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Invitación a una decapitacón
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Автор книги: Владимир Набоков



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El texto original ruso de esta novela se titula Priglashenie na kazn'. No obstante la desagradable repetición del sufijo, yo habría sugerido traducirlo como Invitación a una Ejecución, pero por otra parte, Priglashenie na otsechenie golovi (Invitación a una decapitación) era lo que realmente hubiera dicho en mi idioma nativo, de no haberme encontrado con un tartamudeo similar. Escribí el original ruso en Berlín, hace exactamente un cuarto de siglo, unos quince años después de haber huido del régimen bolchevique, y justo antes de que el régimen nazi alcanzara su mayor popularidad. La cuestión de que si mi visión de ambos en términos de una misma sórdida y bestial farsa tuvo algún efecto sobre este libro, debe preocupar al buen lector tan poco como a mí.



Vladimir Nabokov


Invitación a una decapitación



LATINOAMERICANA DE BOLSILLO


Título original en inglés:

INVITATION TO A BEHEADING

Traducción de Lydia de García Díaz

© EDITORIAL SUR S. R. L., 1960. Buenos Aires


PREFACIO



El texto original ruso de esta novela se titula Priglashenie na kazn'. No obstante la desagradable repetición del sufijo, yo habría sugerido traducirlo como Invitación a una Ejecución, pero por otra parte, Priglashenie na otsechenie golovi (Invitación a una decapitación)era lo que realmente hubiera dicho en mi idioma nativo, de no haberme encontrado con un tartamudeo similar.

Escribí el original ruso en Berlín, hace exactamente un cuarto de siglo, unos quince años después de haber huido del régimen bolchevique, y justo antes de que el régimen nazi alcanzara su mayor popularidad. La cuestión de que si mi visión de ambos en términos de una misma sórdida y bestial farsa tuvo algún efecto sobre este libro, debe preocupar al buen lector tan poco como a mí.

Priglashenie na kazn'apareció en París, por entregas, en una revista editada por emigrantes rusos, la Sovremenríiya Zapiski, y más tarde fue publicada en esa misma ciudad por el Dom Knigi. Los críticos emigrados, a quienes confundió pero gustó, creyeron distinguir en la novela cierto aire «kafkasiano», ignorando que yo no sabía alemán, desconocía absolutamente la moderna literatura germana, y no había leído aún ninguna traducción inglesa o francesa de la obra de Kafka. Sin duda, existen ciertos lazos estilísticos entre este libro y, digamos, mis primeras obras (o la ya posterior Bend Sinister); pero no hay ninguno entre éste y El castilloo El proceso. Las afinidades espirituales no tienen lugar en mi concepto de crítica literaria, pero si tuviera que elegir un alma gemela, sería por cierto aquel gran artista, antes que G. H. Orwell o cualquier otro abastecedor popular de ideas ilustradas y ficción publicitaria. A ese respecto nunca pude entender por qué cada libro mío invariablemente impulsa a los críticos a lanzarse a una precipitada carrera en busca de nombres más o menos célebres para compararme con ellos en apasionada discusión. Durante tres décadas me han arrojado (para nombrar unos pocos de esos inocentes proyectiles) a Gogol, Dostoievski, loyce, Voltaire, Sade, Stendhal, Balzac, Byron, Biernohm, Proust, Kleist, Makar, Marinsky, Mary McCarthy, Meredith (!), Cervantes, Charlie Chaplin, la baronesa Murasaki, Pushkin, Ruskin, y hasta Sebastián Knight. Un autor, sin embargo, nunca ha sido mencionado en esta relación, el único autor a quien reconozco agradecido su influencia sobre mí en el momento de escribir este libro, a saber, el extravagante, melancólico, sabio, ingenioso, mágico y desde todo punto de vista encantador Pierre Delalande, de mi invención.

Si algún día hago un diccionario de definiciones huérfanas de palabras a quien definir, una de las más preciadas será: «Reducir, ampliar, o si no alterar u obligar o alterar, en aras de una tardía mejoría, los propios escritos, para su traducción».

