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Vidas escritas
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 00:43

Текст книги "Vidas escritas"


Автор книги: Javier Marias



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No debe inferirse, no obstante, que Yukio Mishima se pasara la vida ocupado en estos folklorismos y zarandajas. Tenía necesariamente que escribir sin parar, ya que a su muerte dejó más de cien títulos, y se sabe que uno de ellos, de ochenta páginas, lo redactó durante un encierro de tan sólo tres días en un hotel de Tokyo. A esta actividad hay que añadir la de su promoción en el extranjero, que lo llevó a hacer numerosos viajes a Europa y América y a preparar una cuidadosa y frustrada escenificación cuando en 1967 se rumoreó que el Premio Nobel iba a recaer en un autor japonés por vez primera. Hizo coincidir su regreso de un periplo con la fecha en que debía anunciarse el fallo y alquiló una lujosa habitación en un hotel céntrico. Pero cuando aterrizó el avión y él salió antes que nadie con una enorme sonrisa, se encontró con un aeropuerto alicaído, ya que el galardonado había sido un molesto escritor guatemalteco. Un año después su depresión aumentó: el Nobel fue por fin al Japón, pero a manos de su amigo y maestro Yasunari Kawabata. Mishima hizo gala de reflejos: salió corriendo a casa de Kawabata para ser el primero en felicitarlo y por lo menos aparecer en las fotos. No hace falta decir que Mishima se consideraba no sólo digno del Nobel, sino —sin más– un genio. «Quiero identificar mi propia obra literaria con Dios», le dijo una vez a un fanático de la extrema derecha, posiblemente acostumbrado a los delirios de grandeza.

Según cuentan los que lo trataron, Mishima era un hombre de gran simpatía y con sentido del humor, muy activo, aunque su risa resultaba bestial y estridente y la prodigaba en exceso. Sus relaciones con las mujeres fueron más bien escasas, excepción hecha de su abuela (que prácticamente lo secuestró en la infancia para desesperación de la nuera), su madre, su hermana, su mujer y su hija, el elemento femenino imprescindible hasta para los más misóginos. Si se casó fue por una falsa alarma: se creyó que su madre iba a morir pronto de cáncer, y Mishima pensó en hacerle como último obsequio su matrimonio: ella moriría más tranquila suponiendo asegurada la descendencia. El cáncer resultó una fantasmagoría y la madre sobreviviría al hijo, pero para cuando lo primero se supo Mishima ya se había desposado con Yoko Sugiyama, joven de buena familia que, es de suponer, cumplió con los seis requisitos previos impuestos por el novio a los casamenteros, a saber: la novia no debía ser ni una marisabidilla ni una cazafamosos; debía querer casarse con el ciudadano particular Kimitake Hiraoka (su verdadero nombre), no con el escritor Yukio Mishima; no debía ser más alta que su marido, ni siquiera con tacones; debía ser bonita y con la cara redondeada; debía prestarse a cuidar de sus suegros y ser capaz de llevar la casa; por último, no debía molestar a Mishima mientras éste trabajara. La verdad es que poco más se ha sabido de ella después de la boda, aunque los hagiógrafos del escritor (entre ellos la tan babeante como luego babeada Marguerite Yourcenar) cuentan con fervor cómo Mishima llevaba frecuentemente a Yoko en sus viajes al extranjero, lo cual no era la costumbre entre los japoneses de su tiempo. Con eso, en opinión de Yourcenar y otros, parece haber cumplido: al fin y al cabo, podía perfectamente haberla dejado en casa.

