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Invitación a una decapitacón
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:03

Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Estoy emocionado, emocionado —decía M'sieur Pierre mientras formaban cola para felicitarle. Al hacerlo, algunos tropezaban y otros cantaban. El jefe de los bomberos estaba vergonzosamente beodo; dos de los criados trataban furtivamente de llevárselo, pero él sacrificó las colas de su frac, como el lagarto sacrifica su cola, y se quedó. La respetable dama que supervisaba las escuelas, sonrojada, se defendía silenciosa y tensamente del director de abastecimientos, que le apuntaba juguetonamente con un dedo que parecía una zanahoria, como si estuviera por transportarla o por hacerle cosquillas. Repitiendo todo el tiempo—. ¡Tee, tee, tee!

—Amigos, salgamos a la terraza —anunció el anfitrión, tras lo cual el hermano de Marthe y el hijo del difunto Dr. Sineokov abrieron un cortinado con un castañear de argollas de madera; la oscilante luz de faroles pintados reveló una galería de piedra, limitada más allá por los bols de una balaustrada entre los cuales mostraban su negrura los relojes de arena de la noche.

Los saciados huéspedes, con sus vientres gorgoteando, se arrellanaron en sillones bajos. Algunos holgazaneaban junto a las columnas, otros junto a la balaustrada. Cerca de ésta también estaba Cincinnatus girando entre sus dedos la momia de un cigarro, y a su lado, sin darle frente pero tocándole continuamente con la espalda o el costado, M'sieur Pierre decía acompañado por exclamaciones de aprobación de su auditorio:

—Fotografía y pesca —esas son mis dos pasiones principales. Les parecerá raro, pero para mí nada son el honor y la fama comparados con la quietud campesina. Veo que usted sonríe escépticamente, estimado señor– (dijo al pasar a uno de los convidados que al punto repudió su sonrisa) —pero le juro que es así. Y yo no juro en vano. El amor a la naturaleza lo heredé de mi padre, que tampoco mentía nunca. Muchos de ustedes, desde luego, le recuerdan y pueden confirmarlo, aún por escrito si fuera necesario.

Parado junto a la balaustrada, Cincinnatus contemplaba vagamente la oscuridad, y entonces, como por encargo, ésta palideció seductoramente mientras la luna, ahora clara y alta, se deslizaba desde atrás del negro vellón de las nubéculas, barnizaba los arbustos y dejaba que su luz goteara en los laguillos. De pronto, con un abrupto despertar del alma, Cincinnatus se dio cuenta de que estaba en los mismísimos Tamara Gardens, que recordaba tan bien y que se le ocurrieran tan inaccesibles; comprendió también que había caminado por allí muchas veces con Marthe, frente a esa misma casa, que entonces le pareciera una villa blanca con ventanas entabladas; mirando por entre el follaje del monte... Ahora, explorando los alrededores con ojo diligente, removió fácilmente la oscura película de noche de los prados familiares, y también borró de ellas el superfluo polvo lunar para reconstruirlos tal como estaban grabados en su memoria. Mientras restauraba el cuadro tiznado por el hollín de la noche, vio alamedas, senderos, arroyos que tomaban forma en los lugares precisos... a la distancia, apretadas contra el metálico cielo estaban las encantadoras colinas barnizadas de azul y arropadas en las tinieblas...

—Un porche, luz de luna, ella y él —recitó M'sieur Pierre sonriéndole a Cincinnatus quien notó que todos le miraban con tierna y expectante simpatía.

—¿Admirando el panorama? —le dijo el superintendente del parque con aire confidencial, las manos cogidas tras la espalda—. Usted... Se detuvo de pronto y, como embarazado, se volvió hacia M'sieur Pierre:

—Perdóneme... ¿Me permite usted? Después de todo no hemos sido presentados...

—Por favor, por favor. No necesita solicitar mi autorización —respondió M'sieur Pierre cortésmente, y tocándole el codo a Cincinnatus dijo en voz baja—: Este caballero quisiera hablar con usted querido.

El superintendente aclaró su garganta dentro de su puño y repitió:

—El panorama... ¿admirando el panorama? Ahora no se puede ver mucho. Pero espere, exactamente a media noche así me lo ha prometido nuestro ingeniero jefe... ¡Nikita Lukich! ¡Aquí, Nikita Lukich!

