Текст книги "Invitación a una decapitacón"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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—Por tanto, me parece —continuó, M'sieur Pierre—. Oh, sí, a propósito —se interrumpió a sí mismo—, ¿está usted satisfecho con su morada? ¿No tiene frío de noche? ¿Le dan bastante de comer?
—Come lo mismo que yo —respondió Rodrig Ivanovich—. Aquí está como en su casa.
—Pero no sale de caza —bromeó M'sieur Pierre. El director estaba ya listo para volver a rugir, pero justamente en ese momento se abrió la puerta y apareció el flaco y melancólico bibliotecario con una pila de libros debajo del brazo. Llevaba atada al cuello una bufanda de lana. Sin saludar a nadie descargó los libros sobre el catre, y por un momento fantasmas estereométricos de esos mismos libros, compuesto de polvo, colgaron sobre ellos en el aire, colgaron, vibraron y desaparecieron.
—Espere un minuto —dijo Rodrig Ivanovich—. Creo que no han sido presentados.
El bibliotecario asintió sin mirar, mientras M'sieur Pierre se levantaba cortésmente de la silla.
—Por favor, M'sieur Pierre —rogó el director apoyando las manos en la pechera de su camisa—, por favor, ¡muéstrele su treta!
—Oh, no tiene casi importancia, no es nada —comenzó a decir M'sieur Pierre modestamente, pero el director no cejaba.
—¡Es un milagro! ¡Magia roja! ¡Se lo rogamos todos! Oh, hágalo por nosotros... Espere, espere un minuto —le gritó al bibliotecario que ya caminaba hacia la puerta—. Solamente un minuto, M'sieur Pierre le mostrará algo. ¡Por favor, por favor! No se vaya... —Piense en una de estas cartas —dijo M'sieur Pierre remedando solemnidad; barajó las cartas; sacó el cinco de pique.
—No —dijo el bibliotecario y salió.
M'sieur Pierre alzó un redondo hombrito.
—Volveré en seguida —murmuró el director saliendo también.
Cincinnatus y su huésped quedaron solos. Cincinnatus abrió un libro y se sepultó en él, es decir, siguió leyendo el primer párrafo una y otra vez. M'sieur Pierre lo miraba con amable sonrisa; había apoyado una garrita sobre la mesa con la palma hacia arriba, como ofreciendo a Cincinnatus hacer las paces. Regresó el director. Traía una chalina de lana apretándola fuertemente con el puño.
—Quizá le sea útil, M'sieur Pierre —le dijo; luego le entregó la chalina, se sentó, bufó ruidosamente, como un caballo, y comenzó a examinar su pulgar, de cuyo extremo una uña rota colgaba como una hoz.
—¿De qué estábamos hablando? —exclamó M'sieur Pierre con tacto encantador, tal como si nada hubiera ocurrido—. Sí, hablábamos de fotografías. Algún día voy a traer mi cámara y tomaré su fotografía. Será divertido. ¿Qué está usted leyendo? ¿Me permite mirar?
—Debería dejar el libro —observó el director con tono exasperado—; después de todo tiene usted un invitado.
—Oh, déjelo —sonrió M'sieur Pierre. Hubo una pausa.
—S£ está haciendo tarde —dijo el director después de consultar su reloj.
—Sí... en seguida nos iremos... Vaya, qué pequeño gruñón... Mírenlo, sus labiecitos tiemblan... en cualquier momento el sol atisbará por entre las nubes... ¡Gruñón, gruñón...!
—Vámonos —dijo el director, levantándose.
—Un momento... Me gusta tanto estar aquí que me cuesta arrancar... De cualquier modo, mi querido vecino, me aprovecharé de su permiso y le visitaré a menudo, a menudo, es decir, por supuesto, si me concede usted permiso, y lo hará, ¿no es cierto? Hasta la vista, entonces. ¡Hasta la vista! ¡Hasta la vista!
