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Invitación a una decapitacón
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:03

Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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A continuación, con desmañada letra infantil: «Cobraré multa a quien escriba», firmado: «Director de la Prisión».

Y todavía podía discernirse otra frase, antigua y enigmática: : «Medidme mientras vivo; después será demasiado tarde».

—De todos modos, yo he sido medido —dijo Cincinnatus, reanudando su paseo y golpeando las paredes con los nudillos—. ¡Pero, como no quiero morir! Mi alma se ha retraído debajo de la almohada. ¡Oh, no quiero! Hará frío cuando deje mi cuerpo caliente. No quiero... Esperen un poco... Déjenme dormitar un poco más...

Doce, trece, catorce. A los quince Cincinnatus fue a trabajar a un taller de juguetes, adonde lo asignaron en razón de su pequeña estatura. Por las noches, en la Biblioteca Flotante in memoriamdel Dr. Sineokov, quien se ahogara exactamente en ese punto del río de la ciudad, se regalaba con libros antiguos al perezoso besar de las olitas. El chirriar de las cadenas, la pequeña galería con sus pantallas de color naranja, el chapoteo, la calma superficie de las aguas aceitadas por la luna y, a la distancia, las luces titilando en la negra tela de araña de un altivo puente. Más tarde, sin embargo, los valiosos volúmenes comenzaron a sufrir los estragos de la humedad, de modo que al final fue necesario secar el río, encauzando todas las aguas hacia el Strop por medio de un canal construido especialmente.

En el taller luchó durante largo tiempo con intrincadas fruslerías y fabricó muñecas de trapo para colegialas; allí estaba el pequeño y velludo Pushkin con su gorro de piel y un ratonesco Gogol luciendo un chaleco rimbombante y el viejo y pequeño Tolstoi, de gorda nariz, con blusa de campesino y muchos otros, como por ejemplo Dobrolyubov, con gafas sin lentes y todo abotonado. Habiendo desarrollado artificialmente un aprecio por este mítico siglo XIX, Cincinnatus estaba preparado para ser completamente absorbido por las nieblas de esa antigüedad encontrando así un falso refugio, pero otra cosa le distrajo.

Allí, en aquella fabriquita, trabajaba Marthe; sus húmedos labios entreabiertos, apuntando un hilo al ojo de una aguja. —¡Hola, Cincinnatus!—, y así comenzaron esos embelesados vagabundeos por los muy, muy espaciosos (tantísimo, que hasta las colinas a la distancia aparecían brumosas por el éxtasis de su lejanía) Tamara Gardens donde, sin razón alguna, los sauces lloran sobre tres arrofl yos, en tres cascadas, cada una con su pequeño arco iris caen en el lago, donde un cisne flota del brazo de su imagen. Las llanas praderas, los rododendros, los robledales, los alegres jardineros con sus botas verdes jugando al escondite todo el día; alguna gruta, algún banco idílico sobra el cual tres graciosos habían dejado tres pequeños montoncitos (es una broma; son imitaciones hechas de hojalata pintada de marrón), algún cervatillo, saltando en la avenida y transformándose ante tus propios ojos en temblorosas manchas de sol; ¡así eran esos jardines! Allí está el parloteo balbuciente de Marthe, sus medias blancas, sus zapatillas de terciopelo, su frío pecho y sus besos col sabor a frutillas silvestres. Si solo uno pudiera ver desde aquí... Por lo menos las copas de los árboles... Por lo menos las colinas distantes... Cincinnatus se ajustó un poco más la bata. Cincinnatus movió la mesa y comenzó a arrastrarla hacia atrás, mientras ésta chillaba con ira: ¡con cuán poca voluntad, con cuántos temblores se movía por el piso de piedra! Sus temblores se transmitían a los dedos de Cincinnatus y al paladar de Cincinnatus mientras él retrocedía hacia la ventana (es decir, hacia la partid donde muy, muy arriba, se hallaba la inclinada cavidad de la ventana). Cayó una ruidosa cuchara, la taza comenzó a bailar, el lápiz le imitó, un libro se deslizó sobre otro. Cincinnatus puso la silla sobre la mesa. Finalmente subió. Pero, desde luego vio nada; sólo el ardiente cielo con unos pocos cabellos blancos peinados hacia atrás, restos de las nubes que no pudieron tolerar lo azul. Apenas si pudo Cincinnatus estirarse hasta los barrotes más allá de los cuales se alzaba el túnel de la ventana con más barrotes aún al final, y su sombreada repetición sobre las desconchadas paredes de la pendiente de piedra. Allí, en un costado, escrita con la misma mano firme y despreciativa de una de las frases a medio borrar que leyera antes, estaba la inscripción: «No puedes ver nada. Yo también probé».

