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Vidas escritas
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 00:43

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Автор книги: Javier Marias



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Annotation

Faulkner a caballo, Conrad en tierra, Isak Dinesen en la vejez, Joyce en sus gestos, Stevenson entre criminales, Conan Doyle ante las mujeres, Wilde tras la cárcel, Turgueniev, Mann, Lampedusa, Rilke, Nabokov, Madame du Deffand, Rimbaud, Henry James, el gran Laurence Sterne... Hasta un total de veinte genios de la literatura resucitan en estas breves e insólitas biografías, que se leen como cuentos gracias a la precisión, amenidad y elegancia de la prosa de Javier Marías. Todos son extranjeros, todos están muertos y todos han sido tratados como personajes de ficción, con un afecto y una ironía no exentos de profundidad. El volumen se completa con seis retratos de Mujeres fugitivas, que vivieron y murieron por encima de sus posibilidades, con tanta intensidad como humor. Y lo corona Artistas perfectos, el contrapunto de las anteriores semblanzas: sus imágenes detenidas prescinden de anécdotas y caracteres para subrayar, en frases como relámpagos, la expresividad de los rostros, ademanes y gestos, espontáneos o artificiales, de los artistas que sólo en la posteridad alcanzan la perfección. Con un extraordinario material gráfico —retratos pertenecientes en su mayoría a la colección del autor—, Vidas escritas se ha convertido en la más divertida, melancólica y fascinante invitación a leer.

Prólogo

William Faulkner a caballo

Joseph Conrad en tierra

Isak Dinesen en la vejez

James Joyce en sus gestos

Giuseppe Tomasi di Lampedusa en clase

Henry James de visita

Arthur Conan Doyle ante las mujeres

Robert Louis Stevenson entre criminales

Ivan Turgneniev en su tristeza

Thomas Mann en sus padecimientos

Vladimir Nabokov en éxtasis

Rainer María Rilke a la espera

Malcolm Lowry en la calamidad

Madame du Deffand ante los idiotas

Rudyard Kipling sin bromas

Arthur Rimbaud contra el arte

Djuna Barnes en silencio

Oscar Wilde tras la cárcel

Yukio Mishima en la muerte

Laurence Steme en la despedida

MUJERES FUGITIVAS

ARTISTAS PERFECTOS

Bibliografía



Javier Marías

Vidas escritas



Prólogo

La idea inicial de este libro surgió de otro en el que tuve parte: en la antología de rarísimos relatos titulada Cuentos ú nicosy que publiqué en 1989 (Ediciones Siruela, Madrid), cada pieza iba precedida de una breve nota biográfica sobre los muy desconocidos autores. Tan desconocidos eran en su mayoría que a veces los datos de que disponía eran mínimos y no investigables, desde luego fragmentarios y a menudo tan extravagantes que parecían inventados, como creyó más de un lector que coherentemente dudó también de la autenticidad de los cuentos. La verdad es que si se leían todas seguidas, esas brevísimas biografías formaban un relato más, seguramente no menos único y espectral que los otros.

Creo, y creí entonces, que ello se debió no sólo a los dispersos y llamativos datos con que contaba acerca de esos autores malogrados y oscuros, sino a la manera de tratarlos, y pensé que lo mismo podía hacerse con los escritores más vigentes y renombrados, sobre los cuales, en cambio, el curioso puede saber hasta el último detalle, en consonancia con la época de erudición exhaustiva y tantas veces inútil en que llevamos viviendo casi un siglo. La idea era, en suma, tratar a esos literatos conocidos de todos como a personajes de ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia de su celebridad u olvido.

La elección de los veinte que aquí aparecen fue arbitraria (tres norteamericanos, tres irlandeses, dos escoceses, dos rusos, dos franceses, un japonés, una danesa, un italiano, un alemán, un checo, un polaco, un inglés de la India y un inglés de Inglaterra, si nos atenemos a sus lugares de nacimiento). Sólo me impuse como condición que todos estuvieran muertos, y descarté la posibilidad de ocuparme de españoles: por una parte, no quería invadir, ni siquiera tangencialmente, el territorio del que se nutren tantos de mis compatriotas expertos; por otra, son ya tan numerosas y variadas las ocasiones en que se me ha negado la españolidad por parte de algunos críticos y colegas indígenas (tanto en lo que se refiere a la lengua como a la literatura como casi a la ciudadanía) que a la postre, me doy cuenta, he llegado a sentir cierta inhibición a la hora de hablar de los escritores de mi país, entre los que sin embargo están algunos de mis preferidos (March, Bernal Díaz, Cervantes, Quevedo, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán, Aleixandre, por no citar a los vivos) y entre los que me temo que pese a todo me voy contando. Pero es como si me hubieran convencido de que no tengo derecho a ello, y uno actúa según sus convencimientos.