—Voy —respondió Nikita Lukich con garbosa voz de bajo y se adelantó con cortesía volviendo alegremente ora hacia uno, ora hacia otro, su joven y carnosa cara con el blanco cepillo de su bigote, colocando amablemente una mano sobre el hombro del superintendente y otra sobre el de M'sieur Pierre.

—Le estaba diciendo, aquí, Nikita Lukich, que usted prometió exactamente a media noche, en honor de...

—Claro que sí —le interrumpió el ingeniero jefe—. Tendremos la sorpresa sin duda alguna. No se preocupe por eso. A propósito, ¿qué hora es?

Alivió los hombros de los demás de la presión de sus anchas manos y con rostro preocupado, entró.

—Bueno, dentro de unas ocho horas, más o menos, ya estaremos en la plaza —dijo M'sieur Pierre cerrando la tapa de su reloj—: No podremos dormir mucho. ¿No tiene usted frío, querido? Este hombre gentil dijo que habría una sorpresa. Debo decir que nos están mimando. Ese pescado que nos sirvieron durante la cena era impagable.—... Deténgase. Déjeme sola —se oyó decir a la ronca voz de la administradora cuya masiva espalda y gris moño apuntaban hacia M'sieur Pierre mientras huía del índice del director de abastecimientos—. Tee, tee —chillaba jocosamente—. Tee, tee.

—Tranquilícese, señora —graznó M'sieur Pierre—, mis callos no son propiedad del estado.

—Hechicera mujer —comentó al pasar el director de abastecimientos inexpresivamente, y con una cabriola se dirigió hacia un grupo de hombres junto a las columnas; entonces su sombra se perdió entre sus sombras, y una brisa hizo oscilar los faroles japoneses —que en la oscuridad revelaban ora una mano retorciendo pomposamente un mostacho, ora una copa llevada hasta unos labios ícticos y seniles, que trataban de sorber el azúcar del fondo. —¡Atención! —gritó el anfitrión cruzando entre sus invitados como un remolino.

Y, primero en el jardín, luego más allá, después aún más lejos, por los senderos, en los campos, en las ciénagas, solas y en racimos, lámparas rubíes, zafiros y topacios se fueron encendiendo gradualmente incrustando gemas en la noche. Los huéspedes comenzaron a «¡Oh!» «¡Ah!» M'sieur Pierre inspiró profundamente y cogió a Cincinnatus por la muñeca. Las luces cubrían una superficie creciente, primero se deslizaban por un valle distante, después surgían sobre la otra ladera en forma de un broche alargado, al instante seguían las primeras cuestas, luego pasaban de colina a colina anidándose en los más secretos pliegues, buscando a tientas el camino hacia la cima y una vez allí, saltando sobre ellas. —¡Oh, qué hermoso! —murmuró M'sieur Pierre apretando por un instante su mejilla contra la de Cincinnatus.

Los invitados aplaudieron. Durante tres minutos brilló un buen millón de lámparas incandescentes de diversos colores, artísticamente dispuestas sobre el pasto, las ramas, las colinas, en forma tal que abrazaban todo el paisaje nocturno con un grandioso monograma de «P» y «C» que sin embargo no había salido demasiado bien. De pronto las luces se apagaron al unísono y una sólida oscuridad alcanzó la terraza.

Cuando reapareció el ingeniero Nikita Lukich, todos le rodearon y quisieron llevarlo en andas. No obstante ya era tiempo de comenzar a pensar en un bien merecido descanso. Antes de que partieran los invitados el anfitrión se ofreció a fotografiar a M'sieur Pierre y a Cincinnatus en la balaustrada. M'sieur Pierre a pesar de ser el actor, ofició sin embargo de director. Un golpe de luz iluminó el blanco perfil de Cincinnatus y la cara sin ojos a su lado. El propio anfitrión les alcanzó las capas y los acompañó hasta la puerta.

En el vestíbulo, malhumorados soldados semidormidos escogían sus alabardas.

—Me siento extremadamente honrado por su visita —le dijo el anfitrión a Cincinnatus al despedirse—. Mañana —o mejor dicho luego– estaré allí, por supuesto, pero no sólo en misión oficial sino por propio placer. Mi sobrino me dice que se espera una gran concurrencia.

