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Invitación a una decapitacón
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Текст книги "Invitación a una decapitacón"


Автор книги: Владимир Набоков



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Marthe se volvió hacia él. El joven, muy correctamente, se puso de pie.

—Marthe, sólo dos palabras, te lo ruego—, dijo Cincinnatus rápidamente; tropezó con un cojín que había en el suelo y se sentó torpemente en la orilla del canapé, envolviéndose al mismo tiempo en su bata sucia de ceniza.

—Una ligera hemicránea—, dijo el joven.

—¿Qué puede esperarse? Tanta excitación le hace mal—.

—Tiene usted razón—, dijo Cincinnatus.

—Sí, tiene usted razón. Quería preguntarle... Debo, en privado—.

—Con su permiso, señor—, dijo junto a él la voz de Rodion. Cincinnatus se paró; Rodion y otro empleado, mirándose a los ojos, agarraron fuertemente el canapé donde Marthe estaba recostada, gruñeron, lo levantaron y comenzaron a caminar hacia la puerta. —Adiós, adiós—, decía Marthe con voz infantil, cimbrando a tono con el paso de los hombres, pero repentinamente cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Su escolta caminaba detrás silenciosamente, llevando el chal negro que había recogido del suelo, un ramillete de flores, la capa de su uniforme, y un guante solitario. Todo era conmoción. Los hermanos empacaban los platos en un baúl. Su padre, con respiración de asmático, sujetaba las múltiples faces del biombo. El abogado le ofrecía a alguien una inmensa hoja de papel de envolver, que quién sabe cómo había conseguido; fue visto tratando sin éxito de envolver con él un bol que contenía agua empañada y un pececillo anaranjado, pálido. En medio de la conmoción el armario con su reflejo estaba allí como una mujer encinta, sosteniendo y haciendo a un lado cuidadosamente su vientre de cristal para que nadie fuera a rozarlo. Fue reclinado para atrás y sacado en un tambaleante abrazo.

Todos se fueron acercando a Cincinnatus para despedirse.

—Bueno, olvidemos el pasado—, dijo el suegro y con fría cortesía besó la mano de Cincinnatus, tal como era costumbre. El hermano rubio se sentó al moreno sobre los hombros, y en esa posición se despidieron de Cincinnatus y partieron, como una montaña humana. Los abuelos temblaban encorvados y sostenían el confuso retrato. Los empleados seguían acarreando los muebles. Se acercaron los niños: la solemne Pauline levantó la cabeza; Diomedon, por el contrario, fijaba la vista en el suelo. El abogado los sacó llevándoles de la mano. La última en volar hacia él fue Emmie, pálida, con lágrimas en los ojos, la nariz rosada y la boca húmeda y temblorosa; no habló, pero de repente, con un leve crujido, se alzó en puntas de pie, le rodeó el cuello con sus brazos calientes, balbuceó incoherentemente y emitió un fuerte sollozo. Rodion la tomó de la muñeca —presumiéndose por la manera como rezongaba que la había estado llamando largo rato– y la arrastró firmemente rumbo a la salida. Arqueando hacia atrás su cuerpo, vuelta hacia Cincinnatus la cabeza con sus cabellos ondeantes, palma arriba su brazo encantador (con la apariencia de una cautiva de ballet pero con la sombra de genuina desesperación), Emmie seguía por la fuerza a Rodion mientras éste la arrastraba; su mirada siempre hacia atrás, el bretel caído. Con un balanceo, como si estuviera vaciando un balde de agua, Io arrojó él por el pasillo. Luego, aún murmurando, regresó con una pala a recoger el cuerpo del gato que yacía aplastado debajo de una silla. La puerta se cerró estrepitosamente.

Era difícil creer que en esa misma celda, solo un momento antes...


CAPITULO X



—Cuando el lobezno solitario conozca mejor mis puntos de vista, ya no me rehuirá. Un cierto grado de progreso, sin embargo, se ha alcanzado, y le doy la bienvenida con todo mi corazón —decía M'sieur Pierre sentado de lado junto a la mesa, como era su costumbre, con sus rollizas piernas cruzadas y una mano tamborileando sin ruido sobre el hule. Cincinnatus, con la cabeza apoyada en la mano, estaba recostado sobre el catre.