Lo que se cuenta en este libro son vidas o retazos de vidas estrictamente: rara es la vez en que se emite algún juicio sobre las obras, y la simpatía o antipatía con que los personajes son tratados no se corresponde necesariamente con el aprecio o menosprecio que pueda sentir hacia sus escritos. Lejos de la hagiografía, y de la solemnidad con que a menudo se habla de los maestros artistas, estas Vidas escritasestán contadas principalmente, creo, con una mezcla de afecto y guasa. Lo segundo está presente sin duda en todos los casos; lo primero reconozco que falta en los de Joyce, Mann y Mishima.

No tiene mucho sentido intentar extraer conclusiones ni reglas sobre las vidas de los escritores en general a partir de estos retratos: lo que yo muestro en ellos es muy parcial, y precisamente en lo escogido y en lo omitido reside en parte el posible acierto o desacierto de estas piezas. Y si apenas hay nada inventado en ellas (esto es, ficticio desde su origen), sí hay algunos episodios o anécdotas «adornados». En todo caso, lo único que salta a la vista al leer sobre estos autores es que la mayoría fueron individuos calamitosos; y aunque seguramente no más que cualesquiera otros de cuyas vidas supiéramos, su ejemplo no invitará en exceso a seguir la senda de las letras. Por suerte, al menos —y esto merece ser destacado—, se ve que casi todos ellos se tomaban poco en serio, quizá con las salvedades antes mencionadas y privadas de mi afecto. Aunque aquí me cabe la duda de si la falta de seriedad que estos textos transmiten estaba realmente en los personajes o más bien en la mirada del presente biógrafo, improvisado, ocasional y sesgado.

Para el lector suspicaz que quiera comprobar algún dato o detectar «ornamentos», incluyo al final una Bibliografía a la mayoría de cuyos títulos, por lo demás, tendrá muy difícil acceso. La serie de «Vidas escritas» se fue publicando en la revista Claves de raz ó n pr á ctica(números 2 al 21), mientras que el texto llamado «Artistas perfectos», que cierra el volumen a modo de negativo (en él se habla sólo de rostros y gestos), apareció en la revista El Paseante(número 17). Agradezco a los directores de la primera, Javier Pradera y Femando Savater, la alentadora y suave tiranía que sobre mí ejercieron y a la cual sin duda se debe en buena medida la escritura de estas vidas.

JM

Febrero de 1992


P. D. Siete años y siete meses después

Esta nueva edición de Vidas escritas presenta pocos cambios respecto a la existente hasta ahora, pero no está de más consignarlos.

Un par de «vidas» han sufrido leves retoques o añadidos, las demás se ofrecen sin variaciones. La mayoría de las fotos que las precedían son distintas que en la edición de 1992 (entonces fueron elegidas por Jacobo Fitz-James Stuart, el editor, y ahora lo han sido por mí).

Hay una sección nueva, o nueva en este libro (en su día la incluí en Literatura y fantasma, de 1993), la titulada «Mujeres fugitivas», escrita con posterioridad a la publicación de Vidas escritasen 1992 pero partícipe del mismo espíritu. De ahí que su lugar más adecuado sea este volumen de breves biografías. Esas piezas vieron por vez primera la luz en la revista Woman (números comprendidos entre mayo y octubre de 1993).

Respecto a lo escrito en el Prólogo de hace siete años y siete meses, sólo me resta añadir que el «convencimiento» a que en él me referí no ha hecho sino agrandarse y afianzarse en este tiempo transcurrido. Y que entre mis escritores españoles preferidos habría que agregar ahora —ya no vivo– a Juan Benet.

Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que, si he disfrutado escribiendo todos mis libros, fue con este con el que me divertí más. Acaso porque, además de «escritas», estas «vidas» fueron leídas.

JM

Septiembre de 1999

William Faulkner a caballo

Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizoen el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica. Según Faulkner, allí nadie le molestaba, el ruido continuo de la enorme y vieja dinamo era «apaciguador» y el lugar «cálido y silencioso».

