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Vidas escritas
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Автор книги: Javier Marias



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Al final de su vida leyó a Freud sin provecho: lo consideraba un oscurantista, su bestia negra. Murió en 1935, a los setenta y ocho años. Durante los últimos no oía nada, luego los pasó aún más aislada del mundo de lo qué siempre lo había estado: le faltaron las dos cosas que más prefería, la conversación en la que fue excelente y la música que la consolaba.


Adah Isaacs Menken,

la poetisa ecuestre

Resulta extraño que al final de su vertiginosa vida la mayor preocupación de Adah Isaacs Menken fuera la publicación de su único libro de poemas titulado Infelicia, que por otra parte no logró ver, ya que murió una semana antes de su aparición, el 10 de agosto de 1868. Bien es verdad que a lo largo de todos sus años más conocidos (una docena aproximadamente) no fue ajena a las letras ni sobre todo a los literatos, pero la mayor parte de su tiempo lo pasó atada a un caballo sobre un escenario, y fue más a eso y a sus continuos escándalos a lo que debió convertirse en la primera dama norteamericana internacional del teatro y en la favorita de los periódicos de dos continentes.

Muchos de sus contemporáneos ya pusieron en duda los términos «dama» y «teatro» que acabo de utilizar, relacionados con su persona. A sus cuatro maridos (entre ellos un boxeador y un tahúr, este último muerto de mala manera en Denver) hubo que añadir numerosos amantes, entre los cuales se contaron obligadamente escritores, como Alexandre Dumas p è real final de sus días y el poeta masoquista por excelencia, Algernon Charles Swinburne, pelirrojo, diminuto, victoriano, borracho, homosexual y adicto a los latigazos. Adah Isaacs Menken mantuvo también trato con otros, pero de diferente índole: Walt Whitman fue su amigo y tuvo en ella a su primera discípula; George Sand fue la madrina de su único hijo, pomposamente bautizado Louis Dudevant Victor Emmanuel y que vivió muy poco; el malogrado Fitz-James O'Brien, amigo de Poe y quizá con tanto talento como él, fue su compañero de juergas; Charles Dickens, cuando ya era un hombre muy respetable y acomodaticio, dio su consentimiento para que La Menken (como ella misma gustaba llamarse) le dedicara su tomito de poesías; Gautier la alabó durante su estancia en París, Verlaine se burló de ella en unos versos malintencionados; y en cuanto a su compatriota Mark Twain, cuando aún se llamaba Clemens dejó para la posteridad la más completa descripción de sus actuaciones. Lástima que a aquel periodista sureño no le convencieran las artes de Menken, y sobre todo lástima —para ella– que Clemens hubiera de hacerse célebre por su capacidad para la sátira. El número fuerte de Adah Menken, el que la hizo famosa en medio mundo, consistía en la cabalgada del final de la obra Mazeppa, una adaptación libérrima de la pieza de Byron en la que ella daba vida al héroe del título. Pese a la malevolencia de Twain, parece fuera de duda que las facultades interpretativas de aquella estrella eran cuando menos originales: en una ocasión encarnó a Lady Macbeth y cambió —involuntariamente– todo el texto de Shakespeare sin que el público lo acusase (en este tipo de representaciones más clásicas sus compañeros de reparto, menos dotados para la improvisación, naufragaban todos por culpa de ella). En Mazeppa, sin embargo, lo que la gente iba a ver era su aparición final amarrada a los lomos del caballo y vestida con una ajustada malla de color carne que ya a escasa distancia creaba la ilusión de que la actriz iba desnuda (no importaba mucho que La Menken luciera un ridículo bigotillo en consonancia con su papel masculino). Según Twain, que se lamentaba de no haber llevado prismáticos al teatro, más que una malla lo que le pareció que llevaba Menken fue «una prenda blanca de insignificantes dimensiones cuyo nombre he olvidado, pero que resulta indispensable para los niños de muy tierna edad». El comportamiento de la intérprete y héroe lo consideró «lunático» a lo largo de la función entera, y se congratuló de que en la segunda pieza más explotada de su repertorio, El esp í a franc é s, La Menken incorporara a ese espía, «mudo como una ostra», por lo que las «extravagantes gesticulaciones» de la actriz parecían más pasables. Si hemos de creer al cronista, resulta inexplicable que una artista tan limitada pudiera llenar las salas de ambos lados del Atlántico durante años. Algo más había de tener. En persona era sin duda una gran seductora, capaz de domar e incluso enamorar a los más acerbos críticos, entre ellos el periodista Newell, que la denostó brutalmente para acabar siendo su esposo durante una semana (pero otro marido le duró sólo tres días). Y, al parecer, su talento para la provocación y la publicidad no ha tenido igual en el mundo hasta bien entrado el siglo XX: cuando Baltimore estaba a punto de caer en manos de la Unión durante la Guerra de Secesión, decidió recordar sus orígenes (había nacido cerca de Nueva Orleans y quizá era cuarterona), y exigió que el decorado del teatro fuera pintado de gris, como el uniforme confederado que ya perdía la plaza; cuando tuvo tiempo para ello (dio conferencias), se mostró como una de las más aguerridas, irónicas y sabias feministas de su tiempo, clamando contra la esclavitud de la mujer y haciendo siempre lo que se le antojaba, hasta cuando se vio detenida por las tropas nordistas: según contó en una carta, «... querían enviarme al Sur, pero sin dejarme llevar más que cien libras de equipaje. Por supuesto que no acepté semejante cosa... No iba a cruzar las líneas sin llevar ninguna ropa».