—Ahora estamos solos —continuó M'sieur Pierre– y llueve. Tiempo ideal para una charla íntima. Aclarémoslo de una vez por todas... Tengo la impresión de que está usted sorprendido, hasta diría irritado, por la actitud de la administración hacia mí; es como si me encontrara yo en una situación de privilegio... no, no, no proteste... terminemos con la cuestión. Permítame decirle dos cosas usted sabe que nuestro querido director (a propósito, el lobezno no es justo con él, pero ya hablaremos de eso más tarde), usted sabe cuán impresionable es, cuán entusiasta, cómo le conmueve cualquier novedad —supongo que durante los primeros días le debe haber ocurrido con usted, de modo que la pasión que ahora le inflama por esa persona, no debe necesariamente molestarle a usted. pío sea tan celoso, amigo mío. En segundo lugar, cosa bastante curiosa por cierto, usted evidentemente desconoce aún las razones por las que yo terminé aquí dentro, pero cuando se lo diga, comprenderá muchas cosas. Perdóneme, ¿qué es eso que tiene en el cuello? Aquí, aquí, sí, aquí.

—¿adónde? —preguntó Cincinnatus mecánicamente, sintiendo las vértebras cervicales.

M'sieur Pierre se acercó a él y se sentó en el borde del catre. —Aquí—, dijo —pero ahora me doy cuenta de que sólo era una sombra. Me pareció ver... un pequeño bulto o algo así. ¿No le molesta cuando mueve la cabeza? ¿No le duele nada? ¿No estuvo tal vez en alguna corriente de aire?

—Oh, deje de molestarme, por favor —dijo Cincinnatus lastimosamente.

—No, espere un minuto. Tengo las manos limpias, permítame palpar aquí. Me parece, después de todo... ¿Le duele aquí? ¿Y aquí?

Con su mano pequeña y musculosa palpaba rápidamente el cuello de Cincinnatus y lo examinaba cuidadosamente, respirando por la nariz con un suave resuello.

—No, nada. Todo está en orden —dijo por fin apartándose después de darle una palmadita en la nuca al paciente—. Solamente que tiene un cuello terriblemente delgado; lo demás, todo es normal, pero a veces pasa, usted sabe... Veamos su lengua. La lengua es el espejo del estómago. Cúbrase, cúbrase, hace frío aquí. ¿De qué estábamos hablando? Refresqúese la memoria.

—Si es verdad que le interesa mi bienestar —dijo Cincinnatus– me dejaría solo. Vayase, por favor.

—Quiere decir que realmente no le interesa oír lo que tengo que contarle —objetó M'sieur Pierre con una sonrisa—. Está usted seguro de la infalibilidad de sus conclusiones, conclusiones que aún me son desconocidas... téngalo presente, desconocidas.

Perdido en su desconsuelo, Cincinnatus no dijo nada.

—Permítame decirle, sin embargo —continuó M'sieur Pierre con cierta solemnidad—, cuál fue la naturaleza de mi crimen. Fui acusado —justamente o no, ésa es otra cuestión– fui acusado... ¿de qué, qué supone usted?

—Bueno, dígalo de una vez —dijo Cincinnatus con un melancólico suspiro.

—Se sorprenderá. Fui acusado de intentar... Oh, desagradecido, amigo infiel... Fui acusado de intentar ayudarle a usted a salir de aquí.

—¿Es verdad eso? —preguntó Cincinnatus.

—Yo nunca miento —dijo M'sieur Pierre imponentemente—. Quizá haya ocasiones en que uno debería mentir, ésa es otra cuestión, y quizá tan escrupulosa veracidad sea una tontería y al final no resulte buena, eso también puede ser. Pero el hecho subsiste, yo nunca miento. He terminado aquí, querido amigo, por culpa suya. Fui arrestado anoche. ¿Adónde? Digamos en Upper Elderbury. Sí, yo soy un Elderburniano. Salinas, frutales. Cuando quiera usted visitarme a mí, le convidaré con algo de Elderbury. (No me hago responsable de la rima, así dice en el sello de la ciudad.) Allí —no en el sello, sino en la cárcel– su siervo fiel pasó tres días. Luego me transfirieron aquí.

