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Vidas escritas
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 00:43

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Автор книги: Javier Marias



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Padecía de insomnio desde la niñez, fue mujeriego en su juventud y fidelísimo en su madurez (casi todos sus libros están dedicados a su mujer, Vera), y en conjunto quizá hay que verlo como a un solitario. El mayor placer, la mayor dicha, los mayores éxtasis los experimentó a solas: cazando mariposas, fraguando problemas de ajedrez, traduciendo a Pushkin, escribiendo sus libros. Murió el 2 de julio de 1977 en Montreux, a la edad de setenta y ocho años, y yo me enteré de esa muerte en la calle Sierpes de Sevilla al abrir un periódico mientras desayunaba en el Laredo.

Lo irritaba la gente que encomiaba el arte «sencillo y sincero», o que creía que la bondad del arte dependía de su sencillez y sinceridad. Para él todo era artificio, incluidas las emociones más auténticas y sentidas, a las que no fue ajeno. También lo dijo de otro modo: «En el arte elevado y en la ciencia pura el detalle lo es todo». No regresó nunca a Rusia ni volvió a saber de Támara. O acaso supo de ella tan sólo en las largas cartas que escribió a su pasado mientras se iba quitando de encima cada uno de sus emocionantes y artificiales libros.

Rainer María Rilke a la espera

Cuando Rainer María Rilke era muy joven, fue a visitar al viejo Tolstoi en su finca de Yasnaya Polyana. Caminaban por el campo en compañía de la ubicua Lou Andreas-Salomé, y Tolstoi le preguntó a Rilke: «¿A qué se dedica usted ahora?», a lo que el poeta contestó natural y tímidamente: «A la lírica». Según parece, lo que recibió en respuesta fue no sólo una sarta de insultos, sino una diatriba en toda regla contra todo tipo de lírica, algo a lo que en modo alguno podía dedicarse nadie.

No cabe duda de que al joven Rilke las palabras del anciano maestro ruso tuvieron que entrarle por un oído y salirle por otro, ya que pocos poetas ha habido en la historia que más se hayan dedicado, precisamente dedicado, de manera obsesiva y excluyente, no sólo a la lírica sino exactamente a todo tipo de lírica. Rilke hacía lírica en sus poemas, pero también en sus prosas, en sus diarios, en sus cartas, en sus crónicas, en sus cuadernos de viaje, en su teatro. Cada vez que cogía la pluma, aunque sólo fuera para pedir un favor, hacía lírica, y no siempre de la más elevada. A decir verdad, y al menos en sus comienzos, era bastante dado al halago, y no se limitaba a mostrar un interés desmedido por la obra de otros o a alabarla, sino que como mínimo en dos ocasiones se ofreció a escribir sendos volúmenes sobre dichas alabadas obras: cumplió con el ofrecimiento en el caso del escultor Rodin, de quien además fue secretario una temporada, y —quizá para su fortuna– no llegó a cumplirlo con el pintor español Zuloaga, si bien tuvo claro durante algún tiempo en qué iba a consistir el proyecto: «Ese libro ardiente lleno de flores y danzas». Quién sabe si la vehemencia de Rilke no se diluyó en parte debido a una fiesta española a la que asistió en casa de Zuloaga en París, con motivo del bautizo del hijo de éste en 1906, y de la que el cronista de un periódico madrileño dejó constancia: «El guitarrista Llovet asombró con sus primores de ejecución, y el guitarrista Palmero acompañó flamencamente a la "bailaora" Carmela, dislocada y dislocadora en tangos como el del "morrongo" ante el buen abate Brebain, que contemplaba el baile estupefacto». No se sabe de la reacción de Rilke, pero por lo menos después de la fiesta hizo lírica, esto es, escribió un poema previsiblemente titulado «La bailarina española».