Hablando en general, el apremio crece en proporción al espacio de tiempo que separa al modelo de la mímica; pero cuando mi hijo me dio a revisar la traducción de este libro, y cuando yo, después de tantos años tuve que releer el original ruso, hallé con alivio, que no tenía que luchar con ninguna endiablada enmienda creativa. Mi lenguaje ruso, en 1935, englobaba una cierta visión de los términos precisos que correspondían, y las únicas correcciones necesarias fueron las de pura rutina, en bien de esa claridad de expresión que en inglés parece requerir una pirotecnia menos rebuscada que en ruso. Mi hijo resultó ser un maravilloso traductor congénito; y había quedado establecido entre nosotros que la fidelidad al autor es lo primero, no importa cuán raro sea el resultado. Vive le pedant, y abajo con los gaznápiros que creen que todo está bien si se conserva el «espíritu» mientras las palabras se van solas en ingenua y vulgar parranda por los suburbios de Moscú, por ejemplo, y Shakespeare es reducido otra vez al papel del fantasma del rey.

Mi autor favorito (1767-1849) dijo una vez de una novela ya totalmente olvidada «II a tout pour tous. II fait rire l'enfant et frissonner la femme. II donne à l'homme du monde un vertige salutaire et fait rever ceux qui ne révent jamais». «Invitado a una Decapitación» no puede pretender nada de eso. Es un violín en un claro. La gente del mundo lo juzgará un timo. Los ancianos escaparán de él hacia los romances regionales y las biografías de hombres públicos. Ninguna socia de un club de mujeres se sentirá estremecer. Los mal intencionados descubrirán en la pequeña Emmie a una hermana de Lolita, y los discípulos del médico-hechicero vienés, lo desmenuzarán en un grotesco mundo de culpa colectiva y progresivnoieeducación. Pero como dijo el autor de Discours sur les ombres refiriéndose a otra obra cumbre: «Yo conozco (je cónnais) unos pocos (quelques) lectores que brincarán, mesándose los cabellos».

Oak Creek Canyon, Arizona. 9 de junio de 1959.


COMME UN FOU SE CROIT DIEU,

NOUS NOUS CROYONS MORTELS

Delalande: Discours sur les ombres


CAPITULO PRIMERO



De acuerdo con la ley, la sentencia de muerte le fue anunciada a Cincinnatus C. en voz muy baja. Todos se pusieron de pie, cambiando sonrisas. El juez de cabello cano le acercó su boca al oído, contuvo el aliento, le hizo el anuncio y se apartó lentamente, como despegándose de él. De inmediato devolvieron a Cincinnatus a la fortaleza. El camino se arrollaba a su basamento rocoso y desaparecía dentro de la puerta como una serpiente en una grieta. Él estaba tranquilo; sin embargo tuvieron que llevarle en vilo todo el camino a través de los largos corredores, ya que apoyaba sus pies inseguros, como un niño que acaba de aprender a caminar o como si estuviera por caerse, igual que un hombre que sueña que camina sobre el agua y que de pronto es presa de una repentina duda: ¿es esto posible? Rodion, el carcelero, demoró largo tiempo en abrir la puerta de la celda de Cincinnatus —la llave no era ésa– y se cumplió la alharaca de costumbre. Por fin cedió la puerta. Dentro, esperaba ya el abogado. Estaba sentado sobre el catre, hundido hasta los hombros en el pensamiento, sin la levita (que había sido olvidada sobre una silla en la sala de audiencias —era un día caluroso, un día azul de punta a punta-); saltó impaciente al entrar el prisionero. Pero Cincinnatus no estaba de humor para conversaciones. Aunque la alternativa era la soledad de una celda —con su mirilla como un rumbo en un bote– no le importaba, y pidió que le dejaran solo; todos le hicieron una reverencia y partieron.

