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Invitación a una decapitacón
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:03

Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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Ella cambió de posición pero continuó agachada y contemplando la puerta. Se encontraba turbada y no sabía qué hacer. Repentinamente mostró los dientes y, en un destello, sus blancas piernas de bailarina volaron hacia la puerta, que, por supuesto, resultó estar cerrada. Su cinturón de moaré avivó el aire de la celda.

Cincinnatus le hizo las dos preguntas de rigor. De a pedacitos ella le dijo su nombre y que tenía doce años.

—¿Y sientes pena por mí? —preguntó Cincinnatus.

A esto no contestó. Levantó de un rincón el jarro de barro y lo acercó a su rostro. Estaba vacío, sonaba a hueco. Se lo puso contra la boca y gritó dentro varias veces; un instante después lo tiró a un lado; ahora apoyaba contra la pared los codos y los omóplatos y se dejaba deslizar hacia abajo para volverse a enderezar luego. Sonrió para sí y despues, sin interrumpir su juego, miró a Cincinnatus con el ceño fruncido, como mira uno al sol poniente. Todo indicaba que se trataba de una niña revoltosa, inquieta.

—¿No sientes ni un poquito de pena por mí? —dijo Cincinnatus—. No es posible. No puedo creerlo. Ven aquí, pequeño canguro, y dime qué día he de morir.

Emmie, no obstante, no contestó, pero se sentó en el suelo. Allí se quedó quieta, apretando el mentón contra sus combas rodillas, sobre las que estiraba el dobladillo del su falda.

—Dímelo, Emmie, por favor... Tú tienes que saberlo. Sé que lo sabes... Tu padre ha hablado en la mesa, tul madre ha hablado en la cocina... Todo el mundo habla.

Ayer salió una pequeña ventanita en el periódico; esto significa que la gente discute, y soy el único...

Como apresada por un torbellino se levantó de un salto y volando hacia la puerta comenzó a golpearla, no con las palmas, sino más bien con la parte inferior de las palmas de sus manos. Sus blondos cabellos suecos caían en sedosos bucles.

—Si sólo fueras mayor —murmuró Cincinnatus—, si tu alma tuviera una pátina como la mía, serías capaz, como en la antigüedad poética, de dar una pócima al carcelero en una lóbrega noche. ¡Annie! —exclamó—. Te imploro, y no cejaré, dime, ¿cuándo he de morir?

Mordisqueándose un dedo, ella se acercó a la mesa, donde estaban apilados los libros. Abrió uno de repente, hojeó sus páginas haciéndolas sonar y arrancándolas casi. Lo cerró de un golpe, escogió otro. Algo le escarceaba en la cara: primero frunció la nariz pecosa, luego se distendió la mejilla con la lengua del lado de adentro.

La puerta rechinó. Rodion, que probablemente hubiera espiado por la mirilla, entró enojado.

—¡Fuera, jovencita! Esto me va a costar caro.

Ella rompió a reír, esquivó la mano de cangrejo de Rodion y se abalanzó hacia la puerta abierta; al llegar al umbral se detuvo abruptamente con mágica precisión de danzarina y, enviándole quizás un beso, o cerrando quizás un pacto de silencio, dio vuelta la cabeza y miró a Cincinnatus; hecho esto, con la misma apresurada rítmica, partió, corriendo a grandes saltos, elásticos pasos; lista ya para volar.

Rodion, refunfuñando, tintineando sus llaves, echó a andar trabajosamente tras ella.

—¡Espere un momento! —gritó Cincinnatus—. He terminado todos los libros. Tráigame otra vez el catálogo.

—Libros... —se mofó Rodion malhumorado y cerró la puerta tras él con marcada resonancia.