Con una cómica reverencia, imitación de alguien, M'sieur Pierre se retiró; otra vez el director lo tomó del codo, emitiendo voluptuosos sonidos nasales. Salieron, pero se oyó su voz diciendo —Discúlpeme, olvidé algo, lo alcanzaré en un instante—, y el director entró a borbotones en la celda; se acercó a Cincinnatus y por un instante la sonrisa abandonó su rostro púrpura:
—Estoy avergonzado—, siseó entre dientes —avergonzado de usted. Se comportó como un... Ya voy, ya voy—, gritó sonriendo nuevamente; luego arrebató de la mesa el florero con las peonías, y salpicando todo de agua, dejó la celda.
Cincinnatus siguió mirando el libro. Una gota había caído sobre la página. A través de la gota, varias letras se habían convertido de breviario a cicero, habiendo crecido como si yaciera sobre ellas un lente de aumento.
CAPÍTULO VIII
(Hay algunos que sacan punta a un lápiz hacia sí mismos, como si estuvieran pelando una papa, y hay otros que cortan hacia afuera, como cercenando una vara... Rodion pertenecía a estos últimos. Tenía un viejo cortaplumas con varias hojas y un sacacorchos. El sacacorchos dormía afuera.)
«Hoy es el octavo día (escribió Cincinnatus con el lápiz, que había perdido más de una tercera parte de su longitud) y no sólo aún estoy vivo, es decir la esfera de mi propio ser aún limita y eclipsa mi yo, sino que, como cualquier otro mortal, desconozco la hora de mi muerte y puedo aplicarme a mí mismo una fórmula común: La probabilidad de un futuro disminuye en proporción inversa a su lejanía. Por supuesto en mi caso la prudencia exige que piense en términos muy pequeños —pero está bien, está bien– estoy vivo. Anoche tuve una sensación extraña —y no es la primera vez—: Me sacan capa tras capa, hasta que al final... no sé cómo describirlo, pero sí sé esto: a través del proceso de despojamiento gradual alcanzó el último, indivisible, firme, radiante punto, y este punto dice: ¡Yo soy! Como un anillo de perla en medio de la grasa sanguinolenta de un tiburón. —Oh mi eterno, mi eterno... y este punto es suficiente para mí– en realidad nada más es necesario. Quizá como un ciudadano del próximo siglo, un invitado que llega antes de tiempo (el anfitrión todavía no se ha levantado), quizá simplemente una extravagancia de carnaval en un mundo expirante y desesperanzadamente festivo, he vivido mi vida agonizando, y me gustaría describirles esa agonía —pero me obsesiona el temor de no tener tiempo suficiente. Desde que me recuerdo —y me recuerdo con licenciosa lucidez, yo he sido mi propio cómplice, que sabe demasiado, y por lo tanto es peligroso. Surjo de tan quemante negrura, giro como una peonza con tal fuerza impelente, tales lenguas de fuego, que hasta el día de hoy ocasionalmente siento (a veces durante el sueño, a veces mientras me baño con agua muy caliente) ese primitivo latido de mi ser, ese primer estigma, el impulso de mi "yo". ¡Cómo emergí, resbaladizo, desnudo! Sí, desde una región prohibida e inaccesible para los demás, sí. Yo sé algo, sí... pero aún ahora, cuando de todos modos todo está terminado, aún ahora, temo que podría corromper a alguien. ¿O nada resultará de lo que estoy tratando de decir? Quedando como únicos vestigios los cadáveres de palabras estranguladas, como hombres colgados... siluetas vespertinas de gammas y gerundios, cuervos de patíbulo. Pienso que preferiría la cuerda, aunque sé positiva e irrevocablemente que ha de ser el hacha; una pequeña fracción de tiempo ganada, tiempo, que ahora me es tan precioso que valoro cada tregua, cada aplazamiento... quiero decir tiempo asignado para pensar; el permiso que le otorgo a mis pensamientos para un viaje gratis de la realidad a la fantasía y regresar... Y quiero decir muchas otras cosas también, pero la falta de habilidad para escribir, la prisa, excitación, debilidad... Yo sé algo. Yo sé algo. Pero es tan difícil expresarlo. No, no puedo... quisiera