Fue en el último periodo de su vida cuando Mishima creó la organización paramilitar Tatenokai, a la que gustaba referirse por sus siglas en inglés, SS (Shield Society o Sociedad del Escudo). Se trataba de un pequeño ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas Armadas japonesas. Los cien eran sobre todo estudiantes y admiradores incondicionales, devotos todos del Emperador y del Japón más rancio. Durante un tiempo se limitaron a hacer acampadas, ejercicios tácticos, maniobras pseudomilitares y a abrirse la piel para entremezclar y beber sus sangres. Su primera y última acción verdadera tuvo lugar el 25 de noviembre de 1970, cuando Mishima y cuatro acólitos se presentaron con sus uniformes amarillentos en la base de Ichigaya, en Tokyo. Allí tenían cita con el general Mashita, al que iban a cumplimentar y a mostrar una valiosa espada antigua de samurai, en posesión de Mishima y sin duda muy digna de verse. Una vez en el despacho del general, los cinco falsos soldados maniataron a éste, se hicieron fuertes con sus armas blancas y exigieron que las tropas se concentraran ante el balcón para escuchar una arenga de Mishima. Algunos oficiales desarmados (el Ejército japonés tiene prohibido el uso de las armas contra civiles) intentaron reducirlos y se llevaron unos cuantos sablazos (a un sargento Mishima casi le cortó la mano). Cuando por fin pudo dirigirse a las tropas, el discurso de Mishima no fue muy bien recibido: los soldados le interrumpían continuamente gritándole barbaridades como «¡Bésate el culo!», o bien Bakayaro!, de difícil traducción, aunque al parecer lo más aproximado sería «¡A joder a tu madre!» (hay quien, sin embargo, le da sólo un valor equivalente a «tarugo»).

Las cosas no salieron del todo como había planeado. Entró de nuevo en el despacho y se preparó para el harakiri. A su hombre de confianza y posible amante, Masakatsu Morita, le había pedido que lo decapitara con la valiosa espada en cuanto él se hubiera abierto las tripas, sin dejarlo sufrir demasiado. Pero Morita (que también iba a hacerse el harakiriluego) falló el golpe nada menos que tres veces, rajándole los hombros, la espalda, el cuello, pero sin acertar con la cabeza. Otro de los acólitos, Furu Koga, más ducho o menos nervioso, le arrebató la espada y se encargó de la decapitación. Luego hizo lo propio con Morita, quien, falto de fuerzas desde el principio, sólo logró hacerse un arañazo en el estómago con la daga. Las cabezas quedaron sobre la alfombra. Mishima tenía cuarenta y cinco años, y se dice que, siempre teatral, esa misma mañana había entregado al editor su última novela. En una ocasión había dicho del harakirique era «la masturbación definitiva». Su padre se enteró de lo ocurrido por la televisión: al oír la noticia del asalto a Ichigaya pensó: «Ahora tendré que ir a pedir disculpas a la policía y demás. ¡Vaya lata!». Luego oyó el resto, harakiriy decapitación, y confesó más tarde: «No me sentí muy sorprendido: mi cerebro rechazaba la información».

Laurence Steme en la despedida

Aunque procedente de una buena familia en su conjunto, con arzobispo incluido entre los antepasados, a Laurence Steme le tocó ser el hijo de uno de sus miembros más desafortunados, Roger, quien habiendo elegido la carrera de las armas, no llegó a ser más que abanderado. Viajaba sin cesar con su maltrecho regimiento, acompañado de su mujer y de los variables niños que iban teniendo: variables porque unos nacían y otros morían, siendo Laurence, que vio la luz en Irlanda, uno de los pocos permanentes. Su padre, por tanto, apenas le dejó nada más que el innegable sentido del humor que poseía y demostró hasta el fin: durante el asedio de Gibraltar de 1731 se enzarzó en un duelo con un camarada, motivado al parecer por una absurda disputa acerca de un ganso. El capitán Philips y Roger Sterne se batieron en una habitación, y el primero ensartó al segundo con tanta fuerza que no sólo lo atravesó de parte a parte, sino que dejó la punta de su sable clavada en la pared. Haciendo gala de una muy notable presencia de ánimo, el pobre abanderado le rogó con gran cortesía que antes de retirar el instrumento tuviera la gentileza de limpiar el yeso que pudiera haberse adherido a la punta, ya que le resultaría sumamente desagradable verlo introducido en su sistema. Sobrevivió unos pocos meses al lance, los suficientes para ser destinado a Jamaica, donde murió a causa de unas fiebres que no toleró su quebrantado esqueleto. Laurence tenía entonces diecisiete años.

