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Invitación a una decapitacón
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:03

Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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El atractivamente pintado M'sieur Pierre hizo una reverencia juntando sus botas de charol y dijo con un cómico falsetto.

—El carruaje aguarda, si gusta, señor.

—¿adónde vamos? —preguntó Cincinnatus genuinamente sorprendido al principio; tan convencido estaba que debía ocurrir al amanecer.

—Adonde, adonde... —se burló M'sieur Pierre—. Usted sabe adonde. A jugar al carnicero.

—Pero no nos tenemos que ir en este mismo momento, ¿no? —preguntó Cincinnatus y él mismo se sorprendió de lo que estaba diciendo—. No estoy bien preparado... (¿Cincinnatus, eres tú el que habla?)

—Sí, en este mismo momento. Por todos los cielos, amigo mío, ha tenido usted casi tres semanas para prepararse. Podría pensarse que es tiempo suficiente. Estos son mis ayudantes, Rod y Rom, por favor sea amable con ellos. Tendrán un aspecto mezquino, pero son diligentes.

—Hacemos lo que podemos —zumbaron los tipos.

—Casi me olvido —continuó M'sieur Pierre—, de acuerdo con la ley aún tiene usted derecho a... Roman, muchacho, ¿quieres alcanzarme la lista?

Roman, con exagerada prisa sacó de debajo del forro de su gorra una tarjeta ribeteada de negro, doblada en dos; mientras la sacaba, Rodrig seguía palmeándose mecánicamente los costados, como buscando algo en sus bolsillos, sin apartar sus imbéciles ojos de su camarada.

—Para simplificar las cosas —dijo M'sieur Pierre– he aquí preparado un menú de últimos deseos. Puede usted elegir uno y sólo uno: o una breve excursión al baño; o una rápida inspección a la colección de postales francesas de la prisión; o... ¿qué es esto...? número cuatro escribir una nota al director expresando... expresando su gratitud por su considerado... ¡Bueno, nunca lo hubiera creído! ¡Rodrig, so bribón! ¡Esto lo has agregado tú! ¡No comprendo cómo te has atrevido! ¡Éste es un documento oficial! Vaya, es un insulto personal para mí, que soy tan meticuloso en el cumplimiento de las leyes, que trato con tanto empeño de...

En su enojo M'sieur Pierre arrojó la tarjeta al suelo; Rodrig inmediatamente la recogió y la alisó murmurando con acento culpable:

—No se enoje... no fui yo, fue Romka el de la broma... y conozco las reglas. Aquí todo está en orden... todos los deseos du jour... o si no á la carte.

—¡Ultrajante! ¡Intolerable! —gritaba M'sieur Pierre mientras se paseaba de arriba a abajo por la celda—. No me encuentro bien, y a pesar de todo cumplo con mis deberes. Me sirven pescado podrido, me ofrecen una despreciable prostituta, me tratan con inusitada falta de respeto, y luego esperan que haga un buen trabajo. ¡No, señor! ¡Basta! ¡La copa de mis sufrimientos se ha colmado! Simplemente, renuncio, háganlo ustedes, cuartéenlo, hagan una carnicería, arruinen mi instrumento...

—Usted es el ídolo del público —dijo obsequioso Roman—. Se lo imploramos, cálmese, Maestro. Si algo no ha estado bien, fue simplemente el resultado de una distracción, un tonto error, un tonto error fruto del exceso de celo, ¡y solamente eso! De modo que perdónenos, no querría el mimado de las mujeres, el preferido de todos, cambiar esa iracunda expresión por la sonrisa con la cual acostumbra distraer...

—Está bien, está bien, suficiente charlatán —dijo M'sieur Pierre aplacándose un poco—. De todos modos, yo cumplo con mis obligaciones mucho mejor que otros que no nombro. Está bien, les perdono. Pero todavía tenemos que decidir lo del maldito último deseo. Bueno, ¿qué ha elegido usted? —le preguntó a Cincinnatus (que estaba sentado inmóvil sobre el catre)—. Vamos, vamos. Quiere terminar de una vez por todas, y el que sea delicado que no mire.

