Текст книги "Invitación a una decapitacón"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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El tiempo, susurrando suavemente, continuó corriendo. El aire en la celda se oscureció, y cuando era ya bastante denso la luz se hizo, muy formal, en el centro del techo —una dolorosa señal. Cincinnatus se desnudó y se metió en la cama con Quercus. El autor ya estaba llegando a la época civilizada, a juzgar por la conversación de tres alegres caminantes, Tit, Pud y El Judío Errante, que echaban tragos de vino de sus botas, sobre el frío musgo bajo el negro roble vespertino. —¿Nadie me salvará?—, preguntó de pronto Cincinnatus en alta voz (abriendo sus manos de mendigo, mostrando que nada tenía).
—Es posible que nadie lo haga —repitió Cincinnatus contemplando el implacable amarillo de las paredes con sus vacías palmas todavía extendidas.
La corriente de aire se transformó en una brisa. De la densa oscuridad superior cayó y rebotó sobre la manta una gran bellota falsa, dos veces más grande que la vida, espléndidamente pintada de un amarillo satinado, con su cascarón de corcho encerrándola como un huevo.
CAPITULO XII
Lo despertó un golpeteo sordo, como algo que arañaba y se destrozaba en alguna parte. Como cuando uno, habiéndose dormido sano se despierta febril después de medianoche. Escuchó estos sonidos durante largo rato —trup, trup, tock-tock-tock– sin pensar siquiera qué podrían significar; simplemente escuchaba, porque le habían despertado y porque sus orejas no tenían otra cosa que hacer. Trup, tap, arañar, destrizar —destrizar. ¿adónde? ¿A la derecha? ¿A la izquierda? Cincinnatus se incorporó un poco.
Escuchó —toda su cabeza se convirtió en un órgano auditivo; todo su cuerpo un corazón tenso; escuchó y comenzó a sacar consecuencias de ciertas pistas; la débil destilación de oscuridad dentro de la celda... la oscuridad se había instalado sobre el piso. Más allá de las rejas de la ventana, la noche estaba gris, eso indicaba que serían las tres o tres y media... Los guardias dormían al frío... Los ruidos venían de abajo... no, más bien, de arriba, no, no, de abajo, justo del otro lado de la pared, a ras del suelo, como una enorme rata arañando con garras de hierro.
Cincinnatus se sintió especialmente excitado por la concentrada seguridad de los sonidos, la insistente seriedad con que perseguían, en medio del silencio de la fortaleza, una quizá distante pero no por eso menos accesible meta. La respiración anhelante, con levedad de fantasma, como una hoja de papel de seda, se descalzó y en puntas de pie por el pegajoso, adhesivo —hacia el rincón de donde le parecía– le parecía —pero al acercarse, se dio cuenta de que estaba equivocado– el golpeteo era más a la derecha y más alto; se movió, y otra vez se confundió, chasqueado por la decepción auditiva que se produce cuando un sonido, cruzando en diagonal por la cabeza, es atrapado por el oído equivocado.
Sin darse cuenta, Cincinnatus tropezó contra la bandeja, que estaba en el piso junto a la pared. —¡Cincinnatus!– le reprochó la bandeja; y entonces el ruido cesó con abrupta intempestividad, la que llevó al escucha a un alentador raciocinio; y allí, parado, inmóvil, pisando la cuchara que estaba en la bandeja e inclinando su cabeza vacía, toda oídos, Cincinnatus sintió que el desconocido cavador también permanecía quieto y escuchando atentamente.
Pasó medio minuto y los ruidos, más quedos, más restringidos, pero más expresivos y prudentes, comenzaron otra vez. Volviéndose y quitando con cuidado el talón del cinc, Cincinnatus trató una vez más de acertar con el lugar; a la derecha, si uno está de cara a la puerta... sí, a la derecha, y, de todos modos, a lo lejos... ésta fue la única conclusión a la que pudo llegar después de escuchar largo rato. Finalmente emprendió el regreso al catre en busca de sus chinelas —no podía continuar allí parado descalzo– y asustó a la ruidosa silla, que nunca pasaba la noche en el mismo lugar, y nuevamente los ruidos cesaron, esta vez para siempre; es decir, podrían haberse reanudado después de un cauteloso intervalo, pero ya llegaba la mañana y Cincinnatus vio —con los ojos de su habitual imaginación– a Rodion, todo mojado por la humedad y abriendo en un bostezo su boca rojo vivo mientras se inclinaba sobre la escoba en el vestíbulo.