De lo que no cabe duda es de su capacidad para abstraerse en la escritura o en la lectura. El empleo en la planta de energía eléctrica se lo había conseguido su padre después de que lo despidieran de su anterior puesto, administrador de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. Al parecer, hubo algún profesor que elevó quejas razonables: la única manera de obtener su correspondencia era rebuscando en el cubo de la basura de la puerta trasera, donde con frecuencia iban a parar directamente, sin abrir, las sacas recibidas. A Faulkner no le gustaba que le interrumpieran la lectura, y la venta de sellos decayó alarmantemente: a modo de explicación, Faulkner dijo a su familia que no estaba dispuesto a levantarse continuamente para atender a la ventanilla y mostrarse agradecido con cualquier hijo de perra que tuviera dos centavos para comprar un sello.

Quizá fue allí donde incubó Faulkner una innegable aversión y desprecio por el correo. A su muerte se encontraron pilas de cartas, paquetes y manuscritos enviados por admiradores que jamás había abierto. En realidad sólo abría los sobres que le mandaban las editoriales, y éstos con muchas precauciones: hacía una pequeña ranura y los sacudía para ver si asomaba un cheque. Si no era así, la carta pasaba a formar parte de lo que puede esperar eternamente.

Su interés por los cheques fue siempre grande, pero no debe deducirse de ello que fuera un hombre codicioso o avaro. Era más bien un derrochador. Gastaba rápidamente lo que ganaba, luego vivía a crédito una temporada, hasta que llegaba un nuevo cheque. Pagaba sus deudas y volvía a gastar, sobre todo en caballos, tabaco y whisky. No tenía mucha ropa, pero la que tenía era cara. A los diecinueve años se ganó el sobrenombre de «El Conde» por su afectación en el vestir. Si la moda dictaba pantalones ceñidos, los suyos eran los más ceñidos de todo Oxford (Mississippi), la ciudad en que vivía. Salió de ella en 1916, para ir a Toronto a entrenarse con el Royal Flying Corps británico. Los americanos no lo habían aceptado por falta de estudios suficientes, y los ingleses no lo quisieron, por bajo, hasta que amenazó con volar para los alemanes.

En una ocasión un joven fue a visitarlo y lo encontró con la pipa apagada en una mano y la otra ocupada en sujetar la brida de un pony sobre el que montaba su hija Jill. El joven, para romper el hielo, preguntó desde cuándo montaba la niña. Faulkner no contestó en seguida. Luego dijo: «Desde hace tres años», y añadió: «¿Sabe usted? Hay solamente tres cosas que una mujer deba saber hacer». Hizo otra pausa y finalmente concluyó: «Decir la verdad, montar a caballo y firmar cheques».

Aquella no era la primera hija que Faulkner había tenido de su mujer, Estelle, quien ya aportaba dos hijos de un matrimonio anterior. La primera que fue de ambos murió a los cinco días de nacer. La habían llamado Alabama. La madre estaba aún débil, en cama, los hermanos de Faulkner no se hallaban en la ciudad y no llegaron a verla. Faulkner no vio motivo para celebrar un funeral, ya que en cinco días a la niña sólo le había dado tiempo a convertirse en un recuerdo, no en alguien. Así que el padre la metió en su diminuto ataúd y la llevó hasta el cementerio sobre su regazo. A solas la depositó en su tumba, sin avisar a nadie.

Al recibir el Premio Nobel en 1950, Faulkner empezó por resistirse a ir a Suecia, pero al final no sólo marchó, sino que, en «misiones del Departamento de Estado», viajó por Europa y Asia. No lo pasaba demasiado bien en los incontables actos a que era invitado. En una fiesta dada en su honor por los Gallimard, sus editores franceses, se recuerda que después de cada pregunta de un periodista, contestaba escuetamente y daba un paso atrás. Por fin, paso a paso, se vio contra la pared, y sólo entonces los periodistas se apiadaron de él o lo dejaron por imposible. Acabó refugiándose en el jardín. Algunas personas decidían adentrarse en él anunciando que iban a charlar con Faulkner, pero volvían al salón en seguida con la voz alterada y alguna excusa: «Qué frío hace ahí fuera». Faulkner era taciturno, adoraba el silencio, y al fin y al cabo sólo había ido cinco veces en su vida al teatro: Hamlettres veces. El sue ñ o de una noche de veranoy Ben-Hurera cuanto había visto. Tampoco había leído a Freud, o al menos eso contestó en una ocasión: «Nunca lo he leído. Tampoco Shakespeare lo leyó. Dudo de que lo leyera Melville, y estoy seguro de que Moby Dick no lo hizo». El Quijotelo leía todos los años.