De la verdad de su vida se sabe poco y mucho de sus leyendas: se llegó a decir que era una judía española natural de Madrid (judía quizá sí era), que en su adolescencia había sido prostituta en La Habana (pervertida antes por un barón austríaco) y que, siendo ya famosa, se presentó ante el emperador Francisco José, en la corte de Viena, con una capa que se quitó al saludarlo dejando al descubierto lo único que llevaba debajo, el disfraz de Mazeppaecuestre que la hacía figurar desnuda (al parecer no llevó el caballo a palacio). Sus fotos son numerosas, casi siempre en poses plastiques, y la más encantadora es la que la muestra sobre las rodillas de un viejo Dumas gordo y casi descamisado, la cabeza apoyada contra su pecho convexo.

Aunque sufrió más de una caída desde el caballo y una de ellas poco antes de su muerte, parece que murió de otra cosa, aunque los médicos no se pusieron de acuerdo ni estuvieron muy interesados en conseguirlo. No se sabe bien cuándo nació, pero tenía treinta y tantos años: los últimos los había pasado cada vez más mohína, escribiendo sobre la figura de Shylock y, como dije al principio, pendiente sobre todo de sus poesías. Aunque dicen las malas lenguas que si no llegó a ver el volumen fue sólo por culpa suya, ya que lo que más le preocupaba era el retrato que ilustraría el libro y que obligó a cambiar decenas de veces, retrasando tanto su estreno como poetisa que éste acabó siendo póstumo. Puede que fuera mejor así, ya que si las críticas a sus actuaciones hacía tiempo que la dejaban indiferente, las muy virulentas que recibieron sus versos quizá le habrían hecho demasiado daño.


Violet Hunt,

la indecente babilonia

No puede decirse de Violet Hunt que fuera muy coherente, al menos en lo relativo a su vida sentimental, ya que tuvo gran afición a las «situaciones irregulares» y a la vez frecuentes y aparatosos ataques de respetabilidad. El mayor de éstos lo sufrió en el curso de sus relaciones con el famoso hombre de letras Ford Madox Ford, autor de la magistral novela El buen soldadoe íntimo amigo y colaborador de Conrad. Ford, ante la negativa de su mujer a concederle el divorcio y la insistencia de su amante Hunt, en dejar de serlo, estuvo a punto de recuperar la ciudadanía germana de sus ancestros para casarse según las leyes alemanas e incluso llegó a celebrar un deprimente remedo de boda, oficiado por un sacerdote desposeído del hábito, para darle gusto a la descontenta. El resultado de toda la operación fue un escándalo y un pleito —con dos señoras Ford por medio– que al novelista le acarreó unos días de cárcel y a Violet Hunt, además de un breve exilio por Europa, la reacción contraria de uno de los hombres que más admiraba, el muy precavido y formal Henry James, quien calificó la situación de «lamentable, lamentable, ¡oh, lamentable!».

