencia en presencia de... Como iba diciendo, a ver un ginecólogo fue una viejecita —(M'sieur Pierre sacó ligeramente el labio inferior)– Dice: «Tengo una enfermedad muy seria y temo que me moriré». «¿Cuáles son los síntomas?», pregunta el médico. «Oh, doctor, mi cabeza cabecea...» —Y M'sieur Pierre agitándose imitó a la viejecita.

Los huéspedes rugieron de risa. Al otro extremo de la mesa el juez sordo, con la cara dolorosamente contorsionada, como constipada de risa, echaba su grande y húmeda oreja sobre la cara de su hilarante y egoísta vecino, y, tirándole de la manga imploraba que le repitiera el cuento de M'sieur Pierre, quien, mientras tanto, seguía celosamente la suerte de su anécdota a lo largo de toda la longitud de la mesa, y sólo se dio por satisfecho cuando alguien hubo mitigado la curiosidad del sufriente.

—Su notable aforismo de que la vida es un secreto médico —dijo el custodio de las fuentes creando tal nubécula de saliva que se formó un arco iris cerca de su boca– puede aplicarse muy bien al hecho extraño que ocurrió el otro día en la familia de mi secretario. Puede usted imaginar...

—Bien, mi pequeño Cincinnatus, ¿tienes miedo? —le preguntó uno de los resplandecientes lacayos mientras le escanciaba vino; Cincinnatus lo miró, era su cuñado el bromista—. Miedo, ¿no es cierto? Toma échate un trago.

—¿Qué pasa aquí? —dijo M'sieur Pierre fríamente poniendo al charlatán en su lugar y éste se alejó rápidamente y estaba ya inclinado con su botella junto al codo del individuo siguiente.

—¡Caballeros! —exclamó el anfitrión poniéndose de pie y sosteniendo una copa llena de un líquido helado color ámbar a la altura de su almidonado pecho—. Propongo un brindis por...

—Amargo, amargo, endúlzalo con un beso —dijo un novel padrino de boda, y el resto de los comensales se unió al canto.

—Permítanos... un bruderschaft... se lo imploro —dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus con voz cambiada, la cara contorsionada por la súplica—, no me niegue esto, se lo imploro, así se hace siempre, siempre.

Cincinnatus estaba jugando con los rizados pétalos de la húmeda rosa blanca, que sacara distraídamente del florero caído.

—... finalmente tengo derecho a exigirlo —murmuró convulsivamente M'sieur Pierre, y de pronto con risa forzada, derramó una gota de vino de su vaso sobre la cabeza de Cincinnatus y luego se roció a sí mismo.

Gritos de «¡bravo!» se escucharon por todas partes y cada vecino se volvió a su vecino expresando en dramática pantomima su sorpresa y su delicia, y los vasos irrompibles chocaron, y montañas de manzanas tan grandes como la cabeza de un niño brillaron entre los azulados racimos de uvas sobre una frutera de plata, y la mesa pareció alzarse como una montaña de diamantes, y el candelabro de múltiples brazos viajó entre las brumas de arte del techo derramando lágrimas, derramando rayos, buscando en vano un lugar de arribada.


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