—Quiere decir que usted quiso salvarme... —dijo Cincinnatus pensativamente.

—Si quería o no es asunto mío, amigo de mi corazón, cucarachita escondida. De cualquier modo, fui acusado de eso —ya sabe usted que los delatores son una raza joven e impulsiva, de modo que aquí estoy; «aquí embelesado, me tienes ante ti...», ¿recuerda la canción? La principal evidencia contra mí fueron unos bosquejos de esta fortaleza que supuestamente tenían mis impresiones digitales.

—Ya ve, piensan que yo tenía planeado hasta el último detalle de su fuga, mi pequeña cucaracha.

—Piensan ellos, o... —preguntó Cincinnatus.

—¡Qué criatura tan ingenua, tan deliciosa! —rió sarcásticamente M'sieur Pierre exhibiendo una multitud de dientes—. Lo quiere todo tan simple, como, ¡ay!, nunca ocurre en la vida real.

—Es que a uno le gustaría saber... —dijo Cincinnatus.

—¿Qué? ¿Si mis jueces tenían razón? ¿Si yo realmente planeaba salvarlo? Qué vergüenza, qué vergüenza...

—Entonces, ¿es verdad? —murmuró Cincinnatus.

M'sieur Pierre se levantó y comenzó a caminar por la celda.

—Dejemos el asunto—, dijo con resignación. —Decida usted mismo, amigo desconfiado. De uno u otro modo, vine a dar aquí por culpa suya. Y le diré más: subiremos juntos al cadalso.

Siguió caminando por la celda con pasos elásticos, silenciosos, las partes fofas de su cuerpo, cubiertas con el pijama de la prisión, se balanceaban suavemente, y Cincinnatus con afligida atención, seguía cada paso del ágil gordo.

—Por lo irrisorio del asunto, debo creerle —dijo Cincinnatus finalmente—. Veremos qué resultará de esto. Escúcheme, le creo. Y, para hacerlo más convincente, hasta le doy las gracias.

—Oh, para qué, no es necesario... —dijo M'sieur Pierre y volvió a tomar asiento junto a la mesa—. Simplemente quería que usted estuviera enterado. Está bien. Ahora ya hemos conseguido aliviar bastante nuestro pecho, ¿no es cierto? No sé usted, pero yo me siento como para llorar. Y eso es bueno. Llore, no aguante esas lágrimas saludables.

—Qué horrible es esto —dijo Cincinnatus con cautela.

—No tiene nada de horrible. A propósito, hace ya mucho tiempo que quería reprocharle su actitud hacia la vida aquí dentro. No, no, no se dé vuelta, permítame como a un amigo... No es usted justo ni con nuestro fiel Rodion ni, lo que es más importante, con su excelencia el director. De acuerdo, no es muy inteligente, un poco pora-poso, cabeza de chorlito, y nada adverso por cierto a pronunciar discursos, todo eso es verdad, y yo no puedo compartir con él mis pensamientos íntimos, como lo hago con usted, especialmente cuando el alma, perdone la expresión, me duele. Pero cualesquiera puedan ser sus defectos, es un hombre derecho, honesto y amable. Sí, un hombre de rara amabilidad, no discuta, no lo diría si no lo supiera, y no acostumbro a hablar vanamente, y tengo más experiencia y conozco mejor la gente y a la vida que usted. Por eso es que me duele ver con qué cruel frialdad, con qué arrogante desprecio rechaza usted a Rodrig Ivanovich. A veces puedo leer tanta pena en sus ojos... Y en cuanto a Rodion, cómo es que usted, un hombre tan inteligente, es incapaz de percibir a través de ese presunto mal humor toda la generosidad de ese muchachón. Oh, comprendo que usted está nervioso, que tiene hambre sexual, pero aun así, Cincinnatus perdóneme pero no es justo, no es nada justo... Y generalmente, usted, persona desatenta..., generalmente apenas prueba la maravillosa comida que nos sirven aquí. Muy bien, supongamos que no le da ninguna importancia, créame, también sé un poco de gastronomía, pero usted la desprecia, y no piensa que alguien la ha preparado, que alguien ha trabajado duro... Ya sé, esto a veces aburre y uno quisiera dar un paseo o retozar con una muchacha, pero por qué piensa sólo en usted, en sus deseos, por qué no ha sonreído siquiera una vez ante las industriosas bromitas de nuestro querido y patético Rodrig Ivanovich... Quizás él llore más tarde, y no duerma, recordando cómo usted reacciona...