¡Qué angustia! Cincinnatus, ¡qué angustia! Qué angustia de piedra, Cincinnatus —el despiadado sonar del reloj, y la araña gorda, y las paredes amarillas, y la tosquedad de la manta de lana negra. La nata sobre el chocolate. Cogerla con los dedos en el mismísimo centro y quitarla entera de la superficie; ya no es más una cobija plana, sino una arrugada faldita marrón. El líquido está tibio debajo, dulce y estancado. Tres rebanadas de pan tostado quemadas con aspecto de caparazón de tortuga. Una pastilla redonda de manteca con el monograma del director estampado en relieve. ¡Qué angustia, Cincinnatus, cuántas migas en la cama!

Se lamentó por un rato, gimió, hizo crujir todas sus articulaciones, luego se levantó del catre, se puso la aborrecida bata y comenzó su vagabundeo. Volvió a examinar todas las leyendas de la pared con la esperanza de descubrir una nueva en alguna parte. Como un cuervo novel, permaneció largo rato parado sobre la silla, contemplando, inmóvil, la miserable ración de cielo. Caminó un poco más. Volvió a leer las ocho reglas para presos, que conocía ya de memoria:

«1 ° Dejar el edificio de la prisión está positivamente prohibido.

»2.° La mansedumbre de un preso es un orgullo para la prisión.

»3.° Está usted firmemente obligado a guardar silencio diariamente entre las trece y las quince.

»4.° No está permitido recibir mujeres.

»5.° Sólo se permite cantar, bailar y bromear con los guardias cuando existiere consentimiento mutuo y en determinadas ocasiones.

»6.° Es de desear que el preso no tenga en absoluto, y de ser así debe suspenderlos inmediatamente, sueños nocturnos cuyo contenido pudiera ser incompatible con la condición y estado legal del prisionero, tales como: paisajes esplendorosos, paseos con amigos, comidas en familia, así como también trato sexual con personas que en la vida real y en estado de vigilia no resistirían que tal individuo se les acerque; en este caso tal individuo será, por lo tanto, considerado por la ley como culpable de violación.

»7.° En tanto disfrute de la hospitalidad de la prisión, el detenido no debe eludir su participación en la limpieza y otros trabajos del personal de la prisión en la medida en que dicha participación le sea ofrecida.

8.° La administración en ningún caso se hará responsable de la pérdida de bienes o del preso mismo.»

Angustia, angustia, Cincinnatus. Pasea un poco más, Cincinnatus, frotando con tu bata primero las paredes, luego la silla. ¡Angustia! Todos los libros apilados sobre la mesa han sido ya leídos. Y aún sabiendo que todos habían sido ya leídos, Cincinnatus buscó, escudriñó, atisbo dentro de un grueso volumen... Sin sentarse, hojeó las ya familiares páginas. Era un ejemplar encuadernado de una revista publicada en otros tiempos, en una época ya apenas recordada. La biblioteca de la prisión, considerada la segunda de la ciudad por su tamaño y la rareza de sus volúmenes, contenía varias curiosidades de este tipo. Aquél era un mundo remoto, donde los más simples objetos resplandecían de juventud y de una insolencia innata, proveniente de la reverencia que rodeaba la labor dedicada a su fabricación. Aquéllos fueron años de fluidez universal; metales bien lubricados realizaron silenciosas acrobacias; las líneas armoniosas de los trajes de los hombres eran determinadas por la inaudita flexibilidad de cuerpos musculosos; los fluidos vidrios de enormes ventanas envolvían las esquinas de los edificios, una muchacha en traje de baño volaba como una golondrina, tan alto sobre una laguna, que ésta no parecía más grande que un platillo; un atleta yacía boca arriba en el aire, habiendo hecho ya un esfuerzo tan grande que, a no ser por los flamantes extremos de sus pantaloneros, parecía encontrarse en un perezoso descanso; el agua cayendo llena de gracia, los deslumbrantes destellos de los cuartos de baño; las batidas ondas del océano con la sombra de dos alas cayendo sobre él. Todo brillaba y resplandecía; todo gravitaba apasionadamente hacia una clase de perfección cuya definición era ausencia de fricción. Gozándose en todas las tentaciones, la vida giraba hacia un estado de vértigo tal que perdía apoyo en la tierra y, tropezando, cayéndose, debilitada por la náusea y la languidez —¿debo decirlo?– encontrándose a sí misma en una nueva dimensión, como si... Sí, la materia ha envejecido y se ha debilitado, y poco ha sobrevivido a aquellos días legendarios —un par de máquinas, dos o tres fuentes– y nadie lamenta el pasado, y hasta el mismo concepto de «pasado» ha cambiado. —Pero entonces, quizá Cincinnatus comenzó a pensar estoy interpretando mal estas fotografías. Atribuyendo a la época las características del fotógrafo. La abundancia de sombras, los torrentes de luz, el brillo de un hombre por el sol, el curioso reflejo, las fluidas transiciones de un elemento a otro; quizá todo esto concierna sólo a la instantánea, a un procedimiento particular del heliotipo, a formas especiales de aquel arte, y el mundo en realidad nunca fue tan sinuoso, tan húmedo y rápido; tal como hoy en día nuestras puras cámaras registran a su manera nuestro mundo precipitadamente armado y pintado.