Cincinnatus estaba parado en puntas de pie, prendido de los barrotes de hierro con sus manecitas, todas blancas por el esfuerzo, y la mitad de su cara recibía la luz del sol, y el dorado de su bigote izquierdo brillaba, y había una pequeñita jaula dorada en cada uno de los espejos de sus pupilas, mientras abajo, detrás, sus talones se levantaban fuera de unas zapatillas demasiado grandes.

—Un poco más y se caerá —dijo Rodion, quien había estado allí parado durante todo un minuto, y ahora sujetaba firmemente la pata de la temblorosa silla—. Está bien, está bien. Ya puede ir bajando.

Rodion tenía ojos azules del color del aciano y, como siempre, su espléndida barba roja. Este atractivo ejemplar de ruso, se elevaba hacia Cincinnatus, quien apoyaba en él la planta de su pie desnudo, es decir era su doble quien lo hacía, mientras que el propio Cincinnatus había ya descendido de la silla a la mesa. Rodion, abrazándolo comal a una criatura, lo bajó con sumo cuidado, y luego volvió la mesa a su lugar con un sonido de violín y se sentó en el borde, balanceando el pie que estaba en el aire y apretando el otro contra el piso, asumiendo la seudogarbosa actitud de los libertinos de opereta en la escena de la taberna, mientras Cincinnatus tiraba el cinturón de su bata y hacía lo posible por no llorar.

Rodion cantaba con su voz de bajo-barítono dando vuelta los ojos y blandiendo el jarro vacío. Marthe también acostumbraba a cantar esa arrolladura canción. Las lágrimas fluían de los ojos de Cincinnatus. Al llegar a una nota culminante, Rodion arrojó el jarro contra el piso y se deslizó a la mesa. Su canto pasó al coro, aun cuando estaba solo. Repentinamente levantó ambos brazos y salió.

Sentado sobre el piso, Cincinnatus miró hacia arriba través de sus lágrimas; la sombra de las rejas ya se había mudado. Trató —por centésima vez– de mover la mesa pero, ay, las patas estaban empernadas al suelo desde hacía una eternidad. Comió un higo y comenzó a caminar otra vez por la celda.

Diecinueve, veinte, veintiuno. A los veintidós fue transferido a un jardín de infantes como maestro de la división F, y por ese entonces se casó con Marthe. Casi inmediatamente después que asumiera sus nuevas tareas (que consistían en mantener ocupados a niñitos cojos, jorobados o bizcos), un personaje importante presentó una queja de segundo grado contra él. Cautamente, en forma de conjetura, fue expresada la sugestión de la ilegalidad básica de Cincinnatus. Junto con este memorándumlos padres de ciudad examinaron también las viejas denuncias que de tanto en tanto hicieran llegar sus compañeros de taller más perceptivos. El presidente del comité de educación y ciertos otros personajes oficiales, se turnaron encerrándose con él y le sometieron a los tests prescriptos por la ley. Durante varios días seguidos no se le permitió dormir, y fue obligado a resistir pequeñas conversaciones sin sentido hasta lindar con el delirio; a escribir cartas a distintos objetos y fenómenos naturales; representar escenas de la vida diaria e imitar diversos animales, oficios y enfermedades. Todo esto ejecutó, por todo esto pasó, porque era joven, listo, sano, tenía ansias de vivir, de vivir por algún tiempo con Marthe. De mala gana le dejaron en libertad, le permitieron continuar trabajando con niños de la categoría más inferior, que eran material disponible, para ver qué resultaría. Él los sacaba a pasear, de a pares, mientras daba vueltas a la manivela de una pequeña caja de música que aparecía una moledora de café; los días de fiesta solía hamacarlos en la plaza de juegos. Todos ellos aguantaban la respiración al volar por el aire y chillaban al llegar al suelo. A algunos les enseñó a leer.