Con la ayuda de parientes más adinerados, cursó sus estudios en Cambridge y entró en la iglesia, no tanto por devoción cuanto por tradición y conveniencia, y durante muchos años llevó una vida modesta y anónima como vicario en Yorkshire. Se casó con una mujer más bien fea, Elizabeth Lumley, a la que no obstante tardó en conquistar dos años, y ante las noticias (falsas) de que se había desposado con una heredera, su madre, que se había ocupado poco de él y vivía en Irlanda, intentó que ahora se ocupara él de ella, con poco éxito, dicho sea de paso. La verdad es que los medios del hijo eran escasos, lo cual no le impedía llevar una vida divertida, sobre todo durante las temporadas que pasaba en Skelton Castle (rebautizado por sus frecuentadores como Crazy Castle), propiedad de su indolente y acaudalado amigo John Hall-Stevenson. En imitación provinciana de los «monjes» de la Abadía de Medmenham, un grupo de aristócratas famosos entonces por sus escándalos en el sur de Inglaterra, crearon el Club de los Demoniacos. Este club era aún más inocuo que su modelo y quizá por eso duró más, ya que los «monjes» de Medmenham se disolvieron al poco, cuando uno de sus miembros, en plena misa negra, tuvo la azarosa idea de soltar a un babuino que, con gran espanto de los presentes, saltó sobre los hombros del celebrante, Lord Sandwich, y fue tomado por el mismo Diablo que para horror de todos se había dignado por fin visitarlos. Los Demoniacos de Sterne y Hall-Stevenson, en cambio, se limitaban a beber borgoña, tocar instrumentos (Sterne el violín preferentemente) y bailar zarabandas. El pasatiempo favorito del alegre vicario y su perezoso amigo era, con todo, llegarse hasta Saltburn y hacer allí carreras de carros por la playa, con una rueda metida en las aguas del mar a lo largo de cinco millas.

El primer escrito de Steme fue un sarcástico panfleto local, provocado por unas fuertes querellas político-vecinales con un ridículo partero de York. El inesperado éxito fue tal que sólo entonces se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy. Esta actividad tardía no quita para que con anterioridad Sterne hubiera tenido enorme interés no sólo por la literatura (con adoración por Cervantes, Rabelais, Luciano, Montaigne y Robert Burton, a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente), sino por toda suerte de libros extravagantes: en su biblioteca lo mismo había tratados de fortificación que de obstetricia, estudios sobre las narices largas o una de sus obras predilectas, Le Moyen de parvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville.

En todo caso su existencia cambió a raíz de la aparición e insospechado éxito de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy: con cuarenta y seis años, Sterne empezó a llevar la vida que más podía complacerle, una vida de diversión y agasajos. A partir de entonces sus visitas a Londres fueron frecuentes, y allí hizo inmediata amistad con algunos de los personajes más influyentes de la época, sobre todo con el príncipe de los actores, David Garrick, y con el pintor Reynolds, que se tomó la molestia de retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el último de los cuadros quedó inacabado. La curiosidad por aquel ingenio era inmensa, todo el mundo quería conocerlo y Sterne se dejó conocer, con el asombroso resultado de que de él hablaban bien muchos y nadie mal. Sterne, según parece, no sólo era un hombre excepcionalmente divertido, capaz de hacer bromas y digresiones sobre cualquier asunto, lo conociera o no, sino que además su espíritu era cordial y amable. Eso no le impedía, sin embargo, enfadarse cuando sus chanzas no eran comprendidas o disfrutadas ni enfrentarse a los idiotas solemnes con un sarcasmo suave que sólo hería cuando ya era demasiado tarde para que la reacción del burlado llegara en caliente. Cenó hasta con el Duque de York, hermano del Príncipe de Gales, y quizá no es de extrañar que ese Duque deseara su compañía amena, si tenemos en cuenta cómo murió, unos años después en Francia, a causa de un fuerte resfriado cogido por pasarse bailando la noche entera y la consiguiente fiebre. La fama de Sterne llegó a tal punto que recibió en su casa una carta en cuyo sobre podía leerse sólo «Tristram Shandy, Europa».