—Bueno, le deseo buena suerte —le dijo a M'sieur Pierre entre los tradicionales tres besos en las mejillas. Cincinnatus y M'sieur Pierre con su escolta de soldados se zambulleron en el camino.

—Tomándolo en general —le dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus—. Usted es un buen tipo. Solo que, por qué siempre... Su timidez impresiona mal a quienes recién le conocen. No sé qué pensará usted, pero yo, aunque estoy encantado con la iluminación y todo lo demás, tengo acidez de estómago y la sospecha de que no todo fue cocinado con manteca pura.

Caminaron largo rato. Todo era oscuridad y niebla. Mientras descendían por Steep Avenue, de algún lugar a la izquierda llegó un apagado golpeteo. Pum-Pum-Pum.

—Sinvergüenzas —murmuró M'sieur Pierre—, me aseguraron que ya estaba todo listo.

Por fin cruzaron el puente y comenzaron a ascender. La luna ya había sido retirada y las oscuras torres de la fortaleza se mezclaban con las nubes.

En la tercera puerta Rodrig Ivanovich con bata y gorra de dormir, esperaba.

—Bueno, ¿qué tal fue todo? —preguntó impaciente.

—Nadie le echó de menos —respondió M'sieur Pierre secamente.


CAPÍTULO XVIII



«Traté de dormir, no pude. Sólo conseguí enfriarme, y ahora amanece» (escribía Cincinnatus rápida, ilegiblemente, dejando las palabras sin terminar, como un corredor deja la huella incompleta de su pie), «ahora el aire es pálido y estoy tan helado que me parece que el concepto abstracto de frío tomará su aspecto concreto en mi cuerpo; y vendrán por mí en cualquier momento. Me da vergüenza tener miedo, pero estoy desesperadamente asustado —el terror corre a través de mí con siniestro rugido, cual un torrente; y mi cuerpo vibra como un puente sobre una cascada, y es tanto el ruido, que necesito gritar para escucharme. Estoy avergonzado, mi alma se ha deshonrado– pues esto no debe ser, ne dolzbno b'ilo bi bit'—sólo en el ladrido del idioma ruso pudieron surgir como hongos tantos verbos juntos– oh, cuán avergonzado estoy de que mi atención esté ocupada, y mi alma bloqueada por tales pensamientos. Se abren paso a empujones, con los labios secos, para decir adiós. Toda clase de recuerdos vienen a decir su adiós: Yo, niño, sentado con un libro al cálido sol a orillas de un sonoro arroyuelo y el agua arroja su movedizo reflejo sobre los versos de un viejo poema —amor en el declinar de nuestros años– pero sé que no debo ceder– se torna más tierno y supersticioso —ni a los recuerdos ni al terror ni a esta apasionada síncopa...: y supersticioso —y yo había ansiado tanto que todo fuera armonioso, simple y claro. Pues sé que el horror de la muerte no es nada en realidad, una inocua convulsión —quizá hasta saludable para el alma– el chillido entrecortado de un recién nacido o la furiosa negativa a soltar un juguete —y que una vez vivieron en cavernas donde suena el retintín de un perpetuo gotear, entre estalactitas, sabios que se regocijan ante la muerte y quienes —desatinados la mayoría de las veces, es verdad sin embargo, a su modo vencieron– y aunque es todo esto y conozco también algo aún más importante que nadie aquí sabe —a pesar de todo, mirad, muñecos, cuán aterrorizado estoy, cómo todo en mí tiembla, y aturde, y se precipita– y en cualquier momento vendrán por mí y no estoy preparado, tengo vergüenza...»

Cincinnatus se paró, tomó impulso y dio de cabeza contra la pared —el verdadero Cincinnatus, sin embargo, permaneció sentado a la mesa, contemplando la pared, mordisqueando su lápiz, y de pronto movió los pies y continuó escribiendo con un poco menos de rapidez.

«Salve estos apuntes —no sé a quién se lo pido, pero sálvelos– le aseguro que tal ley existe, búsquela, ¡ya lo verá! —déjelos por aquí durante un tiempo– no le costará nada —y se lo pido con tantas ansias– es mi último deseo —¿cómo puede negármelo? Debo tener por lo menos la posibilidad teórica de un lector; de otro modo debería destruirlos. Ya está, eso es todo cuanto necesitaba decir. Ahora es tiempo de prepararse.»