Mientras tanto Marthe comenzó a engañarlo durante el mismísimo primer año de matrimonio; en cualquier parte y con cualquiera. Generalmente, cuando Cincinnatus regresaba a casa, ella le recibía con una cierta sonrisa saciada, el mentón contra el cuello, como reprochándose; y espiándole con sus honestos ojos redondos, le decía con voz suave:

—La pequeña Marthe hoy lo hizo otra vez—. Él la contemplaba un instante, con la palma de la mano contra la mejilla, como una mujer, y luego, gimiendo en silencio, atravesaba todas las habitaciones, llenas de los parientes de Marthe, y se encerraba en el baño, donde pataleaba y dejaba correr el agua y tosía, para cubrir el sonido de sus sollozos. Algunas veces, como para justificarse, ella le decía:

—Tú sabes qué criatura generosa soy; es algo tan pequeño, y significaba un alivio tan grande para un hombre.

Pronto estuvo embarazada, y no de él. Dio a luz un nino; inmediatamente volvió a quedar embarazada —otra vez no de él– y alumbró a una niña. El niño era cojo y perverso; la niña, obtusa, obesa y casi ciega. A raíz de sus defectos ambos niños terminaron en su jardín de infantes, y resultaba extraño ver a Marthe tan ágil, suave y sonnw sada, llevando a casa a su rechoncha y a su lisiado. Gradualmente, Cincinnatus fue dejando de vigilarse, y un día,; durante una reunión al aire libre en el parque de la ciudad sonó repentinamente la alarma, y alguien dijo en voz alta:

—Ciudadanos, hay entre nosotros un...—. Aquí siguió una extraña, casi olvidada palabra, y el viento silbó entre los algarrobos, y Cincinnatus no encontró nada mejor que leyantarse y echar a andar, arrancando distraídamente hojas de arbustos que bordeaban el sendero. Y diez días despues fue arrestado.

—Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus mientras caminaba lentamente por la celda—. Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus y se sentó sobre el catre, frotándose la frente con la palma de la mano. Un rayo del ocaso repetía efectos ya familiares. Mañana probablemente —dijd Cincinnatus en su suspiro—. Hubo tanta calma hoy; del modo que mañana, bien temprano...

Por un momento todos guardaron silencio; el jarro de barro con agua en el fondo que había ofrecido de bebei a todos los prisioneros del mundo; las paredes con sus brazos sobre los hombros unas de otras como un cuarteto discutiendo un secreto cuadrado en inaudibles murmullos, la araña de terciopelo, por alguna razón parecida a Marthe; los inmensos libros negros sobre la mesa...

—Qué equivocación —dijo Cincinnatus, y repentinamente rompió a reír. Se puso de pie y se quitó la bata, el casquete, las zapatillas. Se quitó la cabeza como un tupé, se quitó las clavículas como una sopanda, se quitó las costillas como un camisote. Se quitó las caderas y las piernas, se quitó los brazos como manoplas y los arrojó a un rincón. Lo que quedó de él se fue disolviendo gradualmente coloreando apenas el aire. Al principio, Cincinnatus simplemente disfrutó de la calma, luego, ya sumergido de lleno en su ambiente secreto, comenzó libre y alegremente a...

Sonó el trueno de hierro del cerrojo, y Cincinnatus inmediatamente recuperó todo lo que se había quitado, el casquete inclusive. Rodion el carcelero traía una docena de ciruelas amarillas dentro de una canasta redonda forrada con hojas de vid, un obsequio de la esposa del director.

Cincinnatus, tu ejercicio criminal te ha vivificado.