Fue Violet Hunt una más de sus protegidas con las que, a diferencia de lo que suele implica el término, James no tuvo más que castas relaciones. En este caso, además, no por falta de oportunidades, ya que en una ocasión, estando invitada en la casa de campo de James, Violet se sintió mal después de la cena, que vomitó. Aprovechó la circunstancia para cambiarse y presentarse luego en el salón vestida tan sólo con una bata china y «el talante coqueto», según sus propios diarios. James, sin embargo, inició una larga disquisición sobre las novelas de la señora Humprhy Ward, autora a la que al parecer leía y apreciaba más que a quien nunca llegó a ser señora, para su doble chasco.

No fue James el primer hombre maduro con el que Violet estuvo bien dispuesta a aventurarse: a los trece años se ofreció en matrimonio al apóstol de la estética John Ruskin, que por entonces tenía cincuenta y seis. Lo compadeció mucho por la muerte de Rose La Touche, a quien Ruskin había anhelado durante largo tiempo, pues se había prendado de ella cuando la joven contaba tan sólo diez: hombre paciente, había tenido el buen gusto de esperar a que cumpliera dieciocho, pero sólo para recibir calabazas, y esa muerte años después. Por fortuna para Violet, su generoso ofrecimiento se vio asimismo aplazado y más tarde olvidado. Parece ser que también un joven Oscar Wilde le propuso matrimonio cuando su sexualidad era abarcadora, y es seguro que Violet fue una de las pocas mujeres que logró seducir a un ingenuo y luego más restringido Somerset Maugham, mientras que fue ella la seducida por H G Wells, conocido mujeriego. No debe inferirse tras la mención de todos estos nombres célebres que Violet Hunt fuera una megalómana, pues algunos de sus amoríos más sufridos y duraderos fueron con individuos que no han pasado a la historia, como un diplomático que no sólo la tuvo a la vez que a otras cinco o seis amantes, sino que además le contagió la sífilis. Antes ya había padecido y gozado por causa de otro, sólo tres años más joven que su padre y pintor como él.

Lo más llamativo de todo esto es sin duda la época, pues si Violet Hunt disfrutó plenamente del breve reinado eduardiano de gran permisividad (siempre que no fueran descubiertas las «irregularidades»), también vivió gran parte del victoriano, tan mojigato, al haber nacido en 1862. Eso quiere decir, por cierto, que Violet Hunt tenía cuarenta y seis años cuando inició sus amores con Ford Madox Ford, once más joven que ella. No muchas mujeres de su tiempo podían vanagloriarse de haber hallado al hombre de su vida a semejante edad. Hay que deducir que Violet, aunque madura, seguía siendo algo ingenua, ya que cayó en las redes de Ford de modo un tanto teatral: «gracias a la Providencia», según ella (pero parece que más bien gracias a un hábil codazo de él), su mano fue a parar al bolsillo de la chaqueta de Ford y en él descubrió un frasco con el letrero «VENENO» burdamente escrito en la etiqueta. Se lo arrebató, le preguntó si pensaba ingerirlo, él respondió que sí y ella juzgó que le había salvado la vida y que por tanto debía amarlo. Según quienes conocían a la verdadera señora Ford, ésta, de haberse visto en la misma situación, más bien habría animado al marido a tomar del frasco.