abandonar, mas siento en mí algo que bulle y se levanta, que cosquillea, que puede volverlo a uno loco si no lo expresa de alguna manera. Oh no, no me deleitaré en mí mismo, no roe acaloraré luchando con mi alma en un cuarto oscuro; no tengo deseos, salvo eí de expresarme —en oposición a la madurez del mundo entero—. Qué miedo tengo. Estoy enfermo de espanto. Pero nadie me apartará de mí mismo. Tengo miedo y ahora pierdo el hilo que tan bien palpaba hace sólo un instante. ¿adónde está? ¡Se me ha escapado del puño! Tiemblo sobre el papel, muerdo el lápiz hasta el grafito, me encorvo para esconderme de los ojos penetrantes que a través de la puerta me pinchan la nuca, y parece que me hallo a punto de hacerlo pedazos todo. Estoy aquí por error —no específicamente en esta prisión– sino en este mundo terrible y desguarnecido, un mundo que no es la obra de un artesano aficionado, sino que en realidad es horror, calamidad, locura, error; miren el tótem asesina al turista, el gigantesco oso tallado descarga su mazo de madera sobre mí. Y así y todo, aún desde mi más temprana edad he tenido sueños... En mis sueños el mundo estaba ennoblecido, espiritualizado; gentes que despierto me inspiran temor, aparecían allí en una refracción de débil resplandor, como imbuidas y envueltas por esa vibración de luz que en los días de tormenta sugiere vida al simple perfil de los objetos; sus voces, sus pasos, la expresión de sus ojos y aun sus ropas adquirían una significación excitante; para decirlo de manera más simple, en mis sueños el mundo cobraba vida, llegando a ser tan seductoramente majestuoso, libre y etéreo, que más tarde resultaba opresivo respirar el polvo de esta vida pintada. Pero ya me había hecho yo al pensamiento de que lo que nosotros llamamos sueños es una semirealidad, promesa de realidad, una visión anticipada, un soplo de ella; es decir, ellos contienen, en un estado muy vago y diluido, una realidad más genuina que nuestra jactanciosa vida de vigilia, la que a su turno, está semi-dormida; una somnolencia aciaga adonde los sonidos y las vistas del mundo real, fluctuando más allá de la periferia de la mente —como cuando uno escucha durante el sueño una espantosa historia de terror porque una rama raspa el cristal de la ventana, o se ve a sí mismo hundido en la nieve porque la frazada se ha resbalado. Pero, ¡cómo temo al despertar! Cómo temo ese segundo, o más bien esa fracción de segundo, ya repentinamente interrumpida, cuando, con un gruñido de leñador. —Pero, ¿qué tengo que temer? ¿No será para mí simplemente la sombra de un hacha y no escucharé el vigoroso gruñido descendente con oídos de un mundo distinto? ¡Aún tengo miedo! No se lo puede borrar tan fácilmente. Tampoco es bueno que mis pensamientos se mantengan encajados dentro de la cavidad del futuro. Quiero pensar otras cosas, aclarar otros puntos... pero escribo oscura y débilmente, como el lírico duelista de Pushkin. Pienso que muy pronto desarrollaré un tercer ojo en la parte de atrás del cuello, entre dos frágiles vértebras: Un ojo encolerizado, con la pupila dilatada y venas rosadas en su globo satinado. ¡No se acerquen! Más fuerte aún, con voz más ronca: ¡No toquen! ¡Puedo verlo todo! Y cuán a menudo suena en mis oídos el sollozo que estoy destinado a lanzar y la terrible gorgoteante tos emitida por el aprendiz de decapitado. Pero todo esto no es la cuestión, y mi discurso de sueños y vigilias no es la cuestión... ¡Un momento! Siento una vez más que realmente debo expresarme, tengo que cercar las palabras. Ay, nadie me enseñó esta clase de caza, y el viejo arte innato de la escritura hace ya mucho que ha sido olvidado —olvidados están los días en que no necesitaba de la enseñanza, pero se encendía y ardía como el fuego en un bosque– hoy parece tan increíble como la música que se extraía de un monstruoso piano, música que se agitaba ligeramente o de pronto cortaba al mundo