CAPÍTULO III



Cincinnatus fue despertado por el estrépito de voces que como una predestinación se elevaba en el corredor.

Aun cuando el día anterior se había preparado para tal despertar, aun así, no pudo controlar su respiración ni los latidos de su corazón. Cerrándose la bata sobre el corazón para que éste no pudiera ver —calma, no es nada (como le habla uno a un niño en el momento de un desastre increíble)– cubriendo su corazón e incorporándose apenas, Cincinnatus prestó atención. Escuchó el arrastrar de muchos pies en varios planos de audición; escuchó voces, también en distintas profundidades; llegó una con una pregunta; otra, más cerca, respondió. Acelerando desde lejos, alguien zumbó y comenzó a deslizarse por la piedra como sobre hielo. En medio del alboroto la voz de bajo del director murmuró algunas palabras, ininteligibles pero categóricamente imperativas. El detalle más aterrador era que toda esa alharaca era perforada por la voz de una criatura: el director tenía una hijita. Cincinnatus distinguió la voz de tenor de su abogado y el refunfuño de Rodion... Y otra vez alguien al pasar hizo una pregunta violenta y alguien violentamente le respondió. Un ruido brusco, un crujido, un repiqueteo, como si alguien buscara algo con una estaca debajo de un banco. ¿No pueden encontrarlo? oyó preguntar claramente al director. Ruido de pasos corriendo. Ruido de pasos corriendo. Pasaban y volvían a retroceder. Cincinnatus no podía tolerarlo más; puso los pies en el suelo: después de todo, no le habían permitido ver a Marthe... ¿Debo comenzar a vestirme, o esperar que lo hagan ellos? Oh, empiecen de una vez, entren...

Sin embargo, le torturaron durante un par de minutos más. Repentinamente la puerta se abrió, y deslizándose, su abogado entró bruscamente. Estaba desarreglado y sudoroso. Se toqueteaba el puño izquierdo de la camisa y sus ojos lo miraban todo a su alrededor.

—Perdí un gemelo —exclamó jadeando rápidamente, como un perro—. Tiene que —choqué contra algo cuando estaba con la pequeña Emmie– es tan traviesa —de los faldones– cada vez que entro —y el asunto es que yo oí algo– pero no le di ninguna —mire, la cadena debe– yo los apreciaba mucho– bueno, ahora ya es tarde —quizás todavía– le prometí a todos los guardias —es una pena, sin embargo.

—Un tonto error de entresueños —dijo Cincinnatus con calma—. Interpreté mal el bullicio. Esta clase de cosas no son buenas para el corazón.

—Oh, gracias, no se preocupe, no es nada —murmuró distraído el abogado. Y con los ojos literalmente fregaba los rincones de la celda. Estaba claro que se encontraba fuera de sí por la pérdida de tan precioso objeto. Estaba claro. La pérdida del objeto lo ponía fuera de sí. El objeto era precioso. Se encontraba fuera de sí por la pérdida del objeto.

Con un débil gemido Cincinnatus volvió a la cama. El otro se sentó a los pies del catre.

—Cuando venía para acá, a verlo a usted —dijo el abogado—, me sentía tan liviano y alegre... Pero ahora esta bagatela me ha apenado, porque, después de todo, estará de acuerdo en que es una bagatela; hay cosas más importantes. Bueno, ¿cómo se siente?

—En ánimo para una charla confidencial —respondió Cincinnatus con los ojos cerrados—. Quiero compartir con usted algunas conclusiones a las que he llegado. Me encuentro rodeado de despreciables espectros, no de personas. Me atormentan como sólo pueden atormentar visiones fantasmagóricas, malos sueños, luces de delirio, las ñoñerías de las pesadillas y todo lo que aquí abajo pasa por vida real. En teoría, uno debería querer despertar. Pero despertar no puedo sin ayuda exterior, y así y todo, temo esta ayuda terriblemente, y mi misma alma se ha vuelto perezosa y se ha acostumbrado a sus abrigados pañales. De todos los espectros que me rodean, usted, Roman Vissarionovich, probablemente sea el más despreciable, pero, por otra parte, en razón de su posición lógica dentro de nuestras inventadas costumbres, usted es, por así decirlo, un consejero, un defensor...