—De todos modos su defensa es inteligente —dijo Cincinnatus– pero soy un experto en muñecos. No me rendiré.

—Es una pena —dijo M'sieur Pierre herido—. Lo atribuiré a su juventud —agregó tras una pausa—. No, no, no debe ser tan injusto...

—Dígame —dijo Cincinnatus– ¿a usted también lo tienen a oscuras? ¿El funesto palurdo no llegó todavía? ¿Será mañana el gran festín de los descabezados?

—No debe usar esos términos —observó M'sieur Pierre confidencialmente—. Particularmente en ese tono... Hay algo vulgar en ellos, algo indigno de un caballero. Como puede hablar así me sorprende...

—¿Pero dígame, cuándo? —preguntó con ansia Cincinnatus.

—A su debido tiempo —replicó M'sieur Pierre evasivamente—. ¿A qué viene esa tonta curiosidad? Y, en general... No, usted todavía tiene mucho que aprender, esta clase de cosas no dan ningún resultado. Esta arrogancia, estos prejuicios...

—Pero, cómo lo minan a uno —dijo Cincinnatus soñolientamente—. Claro que uno se va acostumbrando... Uno va preparando su alma de un día para el siguiente, y aun así lo tomarán desprevenido. Han pasado ya diez días, y todavía no me he vuelto loco. Y luego, por supuesto siempre existe alguna esperanza... Confusa, como debajo del agua, pero por eso mismo, tanto más atractiva. Usted habló de escapar... Yo pienso, supongo, que hay alguien más que está complicado en esto... Ciertas sugerencias... Pero, ¿y si esto es sólo una mentira, un pliegue en el género que imita una cara humana?...

Suspiró e hizo una pausa.

—Eso sí que es curioso —dijo M'sieur Pierre—. ¿Cuáles son esas esperanzas, y quién es ese salvador?

—Pura imaginación —replicó Cincinnatus—. Y usted, ¿querría escapar?

—¿Qué quiere decir con «escapar»? ¿Adónde? —pre. guntó M'sieur Pierre asombrado. Cincinnatus volvió a suspirar.

—¿Qué importa adonde? Nosotros podríamos, usted y yo... Aunque, no sé, si con ese cuerpo podrá usted correr ligero. Sus piernas...

—Vamos, vamos, ¿qué clase de tontería es ésa? —dijo M'sieur Pierre retorciéndose en la silla—. Sólo en los cuentos de hadas los prisioneros escapan de las cárceles. En cuanto a sus observaciones sobre mi físico, por favor resérveselas.

—Tengo sueño —dijo Cincinnatus. M'sieur Pierre se enrolló la manga derecha. Apareció allí un tatuaje. Debajo de su magnífica piel blanca, sus músculos se combaban y enrollaban. Tomó una postura firme, empuñó la silla con una sola mano, la dio vuelta y; comenzó lentamente a levantarla. Cimbrando por el esfuerzo, la mantuvo un rato en alto, por sobre su cabeza, y la bajó suavemente. Ésta fue sólo la introducción.

Disimulando su respiración dificultosa, se secó larga y concienzudamente las manos con un pañuelo rojo, mientras la araña, como el miembro más joven del circo familiar, realizaba una simple travesura sobre su tela.