en grandes y brillantes bloques. —Yo me entiendo perfectamente, pero ustedes no son yo, y allí reside la irreparable calamidad. No sabiendo cómo escribir, pero sintiendo con mi criminal intuición cómo se combinan las palabras, lo que debe uno hacer para que una palabra vulgar cobre vida y comparta el brillo, el calor, la sombra de su vecina, mientras a su vez se refleja en sus vecinas y las renueva de modo que toda la línea está viva, iridiscente; aunque percibo la naturaleza de esta especie de parentesco de palabra, sin embargo no soy capaz de realizarlo, más eso me es indispensable para cumplir mi tarea, una tarea que no es de ahora ni de aquí. ¡Aquí no! El horrible "aquí", el oscuro calabozo, dentro del cual está encarcelado sin piedad un aullante corazón, este "aquí" me restringe y me limita. Pero qué fulgores atraviesan las noches, y qué existe. Mi mundo de sueños existe, tiene que existir, ya que, con seguridad, tiene que existir un original de la copia chabacana. Soñador, redondo, y azul, gira lentamente hacia mí. Es como si uno yaciera boca arriba, con los ojos cerrados, en un día nublado, y de repente las tinieblas se agitan debajo de los párpados y suavemente comienza primero una lánguida sonrisa, desde luego una cálida sensación de contento, y uno sabe que el sol ha salido de detrás de las nubes. Con una sensación tal, comienza mi mundo: la atmósfera brumosa se aclara gradualmente, y se difunde, con tan radiante, trémula benevolencia, y mi alma se expande tan libremente en esa su región natal —¿pero entonces qué, entonces qué?– Sí, en esta línea es donde pierdo el dominio... Lanzada al aire la palabra explota, como explotan al ser traídos por la red, a la superficie, esos peces esféricos que sólo respiran y brillan en la comprimida oscuridad de las profundidades. Sin embargo hago un último esfuerzo —y creo haber tomado mi presa... —pero sólo es una fugaz aparición de ella. Allí, también, là-bas, la mirada de los hombres brilla con inimitable comprensión; allí las extravagancias que aquí son torturadas, caminan libremente; alli el tiempo toma forma de acuerdo al placer de cada uno como un tapete con dibujos cuyos pliegues pueden ponerse " en forma tal que dos dibujos se encuentren y luego se lo pueda extender nuevamente, y uno sigue viviendo o sobrepone la imagen siguiente sobre la última, sin fin, con la ociosa concentración de una mujer que elige un cinturón que combine con su vestido —ahora ella se desliza en mi dirección, golpeando rítmicamente el terciopelo con sus rodillas, comprendiéndolo todo y siendo comprensible para mí... Allí, allí están los originales de esos jardines donde acostumbrábamos a vagar y escondernos en este mundo; allí todo se le revela a uno por su encantadora evidencia; allí brilla el espejo que una que otra vez envía hacia aquí un reflejo casual... Y lo que digo no es, no, lo exacto, y estoy empezando a confundirme, a no llegar a ningún lado, a decir tonterías, y cuanto más muevo y busco en el agua tentando el arenoso fondo tras una visión que he vislumbrado, más turbia se vuelve y disminuyen las posibilidades de que la encuentre alguna vez. No, aún no he dicho nada, o quizá sólo palabras pedantes... y al ; final lo lógico sería abandonar, y yo lo haría si estuviera trabajando para un lector de hoy, pero como no hay en el mundo un ser humano que pueda hablar mi lenguaje; o simplemente, ni un sólo ser humano; debo pensar sólo en mí mismo; sólo en esa fuerza que me urge a expresar– me. Tengo frío, me siento débil, tengo miedo, mi nuca disimula y adula, y nuevamente mira con loca intensidad, pero, a pesar de todo, estoy encadenado a esta mesa como un jarro a una fuente y no me levantaré hasta que haya dicho lo que quiero. Repito (juntando nuevo impulso al ritmo de recurrentes encantamientos), repito: hay algo que sé, hay algo que sé, hay algo que sé... cuando era todavía niño, viviendo aún