—A su servicio —dijo el abogado, encantado de que por fin Cincinnatus se mostrara conversador.

—De modo que es por eso que quiero preguntarle: ¿por qué motivo se niegan ellos a decirme la fecha exacta de la ejecución? Un momento, todavía no he terminado. El así llamado director evita darme una respuesta precisa, y alude que —¡un momento!—. Quiero saber, en primea lugar, quién tiene la total y absoluta autoridad para señalar, el día. Quiero saber, en segundo lugar, cómo obtener algo sensato de esta institución, o individuo, o grupo de individuos...

El abogado, que hasta entonces se mostrara impaciente por hablar, ahora, por alguna razón, guardaba silencio. Su cara pintada, con sus pestañas azul oscuro y su largo labio leporino, no presentaba la menor señal de actividad mental.

—Deje en paz a su gemelo —dijo Cincinnatus– y trate de concentrarse.

Roman Vissarionovich cambió de un brinco la posición de su cuerpo, y enganchó sus inquietos dedos, con voz quejumbrosa dijo:

—Es exactamente por ese tono...

—Que voy a ser ejecutado —dijo Cincinnatus—. Eso ya lo sé. ¡Continúe!

—Cambiemos de tema, se lo imploro —lloriqueó Roman Vissarionovich—. ¿Ni siquiera ahora puede permanecer dentro de los límites de la legalidad? Esto es terrible. Esto supera toda mi resistencia. Entré aquí simplemente a preguntarle si no tenía usted algunos deseos legítimos... por ejemplo (aquí su cara se iluminó) quizá deseara usted poseer copias impresas de los discursos pronunciados durante el juicio. En caso de ser así, inmediatamente debe presentarse la petición, que usted y yo podemos preparar ahora mismo, con el detalle específico de cuántas copias de los discursos solicita usted y con qué propósito. Sucede que tengo libre una hora. ¡Oh, por favor, hagámoslo! Y hasta traje un sobre especial...

—Simplemente no me interesa... —dijo Cincinnatus—, pero primero... ¿Entonces, realmente no existe la menor posibilidad de obtener una respuesta?

—Un sobre especial —repitió el abogado para tentarlo.

—Está bien, démelo —dijo Cincinnatus, y rasgó el grueso y henchido sobre en encrespados fragmentos.

—No debió hacer eso —gritó el abogado al borde de las lágrimas—. No debió haberlo hecho en absoluto. Ni siquiera se da cuenta de lo que ha hecho. Quizás allí dentro estaba el perdón. ¡No será posible conseguir otro!

Cincinnatus recogió un puñado de pedacitos y trató de reconstruir por lo menos una frase coherente, pero todo estaba mezclado, deformado, desarticulado.

—Ésta es la clase de cosas que usted siempre hace —gimió el abogado, tomándose las sienes y paseándose por la celda—. Quizá su salvación estuviera allí, en sus manos, de usted... ¡Es horrible! Bueno, ¿qué voy a hacer con usted? Ya todo está perdido y terminado... ¡Y yo estaba tan contento! ¡Lo fui preparando tan cuidadosamente!

—¿Se puede? —dijo el director con voz dilatada mientras abría la puerta—. ¿No les molesto?

—Pase, por favor, Rodrig Ivanovich, pase por favor —dijo el abogado—. Pase, por favor mi querido Rodrig Ivanovich. Sólo que no hay mucha alegría aquí...

—Bueno, ¿y qué tal está hoy nuestro condenado amigo? —bromeó el elegante, digno director, estrechando entre sus carnosas garras rojizas la fría manecita de Cincinnatus—. ¿Todo marcha bien? ¿Ningún dolor o molestia?; ¿Aún chismorreando con nuestro incansable Roman Vissarionovich? Oh, a propósito, querido Roman Vissarionovich, tengo una buena noticia para usted; mi traviesa pequeña encontró su gemelo en la escalera. Là voici. ¿Es oro francés, no es cierto? Muy, muy delicado. No tengo por costumbre hacer cumplidos, pero debo decir...

