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Текст книги "Invitación a una decapitacón"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Como accidentalmente derribó varias piezas e incapaz ya de contenerse, con un quejido, mezcló todas las que quedaban. Cincinnatus se quedó sentado apoyado en un codo; picando pensativamente a un caballo que en la región del cuello, mostraba predisposición a volver al estado harinoso de donde saliera.
—Juguemos a otra cosa, usted no sabe jugar al ajedrez —dijo M'sieur Pierre y abrió un tablero multicolor para jugar a la oca. Tiró los dados e inmediatamente adelantó del 3 al 27, pero luego tuvo que retroceder mientras Cincinnatus se empinaba desde el 22 al 46. El juego avanzó penosamente durante largo rato. M'sieur Pierre se ponía color grana, golpeaba con el pie, se encolerizaba, gateaba por debajo de la mesa tras los dados y emergía con ellos sobre la mano jurando que ésa era exactamente la posición en que habían quedado sobre el suelo.
—¿Por qué huele usted así? —preguntó Cincinnatus con un suspiro. Una sonrisa forzada apareció en la cara redonda de M'sieur Pierre.
—Es de familia —explicó con dignidad—. Me sudan un poco los pies. He probado de usar alumbre, pero no me da ningún resultado. Pero debo decirle que, a pesar de que esto me afiije desde la niñez, nunca nadie había tenido tan poco tacto... pues se supone que todo sufrimiento es digno de respeto.
—No puedo respirar —dijo Cincinnatus.
CAPITULO XIV
Los ruidos eran aún más cercanos, y ahora más apresurados, de modo que hubiera sido un pecado distraerlos golpeando preguntas. Y se prolongaron hasta más tarde que en la noche anterior, y mientras Cincinnatus yacía postrado sobre las losas extendido como un águila, como quien ha sufrido una insolación, dejándose llevar por la fantasía de los sentidos, vio claramente a través del tímpano el pasadizo secreto, alargado a cada rasguño, y sintió como si de esta forma se aliviara el oscuro y apretado dolor de pecho, como las piedras iban cediendo, y ya había comenzado a preguntarse, mientras contemplaba la pared, en qué lugar crujiría y se abriría el boquete.
Los crujidos y chirridos aún se oían cuando llegó Rodion. Detrás suyo, con zapatillas de ballet sobre sus pies desnudos y un vestido escocés, Emmie entró rápidamente y, tal como lo hiciera la vez anterior, se escondió debajo de la mesa, sentándose en cuclillas y agachándose de tal manera, que sus blondos cabellos, enrulados en los extremos, le cubrieron la cara y las rodillas, hasta los tobillos. Apenas se hubo retirado Rodion, saltó fuera de su escondite y corrió hacia Cincinnatus, que estaba sentado en el catre y, tumbándolo comenzó a trepársele encima. Sus dedos fríos y codos calientes se hundieron en él. Descubrió sus dientes; un fragmento de hoja verde había quedado adherido a uno de ellos.
—Quieta, quieta —dijo Cincinnatus—. Estoy exhausto... no he pegado ojo en toda la noche... quédate quieta y dime...
Agitada, Emmie escondió la frente en el pecho de Cincinnatus; sus rizos, cayendo hacia un costado, dejaron al descubierto la desnuda parte superior de su espalda, que tenía un hueco que se movía al compás de sus omóplatos y estaba cubierto por un vello rubio que parecía como peinado simétricamente.
Cincinnatus acarició la cálida cabeza, tratando de levantarla. Ella se apoderó de sus dedos y comenzó a presionarlos contra sus ardientes labios.
—Qué modo de apretarte tienes —dijo Cincinnatus soñolientamente—. Está bien, basta. Dime...
Pero ella estaba poseída por un arranque de turbulencia infantil. La musculosa niña dio vuelta a Cincinnatus como si fuera un muñeco —¡Basta! —gritó éste—. ¿No te avergüenzas de ti misma?
—Mañana —dijo ella de repente, apretándose contra él y mirándolo fijamente entre los ojos.