—Terminar de escribir algo —murmuró Cincinnatus como dudando, pero luego frunció el ceño, forzando sus pensamientos, y repentinamente comprendió que en realidad todo había sido ya escrito.

—No entiendo lo que dice —dijo M'sieur Pierre—. Quizás alguien lo comprenda, pero yo no.

Cincinnatus levantó la cabeza. —Esto es lo que yo quería—, dijo claramente —pido tres minutos, vayanse afuera por ese tiempo o quédense aquí, pero callados, sí, tres minutos de tregua, después, estaré listo. Representaré hasta el final mi papel en vuestra estúpida producción.

—Que sean dos minutos y medio —dijo M'sieur Pierre sacando su grueso reloj—. ¿Cede usted medio minuto, amigo? ¿No? Bueno, róbelo nomás, yo estoy de acuerdo.

Se recostó contra la pared adoptando una postura de descanso; Roman y Rodrig siguieron su ejemplo, pero Rodrig se enredó con su propio pie y estuvo a punto de caerse, mirando con pánico al maestro.

—Sh-sh, hijo de p... —siseó M'sieur Pierre—. Y después de todo, ¿por qué se están acomodando tanto? ¡Las manos fuera de los bolsillos! ¡Atención! —Rugiendo aún se sentó en la silla—. Rod, tengo un trabajito para ti: puedes ir limpiando la celda; pero no hagas mucho ruido.

A través de la puerta le fue alcanzada una escoba a Rodrig.

Para comenzar, con el mango de la escoba golpeó la reja de la ventana; un distante, débil «hurra», llegó como desde un abismo, y una ráfaga de aire fresco invadió la celda; las hojas de papel volaron de la mesa y Rodrig las amontonó en un rincón. Luego, con la escoba derribó la gruesa telaraña gris y con ella la araña, a quien una vez mimara con tanto afecto. Para pasar el tiempo Roman la recogió. Confeccionada burda, pero inteligentemente, ésta consistía en un cuerpo redondo de felpa con patas retorcidas hechas con resortes y tenía prendido en el medio de la espalda un largo elástico, de cuya punta la sujetaba Roman moviendo la mano arriba y abajo de modo que el elástico se contrajera y estirara alternativamente y la araña subiera y bajara. M'sieur Pierre dirigió una helada mirada de reojo al juguete y a Roman, y éste, levantando las cejas, se lo guardó apresuradamente en el bolsillo. Rod, mientras tanto, queriendo arrancar el cajón de la mesa, tiraba con todas sus fuerzas, meneándolo, y la mesa se partió en dos. Al mismo tiempo, la silla en que estaba sentado M'sieur Pierre emitió un sonido quejumbroso, como cediendo, y a éste casi se le cae el reloj. Del techo comenzó a caer yeso. Una grieta dibujó un tortuoso camino en la pared. La celda, ya no era necesaria, evidentemente estaba desintegrándose.

... Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta —contó M'sieur Pierre—. Listo. Arriba, por favor. Es un hermoso día, el paseo será de lo más agradable, cualquiera en su lugar estaría ansioso por partir.

—Sólo un instante más. Es ridículo y desgraciado que las manos me tiemblen así, pero no puedo evitarlo ni esconderlas, y, sí, me tiemblan y eso es todo. Destruirán mis papeles, barrerán la basura, la polilla volará hacia la noche a través de la ventana rota, de modo que nada mío quedará entre estas cuatro paredes, que ya están a punto de desmoronarse. Pero ahora el polvo y el olvido ya no significan nada para mí; sólo siento una cosa: temor, temor, vergonzante, vano temor. —En realidad, Cincinnatus no dijo nada; se cambiaba los zapatos en silencio. La vena de su frente estaba hinchada, rubios rizos caían sobre ella, su camisa era de cuello bordado, bien abierto, lo que impartía una cierta apariencia de extraordinaria juventud a su cuello y a su rostro rosado con su tembloroso bigote rubio.

—¡Vamos! —chilló M'sieur Pierre.