Ambos se dirigieron a un rincón, pretendiendo examinar la encantadora chuchería, discutir su historia y valor maravillarse ante ella.

Cincinnatus aprovechó la oportunidad para sacar de debajo del catre y, con un sonido agudo y susurrante que se tornó indeciso al final...

—Sí sin duda alguna un excelente gusto, excelente —repitió el director mientras dejaba el rincón junto con el abogado—. De modo que anda bien, joven —dijo despreocupadamente dirigiéndose a Cincinnatus, quien se estaba recostando en la cama—. De todos modos, no debo hacer niñerías. Al público, y a todos nosotros como representantes de ese público, sólo le interesa su bienestar; eso ya debía serle evidente. Estamos dispuestos a ayudarle aliviando su soledad. Dentro de pocos días un nuevo prisionero será transferido a una de nuestras celdas de lujo. Trabará conocimiento con él y eso le entretendrá»

—¿Dentro de pocos días? —preguntó Cincinnatus—. ¿Entonces, habrá unos pocos días más?

—Óiganlo —bromeó el director—. Tiene que saberlo todo. ¿Qué le parece, Roman Vissarionovich?

—Oh, amigo mío. Tiene usted tanta razón —suspiró el abogado.

—Sí, señor —continuó el primero, haciendo sonar sus llaves—. Tiene que cooperar más, señor. Siempre está enojado, arrogante, engañador. Anoche le traje unas ciruelas, sabe, ¿y qué cree que hizo? Su excelencia ni las probó; su excelencia es demasiado orgulloso. ¡Sí, señor! Le decía que íbamos a tener un nuevo prisionero. Con él cubrirá su cuota de charla. No es necesario abatirse como usted lo hace. ¿No le parece, Roman Vissarionovich?

—Ya lo creo, Rodion, ya lo creo —convino el abogado con involuntaria sonrisa.

Rodion se golpeó la barba y continuó:

—Estoy empezando a sentir pena por el pobre caballero; entro, miro, está sobre la silla arriba de la mesa, tratando de alcanzar los barrotes con sus manecitas y sus pies como un mono enfermo. Y con el cielo tan azul y las golondrinas volando y las nubéculas allá arriba, qué bendición, qué bienaventuranza. Bajo al caballero de la mesa como a un niño, y me pongo a gritar, sí, tan cierto como que estoy aquí, parado..., yo grito y grito... verdaderamente me hice pedazos, me daba tanta pena por él.

—Bueno, ¿qué le parece si lo llevamos arriba? —sugirió el abogado vacilante.

—Vaya, seguro, eso podemos hacerlo —dijo lentamente Rodion con seria benevolencia—. Eso siempre podemol hacerlo.

—Envuélvase bien en su bata —indicó Roman Vissarionovich.

Cincinnatus dijo:

—Le obedezco. Sin embargo, exijo, sí, exijo. (Y el pobre Cincinnatus comenzó a golpear los pies contra el suelo histéricamente, perdiendo sus zapatillas.) Que se me informe cuánto tiempo me queda de vida... y si se me permitirá ver a mi mujer.

—Probablemente sí —respondió Roman Vissarionovich después de cambiar miradas con Rodion—. Pero no hable tanto. Bueno, vamos.

—Si gustan ustedes pasar —dijo Rodion empujando con el hombro la puerta sin llave.

Salieron los tres: primero Rodion con sus piernas corvas, sus viejos pantalones descoloridos que le caían como una bolsa en los fondillos; detrás suyo el abogado, con su levita, un tizne en su cuello de celuloide y un ribete de muselina rosa en la parte de atrás de la cabeza donde terminaba la negra peluca; y finalmente, detrás de él, Cincinnatus, perdiendo sus zapatillas, envolviéndose más en su bata.