Durante toda la mañana Cincinnatus pensó y calculó cómo podría hacer conocer su posición a los ruidos en caso de que éstos se repitieran. Una tormenta de verano, sencilla pero puesta en escena con buen gusto, se representaba afuera: la celda estaba tan oscura como al anochecer, se oían los truenos, ya sólidos y rotundos, ya agudos y crepitantes; y los relámpagos imprimían las sombras de los barrotes de la ventana en los lugares más inesperados. Al mediodía llegó Rodrig Ivanovich.
—Tiene usted compañía —dijo—, pero primero quiero averiguar...
—¿Quién? —preguntó Cincinnatus pensando al mismo tiempo: por favor, ahora no... (es decir, por favor, que no comience el golpeteo ahora).
—Vea usted, las cosas son así —dijo el director—, yo no estoy muy seguro de que usted desee... Vea usted, es su madre, votre mère, parait-il.
—¿Mi madre? —preguntó Cincinnatus.
—Vaya, sí —madre, mamita, mamá—, en resumen la mujer que le dio a usted la vida. ¿La hago pasar? Decídase pronto.
—...sólo la vi una vez en mi vida —dijo Cincinnatus—, y realmente no siento... no, no, no vale la pena. No, no tendría sentido.
—Como usted desee —dijo el director y salió.
Un instante después con un cortés requiebro, introducía en la celda a la diminuta Cecilia C, vestida con un impermeable negro. —Los dejaré solos—, agregó con benevolencia, —aun cuando está en contra del reglamento, a veces hay situaciones... excepciones... madre e hijo... consentiré...
Exit, retrocediendo como un cortesano.
Con su lustroso impermeable negro y sombrero con el ala baja atrás (que le daba la apariencia de un lobo de mar) Cecilia C. se quedó parada en medio de la celda, mirando fijamente a su hijo; se desabrochó el impermeable; se sorbió los mocos ruidosamente y dijo hablando a borbotones como era su costumbre. —Qué tormenta, qué barro, creí que nunca terminaría de subir hasta aquí, arroyos y torrentes viniéndoseme encima por el camino...
—Siéntese —dijo Cincinnatus—, no se quede ahí parada.
—Dirás lo que quieras, pero se está muy bien aquí —continuó ella sorbiendo sin parar y frotándose firmemente debajo de la nariz con el dedo, tal como si éste fuera un rallador de queso, haciendo arrugar y menearse la punta enrojecida. —Te diré una cosa, esto es muy tranquilo y limpio. A propósito, allá en la maternidad no tenemos habitaciones privadas tan grandes como ésta. Oh, qué cama —mi Dios, ¡mira el revoltijo que es tu cama!—. Dejó en el suelo su valija de partera, quitó ágilmente los guantes de algodón negro de sus manos pequeñas y movedizas, y agachándose sobre el catre comenzó a hacer la cama de nuevo. La espalda de su impermeable con lustre de foca, sus medias zurcidas...
—Así, ahora está mejor —dijo enderezándose; luego, con los brazos en jarras, miró interrogadoramente los libros amontonados sobre la mesa.
Tenía apariencia juvenil y todos sus rasgos eran el modelo de los de Cincinnatus, que los había emulado a su manera; el mismo Cincinnatus tenía vaga conciencia de tal parecido al contemplar la cara pequeña de nariz puntiaguda y los ojos saltones, luminosos. Su vestido era abierto en el frente, y dejaba ver un ángulo de piel pecosa tostada por el sol; en general, sin embargo, el integumento era el mismo del cual una vez había sido sacado un pedazo para Cincinnatus: una piel pálida, suave, con venas azul cielo.