—Pero, entonces, quizá (Cincinnatus comenzó a escribir rápidamente sobre una hoja de papel rayado) yo estoy interpretando mal... Atribuyendo a la época... Esta abundancia... Torrentes... Fluidas... transiciones... Y el mundo en realidad nunca fue... Tal como... Pero ¿cómo pueden estas meditaciones calmar mi angustia? Oh, mi angustia... ¿qué haré contigo, conmigo mismo? ¿Cómo se atreven ellos a ocultarme...? Yo, que debo pasar por una ordalía de supremo dolor, yo, que para conservar una semblanza de dignidad (de todos modos no iré más allá de una muda palidez; no soy un héroe, de todos modos) debo, durante esa prueba controlar todas mis facultades, yo, yo... soy cada vez más débil... la incertidumbre es terrible... bueno, por qué no me dicen; díganmelo; pero no, tiamen que hacerme morir otra vez cada mañana... Por otra parte, de saberlo, podría ejecutar... un pequeño trabajo... un informe de pensamientos comprobados... Algún día alguien los leería y repentinamente se sentiría como si hubiera despertado por primera vez en un país desconocido. Lo que quiero decir es que podría hacerle estallar de pronto en lágrimas de gozo, sus ojos se ablandarían y, después de esta experiencia el mundo le parecería más claro, más fresco. Pero cómo puedo empezar a escribir si no sé si tendré tiempo suficiente, y el tormento llega cuando uno se dice: «De comenzar ayer, hubiera tenido tiempo»; y otra vez uno piensa: «Si hubiera comenzado ayer...» y en lugar del trabajo claro y preciso necesario, en vez de la gradual preparación del alma para esa mañana en que tendrá que levantarse, cuando —cuando tú, alma, seas ofrecida en el cubo del verdugo para ser lavada—. En vez de eso, tú, te entregas involuntariamente a banales sueños insensatos de fuga. ¡Ay!, de fuga... Hoy, cuando ella entró corriendo, pataleando y riendo —es decir, quiero decir—. No, aún debo registrar, dejar algo. No soy común. —Soy el único entre todos ustedes que está vivo—. No sólo son diferentes mis ojos, y mi sentido auditivo, y del gusto —no sólo tengo el olfato de un ciervo y el tacto de un murciélago– sino, y lo más importante, tengo la capacidad de reunir todo esto en un solo punto. No, el secreto todavía no está revelado —aunque éste es el pedernal– y no he comenzado aún a hablar del combustible, del fuego mismo. Mi vida. Una vez, cuando era niño, durante una remota excursión escolar, habiéndome separado de los demás —aunque pude haberlo soñado– me encontré, bajo el bochornoso sol del mediodía, en un amodorrado pueblecito, tan amodorrado, que cuando un hombre que dormitaba en un banco bajo una brillante pared blanca, se levantó por fin para ayudarme a encontrar mi camino, su sombra azul en la pared no le siguió inmediatamente. Oh, ya sé, ya sé, debe haberme parecido a mí, y la sombra no se demoró en absoluto, sino que simplemente, digámoslo así, quedó atrapada en la aspereza de la pared... pero he aquí lo que quiero expresar: entre el movimiento del hombre y el movimiento de la perezosa sombra —aquel segundo, aquella síncopa– está el precioso espacio de tiempo en que yo vivo– la pausa, el vacío, cuando el corazón es como una pluma... Y escribiría también sobre el continuo temblor —y sobre cómo parte de mis pensamientos giran siempre alrededor del invisible cordón umbilical que une a este mundo con algo– a qué, todavía no lo diré... Pero ¿cómo puedo escribir cuando temo no tener tiempo para terminar y haber puesto en movimiento todos estos pensamientos en vano? Cuando ella llegó hoy corriendo —nada más que una criatura– esto es lo que quiero decir —nada más que una criatura, con algunas rendijas para mis pensamientos– ya me pregunto, con la cadencia de un viejo poeta, ¿no podría dar ella a los guardias una pócima que los durmiera, no podría ella rescatarme? Si sólo permaneciera niña, pero al mismo tiempo, madurara y comprendiera, entonces sería factible: sus mejillas ardiendo, una negra noche borrascosa, salvación, salvación... y estoy equivocado cuando sigo repitiendo que no hay refugio para mí en el mundo. Lo hay. ¡Lo encontraré! ¡Una fresca hondonada en el desierto! Aunque esto no es saludable —lo que estoy haciendo: pues estoy débil, y heme aquí excitándome, malgastando mis últimas fuerzas. ¡Qué angustia, oh, qué angustia...! Y me es evidente que aún no he levantado la membrana final de mi temor.

