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Aguas Primaverales
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Текст книги "Aguas Primaverales"


Автор книги: Иван Тургенев



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—No necesito de nadie, dormiré —dijo—. De buena gana hubiera enviado con ustedes a Pantaleone, pero se necesita alguno para despachar a los parroquianos.

—¿Podemos llevarnos a Tartaglia?

—¿Qué duda tiene?

Al punto se lanzó Tartagliaalegremente al pescante, y se instaló allí relamiéndose. Se veía que estaba familiarizado con esa gimnástica.

Gemma se había puesto un gran sombrero de paja con cintas pardas, cuyo borde bajaba por delante, resguardándole casi toda la cara contra los rayos del sol. La línea de la sombra terminaba precisamente en la boca, brillaban sus labios con un encarnado suave y fino como los pétalos de la rosa de cien hojas, y sus dientes despedían cándidos reflejos como en los niños. Gemma tomó asiento junto a Sanin; Klüber y Emilio enfrente de ellos. El pálido rostro de FrauLenore apareció en una ventana; Gemma le hizo una señal de despedida con su pañuelo blanco, y el coche arrancó.

XV



Soden es un pueblecito situado a media hora de Francfort, en un paraje encantador, en las faldas de Taunus. Entre nosotros, los rusos, goza de renombre a causa de sus aguas minerales, eficaces en las enfermedades del pecho, según se asegura. Los francfurtenses nunca van allí sino para giras de recreo, porque Soden posee un magnífico parque y restaurantes donde puede tomarse café y cerveza a la sombra de los tilos y de los arces.

El camino de Francfort a Soden, orillado de árboles frutales, costea la margen derecha del Mein. Mientras el coche rodaba tranquilamente por aquel camino magnífico, Sanin observaba a hurtadillas la acción de Gemma respecto a su futuro: Era la primera vez que los veía juntos. La actitud de la joven era serena y sencilla, pero con un poco más de reserva y seriedad que de costumbre; Klüber tenía el porte de un superior indulgente que se permite a sí mismo, y permite a su subordinado, un placer discreto y de buen tono. Sanin no observó en él ninguna particular atención para con Gemma, nada de lo que los franceses llaman empressement(obsequiosidad). Evidentemente, HerrKlüber consideraba el asunto como trato hecho, y no veía ningún motivo para molestarse y hacer el galán; en cambio, su condescendencia no le abandonaba ni un minuto, y hasta en el gran paseo que dieron antes de comer, más allá de Soden, a través de las montañas y de los valles frondosos, mientras saboreaba las bellezas de la Naturaleza, miraba el paisaje con aquel invariable aire de indulgencia a través del cual se traslucía de vez en cuando la severidad natural en un superior. Así, hizo notar que cierto riachuelo corría harto en línea recta, en vez de dar pintorescos rodeos; hasta desaprobó la conducta de un pajarillo que variaba muy poco su canto. Gemma no se aburría, y hasta experimentaba una_ visible satisfacción. Sin embargo, Sanin no encontraba ya en ella la Gemma de la víspera; y no porque la más leve sombra oscureciese su hermosura (nunca había estado más resplandeciente), sino porque su alma parecía haberse escondido en lo más recóndito de su ser. Elegantemente enguantada y con la sombrilla abierta en la mano, andaba con aplomo sin apresurar, como hacen las señoritas bien educadas, y hablaba poco. Emilio tampoco estaba a sus anchas, y Sanin aún menos. Entre otras cosas que contribuían a molestarle, había la de que la conversación se sostuvo todo el tiempo en alemán.

Sólo Tartagliaestaba enteramente alegre. Corría dando furiosos ladridos tras de los tordos que levantaba al paso; cruzaba los barrancos, saltaba por encima de los troncos y de las raíces, se tiraba al agua lamiéndola con avidez; se sacudía, gimoteaba, luego salía disparado otra vez como una flecha, dejando colgar su lengua roja hasta encima del hombro. Por su parte, HerrKlüber hacía todo lo que juzgaba necesario para divertir a la sociedad. Invitó a sus compañeros a sentarse a la sombra de un copudo roble, y sacando del bolsillo un librito titulado Knallerbsen, oder du sollst wirst lachen(Petardos, o Debes reírte y te vas a reír) se creyó en el caso de leer las anécdotas escogidas de que ese libro estaba lleno. Leyó una docena sin provocar mucha alegría. Sólo Sanin, por urbanidad, enseñaba los dientes. En cuanto a HerrKlüber, después de cada anécdota, dejaba oír una risita de pedagogo, modificada como siempre por un tinte de condescendencia. Hacia mediodía volvieron todos a Soden al mejor restaurante de la comarca.