Como es bien conocido gracias a los trabajos del insigne experto Ferreiro Alemparte, la conexión española de Rilke fue larga y fecunda, coronada por su estancia de cuatro meses en Toledo y Ronda principalmente, con breves pasos por Córdoba, Sevilla y Madrid. Estas dos últimas ciudades le desagradaron sobremanera: de la capital andaluza, «aparte del sol no esperaba nada, y nada me dio, no tenemos nada que reprocharnos». Sin embargo le reprochó la catedral, «antipática, por no decir hostil», y dentro de ella «el detestable órgano, con un ruido empalagoso». Con la capital del reino fue aún más duro, le disgustó «casi tanto como Trieste» a la ida, y a la vuelta fue menos enigmático y aún más tajante: «... y esta triste tierra de Madrid, que es como si no tolerara ninguna ciudad, y como si tampoco hubiera querido ser nunca de corazón tierra labrada». Pasó sus horas en el Museo del Prado y salió corriendo, sin que le bastaran los Goya, los Velázquez y los Greco para reconciliarse.

Con El Greco anduvo tan obsesionado una temporada como lo estuvo otra con Zuloaga y con la lírica todas las de su vida entera, allí donde se encontrase. Lo cierto es que nunca estaba en el mismo sitio: se sabe que entre 1910 y agosto de 1914 pasó temporadas en una cincuentena de lugares diferentes, por lo que hay que suponer que su vida de esos años transcurrió, más que en ninguno de esos lugares, de viaje entre unos y otros. La errabundia había comenzado pronto tras su Praga natal, con Munich, Berlín y Venecia. Luego vino el primer viaje a Rusia, y al cabo de un año el segundo, ya mencionado. París, Venecia, Viareggio, París, Worpswede en Escandinavia, Alemania, París, Roma, el Norte de África, la esperada España, Duino sobre el Adriático, Munich, Viena, Zürich, Venecia, París, Ginebra, un verdadero caos. Resulta difícil comprender de dónde sacaba el dinero para tanto desplazamiento, y más aún para ayudar, aunque fuera a distancia y en grado mínimo, a la manutención de su hija Ruth, nacida de su matrimonio efímero con la escultora Clara Westhoff: se casaron en la primavera de 1901 y se separaron en mayo de 1902, quizá por eso en buenos términos. Aparte del vástago, algo más le debió a Clara el poeta: fue ella quien lo puso en contacto con Auguste Rodin, al que Rainer Maria debió a su vez uno de sus escasísimos empleos conocidos: hay constancia de que trabajaba para él «dos horas todas las mañanas». A tenor de sus cartas y diarios, Rilke se pasó la existencia «esperando» a la lírica y compartiendo esa espera con diferentes mujeres, la mayoría aristocráticas (al menos de porte y nombre) y bien dispuestas a darle albergue en sus diversos castillos y propiedades para que esperara en ellos más cómodamente. Sintió pasiones amorosas o simplemente amistosas por la seductora Lou Andreas-Salomé, la desesperada Eleonora Duse, la Princesa Marie von Thum und Taxis, Baladine Klossowska, la Baronesa Sidonie Nádhemy de Borutin, Mathilde Vollmöller-Purrmann, la Contessina Pia Valmarana, la pianista Magda von Hattingberg, la escritora sueca Ellen Key, la Condesa Manon zu Solms-Laubach, Eva Cassirer-Solmitz, la Baronesa Alice Fähndrich von Nordeck zur Rabenau, Katharina von Düring Kippenberg, Elisabeth Gundolf-Salomon, Nanny Wunderly-Volkart, la Condesa Margot Sizzo-Noris Crouy, una tal Mimi de Venecia y por supuesto la Condesa y Poetisa de Noailles, hija del Príncipe Bassaraba de Brancovan, sin olvidar, faltaría más, a la Princesa de Cantacuzène. La verdad es que la lista parece y merece ser falsa, pero no lo era, y aún es más, al menos con un par de estas damas cosechó Rilke relativos fracasos: la Condesa de Noailles lo encontró feo, y además la primera frase que le dirigió, nada más ser presentados, fue muy grave: «Señor Rilke», le dijo, «¿qué piensa usted del amor... qué piensa usted de la muerte...?». En cuanto a la diva Duse, por la que Rilke sentía devoción pese a haberla conocido ya con mala salud, envejecida y desquiciada, vio fracasar su acercamiento por culpa de un pavo real que, en medio de un idílico picnic en una de las islas de Venecia, se aproximó astutamente hasta donde ellos estaban tomando el té y lanzó su espantoso chillido rauco al oído de la actriz, quien huyó despavorida no sólo del picnic sino de Venecia misma. Por alguna suerte de identificación caprichosa, Rilke se sintió solidario con el pavo, lo cual le acarreó extraños remordimientos y no pegar ojo durante toda la noche.