Pero también aseguraba que nunca decía la verdad. Al fin y al cabo, no era una mujer, con las que en cambio sí compartía la afición por los cheques y por montar a caballo. Siempre decía que había escrito Santuario, su novela más comercial, por dinero: «Lo necesitaba para comprar un buen caballo». También aseguraba que no visitaba mucho las grandes ciudades porque no podía ir hasta allí a caballo. Cuando ya empezaba a ser viejo y tanto su familia como los médicos se lo desaconsejaban seriamente, seguía saliendo a cabalgar y a saltar vallas, y se caía continuamente. La última vez que montó a caballo sufrió una de esas caídas. Su mujer vio desde la casa el caballo de Faulkner, ensillado, junto a la cancela, con las riendas sueltas. Al no ver por allí a su marido, llamó al doctor Félix Linder y los dos salieron en su busca. Lo encontraron a más de media milla, cojeando, casi arrastrándose. El caballo lo había tirado y él no había podido levantarse, había caído de espaldas. El caballo se había alejado unos pasos, luego se había detenido y había mirado hacia atrás. Cuando Faulkner pudo levantarse, el caballo se le había acercado y lo había tocado con el morro. Faulkner había intentado agarrar las riendas pero había fallado. Luego el caballo había desaparecido en dirección a la casa.

William Faulkner pasó tiempo en cama, muy malherido y con grandes dolores. Aún no se había recuperado del todo cuando murió. Estaba en el hospital, en el que se lo había ingresado para comprobar cómo evolucionaba su estado. Pero la leyenda no quiere que muriera de eso, de la caída de su caballo. Lo mató una trombosis el 6 de julio de 1962, cuando aún no había cumplido sesenta y cinco años.

Cuando le preguntaban quiénes eran los mejores escritores norteamericanos de su tiempo, decía que todos habían fracasado, pero que el mejor fracaso había sido el de Thomas Wolfe, y el segundo mejor fracaso el de William Faulkner. Lo dijo y lo repitió durante muchos años, pero no hay que olvidar que Thomas Wolfe llevaba muerto desde 1938, es decir, durante casi todos aquellos años en que William Fatdkner lo decía y estaba vivo.

Joseph Conrad en tierra

Los libros marinos de Joseph Conrad son tantos y tan memorables que siempre se piensa en él a bordo de un velero y se olvida que los últimos treinta años de su existencia los pasó en tierra, llevando una vida insospechadamente sedentaria. En realidad, como buen marino, detestaba viajar, y nada lo reconfortaba tanto como estar encerrado en su estudio, escribiendo con indecibles dificultades o charlando con sus amigos más íntimos. Aunque lo cierto es que no siempre trabajaba en las habitaciones en principio destinadas a ello: hacia el final de su vida se escondía en los más remotos rincones del jardín de su casa, en Kent, para garabatear papelajos, y hay constancia de que durante una semana se anexionó el cuarto de baño sin dar explicaciones a su familia, que vio muy restringido el uso de esa pieza durante aquellos días. En otra temporada el problema fue indumentario, ya que Conrad se negaba a ir vestido más que con un descolorido albornoz a rayas originalmente amarillas, lo cual era un gran inconveniente cuando se presentaban sin avisar amigos, o bien turistas norteamericanos que decían estar extrañamente de paso.

Lo más grave para la seguridad familiar era, con todo, la inveterada manía de Conrad de tener siempre un cigarrillo en los dedos, por lo general durante pocos segundos, para dejarlo abandonado luego en cualquier sitio. Su mujer, Jessie, se resignaba a que los libros, las sábanas, los manteles y los muebles estuvieran llenos de quemaduras, pero vivió durante años en estado de alerta para evitar que fuera su marido quien se quemara en exceso, ya que Conrad, incluso después de acceder a sus ruegos y adquirir la costumbre de echar sus colillas en una gran jarra de agua dispuesta al efecto, tenía constantes contratiempos con el fuego. En más de una ocasión sus ropas estuvieron a punto de arder por sentarse demasiado cerca de una estufa, y no era raro que el libro que estuviese leyendo se incendiase de pronto por haber entrado en prolongado contacto con la vela que lo alumbraba.