Se perdió en sus pensamientos. Luego arrojó el lápiz, se levantó, comenzó a caminar. El sonido del reloj alcanzó sus oídos. Usando sus campanas como una plataforma, las pisadas se elevaron hasta la superficie; la plataforma se alejó flotando, pero las pisadas se quedaron y dos personas entraron ahora en la celda: Rodion con la sopa y el bibliotecario con el catálogo.

Este último era un hombre de gran tamaño pero aspecto enfermizo, pálido, con sombras debajo de los ojos, con una calva manchada encerrada dentro de una corona de cabello oscuro, con un torso largo dentro de una chaqueta de lana azul, descolorida en partes y con remiendos en los codos. Tenía las manos dentro de los bolsillos del pantalón, estrechos como la muerte, y sostenía debajo del brazo un libro grande encuadernado en cuero negro. Cincinnatus ya había tenido el placer de verlo en otra ocasión.

—El catálogo —dijo el bibliotecario, cuya manera de hablar se distinguía por una especie de desafiante laconismo.

—Magnífico, déjelo aquí —dijo Cincinnatus—. Elegiré algo. Si desea usted esperar, sentarse un momento, hágalo por favor. Si, en cambio quiere irse...

—Irme —dijo el bibliotecario.

—Muy bien. Entonces le devolveré el catálogo por intermedio de Rodion. Tome, puede llevarse éstos... Estas revistas antiguas son maravillosamente conmovedoras... Mire, con este pesado volumen descendí, como si tuviera lastre, hasta lo más profundo de los tiempos. Una sensación encantadora.

—No —dijo el bibliotecario.

—Tráigame más; le copiaré los años que quiero. Y alguna novela, una nueva. ¿Ya se va usted? ¿Tiene todo? Una vez solo Cincinnatus se dedicó a la sopa, hojeando al mismo tiempo el catálogo. Su núcleo estaba cuidadosamente impreso; entre los nombres impresos se habían agregado muchos otros en tinta roja, con mano pequeña pero precisa. Resultaba difícil para cualquiera que no fuera especialista, comprender el catálogo, ya que los títulos no figuraban en orden alfabético, sino de acuerdo al número de páginas que contenían, con anotaciones respecto a cuantas hojas extras (a fin de evitar la duplicación) habían sido pegadas a éste o a aquel libro.