Cincinnatus, tratando de no rozarse con nada ni nadie, apoyando los pies como si caminara sobre hielo, salió finalmente de la celda, que, en realidad, ya no estaba más allí.


CAPITULO XX



Cincinnatus fue llevado por pasadizos de piedra; ora delante, ora detrás, saltaba fuera el distraído eco —todas sus madrigueras se estaban derrumbando. A menudo había trechos de oscuridad, porque las lámparas se habían quemado. M'sieur Pierre ordenó que caminaran marcando el paso.

Entonces se les unieron varios soldados con las máscaras caninas de reglamento, y Rodrig y Roman, con permiso de su jefe, se adelantaron con largos y complacidos pasos moviendo los brazos formalmente, y pasándose uno al otro. Gritando, se perdieron al doblar una esquina.

Cincinnatus, quien, ¡ay!, había perdido de pronto la capacidad de caminar, era soportado por M'sieur Pierre y un soldado con cara de galgo. Durante largo rato subieron y bajaron escaleras —la fortaleza debía haber sufrido un leve mal, pues las escaleras descendentes eran ahora ascendentes y viceversa. Otra vez había largos corredores, pero, de una especie más habitada; es decir que demostraban visiblemente —ya sea por el linóleum, por el empapelado, o por un arcón junto a la pared– que lindaban con habitaciones. En una curva hasta se olía a sopa de repollo. Más adelante pasaron una puerta de vidrio con la inscripción «oficina», y después de otro período de oscuridad se encontraron abruptamente en el patio, vibrante bajo el sol del mediodía.

Durante todo el camino Cincinnatus había estado tratando de vencer su sofocante, desencajante, implacable terror. Comprendió que su miedo le arrastraba precisamente a esa falsa lógica de las cosas que se había desarrollado gradualmente a su alrededor, pero de la que, de alguna manera, aún había podido escapar esa mañana. El pensamiento de que este regordete cazador de mejillas sonrosadas lo iba a acuchillar, era ya una inadmisible y enfermante debilidad que arrastraba a Cincinnatus dentro de un sistema peligroso para él. Todo esto lo comprendía, más, como un hombre incapaz de resistirse a discutir con una alucinación, aunque sabe perfectamente bien que toda la mascarada está montada dentro de su propio cerebro, Cincinnatus trató en vano de vencer su temor, a pesar de comprender de que en verdad debía alegrarse ante el despertar cuya proximidad era presagiada por un fenómeno apenas notable, por los efectos peculiares sobre los implementos de todos los días, por una inestabilidad general, por cierta imperfección en toda la materia visible —pero el sol era todavía real, el mundo aún estaba entero, los objetos conservaban una propiedad exterior.

Frente a la tercera puerta esperaba el coche. Los soldados no los escoltaron más, sino que se sentaron sobre troncos apilados junto al muro y comenzaron a sacarse sus máscaras de tela. El personal de la prisión y los familiares de los guardias se apiñaban tímida y vorazmente alrededor de la puerta —niños de pies desnudos se adelantaban, tratando de ingresar al cuadro, e inmediatamente se hacían atrás, y sus madres los llamaban a chistidos; y la cálida luz doraba la paja derramada, y había olor a ortigas calientes mientras en un rincón se apretaban una docena de gansos que graznaban discretamente.

—Bueno, en marcha —dijo M'sieur Pierre garbosamente calándose su sombrero verde con una pluma de faisán.

Un viejo coche lleno de cicatrices que se inclinó con un gruñido cuando el pequeño y ágil M'sieur Pierre subió al estribo, era tirado por una yegua baya con los dientes desnudos y lesiones que brillaban de moscas en sus puntiagudas ancas, tan flaca y costillosa era que su tronco parecía estar encerrado dentro de unos aros. En la crin lucía una cinta roja. M'sieur Pierre se corrió para hacer lugar a Cincinnatus y le preguntó si le molestaba la voluminosa caja colocada a sus pies. —Trate de no pisarla, mi estimado amigo —añadió. Rodrig y Roman subieron al pescante. Rodrig, que hacía de cochero, chasqueó el largo látigo, la yegua dio un tirón, no pudo mover inmediatamente el coche y se hundió en sus ancas. Los espectadores lanzaron un discordante e inoportuno viva. Alzándose e inclinándose hacia adelante, Rodrig dio un latigazo al animal en la nariz, y cuando el coche arrancó espasmódicamente casi se tumbó hacia atrás, tirando de las riendas y gritando:

—¡Whoo!