—Vaya, vaya, aquí también habría que poner un poco de orden... —parloteó, y con la misma rapidez con que hacía todo lo demás, se ocupó de los libros, apilándolos uniformemente. Al pasar, llamó su atención la ilustración de una revista; pescó dentro del bolsillo de su impermeable un estuche en forma de riñon y, dejando caer las comisuras de los labios, se puso unos quevedos. —Esto es del 26 —dijo riendo—. Hace tanto tiempo, es difícil creerlo.
(Dos fotografías: en una el Presidente de las Islas, con una sonrisa dental, estrechaba la mano de la venerable bisnieta del último de los inventores en la estación de ferrocarril de Manchester; en la otra, un ternero con dos cabezas que había nacido en una granja del Danubio.)
Suspiró sin causa alguna, empujó el volumen hacia un costado, hizo saltar el lápiz, no lo cogió a tiempo, y dijo:
—¡Oops!
—Déjelo así como está —dijo Cincinnatus—. Aquí no puede haber desorden, sólo está un poco revuelto.
—Toma, te traje esto. (Sacó un paquete del bolsillo arreando al mismo tiempo con el forro.)
—Toma. Unos dulces. Para alegrarte el corazón.
Se sentó y sopló.
—Trepé y trepé, y finalmente llegué. Y ahora estoy cansada —dijo bufando deliberadamente; luego se desentendió de él y se quedó contemplando con vaga ansiedad la tela de araña allá en lo alto.
—¿Por qué ha venido? —preguntó Cincinnatus paseándose por la celda—. No es bueno para usted ni es bueno para mí. ¿Por qué? No por bondad ni por interés. Porque puedo ver perfectamente que usted está representando un papel, tanto como todos y todo aquí.
Y si me obsequian con tan inteligente parodia de una madre... Pero imagínese, por ejemplo, que yo hubiera depositado mis esperanzas en algún sonido lejano.
—¿Cómo puedo confiar en él, si hasta usted es un fraude? ¡Y habla usted de «dulces»! Por qué no «juguetitos» y por qué está mojado su impermeable y sus zapatos secos —ve, es un descuido, dígaselo de mi parte al director de escena. Culpable y precipitadamente, ella dijo:
—Pero tenía botas de goma, las dejé en la oficina, palabra de honor.
—Oh, suficiente, suficiente. No me dé explicaciones. Haga su papel, charle insustancialmente y no se preocupe; las cosas saldrán bien.
—Vine porque soy tu madre —dijo ella suavemente, y Cincinnatus rompió a reír.
—No, no, no lo haga degenerar en farsa. Recuerde, éste es un drama. Un poco de comedia, vaya y pase; aun así no se aleje demasiado de la estación. El drama puede partir sin usted. Haría mejor en... sí, le diré qué hacer: por qué no vuelve a contarme la leyenda sobre mi padre. Puede ser que se desvaneciera en la oscuridad de la noche, y nunca pudiera usted averiguar quién era o de dónde venía, es extraño...
—Sólo su voz, no vi su cara —respondió ella con la misma suavidad de antes.
—Eso es, eso es, represente para mí, creo que quizá pudiéramos hacer de él un marinero desertor —continuó descorazonadamente Cincinnatus chasqueando los dedos y paseando, paseando—, o un rústico salteador. O un avieso artesano, un carpintero... Vamos, pronto, piense algo.
—No comprendes —gritó ella (en su excitación se puso de pie e inmediatamente volvió a sentarse)—. Es verdad, no sé quién era: un vagabundo, un fugitivo, cualquier cosa es posible... Pero, por qué no puedes comprender... sí, era un día de fiesta, el parque estaba oscuro, y yo era aún una niña, pero eso no tiene importancia. Lo importante es que no era posible equivocarse. Un hombre que se quema vivo sabe perfectamente bien que no se está dando un remojón en nuestro Strop. Lo que quiero decir es, uno no puede equivocarse... Oh, ¿no comprendes?
—¿Comprender qué?
—Oh, Cincinnatus, él también era...
—¿Qué quiere decir «él también»?
—Él también era como tú, Cincinnatus...