De modo que estamos llegando al final. La parte derecha del libro, todavía no gustada, que durante nuestra deliciosa lectura palpábamos levemente comprobando mecánicamente si todavía quedaban muchas páginas (y su grosor plácido y fiel contentaba siempre a nuestros dedos) de pronto, sin razón alguna, se ha vuelto bien magra: unos pocos minutos de rápida lectura, ya cuesta abajo, y ¡horror! El montón de cerezas, cuyo conjunto nos había parecido de un negro tan lustroso y rojizo, se ha transformado de pronto en discretas drupas: aquella de allí está un poco pasada, y esta de aquí está marchita y seca alrededor de su cuesco (y la última es inevitablemente acida y verde). ¡Horror! Cincinnatus se quitó su chaquetón de seda, vistió su bata y, golpeando un poco los pies para detener el temblor, comenzó a recorrer la celda. Sobre la mesa brillaba una limpia hoja de papel, y, claramente perfilado contra su blancura, yacía un lápiz de punta bien afilada, tan largo como la vida de cualquier hombre excepto Cincinnatus, y con brillo de ébano en cada una de sus seis facetas. Un ilustrado descendiente del dedo índice. Cincinnatus escribrió: «A pesar de todo estoy relativamente. En resumidas cuentas yo tenía presentimientos, tenía presentimientos de este final». Rodion estaba parado del otro lado de la puerta y espiaba a través de la mirilla con la decidida atención del capitán de un barco. Cincinnatus sintió un frío en la nuca. Tachó lo que había escrito y comenzó a sombrearlo suavemente; una decoración embrionaria fue apareciendo gradualmente y tomó forma de cuerno de carnero. ¡Horror! Rodion espiaba por la mirilla azul en el horizonte ora subiendo, ora bajando. ¿Quién se estaba mareando? Cincinnatus. Comenzó a sudar, todo se oscureció y sintió que se le erizaban los cabellos. Un reloj dio las horas —cuatro o cinco– con las vibraciones y revibraciones y reverberaciones propias de una prisión. Ruido de pies, una araña —amiga oficial del preso– bajó por un hilo desde el techo. Sin embargo, nadie golpeó la pared, ya que Cincinnatus era a ese entonces el único prisionero (¡en tan enorme fortaleza!).

Algún tiempo después Rodion el carcelero entró y se ofreció para bailar un vals con él. Cincinnatus aceptó. Comenzaron a girar. Las llaves que colgaban del cinturón de cuero de Rodion tintineaban, él olía a sudor, tabaco y ajo; tarareaba, soplando por entre su roja barba, y crujían sus oxidadas articulaciones (¡ay! ya no era el de antes; ahora estaba gordo y le faltaba el aliento). La danza los llevó hasta el corredor. Cincinnatus era mucho más pequeño que su compañero. Cincinnatus era tan ligero como una hoja. El viento del vals hacía ondear las puntas de su largo pero delgado bigote y sus grandes ojos límpidos miraban de soslayo, como siempre ocurre con los danzarines tímidos. En realidad era muy pequeño para ser ya un hombre. Marthe solía decir que sus zapatos hasta a ella le iban estrechos. En la esquina del corredor estaba apostado otro guardia sin nombre con un rifle y una máscara perruna con boca de gasa. Describieron un círculo cerca de él y se deslizaron de vuelta dentro de la celda. Y entonces Cincinnatus lamentó que el amistoso abrazo del desvanecimiento hubiera sido tan breve.