Arrojando el pañuelo, M'sieur Pierre lanzó una exclamación en francés, y de repente apareció parado sobre sus manos. Su esférica cabeza fue tomando gradualmente un hermoso color rosado; la pierna izquierda de su pantalón se deslizó para abajo, dejando en exposición su tobillo; sus ojos, con lo de arriba para abajo como sucedería con cualquiera en esa posición, parecían los de un pulpo.

—¿Qué me dice de esto? —preguntó volviendo a ponerse de pie y arreglándose la ropa. Desde el corredor! llegó un tumultuoso aplauso, y luego el payaso comenzó a batir palmas mientras caminaba, antes de llevarse la barrera por delante.

—¿Bueno? —repitió M'sieur Pierre—. ¿Qué le parece esta demostración de fuerza? ¿Y será suficiente mi agilidad? ¿O todavía no le basta?

De un brinco M'sieur Pierre estuvo sobre la mesa, se paró sobre las manos y tomó el respaldo de la silla con los dientes. La música contuvo el aliento. M'sieur Pierre levantaba la silla, firmemente sostenida entre sus dientes; sus tensos músculos temblaban; su mandíbula crujía.

La puerta se abrió suavemente e hizo su entrada —botas grandes y fuertes, un látigo, empolvado y enfocado por una enceguecedora luz violeta– el director del circo. —¡Sensacional! ¡Una representación única!—, murmuró y, quitándose el sombrero de copa, se sentó junto a Cincinnatus.

Algo cedió y M'sieur Pierre, dejando en libertad la silla, pegó un salto mortal y volvió a pararse sobre el piso. Sin embargo, aparentemente algo no andaba bien. Se cubrió la boca con el pañuelo, miró rápidamente debajo de la mesa, luego inspeccionó la silla, y de pronto, al encontrar lo que buscara, intentó, ahogando un juramento, arrancar del respaldo de ésta su dentadura postiza, que había quedado allí empotrada. Exhibiendo magníficamente todos los dientes, estaba prendida con tenacidad de bulldog. Entonces, sin perder la cabeza, M'sieur abrazó la silla y partió con ella.

Rodrig Ivanovich, que no se había dado cuenta de nada, aplaudía salvajemente. La arena, sin embargo, permaneció vacía. Le lanzó una mirada sospechosa a Cincinnatus, aplaudió un poco más, pero sin el ardor inicial, y de pronto, con evidente tristeza, dejó el palco.

Y así terminó la función.


CAPITULO XI



Los periódicos ya no llegaban a la celda: habiéndose dado cuenta de que le quitaban todas las hojas que pudieran contener referencias a la ejecución, Cincinnatus mismo los había rechazado. El desayuno se simplificó: en lugar de chocolate —bien que muy liviano– le llevaban una agua sucia con una flotilla de hojitas de té; la tostada era tan dura que no podía morderla. Rodion no ocultaba que ya estaba aburrido de servir a un prisionero tan silencioso y molesto.

Deliberadamente demoraba cada vez más en la limpieza de la celda. Su llameante barba roja, el torpe azul de sus ojos, su delantal de cuero, sus manos como garras, todo esto se acumulaba por repetición para formar una impresión tan tediosa y deprimente que Cincinnatus se volvía cara a la pared mientras se realizaba la limpieza.

Y así ocurría ese día —solamente la vuelta de la silla con las profundas marcas de los dientes de bulldogen la parte superior del respaldo, dio la pauta de que comenzaba otra jornada. Junto con la silla Rodion le llevó una nota de M'sieur Pierre; escritura enrulada, elegantes signos de puntuación, firma como una danza de los siete velos. En términos jocosos y gentiles, su vecino le agradecía la amistosa charla del día anterior y expresaba su esperanza de que se repetiría pronto. «Permítame asegurarle».-terminaba la carta– «que yo soy físicamente muy, pero muy fuerte (subrayado dos veces con regla), y si aún no está usted convencido de ello, estaré encantado de demostrárselo con otras aún más interesantes (subrayado) muestras de agilidad y sorprendente desarrollo muscular».