—Tranquilo, tranquilo —dijo M'sieur Pierre con una sonrisa palmeando la espalda de Rodrig con una mano elegantemente enguantada.

El pálido camino se enrolló varias veces con endiablado pintoresquismo alrededor de la base de la fortaleza. En ciertos lugares la cuesta era bastante empinada y Rodrig tiraba de la chasqueante manija del freno. M'sieur Pierre, con las manos apoyadas sobre la cabeza de bulldogde la empuñadura de su bastón, miraba alegremente las colinas, los verdes valles, los tréboles y las vides, y el arremolinado polvo blanco. Al mismo tiempo acariciaba con su mirada el perfil de Cincinnatus, quien estaba todavía sumergido en su lucha interior. Las huesudas, grises, inclinadas espaldas de los dos hombres sentados en el pescante, eran idénticas. Los cascos retumbaban. Los tábanos giraban como satélites. Algunas veces el coche dejaba atrás a presurosos peregrinos (el cocinero de la prisión, por ejemplo, y su esposa) quienes se detenían protegiéndose del sol y el polvo, y luego apretaban el paso. Una vuelta más y entonces el camino se alargaba hacia el puente, arrancando ya de la espiral de la fortaleza (que ya parecía bastante pobre; la perspectiva estaba desorganizada, algo se había desprendido).

—Lamento haberme enojado así —decía M'sieur Pierre gentilmente—. No esté enfadado conmigo, amiguito. Usted comprende bien cuánto duele ver a otros chapucear cuando uno pone toda el alma en su trabajo.

Cruzaron el puente. La noticia de la ejecución recién había comenzado a esparcirse por el pueblo. Niños rojos y azules corrían tras el coche. Un hombre que fingía locura, un viejo de origen judío que durante muchos años pescara un pez inexistente en un río sin agua, juntaba sus enseres apurado por unirse al primer grupo de ciudadanos que iban hacia Thriller Square.

—... pero no perdamos el tiempo en eso —decía MonsieurPierre—. Los hombres de mi temperamento son iracundos pero se sobreponen rápidamente. Mejor volvamos nuestra atención a la conducta del bello sexo.

Varias muchachas, sin sombrero, chillando y empujándose, compraron toda la mercadería a una gorda florista de pechos bronceados y la más valiente de ellas se las arregló para tirar un ramo dentro del coche, sacándole casi la gorra a Roman. M'sieur Pierre sacudió un dedo.

El caballo, mirando de soslayo con su ojo legañoso a los chatos y manchados perros, que alargaban sus cuerpos corriendo junto a sus cascos, se arrastró por Garden Street; la multitud ya se agolpaba; otro ramo dio contra el coche. Ahora doblaban hacia la derecha, cruzando frente a las grandes ruinas de la antigua fábrica; luego recorrían Telegraph Street, toda ruidos, timbres, quejidos, por culpa de los instrumentos que estaban afinando; en seguida, por un sendero murmurante, sin pavimento, pasaron por un jardín público donde dos hombres barbudos se levantaron de un banco cuando vieron el coche y, gesticulando enfáticamente, empezaron a señalárselo uno al otro —ambos espantosamente excitados, con sus hombros cuadrados– y ya corrían, levantando angular y enérgicamente las piernas, hacia el mismo lugar que todo el mundo. Más allá del jardín público, la corpulenta estatua blanca había sido partida en dos —por un rayo, decían los periódicos.

—Dentro de un momento pasaremos frente a su casa —dijo M'sieur Pierre muy suavemente.