en una casa grande, fría, color amarillo canario, donde me preparaban, a mí y a cientos de otros niños para una segura no-existencia como muñecos adultos, donde todos mis coetáneos se transformaban sin esfuerzo o dolor; ya entonces, en esos execrables días, entre libros de género y material escolar brillantemente pintado y corrientes de aire que helaban hasta el aliña, yo sabía sin saber, yo sabía sin dudar, yo sabía cómo uno se conoce a sí mismo, yo sabía lo que es imposible saber y, yo diría, yo sabía aún con más claridad que hoy. Es que la vida me ha gastado: la continua intranquilidad, la ocultación de mi conocimiento, el fingimiento, el temor, un doloroso desgastarse de todos mis nervios —no venderse, no traicionarse...– y aún hoy siento un dolor en esa parte de mi memoria donde está grabado el mismísimo comienzo de este esfuerzo, o sea el momento que comprendí por primera vez que las cosas que me parecían naturales eran en realidad prohibidas, imposibles, que cualquier pensamiento sobre ellas era criminal. ¡Cuán bien recuerdo ese día! Acababa de aprender a hacer letras, ya que me recuerdo llevando en mi dedo meñique el pequeño anillo de cobre que se otorgaba a los niños que ya sabían copiar las palabras modelo de los canteros del jardín de la escuela, donde las petunias y las caléndulas deletreaban largos refranes. Estaba sentado con los pies apoyados en el umbral de la ventana y contemplaba cómo mis condiscípulos, vestidos como yo con una especie de larga camisa rosa, daban vueltas tomados de la mano alrededor de un mástil pintado. ¿Por qué me dejaron fuera? ¿Como castigo? No. Más bien la renuencia de los otros niños a jugar conmigo y el mortal embarazo, vergüenza y melancolía que yo sentía cuando me unía a ellos, me hacía preferir ese blanco escondrijo claramente marcado por la sombra de la ventana entreabierta. Podía oír las exclamaciones exigidas por el juego y las estridentes órdenes de la "pedagoguette" pelirroja; podía ver sus rizos y sus gafas y con el asqueado horror que nunca me abandonaba, la observé dar a los más pequeños, empujoncitos paral hacerles girar más rápido. Y esa maestra y el mástil pintado, y las blancas nubes que dejaban pasar el sol de veza en cuando, y entonces arrojaba una luz apasionada que! buscaba algo, y entonces estaban repetidos en el llameante cristal de la ventana abierta... En una palabra, sentí tal temor y tristeza, que traté de sumergirme dentro de mí mismo, de reducir mi ritmo y escaparme de la vida sin' sentido que me llevaba hacia adelante. Justo entonces, al final de la galería de piedra donde yo estaba sentado, apareció el profesor —no recuerdo su nombre– un hombre gordo, sudoroso, de pecho velludo, camino al baño. Desde lejos me gritó, su voz amplificada por la acústica, que fuera al jardín; se aproximó rápidamente, blandió su toalla. En mi tristeza, en mi abstracción, inconsciente e inocente-¡mente, en lugar de descender al jardín por las escaleras (la galería estaba en el tercer piso), sin pensar lo que hacía, sino actuando en realidad obedientemente, hasta con sumisión, salí por la ventana al elástico aire y sintien– do sólo una especie de sensación de estar descalzo (aunque llevaba zapatos) lentamente y con absoluta naturalidad eché a andar, todavía chupándome el dedo en que esa mañana me clavara una astilla... De pronto, sin embargo, un extraordinario y ensordecedor silencio me despertó de mi sueño y vi debajo, cual pálidas margaritas, las levantadas caras de los estupefactos niños, y a la pedagoguette, que parecían estar cayéndose de espalda; también vi los globos de los podados arbustos y la descendente toalla que aún no había llegado al poste; me vi a mí mismo, un muchacho vestido de rosa, de través en medio del aire; dan– dome vuelta, vi, a sólo tres pasos aéreos de mí, la ventana que acababa de dejar, y con su velluda mano extendida en malevolente sorpresa, al-».