Violet Hunt aún hallaba tiempo para bastantes más cosas entre tanta pasión, tales como apoyar el movimiento sufragista, esquivar las proposiciones de lesbianas notorias, asistir a mil y una fiestas y escribir artículos y libros, hasta un total de treinta y uno de éstos, contando novelas, relatos, poemas, teatro y traducciones. De todas estas obras las que más han perdurado son sus cuentos neogóticos y de fantasmas, en verdad espléndidos, para los que Henry James sugirió el título (por desgracia no aceptado) Cuentos fantasmales de una mujer de mundo, lo cual desde luego ella era, hasta el punto de tener a veces la sensación de que sus admirados colegas la querían y trataban más por su inagotable capacidad para el chismorreo y para abrirles puertas sociales que por sus talentos literarios. Ella siempre buscó padrinos, y sólo consiguió tenerlos a medias —por no decir un poco reacios– en James y Conrad y Wells y Hudson. El primero, muy dado a poner apodos, la llamaba de dos maneras: «la indecente babilonia» y «la mancha morada», por el color del abrigo y el sombrero con los que la conoció.

Al final de su vida, ya sin amantes después de Ford, dio en crear personajes masculinos maquinadores y traicioneros, nunca con demasiado éxito. La progresión de la sífilis la hacía perder la cabeza y meter la pata sin posible arreglo: al novelista Michael Arlen le dijo una vez: «Hay que ver lo agradable y listo que es Michael Arlen. Me pregunto a qué se deberá que sus libros sean tan espantosos». No es de extrañar que se fuera quedando sola y triste hasta su muerte a los setenta y nueve años, en 1942. Su carácter fuerte y contradictorio pervive en algunos personajes memorables de aquellos escritores más importantes que fueron amigos o amantes suyos: ella los inspiró, ellos no lograron hacerla muy feliz. Sólo alguien muy ingenuo podría decir que a cambio la inmortalizaron.


Julie de Lespinasse,

la amorosa amada

La vida de Julie de Lespinasse fue corta, doliente y enrevesada, lo cual hace aún más meritoria su extraordinaria capacidad para conciliar y hacer sentirse bien a los demás. Todos los asistentes a las largas tertulias diarias en su salón de la rue de Bellechasse (entre ellos el enciclopedista D'Alembert, Diderot, Condorcet, Marmontel, prelados, nobles, diplomáticos y señoras de toda índole, hasta mariscalas) han dejado testimonio de su increíble habilidad para, sin intervenir apenas en la conversación, conducir magistralmente las reuniones entre tan privilegiadas mentes y tan exigentes cabezas. No es de extrañar, por tanto, que cuando su protectora Madame du Deffand la acusó de traicionarla y apropiarse de sus amigos y la echó de su casa, la mayoría de esos amigos ya comunes, obligados a elegir entre el salón de una y otra, optara por seguir a la menos ingeniosa pero más placentera. Tal era la armonía que sabía crear entre sus invitados que uno de ellos, Monsieur de Guibert, lo dijo con claridad a la muerte de la anfitriona: «Nos han separado». Y en efecto, aquella gente no vio ya motivo para volver a encontrarse, sabedores todos de que no serían los mismos sin su presencia.

Los orígenes de Julie de Lespinasse habían sido turbios y no muy prometedores: hija ilegítima de la Condesa d'Albon, no se tiene absoluta certeza de quién fue su padre, pero parece casi seguro que lo era el Conde de Vichy, hermano mayor de la mencionada Madama du Deffand. La Condesa d'Albon tenía otra hija legítima, la cual, con el tiempo (en 1739), se casó precisamente con Vichy, quien así pasó a ser cuñado de su hija oculta, además de marido de su sobrina y ex-amante de su suegra. De poco le sirvió todo ello a Julie de Lespinasse cuando murió esa suegra, es decir, su madre: fue a vivir con sus dobles parientes, quienes la trataron como a una sirvienta o aún peor, hasta el punto de que Madame du Deffand (tía y concuñada a la vez, me parece) se apiadó de ella y fue entonces cuando decidió llevársela a París, con los posteriores resultados ya comentados. La propia Julie, que fue siempre discreta respecto a estos orígenes, confesaba sin embargo que nada podía sorprenderla en las alambicadas novelas de Richardson y Prévost, tan llenas de complicaciones consanguíneas, y tal vez por eso su autor favorito era Sterne, a quien descifró, imitó y posiblemente recibió en algún viaje parisiense.

