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Aguas Primaverales
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Текст книги "Aguas Primaverales"


Автор книги: Иван Тургенев



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—Buenos días —dijo ésta—. Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso... Figúrese: me ordenan tomar las aguas!... ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo facha de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado—dijo Sanin, levantándose—, pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, venga el brazo... Nada tema usted; no está aquí su novia, no le verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Polozoff le hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó con aire sumiso... El brazo de María Nicolavna se posó muelle y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí —dijo echándose al hombro la sombrilla abierta—. Estoy como en mi casa en este parque, voy a enseñarle los sitios bonitos. Y ¿sabe usted una cosa? (empleaba a menudo esta muletilla)... Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él, como es sabido, después del desayuno. Ahora hábleme de sí mismo... a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Quiere usted?

—Pero, María Nicolavna, ¿qué puede haber de interesante?... —Espere, espere, no me ha comprendido bien no crea que quiero hacerme la coqueta con usted—dijo la señora Polozoff, encogiéndose de hombros—. He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua; ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se lo compro. Ésa es la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience... no nos remontaremos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande tan de prisa, que nadie nos corre.

—Llego de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se pirra usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, los cuadros o la música? —Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello. —¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas: y para eso en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted?... Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el olorcillo grato a heno que sale de las isbas...¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Polozoff miraba con tenaz empeño a Sanin. Era buena moza, y su cara llegaba casi a la altura de la de su caballero.

Púsose él a narrar desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; abandonóse después, y acabó por hablar largo y tendido. Oíalo la señora Polozoff con aire de inteligencia... y luego, tenía ella tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” de que habla el cardenal de Retz. Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud... Si María Nicolavna hubiese sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca se hubiese franqueado él así; pero ella misma se había puesto ante él como un buen muchacho enemigo de ceremonias. Sin embargo, ese “buen muchacho” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven, inspirando ese atractivo ardiente y dulce, lánguido y lleno de embriaguez, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

Prolongóse aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca se había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma... ¡Y aquella mujer lo había acaparado!

—¿No está usted fatigada? —preguntó más de una vez.

—Nunca me fatigo —respondía ella.

Cruzáronse con escasos paseantes: casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, muy guapo mozo y elegantemente vestido, gritóle ella desde lejos con el más puro acento parisiense:

—Conde, no hay que ir a verme, ¿sabe?, ni hoy ni mañana.

El Conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—¿Quién es? – interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos. —¿Ése? ¡Un franchutillo...! Hay muchos mariposeando por aquí... También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa: paréceme que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haber abierto sus ventanas.

“¡Mi hombre! ¡Sus ventanas! repitió Sanin para sus adentros...—¡Y decir que habla con tanta elegancia francés! ... ¡Qué pícara de mujer!”

Tenía razón la señora Polozoff Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o mejor dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color de grosella en la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó, gesticulando con cara de pocos amigos—. Había resuelto tomarme el café sin ti.

—Eso no le hace, nada importa eso —dijo ella alegremente—. ¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a escape! ¡Vamos, tomemos café, del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel como el ampo de la nieve!

Quitóse el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra otra. Polozoff la miraba con el rabillo del ojo.

—¿Qué demonios tienes, María Nicolavna, que tanto te rebulles hoy? dijo a media voz.

—Eso no te importa, Hipólito Sidorovitch. ¡Llama! Siéntese, Demetrio Pavlovitch, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo! —Cuando te obedecen —rezongó el marido.

—¡Exacto: Cuando me obedecen! Eso es precisamente lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!

Había un anuncio de teatro en la enorme bandeja que traía el criado. Al momento se apoderó de él la señora Polozoff.

—¡Un drama! —dijo con enfado—. ¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me tomen un palco, una platea, no...un palco de los extranjeros, la Fremden-Logedijo al criado.

—Pero, ¿y si la Fremden-Logeestá ya apartada para Su Excelencia el señor gobernador de la ciudad? ( Seine Excelenz der Herr Stadt-Director?) preguntó el criado.

—Dale diez táleros a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.

—Demetrio Pavlovitch, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted... ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Polozoff hablando dentro de la taza, que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro; y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí más bien lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada...

—Bueno, bueno —respondió Polozoff.

—Vamos, perfectamente, eres buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro gran negocio. Demetrio Pavlovitch, en cuanto el mozo haya llevado el servicio, nos dirá usted todo lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como arras, en una palabra, todo, todo. (¡Al cabo! —pensó Sanin—, ¡gracias a Dios!) Ya me había dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros... Que escuche; siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda... Le había prometido ocuparme de usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas, ¿no es así, Hipólito Sidorovitch?