En la curva del corredor el otro guardián sin nombre les saludó. La pálida y pétrea luz alternaba con trechos de oscuridad. Caminaron y caminaron. Una curva seguía a otra. Pasaron varias veces junto al mismo dibujo de humedad en la pared, que parecía un horrible caballo escuálido. Aquí y allá era necesario encender la luz; una lámpara polvorienta, arriba o al costado, estallaba en una desagradable luz amarilla. También, algunas veces, estaba quemada, y entonces ellos debían continuar a tientas a través de la densa oscuridad. En un punto, donde un inesperado e inexplicable rayo de sol caía desde arriba y se agitaba empañado al romperse contra las corroídas baldosas, Emmie, la hija del director, con vestido y medias a cuadros en tonos vivos —apenas una niña—, pero con las pantorrillas marmóreas de una pequeña bailarina, jugaba con una pelota arrojándola rítmicamente contra la pared. Se volvió, apartó de su mejilla un bucle dorado tomándolo con el cuarto y el quinto dedo de su mano, y siguió con la vista la breve procesión. Rodion, al pasar, había hecho sonar alegremente sus llaves; el abogado golpeó suavemente sus resplandecientes cabellos, pero ella miraba a Cincinnatus, que le sonriera temerosamente. Al llegar a la siguiente curva del pasillo, los tres miraron hacia atrás. Emmie los observaba mientras hacía saltar ligeramente entre sus infantiles manos la lustrosa pelota roja y azul.

Nuevamente caminaron en la oscuridad largo rato, hasta que llegaron a un punto muerto, donde una lámpara color rubí brillaba sobre una manguera enrollada. Rodion abrió una puerta baja de hierro; del otro lado se alzaba una empinada escalera de piedra. Aquí el orden se alteró un tanto: Rodion esperó a que pasaran el abogado y Cincinnatus, detrás de quienes se alineó lentamente cerrando la procesión.

No era fácil trepar por la empinada escalera que a medida que subía iba perdiendo lobreguez, y subieron durante tanto tiempo que para no aburrirse, Cincinnatus comenzó a contar los escalones, llegando hasta un número de tres dígitos, pero entonces tropezó y perdió la cuenta. Gradualmente aumentaba la luminosidad. Exhausto, Cincinnatus subía como un niño, comenzando siempre con el mismo pie. Un tirón más, y repentinamente hubo una fuerte ráfaga de viento, una deslumbrante extensión de cielo estival, y el aire estaba poblado por el grito de golondrinas.

Nuestros viajeros se encontraron en una amplia terraza en la cima de una torre, desde donde se apreciaba una vista que cortaba el aliento, ya que no sólo la torre era inmensa, sino que la fortaleza toda se elevaba en la cresta de una inmensa colina, de la que parecía ser monstruosa excrecencia. Muy lejos, allá abajo, podían verse los casi verticales viñedos, y el blanco camino que serpenteaba hasta alcanzar el lecho seco del río; una persona chiquitica vestida de rojo cruzaba el convexo puente; la mancha que corría delante a lo que más se parecía era a un perro. Más lejos aún, la ciudad inundada por el sol describía un amplio hemiciclo: algunas de las casas multicolores marchaban en filas uniformes acompañadas de árboles redondos, mientras otras, de través, descendían las laderas, pisando sus propias sombras; podía distinguirse el movimiento del tránsito en el First Boulevard, y un débil resplandor amatista, al final, donde funcionaba la famosa fuente, y más, más lejos aún, hacia los brumosos pliegues de las colinas que formaban el horizonte, estaba el oscuro punteado de los robledales salpicados por algún laguillo que brillaba como un espejo de mano, mientras otros luminosos óvalos de agua se reunían, brillando a través de la suave bruma, allí, hacia el oeste, donde el meandroso Strop tenía sus fuentes.

Cincinnatus, con la palma de la mano contra la mejilla, en inmóvil, inefablemente vaga y quizá feliz desesperación, contempló los destellos y la bruma de los Tamara Gardens y tras ellos las desvanecidas colinas color azul paloma. Oh, pasó un largo rato antes de que pudiera apartar sus ojos...