No hace falta decir que Conrad era distraído, pero los principales rasgos de su carácter eran contradictorios, a saber: la irritabilidad y la deferencia. Aunque quizá puedan explicarse recíprocamente. Su estado natural era de inquietud rayana en la ansiedad, y su preocupación por los otros era tan grande que un mero revés sufrido por alguno de sus amigos solía acarrearle un ataque de gota, enfermedad que había contraído de joven en el archipiélago malayo y que lo torturó durante el resto de su vida. Cuando su hijo Borys estaba combatiendo en la Guerra del 14, su mujer, Jessie, llegó una noche a casa tras haber estado ausente todo el día y fue recibida por una criada llorosa que le informó de lo siguiente: el señor Conrad había comunicado al servicio que habían matado a Borys y llevaba horas encerrado en la habitación del hijo. Sin embargo, añadió la criada, no había llegado ninguna carta ni telegrama. Cuando Jessie George Conrad subió con las piernas temblorosas y se encontró a su marido demudado, y le preguntó por su fuente de información, éste respondió ofendido: «¿Acaso no puedo tener presentimientos, igual que tú? ¡Sé que lo han matado!». No mucho más tarde Conrad se calmó y se quedó dormido. Falló su presentimiento, pero al parecer, cuando la imaginación se le desataba no había forma de detenerla. Estaba siempre en un estado de extrema tensión, y de ahí venía su irritabilidad, que apenas podía controlar y que sin embargo, una vez pasada, no le dejaba huella ni tan siquiera recuerdo. Cuando su mujer estaba dando a luz a su primer hijo, el mencionado Borys, Conrad daba vueltas agitado por el jardín de la casa. De pronto oyó berrear a un niño, e indignado se acercó a la cocina para ordenarle a la criada que tenían entonces: «¡Haga el favor de despedir a ese niño! ¡Va a molestar a la señora Conrad!», le gritó. Pero al parecer la criada le gritó a él con aún mayor indignación: «¡Es su propio niño, señor!».

Tan irritable era Conrad que cuando se le caía la pluma al suelo, en vez de recogerla al instante y continuar, dedicaba varios minutos a tamborilear exasperado sobre la mesa a modo de lamento por el accidente. Su carácter fue siempre un enigma para los que lo rodearon. Su excitación interna lo llevaba a mantener a veces largos silencios, aun en compañía de amigos, quienes aguardaban pacientemente a que retomase la conversación, en la que, por lo demás, era animadísimo, con una increíble capacidad para narrar oralmente. Cuando lo hacía, cuentan que su tono era semejante al de su libro de ensayos El espejo del mar, más que al de sus relatos o novelas. Con todo, lo más frecuente era que al cabo de uno de esos interminables silencios, en los que parecía rumiar, brotara de sus labios alguna pregunta insólita que nada tenía que ver con lo hablado hasta entonces, por ejemplo: «¿Qué opináis de Mussolini?».

Conrad usaba monóculo y no le gustaba la poesía. Según su mujer, en toda su vida sólo dio su aprobación a dos libros de versos, uno de un joven francés cuyo nombre ella no recordaba, y otro de su amigo Arthur Symons. Aunque también hay quien asegura que le gustaba Keats y que detestaba a Shelley. Pero el autor que más detestaba era Dostoyevski. Lo odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su nombre le provocaba arrebatos de furia. Era un devorador de libros, con Flaubert y Maupassant a la cabeza de sus admirados, y tanto gusto tenía por la prosa que, mucho antes de pedir en matrimonio a la que sería su mujer (es decir, cuando aún no había mucha confianza entre ellos), apareció una noche con un paquete de hojas y propuso a la joven que le leyera en voz alta algunas páginas, pertenecientes a su segunda novela. Jessie George obedeció, llena de emoción y temor, pero el nerviosismo de Conrad no colaboraba: «Sáltate eso», le decía. «Eso no importa; empieza tres líneas más abajo; pasa la página, pasa la página.» O bien, incluso, la reñía por su dicción: «Habla claramente; si estás cansada, dilo; no te comas las palabras. Los ingleses sois todos iguales, hacéis el mismo sonido para todas las letras». Lo curioso del caso es que el exigente Conrad tuvo hasta el fin de sus días un fortísimo acento extranjero en la, lengua que, como escritor, llegó a dominar mejor que nadie en su tiempo.