La compenetración de Rilke con los animales es bien conocida para cualquiera que haya leído la tan extraordinaria octava de sus Eleg í as de Duino. Probablemente en contacto con los perros dio el poeta lo mejor de sí mismo, siendo notable lo que vio en una perrita preñada y fea de Córdoba con la que compartió un azucarillo de su café y «celebramos en cierto modo la misa juntos». Ella le había solicitado una mirada, y, según Rilke, «en la suya se reflejaba toda esa verdad que trasciende más allá de lo individual, para dirigirse, yo no sé bien a dónde, hacia el porvenir, o hacia lo incomprensible». En cambio se sentía incómodo con los niños, aunque ellos lo adoraban. En cuanto a sus colegas escritores, es muy probable que su exagerado trato con las señoras no le dejara tiempo para alternar con ellos, aunque conoció levemente a algunos y durante una estancia en Venecia compartió con Gabriele d'Anmmzio un valet oportunamente llamado Dante. Al poeta de la voluptuosidad, sin embargo, no llegó a conocerlo personalmente. Rainer María Rilke, que antes se había llamado sólo Rene Rilke y a quien su amiga Taxis llamaría Doctor Seraphico, se pasó toda la vida aquejado de males tanto físicos como psíquicos mientras esperaba a la lírica. Sus allegadas no recuerdan haberlo visto casi nunca sin algún padecimiento o tormento, y él mismo no se recataba de mencionarlos en sus abundantes cartas y diarios: sus «desgracias constantes» le impedían «trabajar seriamente» allí donde se encontrara, y eso pese a estar siempre dispuesto a sacrificar la vida por el trabajo (el trabajo lírico, bien entendido). Valga un ejemplo: cuando se hallaba alojado en el fastuoso castillo de Berg am Irchel, en el cantón de Zürich, el ruido lejano de una serrería eléctrica al otro lado del parque le dificultaba la concentración y la concepción de sus versos. Según es sabido, la composición de las Eleg í as de Duinole llevó diez años, de los cuales la mayoría fueron sólo de espera. Cuando había suerte oía voces, como aquel día de enero en que, en medio del fragor de una tormenta, escuchó una que lo llamaba, una voz muy cercana que le decía al oído estas hoy famosas palabras: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes angélicos...?». Se quedó inmóvil, atendiendo a la voz del Dios. A continuación sacó su pequeño cuaderno lírico que llevaba siempre consigo, anotó estos versos y otros pocos que en seguida se formaron como involuntariamente. Luego, a la tarde, la primera elegía estaba acabada, pero al poco el Dios se calló, y durante diez años, con pequeños y provechosos intervalos parlanchines, sufrió cruelmente ese silencio, esperando. Habría que preguntarse, con todo, cuánto habría de verdad en esta legendaria espera del poeta Rilke que tan en vilo tenía a todas sus amigas aristocráticas, ya que André Gide, que lo trató poco pero en tiempos no muy feminizados, se acordaba de haberle oído contar que la mayoría de sus versos le salían de golpe y de corrido sin que después necesitaran apenas retoques. Le había mostrado el cuadernillo lírico, con bastantes poemas «improvisados en un banco del Jardín del Luxemburgo», sin una sola tachadura.