Hizo una nueva pausa. En la celda había bastante claridad y Cincinnatus supo, por la posición de la luz que estaban por dar las cinco. Esperó hasta escuchar el lejano sonido y siguió escribiendo, pero ahora más lenta y espaciadamente, como si hubiera gastado todas sus fuerzas en alguna exclamación inicial.

«Todas mis palabras giran alrededor de un punto», escribió Cincinnatus. «Envidio a los poetas. cuán maravilloso debe ser correr por una página y desde allí, dejando atrás la sombra, despegar hacia el azul. Lo feo y chapucero de una ejecución; todas las manipulaciones anteriores y posteriores. cuán fría la hoja, cuán liso el mango del hacha. Usarán esmeril. Supongo que el dolor de la partida será rojo y estrepitoso. El pensamiento, cuando escrito, es menos opresivo, pero algunas ideas son como un carcinoma, se lo señala, se lo extirpa y vuelve a crecer más grave aún. Es difícil imaginar que esta misma mañana dentro de una hora o dos...»

Pero dos horas pasaron, y más también y, como siempre, Rodion trajo el desayuno, limpió la celda, sacó punta al lápiz, retiró el sillico, alimentó a la araña. Cincinnatus no le preguntó nada, pero cuando Rodion hubo partido y el tiempo se arrastró con su trote acostumbrado, se dio cuenta que una vez más había sido engañado, que había martirizado su alma para nada y que todo estaba tan incierto, viscoso y sin sentido como antes.

El reloj acababa de dar tres o cuatro campanadas (estaba dormitando y despertó a medias, de modo que no pudo contarlas, y sólo le quedó una impresión aproximada de la suma de sus sonidos) cuando de pronto se abrió la puerta y entró Marthe. Traía las mejillas arreboladas y el moño suelto; el ceñido vestido mal puesto le daba una apariencia extraña, y trataba de enderezárselo tirando de él y meneando las caderas, como si algo le molestara debajo.

—Aquí tienes unas flores —le dijo echando sobre la mesa un ramillete azul de aciano y alzando al mismo tiempo ágilmente el borde de su falda más arriba de las rodillas, poniendo su gorda piernecilla sobre la silla y le yantándose las medias blancas hasta el lugar donde la liga dejara su marca sobre la tierna y temblorosa gordu ra—. Caramba, ¡qué trabajo me dio conseguir permiso! Desde luego tuve que hacer una pequeña concesión —lo de siempre. Bueno, ¿cómo estás, mi pobrecito Cin-cin?

—Debo confesar que no te esperaba —dijo Cincinnatus—. Siéntate en alguna parte.

—Ayer probé, pero sin suerte —y hoy me dije, pasaré aunque sea lo último que haga en mi vida. Me costó una hora, ese director tuyo. A propósito, habló muy bien de ti. Oh, cómo me apuré hoy, qué miedo tuve de llegar tarde. ¡Qué multitud había esta mañana en Thriller Square!

—¿Por qué lo aplazaron? —preguntó Cincinnatus.

—Bueno, dicen que todo el mundo estaba cansado y que no habían dormido bastante anoche. Sabes, la gente no quería irse por nada. Puedes estar orgulloso.

Lágrimas oblongas, maravillosamente bruñidas, se deslizaron por sus mejillas y mentón, siguiendo cuidadosamente todos sus contornos; una fluyó por su cuello hasta el oyuelo de la clavícula... Sus ojos, sin embargo, siguieron mirando tan redondos, sus cortos dedos con manchas blancas en las uñas siguieron separados y sus labios finos y movedizos siguieron emitiendo palabras:

—Hay algunos que insisten en que ahora lo han atrasado por largo tiempo, pero la noticia no está confirmada. No te puedes imaginar los rumores que corren... la confusión...

—¿Por qué lloras? —preguntó sonriendo Cincinnatus.