—La verdad, verdad: no engañas a nadie.

—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Demetrio Pavlovitch, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado. Sanin se puso a exponer su asunto, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a hablar de “hechos y cifras”, invocando de tiempo en tiempo el testimonio de Polozoff para confirmar sus dichos. Pero Polozoff no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio nada hubiera puesto en claro. Por lo demás, la señora Polozoff se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que había para quedarse en Babia! Conocía al dedillo todos los secretos de la gerencia de un dominio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos los detalles, cada una de sus preguntas iba derecha al fin y ponía puntos a las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un acusado en el banquillo de los reos, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!” —decíase con angustia—. Al preguntarle, se reía la señora Polozoff como para decir que aquello era una broma; mas no por eso estaba a gusto Sanin, y le goteaba el sudor en la frente cuando en el curso de aquel interrogatorio se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos que significan “hijuela” o “tierra de labor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Polozoff—. Ahora conozco su posesión... lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma?

(Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de colonos siervos que contenía).

—Pues... me parece... que no se puede pedir menos de... quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo.

—(¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estabas? Entonces hubiera sido el verdadero momento oportuno para que exclamases: ¡Barbari!).

María Nicolavna alzó los ojosal cielo para reflexionar, y dijo por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá usted cuánto quiere de arras. Y ahora ¡basta cosi!—dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar—. Basta de ocuparse del vil metal. ¡Para mañana los negocios! ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta... (miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura... hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.

—¡Imposible! Pero decididamente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de mistó. Verá una vieja patilluda y bigotuda magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco es malejo: tiene una testa majestuosa y nariz aguileña; y cuando pone en el tapete un thaler, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted los periódicos, paséese, haga lo que quiera, en una palabra... Y a las tres, le espero... a pie firme. Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media. Tendióle ambas manos, diciéndole—: Sin rencor, ¿no es así?

—¡Oh, María Nicolavna! ¿Por qué la he de querer mal? Porque le he martirizado. Aguarde, que otras cosas ha de ver muy diferentes. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos;y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.

Inclinóse Sanin y salió. Alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba a la sazón: la señora Polozoff había metido el fez de color de grosella hasta las narices de su marido, quien se resistía dando manotazos al aire débilmente con ambas manos.

XXXVII



¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nicolavna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella medio intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al siguiente día en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometido! Pe ro ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que le trajo a Wiesbaderi, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados... Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro... ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!

Otra cosa le tenía trastornado y de mal temple. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que le aguardaba en lo venidero; y entre tanto aquella extraña mujer, aquella señora Polozoff se erguía sin descanso... ¡qué digo, se erguía!... se le metía incesantemente por los ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse dé la impresión del perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarle y burlarse de él... Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿En qué relaciones estaba con su mujer? ¿Y a asunto de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Polozoff ni de su mujer? ¿Y por qué no podía conseguir desechar esa imagen importuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos, de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas serpenteadoras, todo aquello, ¿se había verdaderamente agarrado tanto a él, que no tuviese ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?

—“¡Necedades!; —se dijo—. Todo eso desaparecerá sin dejar vestigios... Pero ¿me dejará partir mañana?”

Mientras se hacía todas estas preguntas, acercábase la hora de las tres. Se puso la levita negra; y después de un paseo por el parque, dirigióse a las habitaciones de los Polozoff.

Encontró en su salón un secretario de Embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era una novedad por aquel tiempo). Y... ¡oh sorpresa! ... se encontró con su Dónhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.

—¿Se conocían ustedes? —preguntó la señora Polozoff, a quien no se le había pasado por alto el desasosiego de Sanin.

—Sí, ya he tenido el honor... —dijo Dónhof—. E inclinándose ligeramente hacia María Nicolavna, añadió a media voz con una sonrisa—: Es él mismo... el compatriota... el ruso de que he hablado...

—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándole con el dedo.

Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba de ella enamorado hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dónhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear, pero María Nicolavna lo despachó sin la menor ceremonia del mundo.

—Váyase usted con su soberana —le dijo—. (Por aquel entonces hallábase en Wiesbaden cierta princesa di Monaco). ¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?

—Permítame usted, señora —replicó el malaventurado secretario—: todas las princesas del mundo...

Pero la señora Polozoff no tuvo piedad. Marchóse el secretario, con su raya cogotera y todo.

María Nicolavna iba puesta aquel día como más le “favorecía”, según modismo de nuestra abuela. Llevaba un traje de tafetán de color de rosa, con mangas á la Fontange,y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y en un día feliz.

Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar dentro de pocos días; de los alemanes, que la cargaban, y (según su dicho) son necios cuando quieren parecer lis tos, y tienen ingenio a contratiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:

—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que ahora mismo estaba aquí?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin, estupefacto.

—No hay cosa que yo no sepa, Demetrio Pavlovitch. Pero también sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujo como un cumplido caballero. Dígame, ¿era su novia aquella dama? Sanin frunció ligeramente el entrecejo.

—No digo nada, ya no digo nada más —apresuróse a añadir la señora Polozoff—. Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveré a hacer más! ¡No se enfade.

En ese momento salió Polozoff de la estancia inmediata, con un periódico en la mano.

—¿Qué se te ocurre? ¿Está puesta la mesa?

—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de leer en La Abeja del Norte...el príncipe Grobomoy ha muerto.

La señora Polozoff levantó la cabeza.

—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años —prosiguió, dirigiéndose a Sanin—, en el aniversario de mi nacimiento, por febrero, llenaba de camelias todas mis habitaciones. Pero eso no bastaría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edad tenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.

—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corte estuvo en él. Y mira unos versos que con ese motivo ha hecho el príncipe Kovrichkin.

—¡Ah! Muy bien.

—¿Quieres que te los lea? El príncipe le llama hombre de buen consejo.

—No me conformo. ¡Hombre de buen consejo! Era sencillamente el hombre de Tatiana Jurievna. (La señora Polozoff hacía un equívoco con la palabra rusa, que significa a la vez hombre y marido.) Vamos a comer. Los vivos deben pensar en vivir. Demetrio Pavlovitch, su brazo.

La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. La señora Polozoff sabía narrar muy bien; raro don en las mujeres, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en barras para expresar su pensamiento; sobre todo, a sus compatriotas no les dejó hueso sano. Más de una frase atrevida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que detestaba más que nada era la hipocresía, las frases pretenciosas y la mentira... ¡Y la encontraba en casi todas partes! Halló en los recuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas de su parentela. Hacía gala y tenía vanidad del humilde medio donde había comenzado su vida, diciendo:

—Yo he gastado zuecos de corteza ( laptis), como Natalia Kirilovna Narychkin, la madre de Pedro el Grande.

Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya por muchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.

Polozoff comía con reflexión, bebía con atención y se limitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer una mirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y en realidad muy penetrantes.

—¡Qué galante eres! —exclamó la señora Polozoff, dirigiéndose a él—. ¡Qué bien has hecho mis encargos en Francfort! En recompensa, te hubiera besado en la frente, pero no tendrás empeño en ello, ¿eh?

—No tengo empeño en ello —respondió Polozoff, cortando con cuchillo de plata una piña de América.

María Nicolavna le miró, tocando el tambor en la mesa con las puntas de los dedos.

—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo ella con aire significativo.

—Subsiste.

—Perfectamente. Tú perderás.

Polozoff sacó hacia delante la quijada, y dijo:

—¡Hum! Por esta vez, María Nicolavna, por más que eches mano de todos tus recursos, se me figura que perderás.

—A propósito, ¿de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —preguntó Sanin.

—No... ¡todavía no! —respondió la señora Polozoff, soltando el trapo a reír.

Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la puerta. Polozoff dio algunos pasos para acompañar a su mujer, y volvióse inmediatamente a su butaca.

—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! – le dijo a gritos la señora Polozoff desde la antesala.

—Escribiré. Vete tranquila. Yo soy un hombre de orden.

XXXVIII



En 1940, el teatro de Wiesbaden era de ruin aspecto; y la compañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutina trivialmente concienzuda no excedía el grueso de un pelo de nieve normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel de que en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañía de Karlsruhe, bajo “la ilustre dirección de HerrDuvrient”.

Detrás del palco tomado por “su alteza la señora von Polozoff”(¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para conseguirlo, pues claro es que no iría a revendérselo el StadtDirector!), detrás de ese palco había una piececita rodeada de divanes. Antes de entrar allí, la señora Polozoff rogó a Sanin que levantase las pantallas que separaban el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos van a venir.

Le hizo colocarse junto a ella, vueltos de espalda al teatro, de manera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Le Nozze di Figaro. Alzóse el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables lucubraciones dramáticas en que autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían, con sumo trabajo e igual desmaña, con un lenguaje castigado y sin vida, alguna idea “profunda” o “de interés palpitante”, y donde, al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producían un aburrimiento... que tentado estoy de llamar asiático, como hay un cólera de este nombre. La señora Polozoff escuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, habiendo sabido el primer galán la traición de su amada (iba vestido con un redingotde color de canela, de mangas anchas y cuello de velludo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde con polaina de cuero charolado y guantes de gamuza), cuando el primer galán, poniéndose ambas manos en el pecho y sacando los codos en ángulo recto, se puso a aullar exactamente lo mismo que un perro, ya no pudo aguantar la señora Polozoff.