Como buen poeta, Rilke comulgaba mucho, no sólo con los animales sino con los astros, la tierra, los árboles, los dioses, los monumentos, los cuadros, los héroes, los minerales, los muertos (sobre todo con las muertas jóvenes y enamoradas), algo menos con sus vivos semejantes. El hecho de que un personaje tan sensible y comulgante resultara ser el más grande poeta del siglo (de eso hay escasa duda) ha traído consecuencias nefastas para la mayoría de los líricos que después de él han sido, quienes siguen comulgando indiscriminadamente con cuanto se les ofrece, con resultados, sin embargo, menos excepcionales y con grave menoscabo de sus personalidades. Dicho sea esto de paso.

Rilke era bajo y enclenque, feo al primer golpe de vista (luego menos), con una cabeza alargada y puntiaguda, gran nariz, labios muy sinuosos que acentuaban el mentón un poco fugitivo y su hoyuelo muy hondo, ojos hermosos y enormes, ojos de mujer con un brillo de infantil malicia, según la descripción de la Princesa Taxis. Es innegable que su compañía debía de resultar muy grata, al menos para esta clase de damas, que fueron quienes más se la beneficiaron. Pasó muchos apuros económicos, lo cual no le impidió ser crítico y selectivo hasta con la comida: seguía dietas vegetarianas y detestaba el pescado, que jamás probaba. No se sabe muy bien qué le gustaba, tanto en lo relativo a comidas como a otras cosas, a excepción de la letra j y, que escribía en cuanto podía, y amén, claro está, de los viajes y las mujeres. Confesaba que no podía hablar más que con ellas, que sólo a ellas comprendía y sólo con ellas estaba a gusto. Debía de ser, sin embargo, durante no mucho tiempo. «Qué quiere usted», dijo una vez su amigo Kassner para explicarle a la amiga Taxis una fuga de Rilke de la que se habían enterado; «todas esas mujeres acaban siempre por aburrirle...».

Rainer María Rilke murió de leucemia tras larga agonía en un hospital de Valmont, en Suiza, el 29 de diciembre de 1926, a la edad de cincuenta y un años. Cuatro días después fue enterrado en Raron, bajo el epitafio que con anterioridad había compuesto y elegido: «Rosa, contradicción pura, placer / de no ser sueño de nadie entre tantos / párpados». También la lápida lírica, quizá eran sólo tres versos los que estuvo esperando tanto.

Malcolm Lowry en la calamidad

Cuando Malcolm Lowry tuvo problemas durante su segunda estancia en México, en 1946, y en su intento por no ser expulsado del país preguntó al subjefe de Migración de Acapulco qué había contra él de su anterior visita en 1938, el funcionario sacó una ficha, la golpeó con un dedo y le contestó: «Borracho, borracho, borracho. He aquí su vida». La frase es tan brutal como exacta, aunque tal vez, en labios más compasivos, la palabra adecuada habría sido «calamidad», pues parece como si en efecto Lowry hubiera sido el escritor más calamitoso de la historia entera de la literatura, lo cual tendría indudable mérito habida cuenta de la tan nutrida competencia en ese campo.