La mujer bajó rápidamente la cabeza dejando caer los quevedos en el hueco de su mano.
Pausa.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Cincinnatus ásperamente—. Cómo puede notar repentinamente...
—No voy a decirte nada más —dijo ella sin levantar los ojos.
Cincinnatus se sentó en el catre y se sumergió en sus pensamientos. Su madre se sonó la nariz con extraordinario estrépito de trompetas, cosa difícil de conciliar con una mujer tan pequeña y luego se quedó mirando hacia el nicho de la ventana. Evidentemente el tiempo había aclarado, pues podía sentirse la presencia de cielos azules y el sol pintaba su franja sobre la pared, ora pálida, ora brillante otra vez.
—Ya hay flores en el centeno —dijo ella hablando ligero– y todo es tan maravilloso, las nubes corren, la vida bulle y brilla. Vivo lejos, en Doctorton, y cuando venía para aquí, cuando atravesé los campos en el viejo calesín y vi el Strop centelleando, y esta colina con la fortaleza arriba, y todo lo demás, me pareció que era una historia repetida una vez y otra vez más, y aunque yo no puedo, o soy incapaz de comprenderla, alguien me la sigue contando con tanta, tanta paciencia. Trabajo todo el día en la maternidad, vivo de prisa, tengo amantes, adoro la limonada helada, aunque dejé el cigarrillo, porque me hacía mal al corazón, y aquí estoy sentada contigo... Estoy aquí sentada y no sé por qué grito y por qué te digo todas estas cosas, y ahora me asaré con este impermeable y este vestí, do de lana, el sol va a pegar con furia después de una tormenta como ésta...
—No, todavía es sólo una parodia —murmuró Cincinnatus.
Ella sonrió interrogativamente.
—Como esa araña, como esas rejas, como el ruido del reloj —murmuró Cincinnatus.
—De modo que... —dijo ella, y se sonó las narices nuevamente.
—De modo que así están las cosas —repitió. Ambos guardaron silencio, sin mirarse, mientras el reloj marchaba con desatinada resonancia.
—Cuando salga —dijo Cincinnatus—, observe el reloj del corredor. La esfera está en blanco; sin embargo cada hora el guardia borra la manecilla vieja y pinta una nueva, y así es cómo vivimos, con el tiempo pintado, y la sonería a cargo del «guardián», por eso le llaman así.
—No debes bromear con esas cosas —dijo Cecilia C.—. Tú sabes que hay toda clase de geniecitos maravillosos. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo era niña había unos objetos llamados «nonnons» que eran muy populares, y no sólo entre los niños, sino también entre los adultos, y, sabes, con ellos venía un espejo especial, no simplemente combado sino completamente distorsionado. No se sacaba nada en limpio al mirarlo, era todo confusión, y sin embargo su forma no había sido deformada al azar, sino calculada de manera tal que... o, mejor aún, para combinar con su deformación, ellos habían... no, espera, me explico mal. Mira, uno tenía uno de esos espejos locos y toda una colección de distintos «nonnons», objetos totalmente absurdos, sin forma, abigarrados, llenos de agujeritos y nudos; pero el espejo, que distorsionaba completamente los objetos ordinarios, ahora conseguía resultados maravillosos, es decir, que cuando colocabas uno de estos objetos incomprensibles y monstruosos de modo que se reflejara en el incomprensible y monstruoso espejo, ocurría algo maravilloso: menos por menos era igual a más, todo era restaurado, todo estaba bien, y la informe mancha se transformaba en el espejo en una imagen maravillosa y concreta: flores, un barco, una persona, un paisaje. Uno podía hacerse preparar su propio retrato así, te entregaban algo que parecía una pesadilla y aquello eras tú, pero la clave para revelarlo la tenía sólo el espejo. Oh, recuerdo cuán divertido era, pero también asustaba un poco —¿qué pasaba si de pronto no aparecía nada en el espejo?– tomar un nuevo e incomprensible «nonnon», y acercarlo al espejo y ver la propia mano hacerse pedazos al mismo tiempo que el «nonnon» se transformaba en una nueva figura, tan, tan clara...
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó Cincinnatus.