Con banal tristeza volvió a sonar el reloj. El tiempo avanzaba en progresión aritmética: ahora eran las ocho. La fea ventanica demostró ser accesible al acaso; un llameante paralelogramo apareció sobre la pared lateral. La celda se llenó hasta el techo con los óleos del atardecer, que contenían extraordinarios pigmentos. Así uno podría pensar si allí, a la derecha de la puerta, estaba el cuadro de algún audaz colorista o si se trataba de otra ventana ornada, de ésas que ya no existen. (En realidad era un pergamino que colgaba sobre la pared, con dos columnas de preciáis «reglas de prisioneros»; la esquina doblada, las letras rojas del encabezamiento, las viñetas, el antiguo sello de la ciudad —a saber: un hogar con alas– proveían los materiales necesarios para la iluminación vespertina). La cuota de muebles de la celda, consistía en una mesa, una silla y el catre. La cena (los condenados a muerte tenían derecho a recibir las mismas comidas que los carceleros), hacía largo rato que esperaba y se enfriaba en una bandeja de cinc. Se hizo bastante oscuro. De pronto el lugar se llenó de una dorada y altamente concentrada luz eléctrica.

Cincinnatus bajó los pies del catre. Una bola recorrió su cabeza, de la nuca a la sien, se detuvo y retrocedió. Mientras tanto se abrió la puerta y entró el director de la cárcel.

Como siempre, vestía levita, y se mantenía exquisitamente erguido, una mano sobre el corazón, la otra tras su espalda. Un perfecto tupé negro como la brea que lucía un peinado grasiento, cubría suavemente su cabeza. Su cara, elegida sin amor, con sus mejillas gruesas y cetrinas y su sistema de arrugas un tanto anticuadas, era animada en cierto modo por dos, y solamente por dos, ojos saltones. Moviendo uniformemente las piernas cubiertas por sus pantalones columnarios, caminó desde la pared hasta la mesa, casi hasta el catre —pero, a pesar de su majestuosa solidez, se desvaneció tranquilamente, disolviéndose en el aire. Un minuto después, sin embargo, la puerta s volvió a abrir, esta vez con el chirrido familiar, y, vestid como siempre con su levita, sacando pecho, entró la misma persona.

—Habiendo sabido de fuentes dignas de crédito que su suerte está prácticamente sellada —comenzó a decir con voz baja—, he considerado mi deber, estimado señor...

Cincinnatus dijo:

—Amable. Usted. Mucho. (Esto todavía debía ser mejor dispuesto.).

—Es usted muy amable —dijo un Cincinnatus adicional después de aclararse la voz.

– Merci—exclamó el director sin tener en cuenta la falta de tacto de esa palabra—. ¡ Merci! No piense. El deber. Yo siempre. Pero caramba, puedo atreverme a preguntar, ¿no ha tocado usted su comida?

El director levantó la tapa y alzó hasta su sensitiva nariz el tazón del guiso coagulado. Con dos dedos tomó una papa y comenzó a masticar poderosamente, escogiendo ya con una ceja algo en otro plato.

—No sé qué comida mejor podría usted desear —dijo con disgusto, y, tirándose de los puños, se sentó a la mesa para estar más cómodo mientras comía el budín de arroz.

Cincinnatus dijo:

—Me gustaría saber si habrá para largo.

—¡Excelente sambayon! Me gustaría saber si habrá para largo. Desgraciadamente yo mismo no lo sé. Siempre me informan a último momento; me he quejado muchas veces; puedo mostrarle toda la correspondencia al respecto, si le interesa.

—¿De modo que puede ser mañana por la mañana? —preguntó Cincinnatus.

—Si le interesa... —dijo el director—. Sí, categóricamente delicioso y muy satisfactorio, eso es lo que le diré. Y ahora, pour la digestión, permítame ofrecerle un cigarrillo. No tema, a lo sumo éste sería el penúltimo —añadió ingeniosamente.

—No pregunto por curiosidad —dijo Cincinnatus—. Es verdad que los cobardes son siempre curiosos. Pero le aseguro... Aun cuando no puedo controlar mis escalofríos y cosas por el estilo, eso nada significa. Un jinete no es responsable por los temblores de su caballo. Quiero saberlo por esta razón: la compensación de una pena de muerte es el conocimiento de la hora exacta en que uno ha de morir. U;n gran lujo, pero bien ganado. Sin embargo, me dejan en esa ignorancia que es tolerable sólo para aquellos que viven en libertad. Y, más aún, tengo en mi cabeza muchos proyectos que fueron comenzados e interrumpidos en diversas ocasiones... Simplemente no he de continuarlos si el tiempo que resta hasta mi ejecución no es suficientemente largo para concluirlos con orden. Es por eso que...