El último actor francés del último teatrillo de provincias representa mejor y con más naturalidad que la primera de las celebridades alemanas —exclamó indignada y se retiró al antepalco; y dan do con la mano en el sitio vacío junto a ella en el diván, dijo a Sanin—: Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco. Obedeció Sanin, y la señora Polozoff se le quedó mirando: Es usted dócil, por lo que veo; su mujer le encontrará de buen componer. Ese furioso —continuó, señalando con el abanico al actor que seguía en sus aullidos (representaba un papel de preceptor)—, ese furioso me recuerda mi juventud. Yo también estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera; no, mi segunda pasión. La primera vez fue de un hermano lego del monasterio de Donskoy. Tenía yo diez años y sólo le veía los domingos. Llevaba puesta una sotanilla de terciopelo, perfumábase con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre el gentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras: pardon exhinsez. Nunca levantaba la vista, y tenía unas pestañas, mire usted, ¡así de largas! (La señora Polozoff midió con la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la misma mano). Mi preceptor se llamada monsieur Gaston. Debo decir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy severo, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como el ébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado! ¡Le tenía un miedo! Es el único hombre de quien he tenido miedo en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió después... ¡ahogado! Una gitana me predijo también que moriría yo de muerte violenta; pero ésas son necedades. No creo en esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sidorovitch ¡con un puñal en la mano! ...

—Se puede morir de otro modo que de una puñalada —objetó Sanin.

—Ésas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita usted lo que tiene que suceder. Monsieur Gastonvivía en nuestra casa, encima de mi cuarto. Acontecíame a veces despertarme de noche y oír sus pasos —se acostaba muy tarde—, y mi corazón sentía un deliquio de veneración... o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín? —¡Usted! ¿El latín?

—Sí... yo. Me lo enseñó monsieur Gaston: he leído con él toda la Eneida. Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque...?

—Sí, sí lo recuerdo —dijo a escape Sanin. Hacía mucho tiempo que tenía olvidada “la lengua de Lacio” y nunca se familiarizó con la Eneida.

Miróle la señora Polozoff, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Oh, eso sí que no! No soy marisabidilla y no poseo ningún talento. Apenas si sé escribir, ¡de veras! No sé recitar en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos—. Le cuento a usted todo esto, en primer término por no oír a esos gaznápiros —dijo señalando el escenario donde el actor había cedido el puesto a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos adelante—, y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer de mañana no me habló usted más que de sí propio!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin. María Nicolavna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseo de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña —añadió dejándose otra vez caer en los almohadones del diván—. Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío, ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Polozoff se puso a morder el mango del abanico con sus dientes un poco grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverle desde la víspera. La conversación entre la señora Polozoff y él era a media voz, casi cuchicheando; y eso le turbaba y agitaba aún más...

—¿Cuándo concluiría todo aquello?

—Los caracteres débiles nunca concluyen nada por sí solos; siempre esperan que venga por sí mismo el final.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ése era el único “elemento” cómico de la pieza; y echáronse a reír los espectadores a quienes contentaba ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

En ciertos ratos no sabía de un modo positivo si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma le hubiese visto! —¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nicolavna—. Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Esto es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de paciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gentes que de ningún modo temen tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios... puesto que hemos llegado a hablar de eso...

Detúvose y se mordió la lengua.

La señora Polozoff le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dimitri Pavlovitch, siga. Sé lo que me va a decir: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casa miento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que me iba a decir usted, que sabe nadar.

—Dispénseme...

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia—. Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos y al cabo dijo: —Pues bien... ¡sí!... es verdad, puesto que me exige usted que sea franco en absoluto.

María Nicolavna meneó la cabeza.

—Sí... sí... ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan... estrambótica, por parte de una mujer que no es pobre, ni tonta... ni fea? Eso a usted tal vez no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguno.

En efecto, no bien hubo dicho esta frase la señora Polozoff, entreabrióse la puerta exterior del palco y vieron penetrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias; orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojillos miopes y curiosos tras de los lentes de sus quevedos de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Polozoff, tomó una expresión obsequiosa y se inclinó. Alargóse enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes...

La señora Polozoff agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! ( Ich bin nicht za Hause... ¡Kch! ¡Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad diciendo con voz hiposa, a imitación de Lizt, a los pies del cual se había arrastrado:


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