—No lo sé —estoy agotada...– (Con voz baja y de pecho)—. Estoy enferma y cansada de todo esto. ¡Cincinnatus, Cincinnatus, en qué lío te has metido...! ¡Las cosas que dice la gente es horrible! Escucha. De pronto comenzó a hablar en otro tempo, radiante, chasqueando los labios y pavoneándose. El otro día —¿cuándo fue?– sí, antes de ayer, me viene a ver una damisela, una médica o cosa por el estilo, una ilustre desconocida, con un horrible impermeable, y empieza a tartamudear y a fingir toses: «Claro», dice, «usted comprende». Yo le digo: «No, hasta ahora no entiendo un comino.» Ella me dice: «Oh, yo sé quién es usted, pero usted no me conoce a mí...» Yo le digo... (Marthe al imitar a su interlocutora asumió un tono remilgado y fatuo, que se atenuó en el «ella me dice», y ahora al parodiarse a sí misma se representó calma como la nieve) —En una palabra, trató de decirme que era tu madre– aunque creo que no tiene edad para ello, pero eso pasémoslo por alto. Dijo que tenía miedo de que la persiguieran, ya que la habían interrogado haciéndole toda clase de preguntas. Le digo: «Y yo qué tengo que ver con todo esto, y para qué me quiere usted.» Me dice: «Oh, sí, yo sé que usted es muy buena, que hará todo lo que pueda». Le digo: «¿Qué le hace pensar que soy buena?» Ella me dice: «Oh, yo lo sé...» Y me preguntó si no le podía dar un papel firmado, un certificado, de que nunca había estado en nuestra casa y de que jamás te había visto. Esto le pareció tan, tan divertido a Marthe. Pienso (arrastrando las palabras y con voz de contralto)– que debe haber sido una trastornada, una loca, ¿no te parece? De todos modos, claro que no le di nada. Victor y los demás dijeron que podría comprometerme —ya que parecía que yo conocía todos tus movimientos si es que sabía que tú no la habías visto nunca– y así se fue, muy alicaída, diría yo.

—Pero en verdad, era mi madre —dijo Cincinnatus.

—Quizás, quizás. Después de todo no es tan importante. Pero dime, ¿por qué estás tan tétrico y malhumorado, Cin-Cin? Pensé que ibas a estar tan feliz de verme, pero tú...

Miró el catre y luego la puerta.

—No sé cuáles son los reglamentos aquí —dijo con« teniendo el aliento– pero si lo necesitas mucho, Cin-Cin, hazlo, pero rápido.

—Oh, no, qué tontería —dijo Cincinnatus. —Bueno, como gustes. Yo sólo quería darte un placer, porque es la última entrevista y todo lo demás. Oh, a propósito, ¿sabes quién quiere casarse conmigo? Adivina, nunca acertarás. Recuerdas el viejo gruñón que vivía al lado, que nos metía el olor de su pipa por encima de la empalizada y que se pasaba esperando cuándo me subía al manzano? ¿Te imaginas? Y lo cierto es que va en serio; ¿me ves casada con él? ¿Ese viejo esperpento? ¡Oh! De todos modos siento que es hora de que me tome un largo descanso. Tú sabes, cerrar los ojos, estirarme, no pensar en nada y relajar los nervios, absolutamente sola, desde luego, o sino con alguien que se interese de verdad y lo comprenda todo, todo...

Sus cortas y gruesas pestañas volvieron a brillar y las lágrimas rodaron, visitando cada hoyuelo de sus rosadas mejillas.

Cincinnatus tomó una de estas lágrimas y la probó: no era ni salada ni dulce, simplemente una gota de agua templada. Cincinnatus no hizo esto.

De pronto crujió la puerta y se abrió una pulgada; un dedo pelirrojo con señas llamó a Marthe, quien acudió rápidamente.

—Bueno, ¿qué quiere? Todavía no es hora. Me prometieron una hora entera-murmuró rápidamente—. Le contestaron algo.

—¡De ninguna manera! —dijo indignada. Puede decírselo. El trato era que sólo debía hacerlo con el direc...

Fue interrumpida; escuchó cuidadosamente el insistente murmullo; miró el piso frunciendo el entrecejo y rascándolo con la punta del zapato.

—Bueno, está bien —y con inocente vivacidad se volvió hacia su marido—. Volveré dentro de cinco minutos Cin-Cin.

(Mientras Marthe no estaba, pensó que no sólo ni siquiera había comenzado su urgente conversación con ella, sino que ahora ya no podía decirle aquellas cosas importantes... Le dolía el corazón y el mismo viejo recuerdo sollozaba en un rincón; pero era hora, era hora de arrancarse de toda esa angustia).