Por lo tanto Cincinnatus buscó sin meta definida, eligiendo lo que acertaba a parecerle atractivo. El catálogo conservaba un estado de limpieza ejemplar; por esa razón le causó enorme sorpresa ver en el reverso en blanco de una de las primeras páginas una serie de dibujos hechos por mano infantil, cuyo significado no comprendió Cincinnatus al principio.


CAPITULO V



—Le ruego acepte mis más sinceras felicitaciones —dijo el director con su suntuosa voz de bajo al entrar a la celda de Cincinnatus a la mañana siguiente. Rodrig Ivanovich parecía aún más pulido que de costumbre; la espalda de su mejor levita estaba rellena de acolchado de algodón, como la de los cocheros rusos, haciéndole parecer más ancho, parejo y gordo; su peluca brillaba como nueva; su gordo mentón parecía espolvoreado con harina, mientras que el ojal de su solapa lucía una flor de cera rosada con una boca como una motita. Desde detrás de esta figura augusta —se había detenido en el umbral– los empleados de la prisión espiaban curiosos, también vestidos con sus mejores ropas, también con sus cabellos lustrosos; Rodion hasta se había puesto una medallita.

—Estoy listo. Me vestiré de inmediato. Sabía que iba a ser hoy.

—Felicitaciones —repitió el director sin prestar atención a la espasmódica agitación de Cincinnatus—. Tengo el honor de informarle que de hoy en adelante tendrá usted un vecino; sí, sí, acaba de mudarse. Apuesto a que ya estaba usted cansado de esperar. Bueno, no se preocupe; ahora, con un confidente, con un compañero con quien jugar y trabajar, no se encontrará tan triste. Y, más aún —pero esto, desde luego, debe quedar estrictamente entre nosotros– puedo informarle que ha llegado la autorización para que reciba a su esposa, demain matin.

Cincinnatus se recostó sobre el catre y dijo:

—Sí, eso está muy bien. Le agradezco, muñeco de trapo, cochero, cerdo pintado... discúlpeme, estoy un poco...

Aquí las paredes de la celda comenzaron a combarse y ahuecarse, como reflejos en aguas intranquilas; el director empezó a fluctuar, el catre se transformó en un bote. Cincinnatus se aferró a la borda para mantener el equilibrio, pero se quedó con el tolete en la mano y, hundido hasta el cuello, entre mil flores moteadas, comenzó a nadar, se enredó, se hundió. Arremangados, los demás le golpearon con varas y bicheros para atraparlo y traerlo hasta la costa. Lo pescaron.

—Nervios, nervios, como una mujercita cualquiera —dijo el médico de la prisión—, alias Rodrig Ivanovich con una sonrisa.

—Respire libremente. Puede comer de todo. ¿Alguna vez tiene sudores nocturnos? Continúe como hasta ahora y, si es muy obediente, quizá le dejemos echar una miradita al muchacho nuevo... pero, está claro, solo una miradita.

—¿Cuánto tiempo... esa entrevista... cuánto tiempo me concederán...? —exclamó Cincinnatus dificultosamente.

—Un momento, un momento. No se apure tanto, no se excite. Le prometimos que se lo mostraríamos y lo haremos. Póngase las chinelas, arréglese el cabello. Creo que... —el director miró interrogativamente a Rodion, quien asintió—. Pero por favor guarde absoluto silencio —recomendó a Cincinnatus—; y no toque nada. Venga, levántese, levántese. Usted no se lo merece; usted amigo, está portando mal, pero sin embargo tiene permiso; ahora, ni una palabra, mudo como una tumba...