—Oh, quiere hacerme el favor de cesar de gruñir —dijo el director irritado—. En primer lugar, está contra el reglamento, y en segundo, se lo digo por segunda vez y en claro ruso, no lo sé. Todo lo que puedo decirle es que su compañero de destino es esperado de un día a otro; y cuando llegue y descanse y se acostumbre a los alrededores, todavía tendrá que probar el instrumento, si, desdeí luego, no ha traído el propio, lo que es muy probable. ¿Qué tal el tabaco? ¿No es demasiado fuerte?

—No —respondió Cincinnatus, después de mirar distraídamente su cigarrillo—. Sólo que me parece que de acuerdo con la ley... Usted no, quizás pero sí el administrador de la ciudad... se supone que...

—Ya hemos conversado y ahora basta —dijo el director—: En realidad, yo he venido, no ha escuchar quejas, sino a... —parpadeando buscó primero en un bolsillo, luego en otro. Por fin, de un bolsillo del pecho interior, extrajo una hoja de papel rayado, obviamente arrancada de un cuaderno de escuela.

—Aquí no hay cenicero —observó, haciendo gestos con el cigarrillo—. Oh, bueno, ahoguemos lo que queda en el resto de esta salsa... Así. Yo diría que esta luz es un poco desagradable. Quizás si nosotros... Oh, no importa, tendrá que servir.

Desplegó el papel y, sin calarse las gafas de armazón de asta que mantuvo frente a sus ojos, comenzó a leer claramente:

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas...» Creo que será mejor que nos pongamos de pie —se interrumpió con aire preocupado, levantándose de la silla. Cincinnatus lo imitó.

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas están sobre ti, y tus jueces se muestran jubilosos y tú te estás preparando para esos movimientos corporales involuntarios que suceden directamente a la separación de la cabeza, te dirijo una palabra de despedida. Es mi misión, y esto yo nunca he de olvidar, proveer a tu estancia en la cárcel de toda esa multitud de comodidades permitidas por la ley. Por lo tanto seré feliz de dedicar toda la atención posible a cualquier expresión de tu gratitud, preferiblemente, sin embargo, por escrito y en un costado de la hoja...»

—Ya está —dijo el director plegando las patillas de las gafas—. Eso es todo. No lo detendré más. Déjeme saber si necesita algo.