Ella recién volvió después de tres cuartos de hora, resollando despreciativamente. Puso un pie sobre la silla, hizo sonar la liga y acomodando enojada los pliegues debajo de su cintura, se sentó a la mesa exactamente en el mismo lugar de antes. Todo para nada —dijo con un gruñido y comenzó a manosear las flores azules. Bueno, ¿por qué no me dices algo, mi pequeño Cin-Cin, mi gallito...? ¿Sabes que yo misma las elegí? Las amapolas no me gustan, pero éstas son hermosas. No se debe probar si no se puede —añadió inesperadamente en otro tono de voz entrecerrando los ojos—. No, Cin-Cin, no hablaba contigo. (Suspiró). —Bueno, dime algo, consuélame.

—Mi carta... la... —comenzó a decir Cincinnatus y se aclaró la voz—, la leíste atentamente.

—Por favor, por favor —gritó Marthe apretándose las sienes—. ¡Hablemos de cualquier cosa menos de esa carta!

—No, hablemos de ella —dijo Cincinnatus.

Marthe se puso de pie de un salto, enderezándose espasmódicamente el vestido, y comenzó a hablar incoherentemente, tartamudeando un poco como hacía cuando estaba enojada. —Era una carta horrible. Una especie de delirio; de todos modos no la entendí; se podría haber pensado que habías estado aquí sentado solo, con una botella y escribiendo. Yo no quería traer a colación esa carta, pero ahora que tú... Escucha, sabes que los mensajeros la leyeron, la copiaron y se dijeron a sí mismos:

«¡Oh! Ella debe ser su cómplice si él le escribe así». No te das cuenta que no quiero saber nada con tus crímenes. —No te he escrito nada criminal —dijo Cincinnatus. —Eso es lo que tú crees. Pero todos estaban horrorizados por tu carta; simplemente horrorizados. Quizás yo sea estúpida y no sepa nada de leyes, pero aún así mi instinto me dijo que cada palabra tuya era imposible; impronunciable... Oh, Cincinnatus, en qué posición me. pones, y los niños, piensa en los niños... Escúchame.... por favor escúchame un instante —continuó con tanto ardor que su palabra se hizo casi ininteligible—, renuncia a todo, a todo. Diles que eres inocente, que simplemente estabas fanfarroneando, diles, arrepiéntete, hazlo. Aun cuando eso no te salve la cabeza, piensa en mí. Ya me señalan con el dedo y dicen: «¡Es ella, la viuda, es ella!» —Espera, Marthe. No comprendo. ¿Arrepentirme de qué?

—Eso sí que está bueno. Mézclame en todo esto, pídeme que te explique... Si yo supiera todas las respuestas, entonces sería tu compi... tu cómplice... Dime por última vez, ¿estás seguro de no querer arrepentirte, por mí, por todo lo nuestro?

—Adiós, Marthe —dijo Cincinnatus.

Ella se sentó y se echó a pensar apoyándose en el codo derecho y trazando un mapa sobre la mesa con la mano izquierda.

—¡Qué horrible! ¡Qué triste! —dijo exhalando un profundísimo suspiro. Frunció el ceño y dibujó un río con la uña—. Pensé que el encuentro sería distinto. Estaba dispuesta a darte todo. Y esto es lo que recibo por mis afanes. Bueno, lo hecho, hecho está. (El río fluyó a un mar fuera del borde de la mesa). —Sabes, parto con el corazón destrozado. Sí, pero ¿cómo salgo de acá? Recordó de pronto inocente y hasta alegremente. —No vendrán por mí por largo rato; les pedí un montón de tiempo.

—No te preocupes —dijo Cincinnatus– cada palabra que pronunciemos... En seguida abrirán.

No se equivocó.

—Adiós, adiós —cloqueó Marthe—. Espere, no me manosee, déjeme decirle adiós a mi marido. Adiós, adiós. Si necesitas algo, camisas o cosas así... ¡Ah, sí!, los niños me pidieron que te diera un gran, gran beso. Había algo más... ¡Ah, casi me olvido! papito se llevó la copa para vino que yo te había regalado —dice que tú le prometiste...

—Apúrese, apúrese, damisela —dijo Rodion empujándola familiarmente con la rodilla hacia la puerta.