Después de esto, durante dos horas, con imperceptibles intervalos de triste apatía, Cincinnatus, ora tirándose del bigote, ora hojeando las páginas de un libro, caminó por la celda. Para este entonces tenía hecho ya un estudio completo de ella —la conocía mucho mejor, por ejemplo, que la habitación donde viviera durante tantos años.

Esto en cuanto a las paredes: inalterablemente eran cuatro; estaban pintadas de uniforme color amarillo; pero, a causa de la sombra que las cubría, el tono básico parecía oscuro y parejo, arcilloso como era, en comparación con el punto mudable donde pasaba el día el brillante reflejo de la ventana: allí, a la luz, quedaban en evidencia todas las pequeñas protuberancias de la gruesa pintura amarilla —hasta la ondulada curva de las marcas dejadas por el pincel– y allí estaba el familiar raspón que el precioso paralelogramo de sol alcanzaba a las diez de la mañana.

Una rasante corriente de aire que se aferraba a los talones, subía del polvoriento piso de piedra; un mezquino y raquítico eco habitaba en algún lugar del techo ligeramente cóncavo, que tenía una luz (con cables empotrados) en su centro —no, no exactamente en el centro: imperfección que irritaba dolorosamente la vista– y, en este mismo sentido, igualmente doloroso era el fracasado intento de pintar la puerta de hierro.

De los tres muebles —catre, mesa, silla– solamente esta última era movible. La araña también se movía. Allá arriba, donde comenzaba el nicho de la ventana, la bien alimentada bestezuela negra había hallado puntas donde soportar una excelente tela con la misma ingeniosidad qual desplegaba Marthe cuando encontraba, en el más ínverosímil de los rincones, un punto donde sujetar una cuerdita para poner a secar la ropa. Con las patas dobladas de modo tal que los peludos codos sobresalían a los costados, miraba con redondos ojos color avellana la mano con el lápiz extendida hacia ella, y comenzaba a retroceder sin apartar la vista. Le interesaba más tomar una mosca o una polilla de los largos dedos de Rodion y ahora, por ejemplo, en el rincón sudeste de la tela, colgaba una solitaria ala posterior de mariposa, roja como una cereza, de un sombreado sedoso y con rombos azules a lo largo de su dentado borde. Temblaba ligeramente por la delicada corriente de aire.

Las inscripciones de la pared: ya habían sido borradas. La lista de reglas había desaparecido. También se habían llevado —o se había roto– el clásico jarro con cavernarias aguas en sus resonantes profundidades. Todo era desnudo, temible y frío en esa cámara donde el carácter de prisión era eliminado por una neutralidad de sala de espera —sea de una oficina, hospital, o de cualquier otra cosa– cuando ya está anocheciendo y uno sólo siente el zumbido de los propios oídos... y el horror de esta espera estaba relacionado de algún modo con el centro incorrecto del techo.

Libros encuadernados en cuero como de zapatos color negro, yacían sobre la mesa que había sido cubierta, ya tiempo ha, por un hule a cuadros. El lápiz, que perdiera su esbelta longitud, estaba todo mordido y descansaba so– bre unas páginas escritas con violencia, y abandonadas en confuso montón. Allí estaba también tirada una carta para Marthe que Cincinnatus completara el día anterior, es decir, al día siguiente de la entrevista; pero no pudo resolverse a enviarla, y la había dejado allí un rato, como esperando de la carta misma el fruto que sus irresolutos pensamientos, que necesitaban otro clima, simplemente no podían lograr.

Ahora nos ocuparemos de la preciosa cualidad de Cincinnatus: su intotalidad carnal; el hecho de que gran parte de sí mismo estaba en un lugar completamente distinto, mientras sólo una porción insignificante de él vagaba perpleja por allí —un pobre, incierto, Cincinnatus, confiado, débil y tonto como es la gente en los sueños. Pero aun durante este sueño —todavía, todavía– su vida real se manifestaba en demasía.