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir rápidamente, indicando de esta forma que la audiencia había terminado. Cincinnatus salió. Sobre la pared del corredor dormitaba la sombra de Rodion, reclinada sobre la sombra de un banquillo, con solamente una orla de barba rojiza delineada. Más adelante al doblar la pared, el otro guardia se había sacado la máscara de su uniforme y se secaba la cara con la manga. Cincinnatus comenzó a bajar la escalera. Los escalones de piedra eran angostos y resbaladizos, con la impalpable espiral de una barandilla fantasma. Al llegar al fondo, nuevamente recorrió corredores. Una puerta cuyo cartel «Oficina» se traslucía invertido como en un espejo, estaba abierta de par en par. La luz de la luna destellaba sobre un tintero y el canasto de papeles crujía y se sacudía furiosamente bajo la mesa: un ratón debía haber caído dentro. Cincinnatus, después de cruzar muchas otras puertas, tropezó, brincó y se encontró en un pequeño patio, lleno de varias partes de la luna desmantelada. Esa noche, el santo y seña era silencio, silencio de Cincinnatus y le dejó pasar; lo mismo ocurrió en todas las otras puertas. Dejando atrás la neblinosa masa de la fortaleza, comenzó a deslizarse por un empinado y húmedo banco de césped; alcanzó un pálido sendero entre las colinas, cruzó dos, tres veces los meandros del camino principal —que, habiéndose sacudido por encima la última sombra de la fortaleza, corría más derecho y libre– y un puente de filigrana a través de un riachuelo seco, condujo a Cincinnatus hasta la ciudad. Subió hasta la cima de un terraplén, dobló a la izquierda hacia Garden Street y pasó rápidamente junto a unos arbustos de gris florescencia. En algún lugar relampagueó una ventana iluminada; detrás de alguna empalizada un perro sacudió su cadena pero no ladró. La brisa hacía cuanto podía para enfriar el cuello desnudo del fugitivo. De tanto en tanto, llegaba una ola de fragancia de los Tamara Gardens. ¡Cuán bien conocía ese parque público! Allí, donde Marthe, cuando novia, se asustaba de las ranas y escarabajos... Allí, donde cada vez que la vida parecía insoportable, se podía vaga con un capullo de lila apretado en los labios y lágrima como luciérnagas en los ojos. Aquel verde parque de alerces, la languidez de sus laguillos, el tum-tum-tum de una banda distante... Dobló hacia Matterfact Street, pasó lasl ruinas de una vieja fábrica, el orgullo de la ciudad, pasó susurrantes tilos, pasó las blancas casas de aspecto festivo de los empleados de telégrafos, perpetuamente celebrando el cumpleaños de alguien, y desembocó en Telegrap Street. Desde allí, un estrecho sendero lo llevó cuesta arriba, y otra vez los tilos comenzaron a murmurar discretamente. Dos hombres, supuestamente sentados sobre un banco, conversaban quedamente en medio de la oscuridad de un jardín público. —Digo que está equivocado—, dijo uno. El otro contestó ininteligiblemente y ambos exhalaron un suspiro que se mezcló naturalmente con el susurro del follaje. Cincinnatus llegó corriendo a una plaza circular donde la luna montaba guardia sobre la familiar estatua de un poeta que parecía un Hombre de las Nieves con un cubo por cabeza, las piernas pegadas– y, luego de unos pocos pasos más, se encontró en su propia calle. A la derecha la luna dibujaba distintos perfiles de ramas sobre las paredes de casas iguales, de modo que sólo por la expresión de las sombras, sólo por la barra interciliar entre dos ventanas, Cincinnatus reconoció su casa. La ventana de Marthe en el piso superior, estaba oscura pero abierta. Los niños deben estar durmiendo en la comba galería; allí se veía algo blanco. Cincinnatus subió corriendo los escalones del frente, abrió de un empujón la puerta y entró en su iluminada celda. Se volvió, pero ya estaba encerrado. ¡Horror! El lápiz brillaba sobre la mesa. La araña estaba sentada sobre la pared amarilla.

—¡Apaguen la luz! —gritó Cincinnatus.

Quien le observaba a través de la mirilla la apagó. La oscuridad y el siencio comenzaron a fundirse, pero el reloj interfirió; sonó once veces, pensó un instante, y sonó otra vez más; y Cincinnatus yació boca arriba contemplando la oscuridad, donde brillantes puntitos, se desperdigaban y desaparecían gradualmente. La oscuridad y el silencio se fundieron completamente. Fue entonces, y solamente entonces (eso es, yaciendo boca arriba sobre el catre de una celda, después de media noche, luego de un horrible, horrible, simplemente no puedo decirles cuán horrible día) que Cincinnatus C. evaluó claramente su situación.