—¿Mañana moriré? —preguntó Cincinnatus. —No, te rescataré —dijo Emmie pensativamente (estaba sentada a horcajadas sobre él).
—Me parece muy bien —dijo Cincinnatus—. ¡Salvadores por todas partes! Tendría que haber ocurrido antes; ya casi estoy loco. Bájate, por favor, pesas y me das calor.
—Nos escaparemos y tú te casarás conmigo. —Quizá cuando seas un poco más grande; sólo que tengo ya una esposa.
—Sí, una gorda y vieja —dijo Emmie.
—Saltó del catre y corrió alrededor de la habitación, tal como las bailarinas, con pasos largos y rápidos, sacudiendo los cabellos, y luego saltó, como si volara, y finalmente hizo una pirueta sobre un solo pie, despidiendo una multitud de brazos.
—Pronto comenzará otra vez el colegio —dijo, sentándose sobre el regazo de Cincinnatus; repentinamente, olvidándose por completo de todo lo que la rodeaba, se dio a una nueva ocupación, comenzó a levantarse una costra negra que tenía en la lustrosa espinilla; la costra estaba ya a medio arrancar y podía verse la tierna cicatriz rosada.
Con los ojos entrecerrados Cincinnatus contempló el inclinado perfil ribeteado por la luz del sol, y se sintió dominado por la modorra.
—Ah, Emmie, recuerda, recuerda tu promesa. ¡Mañana! Dime, ¿cómo lo harás?
—Acerca tu oído —dijo Emmie.
Rodeándole el cuello con su brazo, la niña depositó en su oreja un ruido caliente, prieto, húmedo y casi ininteligible.
—No entiendo nada —dijo Cincinnatus.
Impacientemente Emmie se apartó el cabello de la cara y volvió a apretarse contra él.
—Zu... Bu... bu... —zumbó y cuchicheó, y luego dio un salto y voló por el aire, y ya descansaba en el oscilante trapecio, las puntas de sus pies extendidas formando una aguda cuña.
—Aun así, cuento mucho con ello —dijo Cincinnatus a través de una creciente somnolencia; suavemente apoyó su oreja húmeda en la almohada.
Mientras se iba quedando dormido la sentía subirse encima suyo, y entonces le pareció vagamente que ella o alguna otra persona plegaba una y otra vez cierta tela brillante, tomándola de las esquinas, doblándola, alisándola con la palma de la mano y volviéndola a doblar, y por un instante volvió en sí al grito de Emmie cuando Rodion la arrastró fuera de la celda.
Entonces le pareció escuchar que los preciosos sonidos del otro lado de la pared comenzaban otra vez cautelosamente... ¡qué arriesgado! Después de todo, era pleno día, pero ellos no podían reprimirse, y cada vez se acercaban más y más, mientras él, temeroso de que los guardias pudieran oírlos, comenzó a caminar por la celda, golpeando fuerte los pies, tosiendo, monologando, y cuando por fin, con el corazón saltándosele del pecho se sentó junto a la mesa, los ruidos habían cesado ya.
Luego, hacia el atardecer según era su costumbre, llegó M'sieur Pierre, con un casquete de brocato; naturalmente, como quien se encuentra en su propia casa, se recostó en el catre de Cincinnatus y, encendiendo una larga pipa de espuma de mar con una hurí tallada, se acomodó sobre un codo en medio de una nube de lujurioso humo. Cincinnatus sentado a la mesa, mascaba los últimos bocados de su cena, pescando las ciruelas dentro de su jugo oscuro.
—Hoy les he puesto un poco de talco desodorante —dijo M'sieur Pierre bruscamente—. De modo que nada de quejas ni comentarios, por favor. Continuemos nuestra conversación de ayer. Hablábamos de placeres. Bien. El placer del amor es alcanzado por medio del más hermoso y saludable de todos los ejercicios físicos conocidos. Dije «alcanzado» pero quizás «extraído» sea la palabra correcta, en cuanto estamos tratando precisamente con una sistemática y persistente extracción de placer enterrado en las mismísimas entrañas de la elaborada criatura. Durante sus horas de ocio el profesional del amor inmediatamente llama la atención del observador por la jerifártica expresión de sus ojos, su carácter alegre y su piel fresca. Observe también mi porte gentil. He aquí ante nuestros ojos un cierto fenómeno al que podemos llamar, por regla general, «amor» o «placer erótico».