La cara de Cincinnatus, transparente, pálida, con las mejillas hundidas cubiertas de pelusa y un bigote de tan delicada textura, que más parecía un rayo de sol desmelenado sobre su labio superior; la cara de Cincinnatus, pequeña y aún joven a pesar de todos los tormentos, con ojos escurridizos, ojos atemorizados de cambiantes matices, era, con respecto a sus expresiones, algo absolutamente inadmisible según las normas de quienes le rodeaban, especialmente ahora, que había cesado de fingir. La camisa desabrochada, la bata negra que se le abría, las zapatillas demasiado grandes para sus pies delgados, el casquete de filósofo en la punta de la cabeza y el agitar (¡después de todo había una corriente de aire que venía de alguna parte!) de sus cabellos transparentes sobre las sienes, completaban un cuadro cuya total indecencia es difícil de expresar con palabras —producto como era de mil insignificancias acumuladas apenas perceptibles: el suave perfil de sus labios, que parecían no dibujados, sino tocados por un maestro de maestros; la manera como agitaba sus manos vacías y todavía no sombreadas; los rayos ora vueltos a reunir en sus ojos animados; pero aun todo esto, analizado y estudiado, todavía no podía explicar totalmente a Cincinnatus: era como si un lado de su ser pasara a otra dimensión, como toda la complejidad del follaje de un árbol pasa de la sombra a la luz, de modo que no se puede distinguir exactamente dónde comienza la inmersión en el débil resplandor de un elemento diferente. Pa. recia como si en cualquier momento, en el curso de sus movimientos por el limitado espacio de la azarosa celda, Cincinnatus se desplazaría en forma tal que pasaría naturalmente y sin esfuerzo, a través de alguna hendidura del aire, a sus desconocidas bambalinas para desaparecer allí con la misma fácil suavidad con que el relampagueante reflejo de un espejo giratorio se mueve por sobre todos los objetos de la habitación y se desvanece de pronto como más allá del aire, dentro de una nueva dimensión del éter. Al mismo tiempo, todo en él respiraba una delicada, amodorrada, pero en realidad excepcionalmente fuerte, ardiente e independiente vida: sus venas del azul más azul, latían; saliva clara como el cristal, humedecía sus labios; la piel temblaba en sus mejillas y en su nuca, rodeada por desvanecida luz... y todo esto atormentaba a tal extremo al observador que le hacía anhelar hacer pedazos, desgarrar, destrozar totalmente esa descarada y fugaz carne, y todo cuanto ella implicaba y expresaba, toda esa libertad imposible y deslumbradora —basta, basta– no camines más, Cincinnatus, acuéstate en tu catre, así no excitarás, no irritarás... Y en verdad, Cincinnatus recibía el mensaje del ojo voraz que seguía todos sus movimientos desde la mirilla, y se recostaba indolente o se sentaba a la mesa y abría un libro.

La negra pila de libros que había sobre la mesa, comprendía: primero, una novela contemporánea que Cincinnatus no se había molestado en leer durante el período de su existencia en libertad; segundo, una de esas antologías publicadas en innumerables ediciones que condensan resúmenes y extractos de literatura antigua; tercero, ediciones encuadernadas de una vieja revista; cuarto, varios volúmenes pequeños de una obra escrita en un idioma desconocido que le llevaron por error —él no la había pedido. La novela era la famosa Quercus, y Cincinnatus ya había leído una buena tercera parte, alrededor de unas pul páginas. El protagonista era un roble. En el capítulo donde Cincinnatus había detenido la lectura, el roble estaba comenzando recién su tercer siglo; un simple cálculo sugería que hacia el final del libro el roble tendría por lo menos seiscientos años.