Tratábase de tomar disposiciones para la comida.

HerrKlüber propuso realizar este acto en un pabellón cerrado por todas partes, im gartensalon; pero Gemma se sublevó de pronto contra esto, y dijo que no comería sino al aire libre, en el jardín, en una de las mesitas puestas delante del restaurante; que le aburría ver siempre las mismas caras, y que deseaba tener otras a la vista. Varios grupos de recién venidos se habían sentado ya alrededor de esas mesitas.

Mientras Klüber, sometiéndose con condescendencia “al capricho de su futura”, iba a entenderse con el camarero en jefe, Gemma permaneció de pie, inmóvil, con los ojos bajos y los labios apretados; sentía que Sanin no apartaba de ellas su mirada, casi interrogadora, y hubiérase dicho que eso le causaba enfado. Por fin regresó Klüber, anunciando que la comida estaría dispuesta dentro de media hora, y propuso jugar una partida de bolos para esperar.

Eso es muy bueno para abrir el apetito, ¡je, je, je! —añadió. Jugaba a los bolos magistralmente; al arrojar las bolas, tomaba posturas magníficas, hacía valer la musculatura de los brazos y piernas, balanceándose con gracia en un pie. Era un atleta en su género; estaba sólidamente configurado. Y luego, ¡eran tan blancas, tan bellas, sus manos! ¡Y se las enjugaba con tan rico pañuelo de seda de la India, con flores de color amarillo de oro!

Llegó la hora de comer, y toda la compañía se puso a la mesa.

XVI



Sabido es de lo que consta una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta cubiertas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y patatas viscosas, envueltas en una grasa blanquizca; una anguila azulada con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre, y el imprescindible mehlspeise; especie de puddingrociado con una salsa roja agrilla; en cambio, vino y cerveza muy presentables: Tal era la comida que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.

Por lo demás, esa comida pasó muy bien. En verdad, no se hizo notar por una animación particular, aun cuando HerrKlüber brindó: “¡Por lo que nos es querido! ( Was wir feben!) Todo se realizó de la manera más decente y digna. Después de la comida sirvióse un café ácido y rojizo, un verdadero café alemán. HerrKlüber, como galante caballero, pedía a Gemma permiso para fumar un cigarro, cuando de pronto ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna...

Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos, podía adivinarse sin esfuerzo que les había llamado la atención la hermosura de Gemma. Uno de ellos, que probablemente había estado en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; era claro que sabían quién era. De pronto se levantó vaso en mano – los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel estaba cubierto de botellas delante de ellos– y acercóse a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio soso, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterada por el vino que había bebido. Sus mejillas estaban estiradas e inflamados los ojos que vagaban de acá para allá con una expresión insolente. Sus camaradas, después de intentar contenerle, le dejaron ir. Empezado el melón, era preciso ver en qué paraba aquello.

El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo delante de Gemma, y con voz que querría hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:

—¡Brindo por la salud de la más hermosa botillera que hay en Francfort y en el mundo entero! (De un sorbo se tragó todo el contenido del vaso). ¡Y en recompensa, tomo esta flor cogida por sus divinos dedos!

Y cogió una rosa que había junto al plato de Gemma. Asombrada al pronto y asustada, ésta se puso pálida como una muerta; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de sus cabellos. Sus ojos, fijos en el insultante, se oscurecieron de tinieblas y relámpagos de una indignación desbordada...

El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes le acogieron con sonrisas y ligeros aplausos.

HerrKlüber se levantó bruscamente, se irguió con toda su estatura, y calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto: —¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! ( Unerhórt! unerhórt! Frechheit)

Enseguida llamó al mozo con voz severa, y no sólo pidió que le trajesen en el acto la cuenta, sino que además ordenó que enganchasen el coche, y añadió que era imposible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, puesto que en él se insultaba. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a HerrKlüber, y fijó en él la misma mirada que había arrojado al oficial, Emilio temblaba de rabia.