En puntas de pie, manteniendo el equilibrio con los brazos, Rodrig Ivanovich dejó la celda y con él Cincinnatus perdiendo sus enormes zapatillas. En lo profundo del corredor, Rodion estaba ya encorvado sobre una puerta de imponentes cerrojos; había abierto la mirilla y espiaba. Sin volverse, hizo un gesto con la mano exigiendo un silencio aún mayor y luego imperceptiblemente lo transformó en uno de llamada. El director se alzó aún más sobre la punta de sus pies y se volvió con gesto amenazador, pero Cincinnatus no pudo evitar rozar los pies. Aquí y allí, en la semioscuridad de los pasillos, las indefinidas siluetas de los empleados de la prisión, se reunían, se encorvaban, hacían pantalla con la mano sobre los ojos para tratar de vislumbrar algo a la distancia. El ayudante de laboratorio Rodion dejó que el jefe mirara por el ocular ya enfocado. Con un sólido crujido de su espalda, Rodrig Ivanovich se inclinó para mirar... Mientras tanto, entre las sombras grises figuras indefinidas cambiaban de posición, formaban fila, y ya muchos pies se movían como pistones mudos, listos para marchar. Por fin el director se hizo a un lado lentamente y tiró con suavidad de la manga de Cincinnatus, invitándole, como un profesor a un lego que le visita, a examinar la platina. Cincinnatus aplicó humildemente su ojo contra el círculo luminoso. Al principio sólo vio burbujas de sol y bandas de colores, pero luego distinguió un catre idéntico al que tenía en su celda: apiladas cerca de él vio dos espléndidas maletas de brillantes cerraduras y un gran estuche como los que se usan para llevar un trombón.

—Bueno, ¿ve usted algo? —murmuró el director, inclinándose junto a él con un vaho de lilas sobre una tumba abierta. Cincinnatus asintió, aunque no había visto aún la principal atracción; corrió su mirada hacia la izquierda y entonces sí que vio algo.

Sentado sobre una silla al costado de la mesa, tan quieto como hecho de caramelo, estaba un imberbe hombrecillo, de unos treinta años, vestido con un antiguo pero limpio y recién planchado pijama de prisión; era todo rayas —medias rayadas y novísimas chinelas de cuero marroquí– y mostraba una suela virgen al cruzar su pierna gorda, corta y tiesa sobre la otra, tomándose la canilla con sus manos regordetas; una límpida agua-marina brillaba en su anular, su cabeza notablemente redonda lucía cabellos rubios como la miel peinados al medio, sus largas pestañas arrojaban sombra sobre sus mejillas de querubín, y la blancura de sus dientes hermosos e iguales, refulgía entre sus labios color púrpura. De tanta brillantez, parecía estar helado, derritiéndose un poco bajo el dardo de sol que le caía de arriba. Sobre la mesa no había nada más que un elegante reloj de viaje en un estuche de cuero.

—Es suficiente —murmuró el director con una sonrisa—, mí querer mirar también —y nuevamente volvió a pegar su ojo al círculo luminoso. Rodion le hizo señas a Cincinnatus de que ya era hora de regresar al hogar. Las confusas figuras de los empleados se habían ido acercando respetuosamente en fila india: detrás del director había ya una larga cola de personas que esperaban echar una mirada; algunos habían llevado a sus hijos mayores.

—Realmente lo estamos malcriando —murmuró Rodion quien durante largo rato no pudo abrir la puerta de la celda de Cincinnatus, hasta que le espetó una porción de potentes maldiciones rusas, que le dieron resultado. Renació la calma. Todo estaba igual.

—No, no todo. Mañana vendrás —dijo Cincinnatus en voz alta, temblando todavía a causa de su reciente desmayo—. ¿Qué te diré? —continuó pensando, murmurando, estremeciéndose—. ¿Qué me dirás tú? A pesar de todo te amaba y seguiré amándote —de rodillas, con los hombros hacia atrás, mostrándole los talones al verdugo y estirando mi cuello de ganso– aún entonces. Y después quizá más que nada después– te amaré, y un día tendremos una real y absoluta aplicación, y entonces nos ensamblaremos, tú y yo, y formaremos una sola figura, y resolveremos el acertijo: trace una línea del punto A al punto B... sin mirar o sin levantar el lápiz... uniremos los puntos, trazaremos la línea y tú y yo formaremos ese único diseño que ansio. Si me haces esas cosas cada mañana, me tendrán bien entrenado y llegaré a endurecerme.