Conrad no se casó hasta los treinta y ocho años, y cuando por fin, tras varios de amistad trato, hizo su proposición, ésta fue tan pesimista como algunos de sus relatos, ya que anunció que no le quedaba mucha vida y que no albergaba la menor intención de tener hijos. La parte optimista vino a continuación, y consistió en añadir que sin embargo, tal como era su vida, creía que él y Jessie podrían pasar juntos unos cuantos años felices. El comentario de la madre de la novia tras su primera entrevista con el pretendiente estuvo en consonancia: dijo que «no acababa de ver por qué aquel hombre quería casarse». Conrad, no obstante, fue un marido delicado: no faltaban las flores, y cada vez que terminaba un libro, le hacía a su mujer un gran regalo.

Pese a haber perdido a sus padres a edad temprana y guardar pocos recuerdos de ellos, era un hombre preocupado por su tradición y sus antepasados, hasta el punto de lamentar más de una vez que un tío-abuelo suyo, a las órdenes de Napoleón durante la retirada de Moscú, se hubiera visto tan acuciado por el hambre como para haberle puesto momentáneo remedio, en compañía de otros dos oficiales, a costa de un «desdichado perro lituano». Que un pariente suyo se hubiera alimentado de carne canina le parecía un baldón del que indirectamente, por cierto, culpaba a Bonaparte en persona.

Conrad murió bastante repentinamente, el 3 de agosto de 1924, en su casa de Kent, a los sesenta y seis años. Se había encontrado mal el día anterior, pero nada hacía presumir su inminente muerte. Por eso, cuando le llegó, estaba solo en su habitación, descansando. Su mujer, en el cuarto de al lado, le oyó gritar: «¡Aquí...!», con una segunda palabra ahogada que no distinguió, y luego un ruido. Conrad había caído desde su sillón al suelo.

Del mismo modo que le hubiera gustado borrar el episodio lituano de su tío-abuelo, Conrad solía negar, en sus últimos años, que hubiera escrito ciertas piezas (artículos, cuentos, capítulos redactados en colaboración con Ford Madox Ford) que eran suyas sin lugar a dudas y que incluso habían sido publicadas con su nombre. Aun así, decía no recordarlas y negaba. Y cuando se le mostraban manuscritos y se le probaba que las páginas en cuestión se debían irrefutablemente a su pluma, entonces se encogía de hombros, uno de sus gestos más característicos, y se sumía en uno de sus silencios. Cuantos lo trataron coinciden en afirmar que era un hombre de una gran ironía, aunque de una clase que sus adquiridos compatriotas ingleses no siempre captaban, o quizá no entendían.

Isak Dinesen en la vejez

La imagen verdadera de Isak Dinesen fue durante mucho tiempo la de una anciana espectral, elegante y teñida de enigma, hasta que el cine la suplantó, con excesivo romanticismo y algo de ñoñería, por la de una sufrida y colonial aristócrata. No es que la Baronesa Blixen no fuera romántica y aristocratizante, pero es más justo decir que jugaba a serlo, al menos desde que fue Isak Dinesen, esto es, desde que empezó a publicar, con ese y otros nombres, y regresó a Dinamarca tras sus largos y fracasados años en África. «En verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso.»

Cuando en 1959 visitó por primera vez América, el país en el que sus libros habían tenido más éxito y consideración, su figura llegó precedida de rumores y misterios inacabables: ella es en realidad un hombre, él es en realidad una mujer, Isak Dinesen son dos, hermano y hermana, Isak Dinesen vivió en Boston en 1870, ella es en realidad parisina, él vive en Elsinore, ella pasa la mayor parte del tiempo en Londres, ella es una monja, él es muy hospitalario y recibe a jóvenes escritores, es difícil verla y vive como una reclusa, ella escribe en francés; no, en inglés; no, en danés; no, en... Cuando por fin se la vio, en las numerosas fiestas a que fue invitada y en las sesiones públicas y multitudinarias en las que relataba sus cuentos de viva voz sin ayudarse ni de un guión, se supo que era una anciana frágil y extravagante, llena de arrugas y con brazos como cerillas, vestida de negro, con turbantes en la cabeza, diamantes en las orejas y grandes cantidades de khôl alrededor de los ojos. Sin embargo, la leyenda continuó, aunque por cauces más concretos: según los americanos, sólo se alimentaba de ostras y champagne, lo cual no era exacto, pues también admitía de vez en cuando gambas, espárragos, uvas y té. Cuando Isak Dinesen expresó su deseo de conocer a Marilyn Monroe, la novelista Carson McCullers pudo arreglar un encuentro, y, en un famoso almuerzo, las tres mujeres mencionadas compartieron la mesa con Arthur Miller, el marido por antonomasia, quien, sorprendido por las costumbres de la Baronesa, le preguntó qué médico le había impuesto semejante régimen de ostras y champagne. Cuentan que la mirada de desprecio de Isak Dinesen no se había visto nunca en aquel país: «¿Médico?», dijo. «Los médicos están horrorizados, pero a mí me encanta el champagne y me encantan las ostras y me sientan bien.» Miller aún se atrevió a decir algo sobre las proteínas, y al parecer la nueva mirada de desprecio es seguro que no volverá a verse en suelo americano: «No sé nada de eso», fue la respuesta, «pero soy vieja y como lo que quiero». Con Marilyn Monroe la Baronesa se llevó mucho mejor.