La mayoría de las fotos que se conservan de Lowry lo muestran en traje de baño o con pantalones cortos, con el torso desnudo siempre —un torso como un huso, no gordo pero un poco abombado—. Parte de la explicación a esa costumbre podría encontrarse en sus numerosas estancias en lugares tropicales o bien de playa y en su extremada afición a la natación. Pero también es verdad que no debía de tenerle demasiado aprecio a su ropa: no mucho después de casarse por segunda vez perdió un dinero vital tras apostarlo mal a los caballos, y el remordimiento lo llevó a desaparecer en medio de la calle en un descuido de Margerie Bonner, su mujer. Cuando por fin ésta, al cabo de horas de vagar por Vancouver en su busca, dio con él en una casa de putas, lo encontró tirado en una cama sucia y en calzoncillos. La falta de ropa no era debida, sin embargo, a lo que podría pensarse en un primer momento dada la índole del local, sino a que Lowry la había vendido para procurarse una botella de ginebra que ya había casi vaciado para cuando Margerie lo encontró. También en ocasiones más dramáticas perdió todas sus ropas, por ejemplo en los varios incendios de cabañas o casas en las que habitaba. De uno de esos fuegos salvó milagrosamente Margerie el original de Bajo el volc á n. Hay que decir que de haber ardido quizá no habría resultado demasiado grave, ya que eso era algo a lo que Lowry estaba más que acostumbrado, a perder originales o a que se los extraviaran, y por tanto a reescribir sus libros una y otra vez. Los borradores de esa novela son incontables, tanto por culpa de los editores, que se la rechazaban y le exigían que la revisara siempre una vez más, como de su propia insatisfacción. Diez u once años estuvo con ese texto, que por fin vio la luz (y con considerable éxito) tras negarse Lowry a los penúltimos cambios que sus editores le recomendaban. De no haberse negado en esa oportunidad, quién sabe si la novela por la que ha pasado a la historia no habría sido también póstuma, como casi toda su escasa obra.

El proceso de alcoholización de Lowry fue muy rápido, esto es, se inició en su extrema juventud, tras pasar unos meses embarcado en el Pyrrhusporque quería «ver el mundo» (del que, dicho sea de paso, volvió muy decepcionado), y concluyó con la ingestión de la loción de afeitar de un amigo y de su propio pis cuando estuvo internado en un sádico hospital. Ya con anterioridad al Pyrrhus había conocido el infierno, durante su infancia inglesa, o al menos eso gustaba de relatar: varias de sus niñeras se habían dedicado a torturarlo o habían tratado de asesinarlo. Una de ellas, por ejemplo, lo había llevado junto con su hermano Russell hasta un brezal solitario, donde le había bajado los pantalones y le había azotado los genitales ante la mirada atónita del otro niño; otra había intentado ahogarlo en un barril de agua de lluvia del que lo había salvado un jardinero benigno; y una tercera había jugado con su cochecito de niño al borde de un acantilado; no es seguro que no fuera una cuarta (o bien una de las tres precedentes) la que quiso asfixiarlo con una manta. Sea como fuera, tres o cuatro, en ambos casos parecen quizá demasiadas para haberlo querido tan mal, cada una por su cuenta.

Lowry, no cabe duda, gustaba de inventar historias, hasta el punto de que nadie daba crédito a algunas que eran muy ciertas. Tenía bastante mala suerte con los animales: una noche, caminando con su amigo John Sommerfield por «Fitzrovia», el barrio bohemio del Londres de los años treinta, vio dos elefantes en la esquina de Fitzroy con Charlotte Street. Los dos hombres salieron corriendo para avisar a otros, pero cuando regresaron los elefantes habían desaparecido y nadie les creyó, pese a que lograron descubrir en el pavimento una elefantina mierda todavía humeante, lo cual Lowry vio más como un desprecio que como una prueba o ni siquiera una suerte. En otra ocasión, al pasar junto a una carreta, el caballo que la tiraba dio un bufido que a Lowry le pareció de irrisión (hasta los objetos inanimados conspiraban contra él); su respuesta fue un puñetazo al caballo bajo la oreja que lo hizo tambalearse y caer de hinojos: aunque no le sucedió nada grave, el remordimiento de Lowry duró semanas. Más triste fue lo que le ocurrió con un pobre conejillo al que distraídamente acariciaba en su regazo mientras charlaba una noche con el dueño de la mascota y su madre: de pronto el conejillo se quedó tieso, Lowry le había roto el pescuezo con sus torpes manos pequeñas. Durante dos días vagó por las calles de Londres con el cadáver, sin saber qué hacer con él y lleno de odio para consigo mismo, hasta que, por indicación de otro amigo, el camarero de una taberna tuvo a bien ocuparse de lo que prometió que sería un entierro como manda el Dios de los animales.