En ese momento, caminando en puntas de pie e indicando con gestos que no le hicieran caso, el director entró y se sentó en un banquillo que él mismo trajera. M'sieur Pierre le contempló con benevolencia. —Continúe, continúe —murmuró Rodrig Ivanovich—. He venido a escuchar, pardon, un momento, correré esto de modo que pueda apoyar la espalda en la pared. Voilà. Es que estoy agotado, ¿y usted?
—Eso es porque no está usted acostumbrado —dijo M'sieur Pierre—. Permítame, pues, continuar. Estamos discutiendo, Rodrig Ivanovich, los placeres de la vida, y acabamos de examinar a Eros en forma general.
—Comprendo —dijo el director.
—He señalado los siguientes puntos... perdóneme, querido colega, por repetirme, pero quería que le resultara también interesante a Rodrig Ivanonivh. He puntualizado, Rodrig Ivanovich, que lo más difícil para un hombre condenado a muerte es olvidar a la mujer, al delicioso cuerpo de la mujer.
—Y la poesía de las noches de luna —agregó Rodrig Ivanovich dirigiendo una torva mirada a Cincinnatus.
—No, por favor, no interfiera con mi desarrollo del tema, si tiene usted algo que agregar, podrá hacerlo más tarde. Muy bien, permítame continuar. Además de los del amor existen gran número de otros placeres, y a ellos pasaremos ahora. Más de una vez, probablemente, habréis sentido expandirse vuestros pechos en un hermoso día de primavera, cuando el aroma de los pimpollos y los cantores alados dan vida a la arboleda, adornada con sus primeros follajes. Las más tempranas y modestas flores las espían coquetamente entre la hierba, como si quisieran seducir al apasionado amante de la Naturaleza, al par que murmuran tímidamente: «Oh, no, no nos escojas a nosotras, nuestra vida es corta». El pecho se expande y su respira hondo en un día tal, cuando los pajarillos cantan y las primeras hojas humildes aparecen en los primeros árboles. Todo es regocijo; todo es júbilo.
—Magnífica descripción de abril —dijo el director sacudiendo la quijada.
—Creo que todos lo hemos experimentado —continuó M'sieur Pierre—, y ahora, que un día cualquiera ascenderemos al patíbulo, el inolvidable recuerdo de tal día de primavera nos hace gritar: «Oh vuelve, vuelve; déjame gustarte una vez más».
—«Gustarte una vez más» —repitió M'sieur Pierre mientras consultaba francamente un rollo de notas ajenas todo cubierto por apretada escritura.
—Seguidamente —dijo—, pasaremos a los placeres de orden espiritual. Recuerden aquellas ocasiones cuando, en una fabulosa galería de cuadros, o un museo, uno se detenía repentinamente y no era capaz de apartar los ojos de algún torso sabroso, hecho, ay, de bronce o de mármol. A esto podemos llamarlo el placer del arte; ocupa un lugar importante en nuestra vida.
—Ya lo creo que sí —dijo Rodrig Ivanovich con voz nasal y miró a Cincinnatus.
—Placeres gastronómicos —continuó M'sieur Pierre—. Mirad las mejores variedades de frutos colgando de las ramas de los árboles; mirad al carnicero y sus ayudantes arrastrando a un cerdo, que chilla como si fueran a asesinarlo; mirad sobre un hermoso plato un sustancioso trozo de blanca grasa de cerdo; mirad el vino de mesa y el coñac; mirad el pescado... no sé ustedes, pero yo soy muy aficionado al sargo.