—Levántese usted, mein Fraülein—profirió HerrKlüber, siempre con idéntica severidad—, no conviene que permanezca usted aquí. Vamos a meternos en el interior del restaurante.

Gemma se levantó sin decir nada. Le presentó él su torneado brazo, puso ella el suyo encima, y HerrKlüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, cada vez más majestuoso y arrogante conforme se alejaba d el teatro de los sucesos. El pobre Emilio siguió todo trémulo.

Pero mientras que HerrKlüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreutzerde propina, para castigarle por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales, y dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara, pronunció en francés estas palabras:

—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!

El joven dio un salto; pero otro oficial de más edad le detuvo con un ademán, le hizo sentarse, y dirigiéndose a Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.

—Nada tengo que ver con ella —exclamó Sanin—. Soy un viajero ruso, pero no he podido ver a sangre fría tal insolencia. Por lo demás, aquí están mi nombre y mis señas; el caballero oficial sabrá dónde encontrarme.

Al decir estas palabras, Sanin echó en la mesa su tarjeta de visita y con rápido ademán cogió la rosa de Gemma que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficialete hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero le retuvo por segunda vez diciéndole:

—¡Quieto, Donhof! ( Dönhof, sei still!)

Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que en la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de presentánsele. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.

HerrKlüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; daba prisa al cochero que enganchaba los caballos, e irritábase en extremo contra su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no le miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, adivinábase lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarle: le había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta... Palpitábale el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, pronto a llorar, o arrojarse con él para reducir a polvo a todos aquellos abominables oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.

Por fin, el cochero acabó de enganchar los caballos; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba la vista a Klüber, a quien no podía ver a sangre fría.

Durante todo el camino discurseó HerrKlüber... y habló él sólo: nadie le interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharle cuando propuso comer en un gabinete reservado. ¡De ese modo no hubiera habido ningún disgusto! Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismos acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; les acusó de descuidar el sostenimiento de la disciplina y de no respetar bastante el elemento civil en la sociedad ( das bürgerliche element in der societät). Después dijo cómo con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo, pero severo) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que no sería revolucionario jamás de los jamases; pero que no podía menos de manifestar su desaprobación respecto a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre los principios y la falta de principios, la moralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.

Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de HerrKlüber, y por eso mismo habíase mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de éste la hubiese turbado; pero a la vuelta, mientras escuchaba la fraseología de su futuro, era visible que tenía vergüenza de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y de pronto dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin experimentaba más compasión hacia ella que descontento contra Klüber; y hasta, sin confesárselo del todo, regocijábase en secreto por todo lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba un cartel de desafío para la siguiente mañana.

Sin embargo, aquella penosa “gira de recreo” concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche a la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Ruborizóse ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni ella le invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que FrauLenore estaba durmiendo, Emilio dijo un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo, ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y le dejó haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, ese alemán, organizado en toda regla, sentíase un poco molesto. En fin, que todos ellos, quien más, quien menos, estaban a disgusto.

Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó en seguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo.

XVII



Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta las diez —pensaba al arreglarse por la mañana al día siguiente—, y después que me busque si le da la gana.

Pero los alemanes se levantan temprano; antes de que el reloj señalase las nueve, el criado entró a anunciar a Sanin que el señor subteniente ( der Her Seconde Lieutenant) von Richter deseaba verle.

Sanin se puso a escape un redingoty dijo que le hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, von Richter era un jovenzuelo, casi un niño. Esforzábase en dar aire de importancia a su rostro imberbe, aunque sin conseguirlo, ni siquiera fue capaz de ocultar su emoción, y habiéndosele enredado los pies en el sable, en poco estuvo que no cayera al sentarse. Después de muchas vacilaciones y con gran tartamudeo, declaró a Sanin en muy mal francés, que era portador de un mensaje de parte de su amigo el barón von Dónhof; que su misión consistía en exigir excusas al caballero vonSanin por las expresiones ofensivas empleadas por él la víspera; y que en caso de que el caballero vonSanin se negase a lo pedido, el barón von Dónhof exigía satisfacción.

Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excusas y que estaba dispuesto a dar satisfacción.

Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando, le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarse las conferencias indispensables.

Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de horas, y que de allí a entonces trataría Sanin de hallar un testigo.

“¿A quién diablos tomaré de testigo?”, pensaba entre tanto.

El caballero von Richter se levantó y saludó para despedirse. Pero al llegar a los umbrales de la puerta, se detuvo como presa de un remordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin le dijo que su amigo el barón von Dónhof no dejaba de comprender que hasta cierto punto había sido culpa suya los sucesos de la víspera, y que por consiguiente se contentaría con muy poco:

—Bastarían ligeras excusa s ( exghises léchères).

Sanin contestó a eso que no considerándose culpable de nada, no estaba dispuesto a presentar ninguna clase de excusas, ni ligeras ni pesadas.

—En ese caso —replicó el caballero von Richter, poniéndose aún más encarnado—, habrá que cruzar unos pistoletazos amistosos ( des goups te bisdolet à l’amiâple). No comprendo ni pizca de lo que usted quiere decir —observó Sanin—. Supongo que no se trata de tirar al aire.

—¡Oh, no, no! —tartamudeó el subteniente, desorientado por completo—. Pero suponía que ventilándose el asunto entre hombres distinguidos... (Aquí se interrumpió.) Hablaré con el testigo de usted... —dijo, y se retiró.

En cuanto hubo salido, Sanin se dejó caer en una silla, con los ojos fijos en el suelo, diciéndose:

¡Vaya una guasa que es la vida, con sus bruscas vueltas de rueda! Pasado y porvenir, todo desaparece como por arte de birlibirloque; ¡y lo único que saco en limpio es que me voy a batir en Francfort con un desconocido y a propósito de no sé qué!

Se acordó que había tenido una anciana tía loca, que bailaba de continuo cantando estas palabras extravagantes:

Subteniente rebonito,

Pepinito,

Cupidito,

Báilame, mi pichoncito.

Echóse a reír y se puso a cantar también: “Subteniente rebonito, báilame, mi pichoncito”.

—“Pero no hay tiempo que perder; hay que moverse”, exclamó en voz alta, levantándose.

Y vio delante de él a Pantaleone, con una esquela en la mano. He llamado ya varias veces, pero no me ha oído usted. Yo creí que había usted salido —dijo el viejo, dándole la carta—. De parte de la señorita Gemma...

Sanin cogió maquinalmente la carta, la abrió y la leyó. Gemma le escribía que estaba muy intranquila con el asunto consabido, y que deseaba verle inmediatamente.

—La signorinaestá inquieta —dijo Pantaleone, que por lo visto conocía el contenido de la esquela—. Me ha dicho que me informe de lo que hace usted, y que lo lleve conmigo junto a ella.

Sanin miró al viejo italiano y se puso pensativo: una idea repentina cruzaba por su mente. A primera vista le pareció extraña, imposible... “Sin embargo, ¿por qué no?” —se dijo a sí propio.

—Señor Pantaleone —exclamó en voz alta.

Estremecióse el viejo, sepultó la barba en la corbata y fijó los ojos en Sanin.

—¿Sabe usted lo que pasó ayer? —prosiguió éste.

Pantaleone sacudió su enorme moño, mordiéndose los labios, y dijo:

—Lo sé.

Apenas de regreso, Emilio se lo había contado todo.

—¡Ah, lo sabe usted! Pues bien; he aquí de qué se trata. Ese insolente de ayer me provoca a duelo. He aceptado, pero no tengo testigo. ¿Quiere usted ser mi testigo?

Pantaleone se puso trémulo y levantó tanto las cejas que desaparecieron bajo sus mechones colgantes.

—¿Pero no tiene usted más remedio que batirse? —dijo en italiano; hasta entonces había hablado en francés.

Es preciso. Negarme a ello sería cubrirme de oprobio para siempre.

—¡Hum! Si me niego a servirle a usted de testigo, ¿buscará usted otro?

—De seguro.

Pantaleone bajó la cabeza.

—Pero permítame usted que le pregunte, signor de Zanini, siese duelo no echará una mancha desfavorable sobre la reputación de cierta persona.