Pese a tantos desaguisados, Lowry tenía numerosos amigos, los cuales coinciden todos en afirmar que aunque era un hombre imposible, tenía un enorme encanto y suscitaba invencibles deseos de protegerlo. Los hechos de su vida ponen los pelos de punta, pero incluso al hablar de esos hechos hay que recordar lo que él mismo decía a veces a sus allegados: «No me toméis demasiado en serio»; o bien lo que observó su mentor Conrad Aiken años después de su muerte: «Su vida entera fue una broma: jamás hubo bufón shakespeariano más jovial. Eso es algo que debemos recordar cuando todo el mundo anda diciendo ¡Qué Tiniebla. Qué Desesperación, Qué Enigmas! Tonterías. Era el más alegre de los hombres».

Aunque tocaba un ukelele que casi siempre llevaba consigo, y cuando algo le horrorizaba divertía a todos haciendo el gesto de dispararse en la boca o ahorcarse con una soga, hay que reconocer que los hechos pueden disimular esa alegría bastante bien, ya que aparte de sus continuas borracheras, sus incendios, sus pasos por hospitales psiquiátricos, sus breves encarcelamientos y sus tentativas de suicidio más o menos reales, se sabe que en los últimos tiempos probó a estrangular dos veces a su mujer, Margerie, quien pese a todo no lo abandonó jamás. En una ocasión, casi de modo experimental, como si dijéramos sin premeditación, se cortó las venas de una muñeca, y otra vez, en Acapulco, se adentró nadando en el Pacífico hasta no poder regresar. Su muñeca fue curada y las olas no colaboraron, como tampoco quiso el destino que sus manos se cerraran demasiado rápidas sobre el cuello de Margerie ni que entonces se encontraran aislados, donde los gritos de ella no podrían haberse oído.

A su primera mujer, Jan Gabrial, sí que habría tenido más motivos del orden clásico para asesinarla, ya que al mes de la boda empezó a ir abiertamente con otros hombres. Los amigos cuentan una patética escena en la que Lowry la despidió al pie del autobús mexicano en el que ella se iba a pasar una festiva semana con unos ingenieros y él le entregó unos pendientes de plata por su cumpleaños, que tendría lugar dos días más tarde y que no celebrarían juntos precisamente. Al parecer Jan los miró molesta y, casi con enfado, los arrojó en su bolso. Tanto su primera como su segunda mujer parecen haberse quejado de sus pobres o más bien nulas prestaciones sexuales, lo cual quizá explicaría su interés por la botella y su desinterés por las putas en aquella ocasión en que vendió sus ropas.

A Jan Gabrial la había conocido en España, donde pasó una temporada acompañando al poeta Aiken, a quien el adinerado padre de Lowry pasaba una cantidad mensual en concepto de tutoría. Durante su estancia en Ronda y sobre todo en Granada no dejó Lowry muy buena impresión: por entonces, aunque muy joven, estaba gordo, bebía vino sin parar y se empeñaba en ponerse sombreros cordobeses enormes de los que nadie ha llevado nunca. En Granada fue pronto conocido como «el borracho inglés», la gente se burlaba de él y le tenía echado el ojo la Guardia Civil. La mujer de Aiken lo recuerda paseando por la ciudad con un tropel de críos alrededor que se mofaban de él y de los que no sabía cómo zafarse. Se paró ante una tienda de discos, escuchó con una sonrisa idiota la música flamenca que de allí salía, luego prosiguió su zigzagueante camino. La primera vez que salió con Jan, Lowry tropezó y los dos cayeron rodando por los jardines del Generalife para aterrizar él sobre ella. Jan pensó que Lowry no desperdiciaría la ocasión para seducirla, pero en cambio él aprovechó tan sólo para contarle el argumento de su única novela publicada hasta la fecha, Ultramarina.