Ella guardó silencio.
—¿Qué quiere decir todo esto? No sabe usted que uno de estos días, quizá mañana...
De pronto notó la expresión de los ojos de Cecilia C. —por un instante, nada más que por un instante– pero era como si algo real, indiscutible (en este mundo donde todo era discutible) hubiera cruzado por ellos, como si un ángulo de esta horrible vida se hubiera enrollado y pudiera vislumbrarse el forro. En los ojos de su madre Cincinnatus vio de pronto esa chispita última, segura, totalmente explicativa y totalmente protectora que también sabía discernir en sí mismo. ¿Qué expresaba ahora tan dolorosamente esta chispa? No importa qué, llamémosle horror o piedad... Pero mejor digámoslo así: la chispa proclamaba tal tumulto de verdad que el alma de Cincinnatus no pudo evitar saltar de alegría. El instante pasó como un relámpago. Cecilia C. se puso de pie, haciendo un gestito increíble, es decir, las manos separadas con los índices extendidos, como indicando el tamaño, el largo, digamos, de un bebé... Inmediatamente comenzó a moverse atareada, alzando del suelo su gorda maleta negra, ajustando el forro de su bolsillo.
—Bueno —dijo con su tono anterior de parloteo—, he estado un rato y ahora me voy. Come los dulces. La visita ha sido demasiado larga. Me voy, es hora.
—Oh, sí, es hora —tronó Rodrig Ivanonich con fiera alegría mientras abría de golpe la puerta.
Con la cabeza baja ella se deslizó fuera. Cincinnatus, temblando, estaba por adelantarse...
—No se preocupe —dijo el director alzando sus palmas—, esta parterita no significa ningún peligro para nosotros. ¡Atrás!
—Pero a mí me gustaría —comenzó a decir Cincinnatus.
—Arriére —gritó Rodrig Ivanovich.
Mientras tanto la compacta figurita rayada de MonsieurPierre apareció en las profundidades del corredor. Sonreía placenteramente pero iba frenando el paso, mirándolo todo furtivamente, como hacen los que se meten de rondón en una fila y se hacen los desentendidos. Llevaba entre sus manos un tablero de ajedrez y una caja y un polichinela y algo más debajo del brazo.
—¿Ha tenido usted visitas? —preguntó amablemente a Cincinnatus cuando el director los dejó solos en la celda—. ¿Su mamita le visitó? Qué bien, qué bien. Y ahora yo, el pobre, débil, pequeñito M'sieur Pierre he venido a divertirlo y a divertirme por un rato. Mire cómo lo contempla mi polichinela. Salude a su tío. ¿No es divertidísimo? Siéntese. Ya está, compañero. Mire, he traído montones de cosas entretenidas. ¿Qué le gustaría para empezar? ¿Ajedrez, naipes? ¿Sabe usted jugar? Venga, le enseñaré.
CAPÍTULO XIII
Esperó y esperó, y ahora, por fin, en la hora más queda de la noche, los ruidos comenzaron otra vez. Solo en la oscuridad, Cincinnatus sonrió. Estoy presto a admitir que son también una mentira, pero ahora creo tanto en ellos que les insuflo verdad.
Eran todavía más firmes y precisos que la noche anterior; ya no golpeteaban a lo lejos ciegamente; ¿cómo se podía dudar que avanzaban aproximándose? ¡Cuán modestos eran! ¡Cuán inteligentes! cuán misteriosamente calculados e insistentes. Era un pico ordinario o algún extraño implemento hecho de cierta sustancia inútil aleada con la omnipotente voluntad humana, pero fuera lo que fuera, él sabía que alguien, de alguna manera, estaba cavando un pasadizo.
La noche era fría; el gris, grasiento reflejo de la luna, dividido en cuadros, caía sobre la pared interior del nicho de la ventana; toda la fortaleza parecía estar totalmente llena de espesa oscuridad por dentro y plateado por la luna por fuera, con negras y quebradas sombras que se deslizaban por los taludes rocosos y silenciosamente caían en los fosos; sí, la noche era impasible y pétrea, pero dentro de ella, en su profundo y oscuro seno, minando su poder, algo que era ajeno a la sustancia y orden de la noche, se estaba abriendo camino. ¿O todo esto no es más que tonto romanticismo pasado de moda, Cincinnatus?