Pese a ello su vida más pareció sacada de Pamelao de Manon Lescautque de Tristram Shandy, y si Julie de Lespinasse ha pasado a la historia de la literatura es por sus cartas, al igual que su protectora y rival. Ambas correspondencias no tienen mucho que ver: si Madame du Deffand destacaba por su pesimismo, su causticidad y su escepticismo, Mademoiselle de Lespinasse era todo ardor y apasionamiento, al menos en lo principal que nos ha llegado, las cartas dirigidas a Monsieur de Guibert, al que amó a su pesar y con frenesí y un poco tardíamente. Con anterioridad había amado, con menos pesar pero frenesí parecido, a un brillante español, el Marqués de Mora, de quien todos sus contemporáneos decían que era indigno de España, como aún sigue ocurriendo con cualquier compatriota de algún talento, al que invariablemente aquí se maltrata. Este Mora, que le escribió veintidós misivas durante una ausencia de diez días en Fontaineblau, hubo de abandonar París por motivos de salud, regresó y hubo de marchar de nuevo, para no volver, habida cuenta de que murió en Burdeos en 1774. Pero ya antes de esa muerte Julie de Lespinasse había conocido a Monsieur de Guibert, a la sazón un joven coronel de veintinueve años, tan seductor que las señoras se molestaban en leer su única obra impresa, un Essai de tactiquemás bien árido y que las hacía exclamar: «Oh, Monsieur de Guibert, que votre tic-tac est admirable!». Como era de temer, Julie de Lespinasse, por entonces casi cuarentona, no era la única mujer con la que Guibert se trataba, y aún es más, al cabo de un tiempo el coronel tuvo a bien contraer matrimonio con otra sin que eso mermara el amor y la entrega de Mademoiselle Julie, toda incendio. Sus cartas al volandero soldado se cuentan sin duda entre los grandes monumentos literarios que con relativa frecuencia las mujeres de talento han erigido a los tarambanas.

Con todo, tal vez el personaje más triste de esta historia sea Monsieur d'Alembert, el gran enciclopedista. Durante muchos años convivió con Mademoiselle de Lespinasse, según parece en términos de castidad que sin embargo no siempre (esto es, antes de la convivencia) habían sido observados. Comoquiera que fuese, él estaba convencido de ser el primer destinatario de los pensamientos de su gran amiga, como lo era sin duda ella de los de él. Enciclopedia aparte. A su muerte, descubrió que Julie lo había nombrado albacea y hubo de encargarse de sus papeles, para su desgracia: ni una sola de sus misivas había sido conservada, y en cambio allí estaban las toneladas de Mora. Deshecho, fue en busca de Guibert (quien recibía muchas, pero no debía de contestarlas) y le dijo: «¡Estábamos todos equivocados! ¡Era a Mora a quien amaba!». No hace falta decir que, en siglo tan educado, Guibert guardó silencio. D'Alembert la sobrevivió siete años, durante los cuales aceptó un alojamiento en el Louvre, en su calidad de secretario de la Academia Francesa. No tuvo consuelo, y cuando su amigo Marmontel le recordaba el comportamiento de la amiga amorosa y muerta, él respondía: «Sí, ella había cambiado, pero yo no; ya no vivía por mí, pero yo siempre viví por ella; ahora que no está, ya no sé por qué vivo. ¿Qué me queda ahora? Cuando regreso a casa, en vez de a ella encuentro a su sombra. Este alojamiento del Louvre es como una tumba; en él nunca entro más que con horror».