—Apruebo —dijo Rodrig Ivanovich con voz fuerte. —Este espléndido festín debe ser abandonado. Muchas otras cosas deben también ser abandonadas, tales como una cámara o una pipa; charlas con los amigos; el deleite de descargarse, que algunos sostienen iguala al placer del amor; dormir después de la comida; fumar... ¿Qué más? Chucherías predilectas... Sí, eso ya lo hemos dicho... (volvieron a aparecer las notas plagiadas) placer de... eso también lo mencioné. Bueno, otras menudencias...
—¿Puedo agregar algo? —preguntó el director tratando de conquistar la buena voluntad de M'sieur Pierre, pero éste sacudió la cabeza:
—No, ya es suficiente. Creo que he desplegado ante la imaginación de mi querido colega tales vistas del reino de la sensualidad...
—Sólo quería decir algo sobre el tema de los comestibles —observó el director en voz baja—. Creo que ciertas cosas podrían ser mencionadas aquí. Por ejemplo en fait de potage... Está bien, está bien, no diré una palabra —terminó alarmado por la mirada que le echó M'sieur Pierre.
—Bueno —M'sieur Pierre se dirigió a Cincinnatus—, ¿qué dice usted a todo esto?
—¿Qué espera que diga? —dijo éste—. Una tontería pesada e inoportuna.
—Es incorregible —exclamó Rodrig Ivanonich.
—Es sólo pose —dijo M'sieur Pierre con una siniestra sonrisa de porcelana—. Créame, se siente bastante tocado, muy tocado, por toda la belleza del fenómeno que he descrito.
—... Pero no comprende ciertas cosas —intervino llanamente Rodrig Ivanovich—. No comprende que si él ahora admite honestamente que su proceder es equivocado, admite honestamente que le gustan las mismas cosas que a usted y a mí —por ejemplo, la sopa de tortuga como primer plato– dicen que es excepcionalmente buena —es decir, sólo quiero recalcar que si fuera honesto en admitir y se arrepintiera– sí, arrepintiera —ése es mi punto de vista– entonces podría haber una remota, no quiero decir esperanza, pero no obstante...
—Dejé afuera la parte sobre la gimnasia —murmuró M'sieur Pierre consultando su rollito—. ¡Qué pena!
—No, no, habló usted muy bien, muy bien —suspiró Rodrig Ivanovich—. No pudo hacerlo mejor. Despertó en mí ciertos deseos que habían estado dormidos por décadas. ¿Se queda un rato más? ¿O viene usted conmigo?
—Con usted. Hoy está de malas. Ni siquiera lo ve a uno. Le ofrece usted reinos, y él se amodorra. Y yo pido tan poco... una palabra, un gesto. Bueno, no hay nada que hacer. Vámonos, Rodrig.
Poco después que partieron se apagó la luz y Cincinnatus se dirigió al catre a oscuras (¡qué desagradable encontrar las cenizas ajenas, pero no hay otro lugar donde acostarse!) y, liberándose de su melancolía con un crujido de vértebras y cartílagos, se estiró, respiró hondo y contuvo el aliento más de un cuarto de minuto. Quizá no eran más que albañiles. Haciendo reparaciones. Un engaño auditivo: quizá todo ocurre lejos, muy lejos (espiró). Yacía de espaldas, moviendo los dedos de los pies que salían de debajo de la manta, y volviendo su cara ora hacia la salvación imposible, ora hacia la inevitable ejecución. La luz volvió a brillar.
Rascándose por debajo de la camisa el pecho cubierto de vello rojo, Rodion entró a buscar el banquillo. Habiéndolo encontrado se sentó prestamente en él y con un fuerte gruñido, apoyando la cara en sus enormes palmas, pareció dispuesto a echarse un sueñecito.
—¿No ha llegado todavía? —preguntó Cincinnatus. Rodion se levantó al instante y salió con el banco. Click. Oscuro.