Roman comenzó a afanarse en el pescante y, dándose vuelta hacia Cincinnatus gritó:

—Dentro de un instante pasaremos frente a su casa —y de inmediato tomó su posición anterior, saltando como un gnomo satisfecho.

Cincinnatus no quiso mirar, pero sin embargo lo hizo. Marthe estaba sentada sobre las ramas del manzano estéril agitando un pañuelo, mientras en el jardín de la casa siguiente, entre girasoles y malvas un espantapájaros con un aplastado sombrero de copa, saludaba con la manga. La pared de la casa, especialmente en los lugares donde jugaran una vez las sombras de las hojas, estaba extrañamente descascarillada, y parte del techo... Pero ya habían pasado de largo.

—Realmente es usted empedernido —dijo M'sieur Pierre con un suspiro, e impacientemente golpeó con el bastón la espalda del cochero, quien se irguió ligeramente y, con frenéticos latigazos obtuvo un milagro: la jaca galopó. Ahora iban por el boulevard. La agitación crecía en la ciudad. Las abigarradas fachadas de las casas se ladeaban y aleteaban, apresuradamente decoradas con carteles de bienvenida. Una casita lucía especial atavío. Su puerta se abrió rápidamente, apareció un joven y toda su familia salió tras él a despedirle, ese día cumplía exactamente los años necesarios para asistir a las ejecuciones; mamá sonreía a través de sus lágrimas, abuelita le metía un emparedado en la mochila, el hermanito menor le alcanzaba el bastón. Los antiguos puentes de piedra que se arqueaban sobre las calles (tiempo atrás tan apreciados por los transeúntes, ahora sólo usados por los bobos y los supervisores de calles), ya hervían de fotógrafos. M'sieur Pierre se arreglaba el sombrero continuamente. Junto al carruaje pasaban petimetres montados en sus brillantes bicicletas a cuerda alargando el cuello. Alguien vestido con pantalones a la turca salió corriendo de un café con una bolsa de confetti, pero al errar la puntería lanzó su tormenta multicolor a la cara de un hirsuto individuo que llegaba corriendo de la vereda opuesta con una fuente de bienvenida de «pan y sal». Todo cuanto quedaba de la estatua del Capitán Somnus, eran las piernas hasta las caderas, rodeadas de rojas —allí también debió haber dado el rayo. En algún lugar más adelante una banda marchaba a gran velocidad a los acordes de Golubchnik. Blancas nubes brincaban a través de todo el cielo —pienso que las mismas pasan una y otra vez, pienso que sólo hay tres clases, pienso que todo esto es teatro, con un sospechoso tinte verde...

Llegaron. Aún había relativamente pocos espectadores, pero continuaban fluyendo sin cesar. En el centro de la plaza —no, no precisamente en el centro, eso era exactamente lo más horripilante– se levantaba la plataforma bermellón del cadalso. El viejo coche fúnebre municipal eléctrico esperaba modestamente a poca distancia.

Una brigada combinada de telegrafistas y bomberos guardaban el orden. La banda aparentemente tocaba con todas sus fuerzas, ya que el director, un inválido cojo, movía sus manos furiosamente, sin embargo no se oía un solo sonido.

M'sieur Pierre alzando sus gordos hombros bajó grácilmente del coche, y de inmediato se volvió a ayudar a Cincinnatus, pero éste descendió por el otro lado. Hubo algunos abucheos.

Rodrig y Roman saltaron del pescante; los tres se apretaron alrededor de Cincinnatus. —Sin ayuda —dijo Cincinnatus. Había unos veinte pasos hasta el cadalso y, para que nadie lo pudiera tocar, Cincinnatus fue obligado a trotar. Un perro ladró entre la multitud. Al llegar a los rojos escalones, Cincinnatus se detuvo. M'sieur Pierre le tomó del codo.

—Sin ayuda —dijo Cincinnatus. Subió a la plataforma donde estaba el aparato, es decir, una plancha de roble pulida y en declive, lo suficientemente grande como para que uno pudiera acostarse en ella con los brazos extendidos. M'sieur Pierre también subió. El público zumbó.