Julie de Lespinasse había muerto el 23 de mayo de 1776, a los cuarenta y tres años, rodeada de sus amigos más íntimos. Los últimos tres días los pasó en tal estado de consunción que casi ni pudo hablar. Las enfermeras la reanimaron con cordiales y la hicieron incorporarse un momento en la cama. Y sus últimas palabras fueron de sorpresa, dijo: «¿Todavía vivo?».


Emily Brontë,

el mayor silencioso

La vida de Emily Brontë fue tan corta y callada y es ya tan remota que no muchas cosas se saben de ella, lo cual no es obstáculo para que sus compatriotas biógrafos la relaten en gruesos volúmenes por lo general muy vacuos. Aunque las hermanas Brontë son siempre tres para la historia, en realidad fueron cinco, a las que se olvida añadir con demasiada frecuencia al hermano Branwell, no por calamitoso y alcohólico menos importante en la vida de la más célebre. Las dos hermanas con las que nunca se cuenta se llamaban Maria y Elizabeth, y murieron aún niñas una tras otra a causa de la tuberculosis. En un episodio más bien dickensiano, fueron maltratadas por sus profesoras poco antes del desenlace, obligadas a levantarse de la cama, castigadas e insultadas estando ya enfermas. La posteridad ha hecho a Emily un extraño reproche: que, siendo la niña mimada de todo el colegio, no intercediera por las víctimas, sino que guardara silencio ante la injusticia. El reproche es particularmente antojadizo porque la autora de Cumbres borrascosasno tenía ni seis años, cinco y cuatro menos, respectivamente, que sus dos vejadas hermanas. Detrás de ellas venía Charlotte y luego Branwell, y a continuación de Emily, Anne, la más pequeña, novelistas todas las supervivientes, Branwell sólo poeta frustrado. La madre había muerto cuando Emily Brontë tenía tres años y todas se educaron con un padre de origen irlandés, no reñido con las letras ya que escribía sermones. Otros miembros menos piadosos de la familia las iniciaron en la tradición oral, con la habitual preferencia por las historias de fantasmas y demonios y duendes de los cuentistas de Irlanda. Sin duda ahí estableció contacto Emily por vez primera con lo sobrenatural, que sobrevuela desde la primera hasta la última página de su única novela.

Parece ser que el silencio le fue causa de más de un disgusto y le trajo fama de arrogante: a partir de la adolescencia Emily contestaba mucho con monosílabos o no contestaba nada, lo cual hacía que alguna gente la rehuyera y sus hermanas se le quejaran. Ella era, sin embargo, la favorita de su padre, como lo demuestra el hecho de que la enseñara a disparar un arma y con frecuencia se la llevara por ahí a tirar salvajemente a voleo (ella se convirtió en adicta). El señor Brontë —que exotizó su original Brunty a su paso, cómo no, por Oxford (tal vez porque Brontë significa «trueno» en griego)– tenía fama de excéntrico y de austero, y aunque los informes existentes provienen de fuentes no muy fidedignas (por resentidas), se afirma que en su celo se negaba a dar carne a sus hijas y las condenaba a un régimen de patatas; una noche de lluvia, se dice, tras descubrir que las niñas se habían puesto unas botitas que les había regalado un amigo, las quemó por encontrarlas demasiado lujosas; rasgó en pedazos un vestido de seda que su mujer guardaba en un cajón, más para mirarlo que para ponérselo; y en una ocasión serró los respaldos de varias sillas hasta convertirlas en taburetes. De ser todo esto cierto, hay que reconocer que bastante hicieron las hermanas Brontë con no darse a la bebida como su hermano. Lo fuera o no, lo que sí parece seguro es que el señor Brontë también era muy afectuoso con ellas, y además se molestó en adiestrarlas: las hacía ponerse una máscara y a continuación las interrogaba, considerando que con el rostro tapado se acostumbrarían a responder con libertad y osadía. A Emily le preguntó una vez qué debía hacer con Branwell cuando éste se ponía imposible: «Razonar con él, y cuando no atienda a razones, azotarlo». La niña contaba seis años, de manera que siempre tuvo proclividad hacia las medidas drásticas. Siendo ya mayor dio de puñetazos en la cara y los ojos a su perro Keeper—se los infló– antes de que, tras regañarlo, el animal pudiera saltarle a la garganta. En otra ocasión separó al mismo perro y a otro callejero que se habían enzarzado en una pelea echándoles pimienta en los hocicos, lo cual indica que pese a su taciturnidad era una mujer decidida. No en balde sus hermanas la apodaban «El Mayor». Sin embargo, y aunque era la más alta de la familia, a veces se la describía como un ser más bien frágil y de salud precaria. Después de una estancia de ocho meses con las hermanas en Bélgica empezó a temerse también un poco por su salud mental, pero esa es una acusación coloquial frecuente en las discusiones familiares. Le gustaba mucho Walter Scott y era devota de Shelley y de la noche, por lo que dormía poco, para disfrutarla.