(Aquí, desgraciadamente se hizo la oscuridad —Rodion apagaba la luz exactamente a las veintidós.)
CAPÍTULO IX
Y nuevamente el día comenzó con un estrépito de voces. Rodion daba instrucciones lúgubremente, y otros servidores le ayudaban. Toda la familia de Marthe había llegado para la entrevista, trayendo consigo todos los muebles. No era así, no era así cómo había imaginado aquella cita largamente esperada... ¡Cómo iban llegando! El anciano padre de Marthe, con su inmensa calva, sus bolsas debajo de los ojos, y su bastón negro con punta de goma; los hermanos de Marthe, mellizos idénticos, salvo que uno tenía el bigote rubio y el otro negro como el betún; los abuelos maternos de Marthe, tan viejos que uno ya podía ver a través de ellos; tres vivarachas primas, que, sin embargo, por alguna razón no fueron admitidas a último momento; los niños de Marthe —el cojo Diomedon y la obesa pequeña Pauline; por último, la propia Marthe, con su mejor vestido negro, una cinta de terciopelo alrededor de su frío cuello blanco y llevando un espejo de mano; un joven muy correcto de perfil sin tacha estaba constantemente junto a ella. El suegro, apoyándose en su bastón, se sentó en un sillón de cuero que había traído consigo; haciendo un esfuerzo consiguió poner uno de sus gordos pies sobre un escabel, y, con enojo, sacudiendo la cabeza, miró fijamea. te, por debajo de sus pesados párpados, a Cincinnatus, quien percibió la indefinida sensación familiar a la vista de las ranas que adornaban la abrigada chaqueta de su suegro, los pliegues alrededor de la boca, que le daban un aire de eterno disgusto, y el borrón púrpura de una marca de nacimiento sobre la encordada sien, bulto que recordaba a una gran uva seca justo sobre la vena.
El abuelo y la abuela (el uno todo trémulo y encogido con sus pantalones remendados, la otra con su cabello blanco bien corto, y tan delgada que podría haberse metido en la funda de seda de un paraguas) se ubicaron uno junto al otro en dos sillas idénticas de alto respaldo; el abuelo apretaba fuertemente con sus manecitas hirsutas un voluminoso retrato, con marco dorado, de su madre, una nebulosa señora que a su vez sostenía un retrato.
Mientras tanto seguían arribando muebles, utensilios domésticos, hasta porciones individuales de paredes. Llegó un armario con espejo, que traía consigo su reflejo (es decir, un rincón del dormitorio conyugal con un rayo de sol que atravesaba el suelo, un guante caído, y una puerta abierta a lo lejos). Entró rodando un triste triciclo con aditamentos ortopédicos. Éste fue seguido por la mesa con incrustaciones sobre la cual había descansado durante los últimos diez años un frasco chato color granate y una horquilla. Marthe se sentó en su canapé negro con rosas bordadas. —¡Desgraciado, desgraciado!—, voceó el suegro, golpeando el suelo con su bastón. Sonrisitas temerosas aparecieron en los rostros de los mayores. —No, papito, ya hemos pasado por esto mil veces—, dijo Marthe con calma, y un escalofrío recorrió sus hombros. Su compañero le ofreció un chal con flecos, pero ella, formando el rudimento de una tierna sonrisa con un solo costado de sus enjugados labios, hizo a un lado la delicada mano del joven. («Lo primero que miro en un hombre son sus manos».) Éste vestía el elegante uniforme negro de los empleados de telégrafos y se perfumaba con esencia de violeta.
—¡Desgraciado! —repitió el suegro enérgicamente y comenzó a maldecir a Cincinnatus en detalle y con fruición. La mirada de Cincinnatus estaba prendida del vestido verde a lunares de Pauline: cabello rojizo, bizca, con gafas, no moviendo a risa sino a pena con aquellos lunares y aquella gordura, caminando torpemente con sus piernas gordas enfundadas en medias de lana marrón y zapatos abotonados, se acercaba a cada uno de los presentes y los estudiaba con atención, observándoles gravemente y en silencio con sus pequeños ojos oscuros, que parecían encontrarse tras el puente de su nariz. La pobre cosa tenía una servilleta atada al cuello —evidentemente se habían olvidado de quitársela después del desayuno.