Quizá porque hubiera transcurrido ya un período integral de tiempo —dos semanas– desde el juicio, quizá porque los ruidos amigos le prometían un cambio de fortuna, Cincinnatus dedicó esa noche a repasar mentalmente las horas que había pasado en la fortaleza. Cediendo involuntariamente a la tentación de un desenvolvimiento lógico, forjando involuntariamente (¡ten cuidado, Cincinnatus!) una cadena con todas las cosas que eran completamente inocuas mientras permanecieran deseslabonadas, insufló lo insensato con sensatez y lo inanimado con vida. Con la oscuridad de piedra como telón de fondo, permitió que desfilaran iluminados por un reflector todos sus visitantes habituales —era la primera vez que su imaginación se mostraba tan condescendiente con ellos—. Allí estaba su tedioso pequeño coprisionero, con su cara brillante parecida a la manzana de cera que el chacotero cuñado de Cincinnatus le llevara días atrás; allí estaba el inquieto, encorvado abogado, sacando los puños de su camisa fuera de las mangas de la levita; allí estaba el sombrío bibliotecario, y, con su liso tupé negro, el corpulento Rodrig Ivanovich, y Emmie, y toda la familia de Marthe, y Rodion, y otros, confusos guardias y soldados —y al evocarlos– sin creer en ellos, quizás, pero aun así evocándolos, Cincinnatus les confería el derecho a existir, los confirmaba, los nutría con sí mismo. Agregada a todo esto estaba la posibilidad de que, en cualquier momento, los excitantes ruidos pudieran reanudarse, posibilidad que tenía el efecto de un embriagador anticipo musical —de modo que Cincinnatus se encontraba en un extraño, trémulo y peligroso estado– y el reloj distante sonó una especie de creciente exultación... y ahora emergiendo de la oscuridad, las iluminadas figuritas se tomaron de la mano y formaron una rueda, y poniéndose ligeramente de lado, balanceándose, remoloneando, comenzaron un movimiento circular, que primero fue tieso y lento, pero que gradualmente se fue haciendo más firme, libre y rápido, y ahora giraban hombros y cabezas pasaban y volvían a pasar cada vez más rápido por las bóvedas de piedra, y el infaltable payaso de todas las rondas que levantaba sus pies más alto que los demás para divertir a sus compañeros más atildados, lanzaba sobre las paredes los grandes zigzags de sus horribles cabriolas.
CAPÍTULO XV
La mañana pasó tranquilamente, pero a eso de las cinco de la tarde comenzó un ruido de fuerza demoledora; fuera quien fuera trabajaba con ahínco y alborotaba desvergonzadamente; en realidad, sin embargo, no estaba mucho más cerca que el día anterior.
De repente ocurrió algo extraordinario: cierto obstáculo interior cedió, y ahora los ruidos sonaron con tal viva intensidad (habiendo en un instante hecho la transición del foro a la boca del escenario, justo hasta las candilejas), que era obvia su proximidad: allí mismo estaban, detrás de la pared, que se fundía como hielo y que en cualquier momento se quebraría.
Y entonces el prisionero decidió que era tiempo de actuar. Con prisa febril, tembloroso, pero así y todo tratando de controlarse, se levantó y se puso los zapatos de goma, los pantalones de lino y la chaqueta que llevara cuando fuera arrestado; encontró un pañuelo, dos pañuelos, tres pañuelos (una veloz visión de retazos atados unos a otros); por si acaso, se echó al bolsillo un trozo de cuerda que todavía tenía prendida una manijita de maderapara llevar paquetes (no entró entera... la punta quedó colgando afuera); corrió hacia la cama con intención de extender sobre ella la almohada y cubrirla con la manta para que diera la impresión de un hombre dormido; pero no lo hizo; en cambio se abalanzó sobre la mesa con el propósito de apoderarse de sus escritos; pero también ahora cambió de dirección a mitad de camino, pues los triunfantes, locos, demoledores golpes confundían sus pensamientos... Estaba allí parado, recto como una flecha, las manos en las costuras, cuando cumpliéndose sus sueños al pie de la letra, la pared amarilla crujió a una yarda del suelo dibujando un relámpago, se combó inmediatamente por la presión interior, y al instante se desmoronó con enorme estrépito.