Lo cierto es que Isak Dinesen vivía normalmente en Rungstedlund, la casa de su infancia danesa, y llevaba una vida muy sedentaria debido a sus múltiples males, entre los cuales nunca olvidaba el más antiguo y el que nada tenía que ver con la edad, la sífilis, que había contraído al año de su matrimonio con el Barón Bror Blixen, de quien se había divorciado en su día no sin grandes vacilaciones. Este marido era el hermano gemelo del hombre que ella había amado en su primera juventud, y quizá los vínculos por persona interpuesta sean los más difíciles de desatar.

Por causa de la sífilis hubo de renunciar a su vida sexual desde muy temprano, y al ver que para aquello no había posible ayuda de Dios, y considerando lo terrible que resultaba para una mujer joven verse privada del «derecho al amor», Isak Dinesen le prometió el alma al Diablo, y éste le prometió a cambio que cuanto ella experimentara a partir de entonces se convertiría en una historia. Eso fue al menos lo que le contó a un no-amante al que doblaba en edad y triplicaba en inteligencia, el poeta danés Thorkild Björnvig, con quien hizo un extraño pacto cuando ella tenía ya sesenta y cuatro años y a quien dominó y sometió de manera absoluta durante cuatro. A este no-amante le gustaba asustarlo con sus cambios bruscos, con sus calculados actos sorprendentes, con sus hechizos y sus opiniones desconcertantes pero siempre convincentes. En una ocasión lo asustó explicándole la índole de su ser: «Tú eres mejor que yo, ese es el problema», le dijo. «La diferencia entre tú y yo es que tú posees un alma inmortal y yo no la tengo. Así sucede con las sirenas o las hadas del agua, tampoco ellas la tienen. Viven más tiempo que los que poseen un alma inmortal, pero cuando mueren desaparecen completamente y sin dejar ningún rastro. Pero ¿quién puede entretener y agradar y extasiar a la gente mejor que el hada acuática cuando está presente, cuando juega y hechiza y hace a la gente bailar más enloquecidamente y amar más ardientemente de lo que nunca es posible? Pero mira, ella desaparecerá, y sólo deja tras de sí una línea de agua en el suelo.»

Cuando este poeta (al que ella instaba a dejar de lado a su mujer y su hijo para pasar largas temporadas «creando» en su casa de Rungstedlund) no se mostraba a la altura adecuada (y eso solía ser casi siempre), la Baronesa se indignaba y lo maltrataba, como asimismo hacía cuando él se atrevía a poner reparos a alguno de sus escritos. Pero Isak Dinesen no era nunca constante, y tras una descomunal reyerta era capaz de comportarse encantadoramente al siguiente encuentro, como si nada hubiera pasado, o aun de felicitar al no-amante por su sentido crítico insobornable. Eran muy propias de ella estas transformaciones, y el poeta Björnvig ha contado cómo una noche, por razones que a él mismo se le escaparon, Isak Dinesen montó en cólera y se convirtió en una furia gesticulante y decrépita, encogida por la ira, que lo dejó hundido y paralizado. Al rato, cuando el poeta ya se había acostado, la Baronesa se deslizó en su cuarto y se sentó al borde de su cama: pero ahora él la vio radiante, metamorfoseada, con la belleza de una joven de diecisiete años. Bien es verdad que el propio Björnvig confesó que, de no haber asistido a la transformación, no la habría creído posible.


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