CAPITULO XIX



A la mañana siguiente le llevaron los periódicos y esto le recordó los primeros días de su confinamiento. Vio al instante la fotografía en colores: bajo el cielo azul, la plaza, tan colmada por una abigarrada multitud, que apenas se veía la orilla de la plataforma roja. El artículo que se refería a la ejecución tenía tachados la mitad de los renglones, y del resto Cincinnatus no sacó en limpio más que lo que ya sabía por Marthe; que el maestro no se sentía demasiado bien, y que la ceremonia había sido pospuesta, posiblemente por mucho tiempo.

—Vaya con el banquete que te darás hoy —dijo Rodion dirigiéndose, no a Cincinnatus, sino a la araña.

Con ambas manos, cuidadosamente, pero al mismo tiempo con asco (el cuidado le indicaba que debía apretarla contra su pecho, pero el asco se lo hacía mantener alejada) sostenía una toalla toda enrollada, y dentro de ella algo se agitaba y crujía.

—La encontré sobre un vidrio de una de las ventanas de la torre. ¡Vaya monstruo! Cómo se sacude y aletea, apenas puede uno sostenerla...

Ya iba a empujar la silla, como siempre hacía, para subir sobre ella y alcanzar la víctima a la voraz araña en su sólida tela (la bestia ya jadeaba, intuyendo la presa) pero algo salió mal; sus dedos retorcidos, miedosos, soltaron el doblez principal de la toalla, y Rodion gritó y se achicó como suele hacer la gente a quien, no ya un murciélago, sino un simple ratón inspira repulsión y terror. Algo largo, oscuro y equipado con tentáculos se zafó de la toalla, y Rodion lanzó un fuerte grito pateando el suelo, temeroso de que la cosa escapara pero sin atreverse a tomarla. La toalla cayó y la hermosa cautiva se prendió al puño del carcelero con sus seis patas adhesivas.

Era sólo una polilla. Pero, ¡qué polilla! Tan grande como la mano de un hombre; tenía gruesas alas marrón oscuro con rayas blancas y bordes gris polvo; cada ala lucía en el centro un redondel como un ojo, brillante como el acero. Sus segmentados miembros con velludos manguitos, ora se adherían ora se separaban, y los elevados huecos de sus alas en cuyo interior aparecían los mismos ojos inmóviles y los ondulantes dibujos grises, oscilaban lentamente mientras la polilla se arrastraba manga arriba, y Rodion, completamente dominado por el pánico, revoleando los ojos, echándose para atrás y separándose de su propio brazo, gritaba: ¡Sáqueme esto de encima! ¡Sáqueme esto de encima!

Al llegar al codo, la polilla comenzó a agitar, sin el menor ruido, sus pesadas alas; éstas parecían sobreextender su cuerpo, y en el mismo codo de Rodion la criatura se dio vuelta, las alas colgándole, aún tenazmente aferrada a la manga, y ahora podía verse su abdomen marrón con pintas blancas, su cara de arcilla, los negros globos de sus ojos y sus antenas peludas que parecían orejas paradas.

—¡Sáquemela! —imploró Rodion fuera de sí, y su ademán frenético ocasionó la caída del espléndido insecto que dio contra la mesa, vaciló sobre ella con fuertes vibraciones, y repentinamente partió desde el borde.

Pero para mí vuestro día es noche, ¿por qué turbáis mi sueño? Su pesado vuelo en picada duró sólo un momento, Rodion agarró la toalla y bamboleándola ferozmente trató de derribar al aviador ciego; pero repentinamente éste desapareció como si se lo hubiera tragado el aire. Rodion buscó por un rato, no la encontró y se paró en el medio de la celda mirando a Cincinnatus con los brazos en jarra. —¿Qué me dice? ¡Vaya bribona! —exclamó después de un expresivo silencio. Escupió, sacudió la cabeza y sacó una palpitante caja de fósforos con moscas de repuesto, y con ellas tuvo que darse por satisfecho el desilusionado animal. Cincinnatus, sin embargo, había visto perfectamente bien dónde se metiera la polilla.

Cuando por fin partió Rodion, sacándose enojado la barba junto con su afelpada peluca, Cincinnatus se levantó y fue hacia la mesa. Sentía haber devuelto todos los libros, y se sentó a escribir para pasar el rato.