—Supongo que no; pero, aunque así fuese, no hay más remedio que resignarse con ello.

—¡Hum...! (Pantaleone había desaparecido por completo dentro de su corbata.) Pero ese ferrof utoKluberio, ¿no interviene en eso? —exclamó de pronto, levantando la nariz al aire.

—¿Él? Nada.

—¡Che!Pantaleone se encogió de hombros con aire despreciativo, y dijo con voz insegura—: En todo caso, debo dar a usted las gracias, porque en medio de mi actual rebajamiento ha sabido usted reconocer en mí un hombre decente, un galant uomo. Con eso demuestra usted mismo ser un galant’ uomo. Pero necesito reflexionar su proposición.

—No hay tiempo que perder, querido señor Ci... Cippa...

...tola —concluyó el viejo—. No le pido a usted más que una hora para reflexionar. Este asunto atañe a los intereses de la hija de mis bienhechores... ¡por eso es un deber, una obligación para mí el reflexionar...! Dentro de una hora, de tres cuartos de hora, conocerá usted mi resolución.

—Bueno, esperaré.

—Y ahora, ¿qué respuesta llevo a la signorinaGemma? Sanin cogió un pliego de papel y escribió:

—“No tenga usted miedo, mi querida amiga. Dentro de tres horas iré a verla, y todo se explicará. Le doy a usted las gracias con toda mi alma por el interés que me manifiesta”.

Y entregó esta esquela a Pantaleone.

Éste la puso con cuidado en el bolsillo interior de su paletot,y después de repetir otra vez: “¡Dentro de una hora!”, se dirigió a la puerta; pero bruscamente volvió pies atrás, corrió hacia Sanin, le agarró la mano y estrechándosela contra su buche, con los ojoslevantados al cielo, exclamó:

—¡Nobil giovinotto, gran cuore!¡Permita usted a un débil viejo ( a un vechiotto) estrecharle su valerosa mano! ( la vostra valorosa destra).

Dando enseguida algunos pasos de espalda, agitó ambos brazos y salió.

Sanin le siguió con la vista... después cogió un periódico y creyóse en el caso de leer. Pero por más que sus ojos se empeñaban en recorrer las líneas, no comprendió nada de lo que leía.

XVIII



Al cabo de una hora, el mozo entregó a Sanin una tarjeta, vieja, mugrienta, que decía:


PANTALEONE CIPPATOLA DE VARESE.

Cantante di Camera de S. A. R. il Duca di Modena


Y Pantaleone en persona entró siguiendo los pasos del camarero. Habíase cambiado de ropa de pies a cabeza. Llevaba un frac negro con las costuras de color de ala de mosca, y un chaleco de piqué blanco, sobre el cual una cadena dorada hacía eses. Un pesado sello de comerina bajaba hasta sus pantalones ajustados; de antigua moda, “de puente”. Tenía en la mano derecha un sombrero negro de pelo de conejo, y en la mano izquierda un par de grandes guantes de gamuza. La corbata aún era más ancha y más alta que de costumbre, y en su almidonada chorrera brillaba un alfiler adornado con un ojo de gato. El índice de la mano derecha ostentaba un anillo formado por dos manos enlazadas alrededor de un corazón echando llamas. Toda la persona del viejo exhalaba olor a baúl, olor de alcanfor y almizcle; y la preocupación, la solemnidad de su porte, hubiera chocado hasta a un espectador indiferente. Sanin se levantó y salió a su encuentro.

—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinó todo el cuerpo hacia adelante, después de lo cual puso los pies en la primera posición, como un maestro de baile—. Vengo a tomar sus instrucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?

—¿Por qué sin cuartel, mi querido Pantaleone? ¡Por nada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, pero no soy un bebedor de sangre!

—“Por lo demás, aguarde usted; pronto va a venir el testigo de mi adversario, y se entenderá usted con él. Quede usted convencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual le doy las gracias con todo mi corazón.

—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arrellanó en una butaca sin esperar a que Sanin le rogara que se sentase—. ¡Si ese ferrofluto spiccebubbio, ese hortera de Klüber no sabe comprender el primero de sus deberes, o si tiene miedo, tanto peor para él...! ¡Alma vil!, eso es todo. En cuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y sus intereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua, había allí un regimiento de dragones blancos y estaba relacionado con varios oficiales... Todo su código me es familiar; y a menudo he hablado de estos asuntos con el compatriota de usted, el príncipeTarbusski... ¿Vendrá pronto ese testigo?