Cincinnatus tuvo un ataque de bostezos —las lágrimas le rodaban por las mejillas, y sin embargo joroba tras joroba crecía bajo su paladar. Eran nervios —no sentía sueño. Tenía que encontrar algo que le mantuviera ocupado hasta el día siguiente– aún no habían llegado los libros nuevos. Todavía tenía en su poder el catálogo... ¡Oh, sí, los dibujitos! Pero ahora, a la luz de la entrevista de mañana...

Una mano infantil, indudablemente la de Emmie, había dibujado una serie de cuadros, formando (como le pareciera el día anterior a Cincinnatus) una narración coherente, una promesa, una muestra de fantasía. Primero se veía una línea horizontal —es decir, este piso de piedra; sobre ella una silla rudimentaria, algo parecida a un insecto, y encima un enrejado formado por seis cuadros. Luego aparecía el mismo dibujo, pero con el agregado de una luna llena, con las esquinas de su agria boca cayendo más allá del enrejado. A continuación un banquillo hecho en tres trazos, con un carcelero sin ojos (por lo tanto durmiendo) sobre él, y en el piso un anillo con seis llaves. Luego el mismo llavero, solo que un poquito más grande, con una mano acusadamente pentadactil y con manga corta, que trataba de tomarlo. Esto empieza a ponerse interesante. La puerta está entreabierta en la figura siguiente y del otro lado algo que parece el espolón de un gallo: todo lo que puede verse del prisionera que huye. En seguida, el mismo Cincinnatus, con comas sobre su cabeza en lugar de cabello, vestido con una batita oscura, representando como mejor pudo la habilidad de la artista: por su tríángulo isósceles. Lo conduce una niñita: piernas como púas, falda ondulante, líneas paralelas por cabello. Luego lo mismo otra vez, sólo que en forma de plano: un cuadro por celda, una línea angular por corredor, con una línea de puntos indicando la ruta y una escalera como un acordeón al final. Y finalmente el epílogo: la oscura torre, sobre ella una luna complacida, con las comisuras de su boca rizadas hacia arriba.

No, esto era solo un auto-engaño, tonterías. La criatura había dibujado sin ton ni son... Copiemos los títulos y dejemos el catálogo a un lado. Sí, la niña... Con la punta de la lengua asomándole por la comisura derecha de la boca, apretando fuertemente el cabo del lápiz, presionándolo con un dedo blanco por el esfuerzo... y entonces, después de trazar una raya particularmente feliz, echándose hacia atrás, balanceando la cabeza de derecha a izquierda, moviendo los hombros, y, al volver a trabajar sobre el papel, sacando otra vez la lengua por la comisura izquierda... tan afanosamente... Tonterías... no nos detengamos más en ello...

Tratando de pensar cómo animar las horas vacías, Cincinnatus decidió asearse para la Marthe de la mañana siguiente. Rodion accedió a acarrear otra tina de agua igual a aquella dentro de la cual Cincinnatus había chapoteado la víspera del proceso. Mientras esperaba el agua, Cincinnatus se sentó a la mesa; hoy ésta se tambaleaba un poco.

—La entrevista —escribió Cincinnatus—, significa seguramente que mi terrible mañana ya se acerca. Pasado mañana, a esta misma hora, mi celda estará vacía. Pero me siento feliz porque voy a verte. Subíamos a los talleres por diferentes escaleras, los hombres por una, las mujeres por otra, pero se juntaban en el penúltimo descanso. No puedo ya evocar a Marthe como era cuando la vi por primera vez, pero sí puedo recordar que noté inmediatamente que abría la boca un instante antes de echarse a reír, y sus redondos ojos castaños, y los pendientes de coral.