Sin embargo, no todo el mundo gustó de la novela ni de la persona, y entre los más desdeñosos estuvo Horace Walpole, el hombre al que Madame du Deffand tanto quiso. Tal vez por ese motivo Sterne no visitó su salón cuando viajó a París en diversas ocasiones, pero sí el de su rival Julie de Lespinasse y el no menos célebre del Barón d'Holbach, donde hizo gran amistad con Diderot, a quien enviaba libros ingleses. La primera vez que cruzó el Canal lo hizo, según sus propias palabras, «en una carrera con la Muerte» de la que saldría victorioso en aquella primera etapa: su salud no fue nunca muy buena, y, enfermo de tuberculosis, padecía frecuentes hemorragias que una y otra vez lo ponían al borde de la despedida. Puede que también huyera un poco de Inglaterra, como han hecho tantos de sus compatriotas mejores: el eminente y poderoso Doctor Johnson le había vuelto la espalda, no sólo por sus escritos, que despreciaba, sino porque en una reunión en casa de Reynolds Sterne se había atrevido a sacar en su presencia «un dibujo demasiado indecente y grosero para haber deleitado a un burdel». Quizá no debe sorprender, por tanto, que mientras Sterne estaba en París corrieran en Londres nuevas sobre su muerte, hasta el extremo de que se publicaron necrológicas y en la aldea de Coxwold, donde entonces vivía cuando no se hallaba en la capital, sus parroquianos lo lloraron debidamente. Unas semanas después Sterne se limitó a comentar que la noticia era «prematura». En el continente, en cambio, se ganaba la admiración de Voltaire, asistía a las representaciones de la Comedie Française (que le aburrían) y a los sermones del predicador privado del rey de Polonia, sacerdote que al parecer superaba al mismísimo Garrick en sus interpretaciones. También daba largos paseos llamando la atención con su larga figura vestida de negro y su nariz también larga, y se sabe que en una ocasión obligó a una muchedumbre que lo seguía a arrodillarse con él en el Pont-Neuf ante la estatua de Enrique IV.

De sus periplos por el continente habló en su obra maestra, Viaje sentimental por Francia e Italia, y tanto gusto tomaron los Sterne a esos países y a sus climas que su mujer Elizabeth y su hija Lydia se quedaron a vivir en el sur del primero, sancionando así de hecho la separación oficiosa entre los esposos. Más adelante un marqués francés, aspirante a yerno, le escribió comunicándole brevemente su amor por Lydia, para pasar a continuación a la pregunta fundamental: «¿Cuánto podéis darle a vuestra hija ahora y cuánto a vuestra muerte?». Sterne respondió: «Señor, le daré diez mil libras el día del casamiento. Mis cálculos son los siguientes: ella no ha cumplido los dieciocho, vos tenéis sesenta y dos, ahí van cinco mil; luego, señor, por lo menos no la juzgáis fea; ella tiene muchos talentos, habla italiano, francés, toca la guitarra; y como me temo que vos no tocáis ya instrumento de ninguna clase, creo que os contentaréis con tomarla según mis condiciones, pues aquí termina la cuenta de las diez mil libras». Sterne nunca perdía la calma, y cuando su casa de Yorkshire ardió en un incendio y se convirtió en cenizas, lo que más lo alteró no fue la pérdida, según dijo, «sino la extraña e inexplicable conducta de mi pobre y desdichado coadjutor, no por prenderle fuego a la casa, pues no lo acuso de eso, Dios lo sabe, ni a él ni a nadie; sino por prenderse a sí mismo una mecha en cuanto ocurrió, y salir escapado como Pablo hacia Tarso, temiendo una persecución por mi parte».