Cogió la sumisa silla y la golpeó fuertemente, primero contra el piso, luego varias veces contra la pared, tratando por lo menos, con la ayuda del ritmo, de dar cierto sentido a su golpeteo y, en verdad, quien perforaba la noche se detuvo primero, como dilucidando si los golpes eran amigos o no. Y de pronto reanudó su tarea con un sonido tan jubilosamente animado, que Cincinnatus estuvo seguro de que su respuesta había sido comprendida.
Ahora sabía que alguien se dirigía hacia él; que era a él quien quería rescatar, y, mientras seguía golpeando las partes más sensibles de la piedra, fue repitiendo —en otros registros y claves, más amplios, más complejos, más encantadores– los simples ritmos del principio.
Ya estaba pensando en cómo preparar un alfabeto, cuando notó que no la luna, sino una distinta y no invitada luz, diluía la oscuridad, y apenas lo hubo notado, cesaron los ruidos. Durante bastante rato se escucharon desmoronamientos, pero también esto cesó gradualmente; y era difícil imaginar que tan poco tiempo atrás la quietud de la noche había sido invadida por una persistente actividad, por una criatura resoplante, resollante, con el hocico aplastado, cavando con frenesí como un sabueso tras un tejón.
A través de este frágil ensueño vio entrar a Rodion y ya era pasado mediodía cuando despertó del todo, y pensó, como siempre, que ese todavía no era el día final, pero pudo haberlo sido con tanta facilidad como podría serl el día siguiente. Pero éste estaba todavía demasiado lejos.
Todo el día escuchó con atención el zumbido de su oídos, sobándose las manos como cambiando en silencio con su propio yo un apretón de manos de bienvenida; caminó alrededor de la mesa donde yacía la carta aún sin enviar; recordó la mirada de su visita del día anterior, fugaz, sobrecogedora, como un hiato en esta vida; escuchó con gusto los correteos de Emmie. Bien, por qué no alimentarse con gachas de esperanza, este espeso y dulce líquido... mis esperanzas todavía viven... y aunque por lo menos ahora, por lo menos aquí, donde la soledad merece tan alta estima, podría dividirse en dos partes solamente en lugar de multiplicarse como hacía —ruidosa, múltiple, absurda, de modo que yo ni siquiera podía acercarme a ti y tu terrible padre casi me rompió las piernas con su bastón... por esto es que escribo —éste es mi último intento de explicarte lo que ocurre, Marthe... haz un esfuerzo excepcional y comprende, aunque sea a través de una niebla, aunque sea con un rincón de tu cerebro, pero comprende lo que ocurre, Marthe, comprende que me van a matar– ¿es que es tan difícil? —no te pido largos lamentos de viuda o lilas de duelo, pero te imploro, no necesito tanto —ahora, hoy– simplemente, asústate como un niño porque me van a hacer algo terrible, algo vil que enferma, y te hace gritar tanto en medio de la noche que aunque escuchas aproximarse a la niñera con su shh... shh..., aún sigues gritando; así es como debes tener miedo, Marthe, aunque me ames poco, aun así debes comprender, aunque sea sólo por un instante; y luego puedes volver a olvidar. ¿Cómo puedo sacudirte? Oh, nuestra vida fue horrible, horrible, pero con eso no puedo conmoverte. Al principio traté con todas mis fuerzas, pero, bien lo sabes, nuestros ritmos eran diferentes e inmediatamente quedé atrás. Dime, ¿cuántas manos han palpado la pulpa que ha crecido tan generosamente alrededor de tu almita dura y amarga? Sí, como un fantasma vuelvo a tus primeras traiciones y las recorro aullando, arrastrando mis cadenas. Los besos que espié... los tuyos y los de él, aunque parecían más una especie de alimento asiduo, sucio y ruidoso. O cuando tú, con los ojos apretados devorabas una jugosa pera, y entonces, habiendo terminado, pero