Y del negro agujero, en medio de una nube de escombros, pico en mano, todo espolvoreado de blanco, sacudiéndose como un pescado gordo entre el polvo y reventando de risa, salió M'sieur Pierre, y justo detrás suyo, pero a lo cangrejo, el gordo trasero primero, con un rasgón por donde asomaba un penacho de algodón blanco, sin chaqueta, y cubierto también por toda clase de manipostería, también riendo a carcajadas, apareció Rodrig Ivanonich. Habiendo salido del agujero, ambos se sentaron en el piso dominados por una risa incontrolable que abarcaba todas las gamas, desde la carcajada a la risita y vuelta a empezar, con chillidos lastimeros en los intervalos entre explosión y explosión, y dándose todo el tiempo con el codo y cayéndose uno encima del otro...
—Somos nosotros, somos nosotros, somos nosotros —consiguió decir finalmente M'sieur Pierre con gran esfuerzo, volviendo su cara blanca de tiza hacia Cincinnatus, mientras su pequeña peluca amarilla se levantaba con un cómico silbido y volvía a caer.
—Somos nosotros —dijo Rodrig Ivanovich con insólito falsete, y comenzó otra vez a reírse a carcajadas levantando sus piernas fofas cubiertas con las grotescas polainas a la Auguste.
—¡Oop! —dijo M'sieur Pierre que repentinamente se había serenado; se puso de pie y, dando palmas, contempló el agujero. ¡Vaya trabajito que hemos hecho, Rodrig Ivanovich! Vamos, levántese, amigo mío, ya es suficiente. ¡Vaya trabajo! ¡Oh!, bueno, ahora podemos hacer uso de tan espléndido túnel... Permita usted que le invite, querido vecino a tomar un vaso de té conmigo...
—Si usted insiste... —murmuró Cincinnatus y, como a un lado estaba parado el blanco, sudado M'sieur Pierre, listo para rodearlo con sus brazos y empujarlo dentro, y, en el otro se encontraba Rodrig Ivanovich, también con los brazos abiertos, los hombros desnudos, y con la pechera postiza desprendida y torcida, ambos tomando impulso antes de echársele encima, Cincinnatus siguió el único camino posible, es decir, el que le habían indicado. M'sieur Pierre le empujaba suavemente, ayudándole a arrastrarse dentro de la abertura.
—Reúnase con nosotros —le dijo a Rodrig Ivanovich, pero éste se excusó aduciendo estar mal arreglado.
Aplastado y con los ojos fuertemente cerrados, Cincinnatus se arrastró a cuatro patas; M'sieur Pierre lo seguía, y la oscura boca de lobo, llena de crujidos y desmoronamientos, estrujaba a Cincinnatus por todos lados, le apretaba el espinazo, le pinchaba las palmas y las rodillas; varias veces se encontró en un callejón sin salida, y entonces M'sieur Pierre le tiraba de las pantorrillas haciéndole retroceder, y a cada instante una esquina, algo que sobresalía, cualquier cosa, golpeaba fuertemente contra su cabeza, y constantemente se sentía vencido por tan terrible y dolorosa melancolía que de no tener un resollante compañero embistiéndole de atrás, se habría dejado caer y se hubiera muerto allí mismo. Por fin, sin embargo, después que se arrastraran durante largo rato a través de la estrecha, profunda oscuridad (en un lugar, a un costado, un farol rojo impartía un apagado brillo a la negrura), después del encierro, la ceguera y la falta de aire, una pálida luminosidad se expandía a la distancia: una última vuelta y por fin la salida; torpe y mansamente Cincinnatus se dejó caer en el piso de piedra, dentro de la soleada celda de M'sieur Pierre.
—Bienvenido —dijo su anfitrión saltando detrás de él. Inmediatamente hizo aparecer un cepillo y comenzó diestramente a cepillar al parpadeante Cincinnatus restringiendo y suavizando los golpes en cualquier área que pudiera resultar sensible. Mientras lo hacía se inclinó y continuó dando vueltas alrededor de Cincinnatus como envolviéndolo en una red, mientras éste permanecía perfectamente quieto, pasmado ante cierto pensamiento extraordinariamente simple; pasmado, más bien, no por el pensamiento en sí, sino por el hecho de que no se le hubiera ocurrido antes.