Y en efecto, se hace difícil imaginar a Sterne persiguiendo a nadie. Era un hombre bondadoso y ligero, que una vez quiso «heredar» los dos niños que dejaba a su muerte una viuda indigente, y que, a petición de un negro llamado Ignatius Sancho, incluyó en los más tardíos volúmenes de Tristram Shandyalgunas páginas contra el esclavismo. Él puso de moda en la sociedad de su tiempo ahuyentar suavemente a las moscas en vez de matarlas cuando molestaban, como hacía su personaje el tío Toby. Tuvo varios amoríos, y en una carta a la que fue el último y más idealizado, Eliza, mostraba humor en medio de la agonía que le iba ganando terreno: «Me voy», le escribió a modo de despedida (ella estaba con el marido en la India); pero al avanzar el día y no encontrarse tan mal, añadió: «Estoy un poco mejor, así que no partiré como había anunciado». Un conocido suyo describió su espíritu de este modo: «Todo adquiere el color de la rosa para ese feliz mortal; y lo que a otros se aparece oscuro y melancólico, para él presenta tan sólo un aspecto jovial y alegre. Su única búsqueda es el placer; pero no es como la mayoría, que no saben cómo disfrutarlo cuando está a su alcance; pues él bebe del cuenco hasta la última gota y aun así su sed no se sacia».

A juzgar por sus cartas, luchó hasta el final en aquella carrera que había emprendido en el Canal de la Mancha, años atrás. A una amiga le escribió: «Estoy enfermo, muy enfermo, y sin embargo siento mi Existencia con fuerza, y con ella algo parecido a la revelación, que me dice que no voy a morir, sino a vivir; y sin embargo cualquier otro hombre pondría su casa en orden». Poco antes de morir empezó a escribir un «romance» cómico, y en ello vio una ventaja: «Cuando muera, se pondrá mi nombre en la lista de esos héroes, que murieron bromeando», la lista que encabezaba Cervantes, seguido por Scarron y por su querido Verville. De ese «romance» no ha quedado nada, y finalmente Sterne perdió su carrera en Londres, a las cuatro de la tarde, el 18 de marzo de 1768, a la edad de cincuenta y cuatro años.

Las vicisitudes que sufrió su cadáver son dignas de sus dos novelas. Fue enterrado con poco acompañamiento en el cementerio de una iglesia de Hanover Square, y de allí fue robado unos días después para ser vendido al profesor de anatomía de la Universidad de Cambridge, precisamente donde él había estudiado. Al parecer, cuando ya estaba acabando la disección del cuerpo, uno de dos amigos a quienes el profesor había invitado a presenciar la sesión, descubrió por azar el rostro del muerto y reconoció a Sterne, a quien de hecho había sido presentado no hacía mucho. El invitado se desmayó, y el profesor, al enterarse de a qué ilustre gloria había sometido al escalpelo, se cuidó de que al menos el esqueleto fuera conservado. En la colección de huesos cantabrigense se ha intentado identificar más de una vez su calavera, pero sin éxito, por lo que en verdad se ignora dónde yace el buen Laurence Sterne. Probablemente a él no le habría importado, pues si bien dijo, al echársele la muerte encima, que le «habrían gustado otros siete u ocho meses... pero sea como Dios lo quiera», también es verdad que en Tristram Shandyhabía expresado su deseo de morir lejos de casa, «en alguna posada decente», sin causar preocupación ni molestias a los amigos. Se cumplió su deseo en Londres, donde un testigo relató su último aliento: «Ya ha llegado», dijo Sterne, y levantó la mano, como para parar un golpe.