tragando todavía, con la boca aún llena, tú, caníbal, tus ojos ahora vidriosos, tus dedos extendidos, tus inflamados labios brillantes, tu mentón tembloroso aún cubierto de gotas de nubloso jugo que caían sobre tu pecho desnudo, mientras el Príapo que te había alimentado, de pronto, con un convulsivo juramento volvía su inclinada espalda hacia mí que entraba en la habitación en mal momento. «Todas las grutas son buenas para Marthe», decías con cierta dulce y fangosa humedad en la garganta —y si vuelvo a todo esto es para arrancarlo de mi sistema, para purgarme– y también para que sepas, para que sepas... ¿Qué? Quizás te confunda con otra persona, después de todo, cuando pienso que me comprenderás, como un loco confunde a sus visitantes con galaxias, logaritmos, hienas de ancas bajas —pero también hay locos– y son invulnerables —que se tienen por locos– y aquí se cierra el círculo. Marthe, en uno de esos círculos giramos tú y yo —¡oh, si pudieras salirte por sólo un instante!– luego podrías volver, te lo prometo... Yo no te pido mucho, sólo una pausa, un instante, y que comprendas que me asesinan, que estamos rodeados de muñecos y que tú misma lo eres también. No sé por qué me atormentaban tanto tus traiciones; en realidad sí lo sé, pero no conozco las palabras que debo elegir para hacerte comprender por qué me atormentaban tanto. Tales palabras no vienen en el tamaño pequeño que se adapta a tus necesidades diarias. Y sin embargo probaré nuevamente: «¡Me asesinan!» —está bien, todos juntos otra vez: «¡Me asesinan!»– y otra vez: «¡Asesinan!»... Quiero escribir esto en forma tal que te tengas que tapar las orejas, esas orejas membranosas y simiescas que escondes bajo las hebras de tus hermosos y femeninos cabellos —pero las conozco, las veo, las pellizco, cositas frías, las molesto con mis dedos para caldearlas de alguna forma, darles vida, humanizaras, forzarlas a escucharme. Marthe, quiero que obtengas otra entrevista y, desde luego, ¡ven sola, ven sola! La así llamada vida ha terminado para mí; ante mí se alza el patíbulo y mis carceleros se las han arreglado para llevarme a un estado tal que mi escritura —ves– es la de un borracho —pero no importa, tendré bastantes fuerzas. Marthe, para una conversación tal contigo, como nunca habíamos mantenido, por eso es tan necesario que vuelvas y no pienses que esta carta es falsificada– soy yo, Cincinnatus, quien la escribe; soy yo, Cincinnatus, quien llora, y quien estaba, en realidad, caminando alrededor de la mesa, y quien, cuando Rodion le trajo su cena, dijo:
—Esta carta. Le pido que esta carta... Aquí está la dirección...
—Será mejor que aprenda a tejer como los demás —gruñó Rodion—, así me puede tejer una rodillera. Escritor, ¡ah! ¿Acaba usted de ver a su mujer, no es cierto? —Intentaré preguntárselo, de todos modos —dijo Cincinnatus—. ¿Hay otros prisioneros aquí, además de mí y del bastante molesto Pierre?
Rodion enrojeció pero guardó silencio. —¿Y el verdugo, no ha llegado aún? —preguntó Cincinnatus.
Rodion estaba por cerrar furiosamente la ya chirriante puerta, pero, como el día anterior, apareció, con las chinelas de cuero marroquí crujiendo, el rayado cuerpo de jalea temblorosa, las manos sosteniendo un juego de ajedrez, naipes, otros juegos de salón...
—Mis humildes respetos al amigo Rodion —dijo M'sieur Pierre con su voz de dulzaina, y, sin perder el paso, tembloroso, crujiente, entró en la celda.
—Veo —dijo, sentándose—, que el querido sujeto se llevó una carta. Debe haber sido la que estaba ayer sobre la mesa, ¿eh? ¿Para su esposa? No, no, una simple deducción, no leo las cartas de los demás, aunque es verdad que estaba bien a la vista mientras jugábamos a los naipes. ¿Qué le parece un poco de ajedrez para hoy?