Malcolm Lowry era un hombre bromista y cordial y guapo. Varios homosexuales trataron de seducirlo a lo largo de su vida, y una noche se sabía tan borracho durante su visita a dos de ellos en Nueva York que al día siguiente tenía dudas sobre si habría sido poseído, aunque en ese caso su máxima preocupación eran sus posibilidades de contraer algún mal venéreo. En sus años de Cambridge otro homosexual joven lo amenazó con matarse si no le hacía caso. Lowry bajó a un pub y lo contó a otros compañeros, los cuales dijeron: «¡Que se muera el cabrón!». Fuera por Lowry o no, el joven se quitó la vida aquella noche en que el escritor se quedó en el pub.

Lowry padecía numerosos pánicos, y uno de los mayores era a cruzar fronteras, lo cual hubo de hacer incontables veces a lo largo de su itinerante vida. Cuando se acercaba el momento de un nuevo viaje, pasaba los días anteriores sudando y temblando ante la perspectiva de tener que vérselas con los aduaneros. También sufría manía persecutoria y, sobre todo en México, estaba convencido de que Oscuras Autoridades seguían siempre sus pasos de cantina en cantina entre la tequila, el mescal, el pulque y la cerveza negra.

El éxito de Bajo el volc á nlo incomodó, acostumbrado como estaba a tantos fracasos, y al final de sus días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer Margerie, y tenía que hacer lo primero de pie e inmóvil, lo cual le trajo problemas circulatorios en las piernas. Tras sus largos periplos regresó a Inglaterra, a la aldea de Ripe, donde murió la noche del 27 de junio de 1957, un mes antes de cumplir los cuarenta y ocho años. Durante algún tiempo se creyó que su muerte había sido by misadventure(literalmente «por accidente» o «por malaventura» o «por contratiempo»), pero hoy en día parece seguro que no fue tan aventurada, o acaso la tentativa fue menos experimental que las otras veces. Tras una bronca con Margerie, ella le tiró la botella de ginebra al suelo, rompiéndosela. El intentó golpearla y ella salió corriendo a refugiarse en casa de una vecina. No se atrevió a volver hasta la mañana siguiente, y entonces se lo encontró tirado en el suelo, muerto, la cena que ella le había preparado y él no había probado dispersa por la habitación, como si por fin hubiera ido a comer y se le hubiera caído el plato. Se había tomado unos cincuenta somníferos que pertenecían a Margerie, quien no hizo inscribir en su lápida el epitafio que él había compuesto: « Malcolm Lowry / Late of the Bowery / His prose was flowery / And often glowery / He lived, nightly, and drank, daily, / And died playing the ukulele » .Que se podría traducir de manera infiel, y si prescindimos de la rima. «Malcolm Lowry / difunto de la calle Ebria / su prosa fue florida / y a menudo airada / vivió, noche a noche, y bebió, día a día, / y murió tocando el ukelele». Pero aquí no se debe prescindir de la rima.

Madame du Deffand ante los idiotas

La vida de Madame du Deffand fue sin duda demasiado larga para quien consideraba que la mayor desgracia era la de haber nacido. Sería erróneo, sin embargo, concluir que se pasó sus casi ochenta y cuatro años esperando la muerte. En más de una ocasión expresó el problema con claridad: «Vivir sin amar la vida no hace desear su fin, y apenas si disminuye el temor a perderla». Nunca fue una desesperada, como su amiga y enemiga Julie de Lespinasse, ni seguramente padeció heridas profundas de ningún género. Era solamente que se aburría.