MUJERES FUGITIVAS


Lady Hester Stanhope,

la reina del desierto

Lady Hester Stanhope pagó cara su vena satírica, aunque también podría decirse que a ella debió indirectamente su leyenda y su fama. El periodo más satisfactorio de su vida fue el de los años en que vivió y estuvo al frente de la casa de su tío William Pitt, primer ministro de Jorge lV. AI parecer se convirtió en alguien imprescindible, por su discutible belleza, su conversación tan brillante como abrumadora y su capacidad para organizar y amenizar cenas políticas de muy altos vuelos. Sin embargo su inclinación por la sátira le creó tantos enemigos que a la muerte de Pitt, en 1806, se encontró con un gran vacío a su alrededor, si bien con la bolsa bastante llena: el Estado le concedió una generosa pensión vitalicia, es de suponer que para compensar en la sobrina los desvelos patrióticos del muy leal tío.

William Pitt no fue el único hombre, consanguíneo o no, que se vio subyugado por Lady Hester. Aunque gigantesca para la época (medía casi un metro ochenta), su vitalidad y su talento la hicieron irresistible en sus años jóvenes y menos jóvenes, hasta el punto de permitirle no contraer matrimonio. Ella negaba su propia hermosura, y afirmaba poseer más bien «una fealdad homogénea». No tuvo suerte con sus principales amores, pues el famoso general John Moore, de quien pasaron a depender sus noches y días tras la muerte del benefactor, pereció en La Coruña durante la Guerra Peninsular, para nosotros de la Independencia.

Fue en parte esto y en parte la insoportable pérdida de su influjo y sus politiqueos lo que la hizo abandonar Inglaterra a los treinta y tres años, una edad que para una mujer soltera de hace dos siglos no era otra que la de la resignación y el retiro. A partir de ese momento, sin embargo, se empezó a forjar la leyenda de una dama riquísima que viajaba incesantemente por Oriente Medio con un séquito extravagante y siempre creciente —una verdadera caravana en algunas etapas abundantes de su vida– sin meta ni propósito determinados. Grecia, Turquía, Egipto, el Líbano y Siria fueron testigos de su paso o su estancia, vestida a la oriental y de hombre, rodeada de sirvientes, secretarios, damas de compañía, parásitos, generales franceses fascinados por su carácter, el doctor Meryon que escribió sus hazañas y unos u otros amantes, casi siempre más jóvenes y más apuestos que ella. Su prestigio entre los jeques y emires le permitió llegar hasta Palmira, lugar del todo inaccesible para los occidentales en aquel tiempo. Se estableció entre los drusos en el Monte Líbano, y allí ejerció por sus propios medios la influencia que en su país no logró heredar por la vía del parentesco.

Bien es verdad que en sus ingeniosas cartas —principal fuente de sus andanzas junto con los volúmenes biográficos de su devoto Meryon– Lady Stanhope no era nada modesta y quizá no fidedigna. En una de ellas proclamaba: «Soy el oráculo de los árabes y la favorita de todas las tropas, que al parecer me creen una deidad porque sé montar». Lo cierto es que montaba sin pausa, viajando sin fin y sin aparente objeto, y además a horcajadas, lo cual no estaba permitido a las mujeres en aquellas tierras. Pero Lady Hester tenía bula, y llegó con el tiempo a ser en parte lo que afirmaba: no hay nada como estar convencido de algo para persuadir a los demás de ello, y en sus últimos años fue considerada una pitonisa o adivina y se solicitaba en seguida su neutralidad ante cualquier conflicto, sabedores los contendientes de que una toma de partido suya podría arrastrar a demasiadas tribus indecisas.