Desplegó un tablero de tela de lana y con su mano gordezuela, doblando el dedo meñique, colocó las piezas, que estaban talladas en pan amasado según la receta de un viejo prisionero, tan duras que hasta una piedra podría envidiarlas.
—Soy soltero, pero, por supuesto, comprendo... Adelante. Yo soy muy rápido... Los buenos jugadores no piensan mucho. Adelante. Le eché una ojeada a su esposa —qué cosita jugosa, no hay duda alguna—, qué cuello, como a mí me gustan... Hey, espere un momento, fue un descuido, permítame retroceder. Aquí, así está mejor. Soy un gran aficionado a las mujeres, y lo que yo les gusto a ellas, las picaronas, usted simplemente no lo creería. Le ha estado escribiendo a su esposa sobre sus hermosos labios y ojos. Recientemente, sabe, he tenido... ¿Por qué mi peón no puede comer? Oh, ya veo. Inteligente. Inteligente. Está bien. Retrocedo. Recientemente he tenido una aventura sexual con una espléndida y robusta fulana. Qué placer cuando una corpulenta morena... ¿Qué es esto? Ésa es una jugada traidora. Debe prevenir a su contrario, así no vale. Aquí, déjeme cambiar mi última jugada. Así. Sí, una criatura magnífica, apasionada, y yo, sabe usted, no me quedo atrás, tengo un pique que ¡woow! Hablando en general, de todas las tentaciones mundanas que bromeando, pero en realidad con la mayor seriedad, tengo intenciones de someter gradualmente a su consideración, la tentación sexual... No, espere un minuto, todavía no he decidido si quiero mover esa pieza. Sí, lo haré. ¿Qué quiere decir, jaque mate? ¿Por qué jaque mate? No puedo mover para aquí, no puedo mover para allá; no puedo mover para ningún lado. Espere un minuto, ¿cuál era la posición? No, antes de eso. Ah, ahora es diferente. Un simple descuido. Está bien, moveré aquí. Sí, una rosa roja entre sus dientes, medias de malla negras altas hasta aquí, y sin un solo remiendo, eso sí que es algo supremo... y ahora, en lugar de éxtasis amorosos, piedra húmeda, hierro herrumbroso, y más adelante —bueno, usted ya sabe lo que nos espera más adelante. Otra vez me distraje. ¿Y si muevo esta otra pieza? Sí, así, es mejor. De todos modos la partida es mía... usted cometió un error tras otro. Y qué si ella le ha sido infiel a uno... ¿acaso uno no la ha tenido también entre sus brazos? Cuando me piden consejo yo siempre les digo: «Caballeros, tengan inventiva. No hay nada más agradable, por ejemplo, que rodearse de espejos y contemplar en ellos la espléndida tarea... ¡maravilloso! ¡Hey! Esto está lejos de ser maravilloso. Palabra de honor, creía que había movido hacia ese escape, no hacia aquél. Entonces usted no puede... Atrás, por favor. Simultáneamente me gusta fumar un cigarro y hablar de menudencias, y me gusta que ella también hable... no hay nada que hacer, hay en mí un cierto grado de perversión... Sí, cuán penoso, cuán amedrentador y doloroso es decir adiós a todas estas cosas... y pensar que otros, tan jóvenes y llenos de savia como uno, continuarán trabajando y trabajando... ¡ah! No sé usted, pero tratándose de caricias, yo adoro lo que nosotros los luchadores franceses llamamos «macarons»: uno le da una buena palmada en el cuello y cuanto más dura es la carne... En primer lugar puedo comer su caballo, en segundo lugar simplemente puedo mover mi rey allá; muy bien... así. No, un momento, un momento, después de todo quería pensarlo un poco. ¿Cuál fue mi última jugada? Retroceda esa pieza y déjeme pensar. Tonterías, aquí no hay jaque mate. Si me permite decirlo, está usted haciendo trampa; esa pieza estaba aquí, o quizá aquí, pero nunca allí, estoy absolutamente seguro. Vamos, atrás, atrás...