El suegro hizo una pausa para tomar aliento, luego dio otro golpe con su bastón, y entonces Cincinnatus dijo: Sí, escucho.
—Silencio, insolente —gritó el primero—, tengo derecho a esperar de ti, por lo menos hoy, que te encuentras a la puerta de la muerte, un poco de respeto. Cómo es que has llegado al patíbulo... Te exijo una explicación... cómo has podido... cómo te has atrevido...
Marthe le pidió algo en voz baja a su compañero: él se puso a revolverlo todo a su alrededor, explorando entre sus ropas y levantándose del canapé por si estuviera sentado encima; —no, no, está bien—, respondió en voz casi tan baja. —Debe habérseme caído en el camino... No se preocupe, ya aparecerá... —Pero, ¿está segura de que no tiene frío?—. Sacudiendo la cabeza negativamente Marthe apoyó su suave palma sobre la muñeca del joven; y retirando la mano inmediatamente, estiró su vestido por sobre sus rodillas y con un murmullo severo llamó a su hijo, que estaba molestando a sus tíos, y éstos a su vez le apartaban con la mano, —no los dejaba escuchar bien, Diomedon con una blusa gris con elástico a la altura de la cadera, retorciendo todo su cuerpo con rítmica distorsión, cubrió sin embargo rápidamente la distancia que Id separaba de su madre. Su pierna izquierda era fuerte y rosada; la derecha recordaba a un rifle con su complicado arnés: cañón, correas, guardamonte. Tenía los redondos ojos castaños y las pestañas ralas de su madre, pero la parte inferior de su cara, con su mandíbula de bulldog—ésta, por supuesto, era de algún otro. —Siéntate aquí—., murmuró Marthe, y con un rápido manotón recuperó el espejo de mano que se estaba escurriendo del canapé.
—Dime —continuaba el suegro—, ¿cómo te has atrevido, tú, un feliz hombre de su casa —espléndidos muebles, magníficas criaturas, una amante esposa– cómo te has atrevido a no considerar todo esto, villano? A veces me parece que no soy más que un viejo reblandecido y que no entiendo nada de nada, porque de otra manera debí caer en cuenta de tal repugnancia... ¡Silencio! —rugió, y otra vez los mayores se sobresaltaron y sonrieron.
Un gato negro se estiró, refregó contra la pierna de Cincinnatus y de pronto saltó al aparador y de allí al hombro del abogado, quien acababa de entrar en ese momento y se había sentado en un rincón sobre una banqueta del felpa —tenía un resfrío terrible y, por sobre un pañuelo listo para ser usado, inspeccionaba a los componentes de la reunión y a los diversos artículos domésticos que hacían parecer a la celda un local de remates; el gato lo sobresaltó y lo tiró a un lado con un movimiento convulsivo.
El suegro seguía atronando, multiplicando maldiciones y empezaba ya a ponerse ronco. Marthe se cubrió los ojos con la mano; su compañero, tensos los músculos de la mandíbula, la observaba. Sobre un sillón de respaldo curvo, estaban sentados los hermanos de Marthe; el moreno, con un traje tostado y camisa de cuello abierto, tenía en ja mano un rollo de papel pautado guardado dentro de un tubo y aún sin usar; era considerado uno de los mejores cantantes de la ciudad. Su mellizo, con pantalones de golf azul celeste, joven elegante e inteligente, le había llevado un regalo a su cuñado —un tazón con brillantes frutos hechos de cera. Tenía también una banda de luto en la manga, y la señalaba con el dedo mientras trataba de toparse con la mirada de Cincinnatus.
En la cúspide de su elocuencia el suegro repentinamente se atragantó, y dio tal tirón a su silla que la pequeña y tranquila Pauline, que había estado parada junto a él mirándole la boca, se cayó de espaldas yendo a dar detrás de la silla, y allí se quedó esperando que nadie se diera cuenta. Rompiendo el papel, el suegro comenzó a abrir un paquete de cigarrillos. Todos guardaban silencio.