Se hizo construir en Djoun una especie de laberíntica fortaleza, llena de pabellones y dependencias destinados a albergar a los ilustres fugitivos que antes o después le pedirían asilo huyendo de las numerosas revoluciones que, según creía, se sucedían en Europa. Y en efecto contó con muchos refugiados, pero no tan ilustres ni precisamente europeos: aquel lugar se convirtió en el techo protector de los desheredados y perseguidos de toda la zona.

Lady Hester Stanhope podía ser encantadora, pero era colérica y tiránica las más de las veces, incluso en su solicitud: se sabe que obligaba a sus invitados a tomar pócimas y sales extrañas durante sus visitas para protegerlos de enfermedades y fiebres, y a veces repartía las dosis de siete en siete. Fumaba en pipa continuamente, y en los últimos meses de su vida, cuando apenas salía de sus aposentos, se dice que éstos despedían una permanente humareda y que no había mueble u objeto en ellos que no estuviera marcado a fuego por las chispas y las pavesas. Toleraba mal a las demás mujeres, se jactaba de conocer el carácter de un hombre tras una sola mirada, y su charla infatigable versaba sobre cualquier sujeto: astrología, el zodiaco, filosofía, política, moral, religión o literatura. Era temida por sus imitaciones burlescas, y una de las más celebradas era la del penoso ceceo de Lord Byron, con quien se había cruzado en Atenas.

En los últimos días de su existencia vio, ya debilitada en su lecho de muerte, cómo sus sirvientes iban robando cuanto podían y esperaban a su expiración para llevarse el resto. Era en 1839 y tenía sesenta y tres años. Cuando su cadáver fue encontrado por dos occidentales que iban a visitarla, descubrieron que ese cadáver estaba solo en la fortaleza: sus treinta y siete sirvientes habían desaparecido y allí no quedaba nada, ni siquiera en su alcoba: sólo los adornos que llevaba puestos, ya que nadie se había atrevido a tocarla. Así pues, quizá no mintiera cuando dijo en otra carta: «No bromeo: bajo el arco triunfal de Palmira, yo he sido coronada Reina del Desierto».


Vernon Lee,

la gata montes

Pese a lo mucho que escribió Vernon Lee, parece que su mayor talento lo ponía en la conversación, ese don efímero del que se apropian los supervivientes para relatar y hacer suyas las anécdotas y las ocurrencias de quien, una vez muerto, ya no puede acusar de plagio. Su verdadero nombre era Violet Paget, y aunque de nacionalidad y expresión inglesas, no visitó Londres hasta los veinticinco años. Había nacido en Francia y se había pasado la niñez y la adolescencia viajando por lo que sus compatriotas llaman «el Continente». Pero más que viajar, los Paget practicaban el nomadismo, cambiando de residencia cada seis meses y estableciéndose en diferentes puntos de Alemania, Francia, Suiza, Bélgica o Italia. Los cuatro miembros de la familia, de hecho, tenían a gala no contemplar ninguna vista, ni consultar ninguna guía, ni visitar ningún monumento o museo durante sus trayectos, y llevar exactamente la misma vida en cada localidad elegida (enemigos declarados del turismo), hasta que en 1873 acabó el traqueteo y se detuvieron en una villa llamada II Palmerino, cerca de Florencia, donde Vernon Lee pasó casi toda su vida adulta.

No cabe duda de que su familia tenía poco de convencional, ya que su madre (casada con su padre en segundas nupcias) era una diminuta mujer de un metro cincuenta, tan despótica como vivaracha, antirreligiosa y megalómana (solía burlarse de las genealogías de la Biblia y en cambio se reclamaba descendiente de los reyes de Francia); las relaciones con su marido no parecían demasiado estimulantes, ya que los visitantes de la villa lo tomaban a menudo por el jardinero, y su sola obligación para con su esposa (algo sin embargo infalible) consistía en acompañarla con una linterna durante el paseo nocturno, tras la cena que cada uno había tenido por separado. En cuanto al medio hermano de Vernon o Violet, Eugene Lee-Hamilton, once años mayor que ella, cayó enfermo de los nervios para evitar un traslado diplomático a Buenos Aires y a continuación se pasó dos decenios postrado en un sofá o en un colchón, metido en casa, incapaz de mover las extremidades y escribiendo de vez en cuando algunos versos.