Fue su hermana Charlotte quien, no sin grandes insistencias, la convenció de publicar sus poemas. Más adelante las tres, bajo los pseudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell, enviaron a los editores sus respectivas primeras novelas. La única que momentáneamente no fue aceptada fue la de Charlotte, pero sí su segunda, Jane Eyre. Las críticas de Cumbres borrascosasfueron más bien positivas, aunque ninguna se atrevió a saludarla como luego la ha señalado el tiempo, es decir, como una obra maestra.

En 1848, un año después de su publicación, Emily tenía que ir a menudo a la taberna del Toro Negro a recoger a Branwell y ayudarlo a volver a casa. Su preocupación era sólo cotidiana, y ni ella, por falta de visión de futuro, ni Charlotte, por espíritu justiciero, hicieron nada serio por curar a Branwell, que en poco tiempo acabó en la tumba, tras pasar periodos de terroríficas toses y espantoso insomnio. Emily tardó sólo tres meses en seguir sus pasos, y aunque una criada de la casa sentenció que había muerto «con el corazón roto por amor a su hermano», dando pie a algunas especulaciones incestuosas, cabe más bien suponer que Emily Brontë no conoció en vida las pasiones que tan bien supo representar en sus Cumbres borrascosasy semiincestuosas.

Durante su enfermedad se negó a tratarse o a que la viera un médico y guardó una vez más largos silencios, dispuesta a dejarse llevar por la naturaleza, que no se mostró benigna. El 19 de diciembre se empeñó en levantarse y vestirse, luego se sentó junto al fuego de su habitación a peinarse los abundantes y largos cabellos. El peine se le cayó entre las llamas, y no tuvo fuerzas para recogerlo, la alcoba se fue llenando de olor a hueso quemado. Luego bajó al salón, y allí, sentada en el sofá, murió a las dos de la tarde tras negarse una vez más a volver a la cama. Tenía sólo treinta años, y ya no escribió más nada.

ARTISTAS PERFECTOS

Nadie sabe la cara que tuvo Cervantes, y tampoco hay certeza sobre la que tuvo Shakespeare, por lo que el Quijotey Macbethson textos a los que no acompaña ninguna expresión personal, ningún rostro definitivo, ninguna mirada que los ojos de los demás hombres hayan podido congelar y hacer propia a través del tiempo. Si acaso sólo los que la posteridad ha tenido necesidad de otorgarles, con vacilaciones y mala conciencia y mucho desasosiego, expresión y mirada y rostro que seguramente no fueron de Shakespeare ni de Cervantes.