—Con su permiso, me cambiaré —dijo M'sieur Pierre. Y se quitó la polvorienta chaqueta de lana; por un instante, con fingida casualidad, flexionó su brazo, contemplando de lado sus bíceps turquesa y blanco y exhalando su hedor característico. Alrededor de su tetilla izquierda tenía un tatuaje original —dos hojas verdes– de modo que la tetilla misma parecía un capullo de rosa (hecha de mazapán y angélica confitada).
—Siéntese, por favor —dijo poniéndose una bata de brillantes arabescos—. Esto es todo lo que tengo, pero es mío. La habitación, como usted verá, es casi igual a la suya. Sólo que la mantengo limpia y la he decorado..., la he decorado lo mejor posible. (Suspiró ligeramente como presa de incontrolable excitación.)
La he decorado. El calendario de pared con la acuarela de la fortaleza al atardecer, señalaba un día en rojo. Una mancha hecha de piecitas de paño multicoloras, cubría el catre. Sobre éste sujetas con chinches colgaban lujuriosas fotografías y un retrato formal de M'sieur Pierre; un abanico de papel mostraba sus marcados pliegues por detrás del borde del marco. Sobre la mesa había un álbum de piel de cocodrilo, brillaba la esfera de un reloj de viaje, de oro, y media docena de aterciopelados pensamientos miraban en varias direcciones por sobre el bruñido borde de un jarro de porcelana que ostentaba un paisaje alemán. En un rincón de la celda había un estuche grande, que posiblemente contenía algún instrumento musical.
—Me siento extremadamente feliz de tenerle a usted aquí —decía M'sieur Pierre que iba y venía pasando siempre a través de un oblicuo rayo de sol en el que aún danzaban motas de polvo.
—Siento que en la última semana hemos llegado a ser tan buenos amigos; nos hemos entendido tan bien, tan afectuosamente, como muy rara vez ocurre. Creo que le interesa saber qué hay allí dentro. Permítame (contuvo el aliento), permítame terminar y se lo mostraré...
—Nuestra amistad —continuó M'sieur Pierre caminando y resollando ligeramente– ha florecido en la atmósfera de invernáculo de una prisión, donde ha sido alimentada por las mismas alarmas y las mismas esperanzas. Creo que le conozco a usted ahora mucho mejor que cualquier otra persona en el mundo entero, y con toda seguridad más íntimamente que su propia esposa. Por lo tanto, hallo particularmente penoso que usted sea despreciativo o desconsiderado con la gente... Ahora mismo, por ejemplo, cuando aparecimos ante usted tan alegremente, volvió a insultar a Rodrig Ivanovich con su supuesta indiferencia ante la sorpresa en la cual había tomado parte tan amable, tan enérgicamente; y no olvide que él ya no es joven, y tiene muchos problemas personales. No, no hablemos de esto ahora... Solamente deseaba dejar sentado que a mí no se me escapa la más íntima sombra de sus sentimientos, y por lo tanto siento personalmente que la tan mentada acusación no es completamente justa... Para mí es usted ta transparente como —perdone el sofisticado símil– un novia ruborosa es transparente a la mirada de un novi experimentado. No sé qué me ocurre con la respiración. Algo anda mal —perdóneme, me pasará en seguida—. Pero si yo he hecho un estudio tan detenido de su persona y —¿por qué mantenerlo en secreto?– me he encariñado tanto, tanto con usted, entonces usted también, necesariamente, tiene que haberme conocido a mí, haberse acostumbrado a mi persona; más aún, se habrá encariñado conmigo como yo con usted. Obtener una amistad tal, ésa fue mi primera tarea, y parece que la he cumplido exitosamente. Exitosamente. Ahora tomaremos el té. No puedo entender por qué no lo traen.
Apretándose el pecho se sentó a la mesa frente a Cincinnatus, pero volvió a levantarse al instante; de abajo de su almohada sacó un bolso de cuero marroquí; del bolso una funda de gamuza y de la funda una llave; se dirigió hacia el rincón donde estaba el estuche.