Mientras los demás se afanaban con los baldes y esparcían el aserrín, Cincinnatus, sin saber qué hacer, se apoyó en la barandilla de madera, pero un ligero temblor lo sacudía y algunos espectadores curiosos comenzaron a palparle los tobillos; se apartó y, un poco falto de aliento, mojándose los labios, con los brazos torpemente cruzados sobre el pecho como si lo hiciera por primera vez, comenzó a mirar a su alrededor. Algo había ocurrido con la luz; al sol le pasaba algo raro, y una parte del cielo temblaba. Habían plantado álamos bordeando la plaza, pero estaban yertos y destartalados —uno de ellos, muy lentamente...

Pero nuevamente la multitud zumbó. Rodrig y Roman, a los tumbos, chocándose, bufando y gruñendo, subieron torpemente el pesado estuche y lo dejaron caer sobre el piso. M'sieur Pierre se sacó la chaqueta quedándose en chaleco. En sus blancos bíceps tenía tatuada una mujer color turquesa, mientras que, en una de las primeras filas de la multitud que se apretujaba alrededor del mismísimo cadalso (a pesar de las súplicas de los bomberos) estaba la misma mujer, de carne y hueso, y también sus dos hermanas y el viejecito con la caña de pescar, y la bronceada florista, y el joven con su bastón, y uno de los cuñados de Cincinnatus, y el bibliotecario leyendo un diario, y ese fornido individuo Nikita Lukich, el ingeniero —y Cincinnatus divisó también a un hombre a quien solía encontrar cada mañana camino al Jardín de Infantes, pero cuyo nombre no conocía. Detrás de estas primeras filas había otros cuyos ojos y bocas no se destacaban tan precisamente, y más allá, capas de caras muy borrosas y por ello idénticas, y luego —las más lejanas estaban bastante mal embadurnadas sobre el telón de fondo. Otro álamo cayó.

De pronto la banda se detuvo —o mejor aún, ahora que estaba callada uno se daba cuenta de que había tocado todo el tiempo. Uno de los músicos, gordo y plácido, haciendo pedazos su instrumento, sacudió la saliva de sus brillantes articulaciones. Más allá de la orquesta se extendía un paisaje inocuo, verde, alegórico: un pórtico, colinas, una jabonosa cascada.

Vivaz y enérgicamente (hizo retroceder involuntariamente a Cincinnatus) el director suplente de la ciudad saltó sobre la plataforma y colocando displicentemente el pie sobre la plancha de roble (era un maestro en el arte de la elocuencia fácil) exclamó en alta voz:

—¡Conciudadanos! Un breve comentario. Últimamente se ha observado en nuestras calles una tendencia por parte de ciertos individuos de la joven generación, a caminar tan rápido, que nosotros los mayores nos vemos obligados a hacernos a un lado y a pisar los charcos. Por otra parte me gustaría decir que pasado mañana se abre una exposición de muebles en la esquina de First Boulevard y Brigadier Street, y que sinceramente espero encontrarlos a todos allí. Además les recuerdo que esta noche se presentará con éxito sensacional la nueva ópera cómica Sócrates debe decrecer. También me han pedido que les comunique que el Centro Kifer de Distribución ha recibido una gran selección de cinturones para damas y que la oferta puede que no se repita. Ahora dejo mi lugar a otros participantes y espero, ciudadanos, que gocen de buena salud y que no les falte nada.

Deslizándose con la misma agilidad entre los barrotes de la barandilla, abandonó la plataforma acompañado por un murmullo de aprobación. M'sieur Pierre, que ya había vestido un mandil blanco (debajo del cual asomaban sus fuertes botas) se secaba cuidadosamente las manos con una toalla y miraba a su alrededor con calma y benevolencia. Tan pronto como hubo terminado el director suplente, arrojó la toalla a sus ayudantes y se acercó a Cincinnatus.

(Los cuadrados hocicos negros de los fotógrafos se ladearon y luego quedaron inmóviles).