A poca distancia de él, el abogado apoyaba los codos sobre el ancho parapeto de piedra, cuya superficie estaba cubierta por cierta clase de planta emprendedora. Tenía la espalda sucia de yeso. Atisbaba el espacio pensativamente; su pie izquierdo, que calzaba zapato de charol cruzado sobre el derecho, y distendiéndose tanto las medias con los dedos, que los párpados inferiores se le daban vuelta. Rodion había encontrado una escoba por algún lado y barría en silencio las baldosas de la terraza.

Qué fascinante es todo esto —dijo Cincinnatus, dirigiéndose a los jardines, a las colinas (y por alguna razón le resultaba especialmente agradable repetir la palabra «fascinante» de cara al viento, algo así como cuando los niños se cubren y luego descubren las orejas, divertidos por ese reencuentro con el mundo de los sonidos)—. ¡Fascinante! Nunca he visto así esas colinas, tan misteriosas.

Entre alguno de sus pliegues, en sus misteriosos valles, no podría yo... No, será mejor que no piense en eso.

Recorrió completamente la terraza. Hacia el norte, se extendían inmensas llanuras cruzadas por las sombras de las nubes que se deslizaban rápidamente, praderas alternadas con campos sembrados. Más allá de una curva del Strop podían verse los contornos borrados por la maleza del viejo aeródromo, y la construcción donde guardaban el venerable, decrépito aeroplano, que con diversos remiendos en sus herrumbrosas alas, todavía era usado en los días de fiesta, principalmente para diversión de los lisiados. La materia se fatiga. El tiempo pasa sin sentir. En la ciudad había un hombre, un farmacéutico, cuyo bisabuelo, según contaba, había dejado un informe relatando cómo los mercaderes iban a la China por aire.

Cincinnatus completó su viaje por la terraza y regresó a su parapeto sur. Sus ojos efectuaban excursiones sumamente ilegales. Ahora creía distinguir aquel arbusto en flor, aquel pájaro, aquel sendero que se perdía debajo de un dosel de hiedra...

—Bastante por hoy —dijo el director de buen talante tirando la escoba en un rincón y volviéndose a poner la levita—. Retornemos al hogar.

—Sí, ya es hora —respondió el abogado mirando su reloj.

Y la misma pequeña procesión emprendió el regreso: al frente iba el director Rodrig Ivanovich, detrás suyo abogado Roman Vissazionovich, y detrás de éste el prisionero Cincinnatus, quien después de tanto aire fresca se encontraba acosado por espasmos de bostezos. La espalda de la levita del director estaba manchada de yeso.


CAPÍTULO IV



Ella entró, aprovechando la visita matinal de Rodion, deslizándose por debajo de sus manos, que sostenía la bandeja.

—Tut, tut, tut —dijo él, conjurando una tormenta de chocolate. Con suave pie cerró la puerta a sus espaldas, y murmuró entre los bigotes—: Qué criatura desobediente...

Mientras tanto Emmie se había escondido, agazapada debajo de la mesa.

—¿Leyendo un libro, eh? —observó Rodion sonriendo amablemente—. Así vale la pena pasar el tiempo.

Sin levantar los ojos de la página Cincinnatus emitió dos sílabas de asentimiento, pero sus ojos ya no entendieron el texto.

Rodion terminó su sencilla tarea, disipó con un trapo el polvo que bailaba en un rayo del sol, alimentó a la araña y salió.

Emmie estaba aún agazapada, pero algo menos contraída, cimbrando un poco, como sobre muelles; los suaves brazos cruzados, la boca rosada apenas entreabierta, y sus largas pestañas, claras, casi blancas, parpadeando mientras contemplaba la puerta por sobre la mesa. Un gesto ya familiar: rápidamente, con una fortuita elección en los dedos, apartó el blondo cabello caído sobre la sien, mirando con el rabo del ojo a Cincinnatus, quien había hecho a un lado su libro y esperaba para ver qué iría a suceder luego.

—Se ha ido —dijo Cincinnatus.


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