—Veo que está usted asombrado de mi prolijidad —dijo mientras inclinaba cuidadosamente el estuche, que tenía apariencia de ser pesado e incómodo de manejar.
—Pero verá usted, la prolijidad adorna la vida de un solterón solitario, que así se prueba a sí mismo...
Lo abrió. Allí, sobre terciopelo negro, yacía una enorme y lustrosa hacha.
—... se prueba a sí mismo que sí tiene un pequeño nido... Un pequeño nido —continuó M'sieur Pierre cerrando nuevamente el estuche, apoyándolo contra la pared y apoyándose él mismo—; un pequeño nido digno de él, que ha construido, llenado con su fantasía... En general, esto da lugar a una importante tesis filosófica, pero por ciertos indicios me parece que ni usted ni yo estamos ahora para filosofar. ¿Sabe qué? Éste es mi consejo: tomaremos nuestro té más tarde; conque, ahora mismo, vuelva a su habitación y recuéstese un rato. Sí, vaya. Ambos somos jóvenes. No debe permanecer usted aquí un minuto más. Mañana se lo explicarán, pero ahora, por favor, vayase. Yo también estoy excitado. Yo también he perdido el control absoluto sobre mí mismo; debe comprenderlo...
Cincinnatus trataba tranquilamente de abrir la puerta cerrada con llave.
—No, no, use nuestro túnel. No hemos hecho todo ese trabajo para nada. Arrástrese, arrástrese. Tapé el agujero con una cortina, si no quedaría feo. Vaya...
—Sin ayuda —dijo Cincinnatus.
Se metió dentro de la negra abertura, lastimándose otra vez las rodillas comenzó a avanzar en cuatro patas, más y más hondo dentro de la estrecha oscuridad. M'sieur Pierre le gritó algo sobre el té y luego aparentemente corrió la cortina, pues de inmediato Cincinnatus perdió todo contacto con la brillante celda de donde acababa de salir.
Respirando con dificultad el aire enrarecido, chocando con agudas protuberancias —y esperando sin preocuparse demasiado que el túnel se derrumbara– Cincinnatus andaba a tientas por el tortuoso pasadizo y, cuando daba con algún callejón sin salida, retrocedía como un paciente animal y volvía para atrás; luego, una vez que encontraba la continuación del túnel, seguía arrastrándose. Sentía impaciencia por descansar sobre algo mullido, aun cuando esto fuera su propio catre, taparse la cabeza con las cobijas y no pensar en nada. El viaje de regreso se hacía demasiado largo, de modo que, despellejándose los hombros, comenzó a apresurarse mucho más de lo que su constante aprensión de dar con un punto muerto se lo permitía. El encierro lo mareó, y ya estaba decidido a detenerse, a echarse allí mismo, a imaginar que estaba en la cama y así dormirse, cuando abruptamente el terreno por el cual se arrastraba comenzó a ascender, y vislumbró el destello de una grieta rojiza a lo lejos, y recibió una bocanada de humedad y moho, como si hubiera pasado de las entrañas de la fortaleza a una cueva natural, y del techo bajo colgaban, como arrugadas frutas, murciélagos embozados sujetos de una sola garra, cabeza abajo; la grieta se abrió en una hoguera de luz y le llegó una brisa de aire fresco del atardecer, y Cincinnatus se arrastró de una hendedura en la roca, hacia la libertad.
Se encontró sobre uno de los muchos taludes cubiertos de césped que, cual olas verde oscuro, rompían en distintos niveles entre las rocas y terraplenes de la fortaleza. Al principio lo marearon tanto la libertad, la altura y el espacio abierto, que se aferró al húmedo césped y apenas si notó otra cosa que los fuertes chillidos vespertinos de las golondrinas que cortaban el aire multicolor con sus negras tijeras; la luz del atardecer había invadido la mitad del cielo; y, justo detrás de su cabeza se alzaban con terrible rapidez los ciegos escalones de piedra de la fortaleza, de entre los cuales él se deslizara como una gota de agua, mientras a sus pies se abrían fantásticos precipicios y se arrastraban neblinas perfumadas por los tréboles.