Parece como si los libros que aún leemos nos resultaran más ajenos e incomprensibles cuando no podemos echar un vistazo a las cabezas que los compusieron; parece como si nuestro tiempo, en el que nada carece de su correspondiente imagen, se sintiera incómodo ante aquello cuya responsabilidad no puede atribuirse a un rostro; parece, incluso, como si las facciones de los escritores formaran parte también de su obra. Tal vez por eso, anticipándose, los autores de los últimos dos siglos han dejado numerosos retratos, en cuadro o en fotografía, y tal vez por eso yo he ido desarrollando la costumbre, a lo largo de los años, de coleccionar postales con esos retratos. La colección, hecha sin método y meramente acumulativa, consta hoy de unas ciento cincuenta imágenes. Son las que estoy acostumbrado a ver, aquellas con las que estoy familiarizado. Es con estos retratos, y no con otros (quizá mejores o más llamativos), con los que identifico e identificaré siempre a Dickens, a Faulkner o a Rilke, porque los tengo a mano y a veces los miro. Es significativo que no haya entre ellos el de ningún español, pero da la impresión de que en nuestro país esas imágenes no han interesado, no se venden postales de nuestros escritores, o yo no he logrado encontrarlas. Inglaterra es lo opuesto, ya que Londres cuenta con un museo de retratos tan sólo, la National Portrait Gallery, de la que inevitablemente proceden muchos de estos rostros. En este texto me limitaré a mirarlos una vez más, brevemente, no todos sino unos cuantos, pero ahora con la pluma en la mano. Sería iluso tratar de extraer lecciones ni leyes, o meros rasgos comunes. El único que salta a la vista es que todos son escritores; y por fin artistas perfectos, ya que ahora están todos muertos.

Pero quizá se podría observar que no son demasiados los que se muestran de cuerpo entero, ni siquiera muchos los que enseñan algo más que su cabeza aislada, como si sólo de ella, y no también de sus manos, hubieran salido las palabras por las que los conocemos. De los pocos que aparecen sentados o incluso de pie o echados y dejan ver parcial o totalmente sus cuerpos por lo general inútiles, tal vez sea Dickens el más extraordinario, pese a que sus poses no parecen demasiado estudiadas y tienen mucho de cotidianas. No cabe duda de que el autor posó, pero podría no haberlo hecho. Las tres veces está sentado, y en dos de las fotos lo está del revés en una silla, esto es, a horcajadas. En la primera, a solas, podría pensarse que la postura es artificial, preparada. Apoya los brazos sobre el respaldo, el derecho elevado hasta conseguir que la mano le sostenga la cabeza, melancólica y graciosamente inclinada. Tiene la mirada ida, pero con coquetería, y es al mismo tiempo una mirada de acero, como si estuviera ante un espectáculo que no le agradara. El pelo algo revuelto, la barba de chivo, los pantalones no tan arrugados. En la segunda foto está con sus hijas, leyéndoles de un volumen tan exiguo que no podría tratarse de ninguno suyo. También aquí está sentado en silla, el respaldo por delante, y dos veces son demasiadas para no pensar que Dickens, efectivamente, tenía que sentarse así casi siempre. En esta segunda foto el pelo y la barba están más canosos y apaciguados, y se le ven los pies, bien pequeños, la ropa más de andar por casa. En ambos retratos está muy erguido, como si fuera de escasa estatura o muy nervioso. En ambos, contra lo esperable, se nos muestra serio, no parece hombre jocoso, ni siquiera alegre, sino un poco respingón y atildado. Sus hijas lo veneran, lo adoran, le aguantan toda manía y toda impaciencia. Tiene algo de petimetre, y sin embargo no logra engañarnos: el hombre que dio vida a Pickwick, a Micawber, a Weller, a Snodgrass y a tantos otros deja ver su verdadero carácter ocurrente y festivo en ese detalle: es un hombre al que no le importa posar con las piernas abiertas y descompuestas, es un hombre que se sienta a horcajadas. No lo hace así en la tercera foto, en la que no obstante ofrece otro rasgo de inteligencia y astucia, ya que no finge estar escribiendo, lo cual sería una vulgaridad y difícil de fingir además, sino que finge estar pensando con la pluma en la mano, ambas tocan el papel. Dickens está parado, cavilando sobre la siguiente frase que no escribirá, con los ojos perdidos y un poco risueños, lo cual no es de extrañar, ya que lo último que podemos creer de él, ni seguramente podía creer él de sí mismo, es que cuando escribía sus velocísimos e inmensos tomos se detuviera nunca a pensar tanto rato.


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