La idea de la novela era considerada la cima del pensamiento moderno. Siguiendo el gradual desarrollo del árbol (que crecía solo y poderoso a la orilla de un desfiladero a cuyos pies las aguas no cesaban de aturdir), el autor exponía todos los acontecimientos —o sombras de acontecimientos– de la historia, de los que el roble pudo haber sido testigo; ya era un diálogo entre dos guerreros que desmontaron de sus corceles —uno pinto, el otro oscuro– a fin de reposar bajo el fresco techo de su noble follaje; ya unos bandidos que se detenían allí y el canto de una damisela fugitiva; ya, bajo el azul zig-zag de la tormenta el apurado pasar de un caballero escapando de las iras reales; ya, sobre una capa desplegada, un cadáver temblando aún por el latir de las frondosas sombras; ya un breve drama en la vida de unos villanos. Había un párrafo de una página y media en el cual todas las palabras comenzaban con la letra p. Parecía como si el autor hubiera estado sentado con su cámara entre las más altas ramas del roble, espiando y cogiendo su presa. Varias imágenes de vida iban y venían, deteniéndose entre las verdes máculas de luz. Los períodos normales de inacción eran llenados por descripciones científicas del propio roble, desde el punto de vista de la dendrocronología, ornitología, coleopterología, mitología, o descripciones populares con toques de humor campesino. Entre otras cosas había una lista detallada de todas las iniciales grabadas sobre la corteza, con sus interpretaciones. Y, finalmente, se dedicaba no poca atención a la música de las aguas, la paleta de los atarde» ceres y las variaciones del tiempo.

Cincinnatus leyó durante un largo rato e hizo el libro a un lado. Este trabajo era sin duda alguna el mejor que produjera su época; sin embargo, superó a esas páginas con un sentimiento de melancolía, se afanó a través de ellas con sordo dolor, ahogando la historia en la corriente dé£ su propia meditación: ¿qué me importa todo esto, distante, engañoso, muerto; a mí, que me estoy preparando para morir? O si no comenzaba a imaginar cómo el autor, todavía joven y viviendo, así decían, en una isla del mar del Norte, moriría, y era algo curioso que el autor, con el tiempo necesariamente tenía que morir —era curioso porque la única cosa cruel y genuinamente indiscutible allí era solamente la misma muerte, la inevitable muerte física del autor.

La luz se movió por la pared. Rodion apareció con lo que él llamaba frühstück. Nuevamente se deslizó de entre sus dedos un ala de mariposa, que dejó sobre ellos polvo de color.

—¿Es posible que él no haya llegado? —preguntó Cincinnatus; no era la primera vez que hacía esta pregunta, que enojaba mucho a Rodion, quien otra vez no contestó.

—¿Y otra entrevista, eso me lo concederán? —preguntó Cincinnatus.

Preparándose para la acedía de costumbre, se acostó sobre el catre y, volviéndose hacia la pared, durante un largo, largo tiempo su mente dibujó allí, partiendo de las diminutas ampollitas de la satinada pintura y sus redondas sombritas; descubría, por ejemplo, un pequeño perfil con una gran oreja ratonesca; lo perdía, sin poder reconstruirlo. Este frío ocre olía a tumba, era gredoso y horrible, y sin embargo su vista aún persistía en elegir y correlacionar las minúsculas protuberancias necesarias; tan hambriento estaba de una vaga semblanza de un rostro humano. Finalmente se dio vuelta y, boca arriba, comenzó a examinar con la misma atención las sombras y las grietas del techo.

—De todos modos, han conseguido ablandarme —musitó Cincinnatus—. Me he vuelto tan débil que me lo podrán hacer con un cuchillito.

Durante un rato estuvo sentado en el borde del catre, las manos apretadas entre las rodillas, encorvado. Exhalando un estremecedor suspiro comenzó nuevamente a vagabundear. Es interesante, sin embargo, el lenguaje en que está escrito esto. El tipo ornado y apiñado, con puntos y perifollos dentro de las letras con forma de hoz, parecían ser orientales; traían el recuerdo de las inscripciones en las dagas de los museos. Estos viejos pequeños volúmenes, con sus hojas descoloridas... algunas teñidas con manchones oscuros.

El reloj dio las siete y al punto Rodion apareció con la cena.

—¿Usted está seguro que él todavía no ha llegado? —preguntó Cincinnatus.

Rodion estaba por partir pero se volvió al llegar al umbral.

—Debería darle vergüenza —dijo con un sollozo—, día y noche no hace usted nada..., le alimentan, le cuidan amorosamente, se agotan por su culpa, y usted sólo hace preguntas estúpidas. Debería tener vergüenza. Desagradecido.


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