Diferentes ruidos de pies al acomodarse. El hermano de Marthe, el moreno, se aclaró la garganta y comenzó a cantar suavemente «M ali é trano t'amesti...» Se detuvo de golpe y miró a su hermano, quien lo observaba con ojos furibundos. El abogado, sonriéndole a algo, volvió a utilizar su pañuelo. Sobre el canapé, Marthe conversaba en voz baja con su acompañante, quien le rogaba que se cubriera los hombros con el chal —el aire de la prisión era un poco húmedo. Cuando conversaban, se trataban formalmente de usted, pero cuánta carga de ternura llevaba este tratamiento mientras navegaba por el horizonte de su casi inaudible conversación... El viejecito, temblando espantosamente, se levantó de su silla, le tendió el cuadro a su anciana esposa, y con una llamita que temblaba igual que él, comenzó a caminar hacia el suegro de Cincinnatus, y ya iba a encenderle el... Pero la llama se apagó y aquél frunció el ceño disgustado.
—Sí que estorbas con tu estúpido encendedor —dijo malhumorado, pero ya sin cólera; luego el ambiente se fue animando, y todos comenzaron a hablar a un tiempo. «Malí é trano t'amesti!» cantó el hermano de Marthe a voz en cuello; —Diomedon, deja ese gato al instante—, dijo Marthe. —Ya has estrangulado otro ayer; uno por día es demasiado. Quíteselo, por favor, querido Victor—. Aprovechándose de la animación general, Pauline salió de atrás de la silla y con toda calma se levantó. El abogado se acercó al suegro de Cincinnatus y le ofreció fuego.
—Toma la palabra «chacharear» —le decía a Cincinnatus su cuñado, el inteligente—. Ahora quítale la palabra «crear». ¿Eh? Curioso, ¿no es cierto? Sí, amigo, te has metido en una buena. Hablando en serio, ¿cómo hiciste una cosa semejante?
Mientras tanto, la puerta se abrió imperceptiblemente M’sieur Pierre y el director se pararon en el umbral con las manos a la espalda en idéntica posición, y con toda calma, moviendo solamente los ojos con delicadeza, examinaban la reunión. Allí permanecieron un minuto, antes de retirarse.
—Escúchame —decía el cuñado, respirando vehementemente—. Soy tu viejo compañero. Haz lo que te digo. Arrepiéntete, mi pequeño Cincinnatus. Vamos, hazme ese favor. No ves que todavía podrían dejarte libre. ¿Eh? Piensa qué triste es tener al camarada de uno adentro. ¿Qué tienes que perder? Vamos, no seas cabeza dura.
—¡Salud! ¡Salud! ¡Salud! —dijo el abogado acercándose a Cincinnatus con el pañuelo en las manos—. No me abrace, todavía estoy muy resfriado. ¿De qué se habla? ¿Puedo ser útil en algo?
—Déjeme pasar —murmuró Cincinnatus—. Tengo que hablar dos palabras con mi esposa...
—Ahora, mi querido, discutamos la cuestión de los bienes —dijo el suegro, renovado, y extendió su bastón, haciendo tropezar a Cincinnatus—. ¡Espera, espera, te estoy hablando!
Cincinnatus siguió caminando; debió dar la vuelta a una larga mesa, puesta para diez personas, y luego pasar apretado entre el biombo y el armario para llegar hasta Marthe, reclinada sobre el canapé. El joven le había cubierto los pies con el chal. Cincinnatus casi lo consigue, pero justo en ese momento Diomedon pegó un grito terrible. Se dio vuelta y vio a Emmie, que había entrado quién sabe cómo y hacía burla al niño: imitando su renquera, arrastraba una de sus piernas en diversas y complicadas contorsiones. Cincinnatus la tomó de un brazo, pero ella se soltó y echó a correr. Pauline anadeó detrás de ella en un silencioso éxtasis de curiosidad.