Aunque a ella no se le permitió salir sin la compañía de una doncella hasta los veintitrés años, fue precoz en el aspecto literario: a los trece publicó su primera pieza en un periódico («La biografía de una moneda», en francés), y a los veinticuatro su primer libro, Estudios del siglo XVIII en Italia, que deslumbró por lo desusado del tema entonces y la gigantesca erudición que encerraba. Fue poco después, en 1881, cuando se presentó en Londres e intentó ir consolidando su carrera por medio tanto de nuevas obras como de relaciones personales, con las cuales, no obstante, tuvo mala fortuna. No es de extrañar si se comprueba la dureza de sus juicios y la pésima impresión que le hacían las más ilustres personalidades: William Morris le pareció «un mozo de estación o un barquero»; a su maestro Walter Pater lo encontró, pese a la admiración, «feo, pesado e insípido»; al pintor Whistler lo describió como «una especie de cosita negra y mezquina, criticona y viperina»; de D'Annunzio dijo que parecía «un inferior conde ruso; más bien sospecho que sea... bueno, napolitano»; y a Berenson lo llamó «un asno egocéntrico y malhumorado». A Oscar Wilde lo juzgó «amable», pero él la evitaba, y en cuanto a Henry James, a quien veneraba y dedicó una novela, no tuvo suerte con él: James la alabó y se interesó por sus obras («Tiene una cerebración prodigiosa», dijo), pero se volvió esquivo tras la publicación de un cuento de Lee en el que él aparecía retratado sin disimulo (el mayor pecado no era que lo hubiera utilizado, sino que lo hubiera hecho sin el suficiente filtro literario). Y aunque James no se dignó leerlo, las referencias le fueron bastante para prevenir por carta a su hermano William, el filósofo: «Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. Su vigor y la envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente y su conversación absolutamente superior. Pero sé moderado en materia de amistad. ¡Es una gata montés!».

La mayoría de las amistades de Vernon Lee fueron femeninas y más bien obsesivas por su parte, aunque basadas tan sólo, según parece, en la comunión de intelectos, lo cual significa que el suyo abrumaba al de esas amigas. Cuando supo que una de ellas se casaba con un hombre al que sólo había visto tres veces, sufrió un ataque de neurastenia que fue sólo el primero de una insistente serie que le duró hasta la muerte. Otra amiga dijo que al verla por vez primera se sintió como la Virgen ante el Ángel de la Anunciación. Y en efecto Vernon Lee debió de ser una mujer asexuada: desde luego no se casó ni se le conoció amor confesado, y respecto a estos asuntos fue clara: «Amar a las personas hasta el punto de estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas me resulta intolerable. No puedo amar a costa de que me arranquen la piel a tiras. Puedo prescindir de las personas. Me parece más cómodo prescindir de ellas».

Llevaba trajes sastre, a veces corbata, a veces un sombrero flexible de fieltro, gafas que suavizaban sus encendidos ojos verdigrises —«de tigresa», según otra amiga—. Su labio inferior y su dentadura eran protuberantes, su nariz desagradecida: se dijo que poseía «una fealdad barroca». Su charla era deslumbrante, su ingenio cáustico y su cantidad de argumentos en las discusiones tan excesiva que a veces acababa por contradecirse o se hacía difícil segarla. Sus numerosos y originales estudios de estética han quedado algo anticuados y sus novelas nunca fueron muy buenas, pero sus libros sobre «el espíritu de los lugares» y sobre todo sus relatos de fantasmas o sobrenaturales la acercan a la maestría de Isak Dinesen.


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