—Le espero de un momento a otro... y aquí viene ya —añadió, mirando por la ventana.

Pantaleone se levantó, miró la hora que era en su reloj, se arregló las melenas, y se dio prisa a meterse dentro del zapato una cinta que le salía por abajo del pantalón. Entró el subteniente, siempre tan encendido y tan turbado.

Sanin presentó uno a otro los testigos:

—Von Richter, subteniente... El señor Cippatola, artista...

El subteniente experimentó alguna sorpresa al ver al viejo..., ¡Qué hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que “el artista” en cuestión practicaba también el arte culinario...! Pero Pantaleone tenía tal aire de prosopopeya, que un duelo parecía ser para él una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, los recuerdos de carrera teatral vinieron probablemente en su auxilio, y representó el papel de testigo precisamente como un papel. El subteniente y él guardaron silencio un instante.

—¡Vamos, empecemos! dijo a la postre Pantaleone, jugando al descuido con su sello de comerina.

—¡Comencemos! —respondió el subteniente—. Pero... la presencia de uno de los adversarios...

—Señores, dejo a ustedes —exclamó Sanin, saludándoles, entró en su dormitorio y cerró la puerta.

Echóse en la cama y se puso a pensar en Gemma... Pero la conversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puerta, llegaba a sus oídos. Empleaban el idioma francés, destrozándolo ambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone hablaba de los dragones de Padua y de il principeTarbusski; el subteniente había vuelto a lo de las exghises léchéres(ligeras excusas) y los goups te bisdolet á l’amiáple(pistoletazos de amigo). Pero el viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghises. Con gran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de una joven señorita... oune zeune damigella innoncenta qu’ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffüssié del mondo. Yvarias veces repitió con animación: ¡E ouna onta, ouna onta! (es una vergüenza). Al principio, el subteniente no prestó a ello ninguna atención; pero después oyóse la voz del joven, haciendo observar, temblando de cólera, que no había venido a oír sentencias morales...

—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —exclamó Pantaleone.

La discusión se hizo tempestuosa varias veces entre los señores testigos. Al cabo de una hora de disputas, convinieron en las condiciones siguientes: el barón von Dónhof y el señor Sanin se encontrarían al día siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecillo cerca de Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derecho a hacer dos disparos, a una señal dada por los testigos. Serviríanse de pistolas ordinarias.

Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta del dormitorio y comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:

—¡Bravo ruso, bravo giovinotto, serás vencedor!

Pocos instantes después se encaminaban a la confitería Roselli.

Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el más profundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejo alzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:

—Segretezza!

Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque poco agradables, le recordaban con viveza la época en que enviaba y recibía él mismo carteles de desafío, verdad es que en escena. Sabido es que los barítonos, en su papel, a menudo tienen ocasiones de hacer el gallito.

XIX



Emilio salió al encuentro de Sanin —le estaba acechando hacía más de una hora– y le dijo a escape, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él le mandaban al almacén, pero que en vez de ir allá se escondería no importa dónde. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; le abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Temblábanle los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, apresuróse él a asegurar que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.

—¿No ha ido a verle a usted hoy nadie? preguntó ella. Estuvo un caballero, nos explicamos, y... hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.

Gemma se volvió a ir detrás del mostrador.

“No me cree”, pensó Sanin... Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a FrauLenore.

Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se hallaba capaz para ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.

—¿Qué tiene usted, Frau Lenore? ¿Ha llorado usted?

—¡Chito! —dijo, indicando por señas con la cabeza la estancia ‘donde se encontraba su hija—. ¡No diga usted eso... en voz alta!

—Pero, ¿por qué ha llegado usted?

—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!

—¿No le ha dado a usted nadie ningún disgusto?

—¡Oh, no...! Me he sentido triste de pronto... He pensado en Giovanne Battista... ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes... y llega la vejez... ¡ya la tengo encima! Brotaron las lágrimas en los ojos de FrauLenore—. Me mira usted con extrañeza—, lo veo... ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!


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