Bien es verdad que la palabra francesa ennuino se corresponde enteramente con aburrimiento, pero en todo caso se le aproxima y desde luego lo incluye. Madame du Deffand se aburría y luchaba contra el aburrimiento, lo cual la aburría todavía más. No por ello se dejaba vencer, y a uno de los expedientes utilizados en este aburrido y encarnizado combate se debe su paso a la historia de la literatura: era una escritora de cartas infatigable, y ha resultado ser una de las mejores. Su correspondencia con Voltaire y con otros es cuantiosa, pero sólo la que mantuvo con el dandy, político y literato inglés Horace Walpole consta de ochocientas cuarenta misivas salidas de su pluma, y eso no debe ser todo, sino lo que nos ha llegado. Más asombroso resulta saber que todas esas cartas no salieron en realidad de su pluma, sino que fueron dictadas, ya que Madame du Deffand se había quedado ya ciega para cuando conoció a Walpole. Así, nunca vio al que fue el objeto de su casi único amor (bien que epistolar), un hombre de mediana edad pero veintiún años más joven que ella, que contaba sesenta y nueve cuando empezó el carteo por el Canal de la Mancha. Es posible que de haberlo visto, su entusiasmo y su nerviosa espera del cartero se hubieran apaciguado, ya que a juzgar por los retratos que del autor de El castillo de Otrantohan dejado Reynolds y otros, Walpole tenía ojos de huevo duro, la nariz larga y demasiado separada de la boca y esta última bastante torcida. Al parecer, y aparte de su personalidad amena, lo que cautivaba era su voz, con el añadido de un ligero acento inglés en su francés que hacía aún más agradables sus superficialidades. Sea como fuera, la Marquesa du Deffand, a quien en su juventud y madurez no se le habían conocido pasiones débiles sino fuertes dominaciones, pasó a depender del correo para su supervivencia y también de sí misma, pues, como es sabido, recibir cartas no procura tanto placer por el hecho de leerlas cuanto por la oportunidad que brinda de contestarlas.

Madame du Deffand había sido muy descreída desde la niñez. Se sabe que, estando en el convento, predicaba la irreligión a sus compañeras, por lo que la abadesa hizo venir al entonces famoso y piadoso obispo Massillon para que la convirtiera. Al salir de la charla, el salvador de almas comentó tan sólo: «Es encantadora». Presionado por la abadesa, que quería saber qué libros santos podían dársele a leer a la niña, el obispo arrojó la toalla: «Un catecismo de cuatro cuartos», fue su derrotada respuesta. Al final de su vida, la Marquesa probó a hacerse un poquito devota, a ver si eso la distraía como a otras damas de su edad. Al ser menos frívola, no llegó a los extremos de la Mariscala de Luxembourg, de quien se dice que tras echarle una ojeada a la Biblia exclamó: «¡Qué tono, qué tono horroroso! ¡Ah, qué lástima que el Espíritu Santo tuviera tan poco gusto!». Pero se hacía leer las epístolas de San Pablo por su doncella, y se impacientaba enormemente con el estilo del apóstol, que juzgaba inconsecuente. «Pero, señorita», le gritaba a la doncella como si ella fuera la responsable, «¿es que vos entendéis algo de todo eso?» La manera en que recibió a su director espiritual durante su enfermedad postrera no pareció tampoco muy resignada. Cierto que lo admitió en su casa, pero con estas palabras: «Señor cura, quedaréis muy contento de mí; pero hacedme gracia de tres cosas: ni preguntas, ni razones, ni sermones».

Durante su juventud, ya casada y separada en seguida («No amar en absoluto al marido es una desgracia asaz general»), había participado en unas cuantas orgías, a las que la introdujo sin duda su primer amante, el regente Philippe d'Orléans. Así, Madame du Deffand inició su no muy prolongada carrera de libertina por lo más alto, y, según su propia confesión, la relación directa y tal vez exclusiva con el hombre más poderoso de Francia duró dos semanas, una eternidad en aquella corte. Un retrato exagerado y malintencionado de aquellas reuniones dice así: «Hacia la hora de la cena, el Regente se encerraba con sus amantes, a veces chicas de la ópera, u otras de parecida estofa, y diez o doce hombres de su intimidad, a los que él llamaba unánimemente sus libertinos... Cada cena era una orgía. Allí reinaba la licencia más desenfrenada; las inmundicias, las impiedades eran el fondo o el condimento de todas las conversaciones, hasta que la absoluta ebriedad dejaba a los comensales sin posibilidad alguna de hablar y oírse. Los que aún podían andar se retiraban; a los demás se los sacaba a cuestas».


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