Al principio, contra el fondo de este terciopelo negro que forra por las noches la parte interior de los párpados la cara de Marthe apareció como en un relicario. Su tez sonrosada de muñeca, su frente brillante de convexidad infantil; sus finas cejas de trazo hacia arriba; muy por encima de sus redondos ojos color avellana. Ella comenzó a parpadear, volviendo la cabeza, y alrededor de su suave cuello blanco como crema, llevaba una cinta de terciopelo negro. Y la aterciopelada quietud de su vestido brillaban en el fondo, confundiéndose con la oscuridad. Así es cómo él la vio entre el público cuando lo condujera hasta el banquillo de los acusados, recién pintado, donde no se atrevió a sentarse, sino que se quedó de pie a su lado (y todavía tenía las manos sucias de pintura esmeralda y los periodistas codiciosamente fotografiaron las impresiones digitales que dejara sobre el respaldo del asiento). Todavía podía ver los ostentosos pantalones de los petimetres, y los espejos de mano e iridiscentes chales de las mujeres a la moda; pero las caras le eran indistintas; de todos los espectadores sólo recordaba a la Marthe de ojos redondos. El abogado defensor y el fiscal, ambos maquillados para parecer casi iguales (la ley exigía que fueran mellizos homólogos, pero como no siempre los había, se empleaba maquillaje), decían con rapidez de virtuoso las cinco mil palabras asignadas a cada uno. Hablaban alternadamente y el juez, siguiendo el veloz diálogo, movía la cabeza a derecha e izquierda, y todas las otras cabezas le imitaban; sólo Marthe, de perfil, estaba sentada inmóvil como un niño sorprendido, su mirada fija en Cincinnatus, de pie junto al banco de plaza de brillante color verde. El abogado defensor, partidario de la decapitación clásica, derrotó fácilmente al inventivo fiscal, y el juez resumió el caso.

Fragmentos de estos discursos, en los cuales las palabras «traslucidez» y «opacidad» subían y explotaban como burbujas, sonaban en los oídos de Cincinnatus, y el correr de la sangre se transformó en aplauso, y la cara de relicario de Marthe permaneció en su campo visual y se desvaneció sólo cuando el juez —que se había acercado tanto que sobre su atezada nariz podía él ver los poros agrandados, en uno de los cuales, en la mismísima punta, había germinado un solitario pero largo pelo– pronunció en un húmedo susurro:

—Con el gracioso consentimiento del auditorio, se le hará colocar la galera roja—. Frase característica creada por los jueces cuyo significado conocían hasta los colegiales.

Y sin embargo he sido formado con tanto cuidado —pensó Cincinnatus mientras lloraba en la oscuridad—. La curva de mi columna vertebral fue calculada tan exacta, tan misteriosamente. Siento frecuentemente, comprimidas en mis pantorrillas, la enorme cantidad de millas que aún podría correr en mi vida. Mi cabeza es tan cómoda...

El reloj dio una media, perteneciente a alguna hora desconocida.


CAPITULO II



Los diarios matutinos que le fueron alcanzados por Rodion junto con una taza de chocolate tibio, la hoja local Buenos días, compañerosy el más serio Voz del Público, como siempre abundaban en fotografías en colores. En el primero encontró la fachada de su casa: los niños mirando desde la galería, su suegro mirando por la ventana de la cocina, un fotógrafo asomado a la ventana de Marthe; en el segundo estaba la vista familiar que se apreciaba desde esa misma ventana, que daba al jardín, mostrando el manzano, el portal abierto, y la figura del hombre que fotografiaba la fachada. Además, encontró dos fotos suyas, mostrándolo tal como era en su mansa juventud.

Cincinnatus era hijo de un pasajero desconocido y pasó su niñez en una gran institución más allá del río Strop (sólo al llegar a los veinte años conoció a la inquieta, pequeña, y todavía juvenil Cecilia C. que lo concibiera una noche en los laguillos siendo aún una adolescente). Desde sus primeros años, Cincinnatus, comprendiendo por una extraña y feliz casualidad el peligro en que se hallaba, se las arregló cuidadosamente para ocultar cierta peculiaridad suya. Era impermeable a los rayos de los demás y por lo tanto causaba una rara impresión cuando le encontraban desprevenido, como un solitario obstáculo oscuro en este mundo de almas transparentes; sin embargo aprendió a fingir traslucidez empleando un complejo sistema de ilusiones ópticas, por así decirlo, pero en cuanto se olvidaba de sí mismo, en cuanto se permitía una ausencia momentánea de autocontrol en la manipulación de las ladinamente iluminadas facetas y ángulos en que colocaba a su alma, inmediatamente surgía la alarma. En medio de la excitación de un juego, sus contemporáneos de pronto lo rechazaban como si sintieran que su lúcida mirada y la claridad de sus sienes eran una hábil mentira y que en verdad Cincinnatus era opaco. Algunas veces, en lo más profundo de un repentino silencio el maestro, con desazonada perplejidad solía reunir todas sus reservas de piel alrededor de sus ojos, lo contemplaba fijamente largo rato y decía finalmente:

—¿Qué le pasa, Cincinnatus?– Entonces Cincinnatus se rehacía, y, apretando su propio yo contra el pecho, lo ocultaba en lugar seguro.

Con el correr del tiempo dichos lugares se hicieron más escasos: el sol del interés público penetró en todas partes, y la mirilla de la puerta estaba colocada en forma tal que en toda la celda no había un solo rincón que el observador no pudiera atravesar con su mirada penetrante. Por lo tanto Cincinnatus no desmenuzó los multicolores periódicos, no los tiró, como hizo su doble (el doble, el vagabundo, que nos acompaña a cada uno de nosotros —a ti, a mi, a él—, realizando lo que quisiéramos hacer en ese mismo momento, pero no...) Cincinnatus hizo a un lado los diarios con toda calma y terminó su chocolate. La nata marrón que se extendía sobre éste se transformó en un arrugado desecho sobre sus labios. Entonces Cincinnatus vistió la bata negra (que era demasiado larga para él), las zapatillas... negras con pompones y el casquete negro, y comenzó a caminar por la celda tal como lo hiciera cada mañana desde el primer día de su confinamiento.

Niñez en los prados suburbanos. Jugaban a la pelota, al marrano, al papaíto de piernas largas, al a la una la mula, al gallo ciego. Él era ligero y vivaz, pero no les gustaba jugar con él. En el invierno las cuestas de la ciudad se cubrían de una uniforme capa de nieve, y qué divertido era deslizarse en los «cristalinos» trineos Saburov. Cuán rápidamente caía la noche cuando uno volvía a casa después de correr en trineo... Qué estrellas, cuántos pensamientos y tristeza arriba y cuánta ignorancia abajo. En la helada oscuridad metálica las ventanas brillaban con luz ámbar y carmín; las mujeres con pieles de zorro sobre vestidos de seda cruzaban la calle de casa a casa; la vagoneta eléctrica levantaba una momentánea ventisca luminiscente al pasar corriendo sobre la vía espolvoreada de nieve.

Una vocecilla; —Arkady Ilyich, mira a Cincinnatus...

Él no se enojaba con los cuenteros, pero éstos se multiplicaron, y, al madurar, se hicieron temibles. Cincinnatus, que para ellos era negro como el carbón, como si hubiera sido tallado en un enorme bloque de noche, el opaco Cincinnatus se volvería hacia uno y otro lado tratando de recibir los rayos, tratando con ansia desesperada de colocarse en forma tal que pareciera traslúcido. Los que le rodeaban se comprendían a la primera palabra, ya que no poseían palabras que terminaran en forma inesperada, quizás en alguna letra arcaica, una upsilamba, que se transformara en un pájaro o en una catapulta con consecuencias inusitadas. En el pequeño y polvoriento museo de Second Boulevard, adonde le llevaban cuando niño, y adonde él llevaría más tarde a sus alumnos, había una colección da objetos raros y maravillosos. Pero todos los concurrentes, excepto Cincinnatus, los encontraban tan limitados y transparentes como a sus semejantes. Lo que no tiene nombre no existe. Desgraciadamente todo tenía nombre.

«Existencia sin nombre, sustancia intangible», leyó Cincinnatus en la pared detrás de la puerta.

«Perpetuos celebrantes de onomásticos, podé...», estaba escrito en otro lugar.

Más hacia la izquierda, con mano fuerte y nítida, sin una sola línea superflua: «Nota que cuando se dirigen a ti...». El resto había sido borrado.


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