«Todo ha sido ordenado», escribió, «es decir, todo me ha engañado —todas estas cosas teatrales, patéticas—, las promesas de una voluble damisela, la húmeda mirada de una madre, los golpes en la pared, la amistad de un vecino, y, finalmente, aquellas colinas que estallaron en una erupción mortífera. Todo me ha engañado mientras era ordenado, todo. Este es el punto muerto de esta vida, y no debí haber pensado en salvarme dentro de sus confines. Es extraño que buscara la salvación. Igual que un hombre que se afligiera porque ha soñado que perdía algo que nunca ha poseído en realidad, o que esperara que al día siguiente iba a soñar que lo encontraba. Así es cómo se crean las matemáticas; tiene su error fatal. Yo lo he descubierto. He descubierto la pequeña rajadura de la vida, donde ésta se desprendió, donde una vez estuvo soldada a alguna otra cosa, algo genuinamente vivo, importante e inmenso, ¡cuán capaces deben ser mis epítetos para que pueda emitirlos llenos de un sentido cristalino...! es mejor dejar algunas cosas por decir, o caeré otra vez en confusión. Dentro de esta rajadura irreparable se ha instalado la decadencia. ¡Oh, creo que aún seré capaz de expresarlo todo, los sueños, el enlace, la desintegración! Otra vez he perdido la ruta. Todas mis mejores palabras han desertado y no responden al llamado del clarín, y las que quedan son inválidas: Oh, si sólo hubiera sabido que iba a permanecer aquí aún por tanto tiempo, habría comenzado por el principio y avanzado gradualmente a lo largo de una carretera de ideas conectadas con lógica, lo habría conseguido, lo habría completado, mi alma se habría circundado con una estructura de palabras... Todo lo que he escrito aquí cuando mucho es sólo la espuma de mi excitación, una transmisión sin sentido, por la sola razón de mi prisa. Pero ahora, cuando estoy endurecido, cuando casi ya no temo a la...»

Aquí terminó la página y Cincinnatus se dio cuenta de que no tenía más papel. Se las arregló, sin embargo, para desenterrar de alguna parte una hoja más.

«...muerte», escribió en ella, continuando su frase, pero inmediatamente tachó esa última palabra; debía decirlo de otra manera, con mayor precisión: «ejecución», o quizá «dolor» o «partida» o algo por el estilo; dándole vueltas al lápiz entre sus dedos, se quedó pensando, y vio una pequeña pelusa marrón sobre el borde de la mesa, justo en el sitio donde había palpitado la polilla hacía un momento; y recordándola, Cincinnatus se separó de la mesa dejando sobre ella la hoja de papel en blanco con la palabra solitaria y tachada; se agachó (simulando sujetarse la parte de atrás de su chinela) junto al catre, en cuya pata de hierro, bien cerca del suelo, se había ubicado y dormía con sus alas visionarias desplegadas en solemne, invulnerable letargo; sólo le dio pena la afelpada espalda donde faltara el vello dejando un punto calvo, tan brillante como una castaña —pero las grandes alas oscuras con sus bordes cenicientos y sus ojos perpetuamente abiertos, eran inviolables– las alas delanteras, algo caídas, cubrían las posteriores, y esa apariencia de decaimiento podrían haber sido de somnolienta fragilidad, a no ser por la manolítica rectitud de los bordes superiores y la perfecta simetría de todas las líneas divergentes —y era un espectáculo tan encantador que Cincinnatus, incapaz de dominarse, acarició con la punta de su dedo el blanquecino borde cerca de la base del ala derecha, luego el de la izquierda (¡qué gentil firmeza! ¡qué firme gentileza!); la polilla, sin embargo, no se despertó, y él se enderezó y, suspirando ligeramente, se alejó; iba a sentarse otra vez a la mesa cuando repentinamente la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió, gimiendo, rechinando y gruñendo, para cumplir todos los requisitos del contrapunto carcelario. Rosadito M'sieur Pierre, con un traje de caza color verde claro, metió primero la cabeza y después el cuerpo entero, y detrás de él entraron dos más, en quienes era casi imposible reconocer al director y el abogado: ojerosos, pálidos, ambos vestidos con toscas camisas grises, calzados zarrapastrosamente —sin ningún maquillaje, sin relleno y sin pelucas; con ojos reumáticos, con cuerpos flacos y huesudos que podían verse a través de los jirones– se habían transformado para parecerse uno al otro, y sus cabezas idénticas se movieron idénticamente sobre sus cuellos delgados, pálidas cabezas calvas llenas de protuberancias con motas azuladas a los costados y orejas salidas hacia afuera.


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