Oh, cómo me gustaría reproducirla como era entonces, toda fresca y aún sólida– y luego el gradual ablandamiento —el pliegue entre la mejilla y el cuello cuando volvía la cabeza hacia mí, caldeándose ya y casi viva. Su mundo. Su mundo consiste en simples componentes, simplemente reunidos; creo que la receta de cocina más sencilla es más complicada que el mundo que ella asa tarareando: cada día para sí misma, para mí, para cualquiera. Pero por eso es por lo que —aun entonces, en los primeros días– por eso es por lo que la malicia y la porfía que repentinamente... Tan suave, tan graciosa y cálida, y luego de pronto... Al principio creí que lo hacía a propósito, quizás para demostrar como otra en su lugar podría haberse vuelto regañona y testaruda. ¡Pueden ustedes imaginar mi asombro cuando comprendí que esa era su verdadera personalidad! En razón de qué menudencias... tontita mía, cuán pequeña es tu cabeza si uno palpa a través de toda esa espesa masa castaña de peso a la que tan bien sabes impartir ese brillo infantil, ese halo de inocencia.

«Su pequeña esposa parece muy dulce y gentil, pero muerde, se lo advierto», me dijo su inolvidable primer amante, y lo fundamental era que el verbo no había sido usado en forma figurada... porque era verdad que en ciertos momentos... uno de esos recuerdos que debieran hacerse a un lado, o de lo contrario lo abruman a uno y lo destrozan. La pequeña Marthe lo hizo otra vez... y una vez vi, vi, vi —desde la galería vi– y desde ese día nunca entré a una habitación sin anunciar antes mi llegada desde lejos, con una tos o una exclamación sin sentido. Qué horrible fue la vista de aquella contorsión, aquel jadeo apresurado, todo lo que había sido mío entre la sombra de los Tamara Gardens y que más tarde perdiera. Contar cuántos fueron... tortura sin fin: conversar durante la comida con uno u otro de sus amantes, parecer alegre, decir tonterías, contar chistes, y siempre con el temor mortal de agacharme y acertar a ver la parte inferior de ese monstruo cuya mitad superior era absolutamente presentable, ya que tenía la apariencia de un hombre y una mujer jóvenes con el talle inclinado sobre la mesa, comiendo y conversando tranquilamente; y cuya mitad inferior era un cuadrúpedo retorcido y anhelante. Descendía al infierno para recuperar una servilleta caída. Más tarde Marthe diría (usando siempre la primera persona del plural) «Estamos muy avergonzados de haber sido vistos», y haría un pucherito. Y todavía te amo. Sin escapatoria, fatal, incurablemente... Así como los robles permanecen en aquellos jardines, yo... Cuando te presentaron las pruebas oficiales de que yo era un indeseable, de que tenía que ser apartado de los demás, te sorprendiste de no haber notado nada, ¡y fue tan fácil ocultártelo! Recuerdo que me implorabas que me reformara, sin entender realmente qué era lo que había en mí que debía ser reformado y cómo podría uno hacerlo; y aún ahora no comprendes nada, no te detienes siquiera un instante a pensar si lo entiendes o no, y cuando dudas, tu duda es casi agradable. Sin embargo, cuando el alguacil comenzó su ronda por la corte con el sombrero, tú también arrojaste dentro tu pedacito de papel.

Al mecerse la tina junto al muelle, subía de ella un vaho alegre e incitante. Impulsivamente, con dos gestos rápidos, Cincinnatus exhaló un suspiro e hizo a un lado las hojas escritas. De un modesto armario sacó una toalla limpia. Cincinnatus era tan pequeño y delgado que podía meterse entero dentro de la tina. Se sentaba allí como en una canoa y flotaba tranquilamente. Un rayo rojizo del ocaso, confundiéndose con el vapor, producía un estremecimiento multicolor dentro del pequeño mundo de la celda de piedra. Llegado a la costa, Cincinnatus st paró y descendió a tierra. Mientras se secaba luchaba contra el vértigo y las palpitaciones. Estaba muy delgado, y ahora que la luz del sol poniente exageraba las sombras de sus costillas, la mismísima estructura de su caja torácica parecía un triunfo de críptica coloración, así como ponía de manifiesto la desnuda naturaleza de lo que le rodeaba, de su cárcel.


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