—Ni nervios ni apuro, por favor —dijo M'sieur Pierre—. Primero de todo nos sacaremos la camiseta.

—Sin ayuda —dijo Cincinnatus.

—Buen chico. Llévense la camiseta. Ahora le mostraré cómo debe acostarse.

M'sieur Pierre se dejó caer sobre la plancha de roble. El público zumbó.

—¿Comprendido? —preguntó M'sieur Pierre levantándose de un salto y enderezándose el mandil (se le había desatado, Rodion se lo sujetó)—. Bien, comencemos. La luz no es muy buena... quizá si usted... eso es. Gracias. Quizá un poquitito más... ¡excelente! Ahora le ruego que se acueste.

—Sin ayuda, sin ayuda —dijo Cincinnatus y se acostó boca abajo como le mostraran, pero de inmediato se cubrió la nuca con las manos.

—¡Qué tonto! —dijo M'sieur Pierre desde arriba—. Si hace eso cómo voy a poder... (sí, déjelo aquí; luego, inmediatamente después, el balde)... ¿y ahora a qué viene toda esta contracción de músculos? No debe haber la menor tensión. Con absoluta calma. Retire sus manos, por favor... (ahora alcáncemela). Esté tranquilo y cuente en voz alta.

—Hasta diez —dijo Cincinnatus.

—¿Cómo mi amigo? —preguntó M'sieur Pierre como invitándolo a repetirlo, y añadió suavemente comenzando ya a levantarla—. Apártense un poco, caballeros.

—Hasta diez —repitió Cincinnatus extendiendo los brazos.

—No estoy haciendo nada todavía —dijo M'sieur Pierre con la respiración entrecortada por el esfuerzo, y la sombra de su blandir ya corría por los tablones, cuando Cincinnatus comenzó a contar con voz fuerte y firme: un Cincinnatus contaba pero el otro Cincinnatus ya había dejado de atender al sonido de la innecesaria cuenta que se perdía en la distancia, y con una claridad que nunca experimentara antes —al principio, casi dolorosa, tan repentinamente llegara; pero luego inundándole de alegría– reflexionó:

– ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy aquí, acostado de esta manera?—. Y habiéndose hecho estas simples preguntas, las contestó parándose y mirando a su alrededor.

Se hizo una extraña confusión. A través de las caderas aún ondulantes del verdugo, se veía la barandilla. El pálido bibliotecario estaba sentado sobre los escalones, doblado en dos, vomitando. Los espectadores eran transparentes e inútiles, y todos se agitaban y se iban —sólo las filas traseras, que eran pintadas, quedaron en su lugar. Cincinnatus descendió lentamente de la plataforma y marchó a través de los transformantes escombros. Fue alcanzado por Roman, que era ahora mucho, mucho más pequeño, y al mismo tiempo era Rodrig:

—¿Qué está usted haciendo? —graznó saltando—. ¡Usted no puede! Es deshonesto para con él, para con todos... Vuelva, acuéstese... después de todo ya estaba acostado, todo estaba dispuesto, todo estaba terminado. Cincinnatus le hizo a un lado y él, con helado grito, echó a correr pensando sólo en su propia seguridad.

Poco quedaba ya de la plaza. Hacía rato que la plataforma había caído entre una nube de polvo rojizo. La última en pasar corriendo fue una mujer con su chal negro, llevando entre sus brazos, como una larva, al diminuto verdugo; los árboles caídos yacían sin relieve, mientras que aquellos que aún se mantenían en pie, también de dos dimensiones, con un sombreado lateral del tronco para sugerir redondez, apenas si se mantenían con sus ramas hacia la rasgada malla del cielo. Todo se hacía pedazos. Todo caía. Remolinos de viento giraban arrastrándolo todo: polvo, retazos, pedazos de madera pintada, trozos de yeso dorado, ladrillos de cartón, carteles; una árida tiniebla se desvaneció; y entre el polvo, las cosas que caían y los aleteantes decorados, Cincinnatus se abrió camino en dirección adonde, a juzgar por las voces, se hallaban sus semejantes.



***




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01/12/2010


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