Текст книги "Aguas Primaverales"
Автор книги: Иван Тургенев
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Y Pantaleone extiende el brazo y señala a Sanin, ¿a quién?, a Tartagliaque está detrás de él. Y Tartagliaaúlla contra Sanin; y hasta el ladrido del honrado perro de aguas resuena en sus oídos como un intolerable insulto... ¡Horrible pesadilla!
Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos los oprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le permite estar celoso ni quejarse, ¡y al que, por fin, se arroja como un vestido viejo...!
Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada y vacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimiento amargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo; un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufrimiento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se paga ochavo a ochavo sin poder finiquitarla nunca.
El cáliz estaba lleno hasta los bordes... ¡Basta!
¿Por qué casualidad había permanecido en poder de Sanin la crucecita que le dieron? ¿Por qué no la había devuelto? ¡Cómo hasta este día no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absorto en sus pensamientos; y aunque instruido por la apariencia de tantos años pasados desde entonces acá, no pudo llegar a comprender cómo había abandonado a Gemma, querida tan tierna y apasionadamente, por una mujer a quien no amaba ni mucho ni poco, sino nada...
Al siguiente día produjo grande asombro en sus amigos y conocidos al anunciarles que salía para el extranjero. Este asombro se difundió pronto por toda la buena sociedad. Sanin abandonaba Peters burgo en el riñón del invierno, en el momento en que acababa de alquilar y amuebla r unas magníficas habitaciones; y, lo que es más, renunciaba a su abono en la Opera Italiana, a las representaciones de la señora Patti, de la Patti en persona, ¡ese ideal, esa última palabra de la tabaquera de música! Sus amigos y conocidos no comprendían nada de aquello. Pero los hombres no tienen costumbre de ocuparse mucho de asuntos ajenos; y cuando Sanin partió para el extranjero, la única persona que le acompañó a la estación del ferrocarril fue su sastre francés, con la esperanza de hacer ajustar una cuentecita “por un abrigo de viaje, de terciopelo negro, elegantísimo”.
XLIII
Al decir Sanin a sus amigos que salía para el extranjero, no indicó el punto de destino... No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue en derechura a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan toda Europa, llegó a los tres días de haber partido. Era su primera visita a Francfort desde 1840. La fonda del Cisne Blancono había cambiado de sitio y continuaba floreciente, aunque no estuviera ya en primera fila; la Zeile, aquella gran arteria de Francfort, había sufrido pocos cambios; pero ya no quedaban vestigios de la casa de Roselli, ni aun de la calle donde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un loco por aquellos lugares con los cuales tan familiarizado estuvo antaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construcciones habían desaparecido; nuevas calles las reemplazaban, formando filas interminables de grandes casas y elegantes palacios; y en el mismo jardín público donde había tenido su entrevista decisiva con Gemma, habían crecido tanto los árboles y se había transformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntaba si aquel jardín era, en efecto, el mismo.
¿Qué hacer? ¿Qué marcha seguir en sus indagaciones? Habían transcurrido desde entonces treinta años... ¡Cuántas dificultades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oído ni siquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fonda le aconsejó que fuese a informarse a la Biblioteca Pública.
—Allí encontrará usted le dijo– todos los periódicos antiguos.
Pero le costó sumo trabajo que le explicase de qué podrían servirle esos periódicos antiguos.
A la desesperada, preguntó Sanin por HerrKlüber. Nuevo desengaño, por más que el dueño de la fonda conocía mucho este apellido. El elegante hortera había tenido al principio mucho lujo y se había elevado a la alcurnia de capitalista; después, habiendo hecho malos negocios, concluyó por declararse en quiebra y murió en la cárcel... Por supuesto, esa noticia no causó ninguna pena a Sanin.
Comenzaba a convencerse de que había emprendido muy de ligero el viaje, cuando un día, recorriendo el “Almanaque de las señas”, topó con el apellido de vonDónhof, comandante retirado (Major a. D.). En seguida tomó un coche para dirigirse a la casa indicada. Nada le probaba que ese Dónhof hubiera de ser por necesidad aquel a quien había conocido; y por otra parte, aun suponiendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de la familia Roselli? No importa: un hombre que se ahoga, se agarra al menor tallo de hierba.
Sanin encontró en su casa al comandante vonDónhof, y reconoció a su antiguo adversario en el hombre de los cabellos grises que le recibió. También éste le reconoció y hasta se puso contentísimo de volver a verle, pues le recordaba su juventud y sus calaveradas de antaño. Hizo saber a Sanin que hacía mucho tiempo que la familia Roselli había emigrado a América y establecióse en Nueva York; que Gemma se había casado con un negociante; que Dónhof tenía un amigo, también del comercio, y que probablemente sabría las señas del marido de Gemma, porque tenía muchos negocios con América. Sanin suplicó a Dónhof que fuese a ver a ese caballero, y ¡oh dicha! Dónhof le trajo las señas: “M. J. Slocum, Nueva York, Brodway, número 501 “. Sólo que esas señas eran del año 1863.
—¡Esperemos —exclamó Dónhof– que nuestra antigua hermosura franco-furtense viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito —añadió, bajando la voz—; ¿vive todavía aquella dama rusa, ¿sabe usted? Que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Po... von Polozoff?
—No —respondió Sanin—; hace mucho que ha muerto.
Dónhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.
Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada había merecido el perdón de ella, y que sólo tenía una esperanza, y es que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había decidido a acordarse de ella a consecuencia de una circunstancia fortuita que había despertado en él vivamente la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces, le suplicó que comprendiese los motivos que le impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una falta expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras diciéndole cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido. “Escribiendo esas cuatro letras, terminaba Sanin, hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda del Cisne Blanco(subrayó estas dos palabras), esperando su respuesta hasta la primavera próxima.”
Escribió esta carta y se decidió a esperar. Pasó en la fonda seis semanas largas, sin salir casi de su cuarto y sin ver a nadie. Ninguno podía escribirle de Rusia ni de cualquiera otra parte, lo cual era de su agrado. Cuando llegase una carta a su nombre, sabría de antemano que era la que esperaba. Leía desde la mañana a la noche, no periódicos, sino libros serios, obras históricas. Esas lecturas prolongadas, ese silencio, esa existencia retirada, esa vida de molusco, todo eso estaba muy de acuerdo con la disposición de su ánimo. Sólo por eso hubiera dado gracias a Gemma. Pero ¿vivía aún? ¿Le respondería?
Por fin recibió una carta con franqueo americano, una carta de Nueva York. El carácter de letra del sobre era inglés... y luego buscó, ante todo, la firma. ¡Gemma! Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado... y cayó una fotografía. Recogióla enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, losmismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso de la tarjeta fotográfica leyó: “Mi hija Mariana”.
Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo quede había impedido casarse con HerrKlüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde veintiocho años a la fecha, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en todo Nueva York. Genima añadía tener cuatro hijos varones y una hija de dieciocho, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, parecíase mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas, FrauLenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir había tenido tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder abandonar Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, murió gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarle, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y desinteresada era digna de la corona del martirio! Después expresaba Gemma su sentimiento de que la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y decíale que hubiera tenido sumo gusto en verle, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización...
No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta hizo experimentar a Sanin. Ninguna expresión podría manifestar de una manera suficiente esos sentimientos profundos y poderosos, pero harto poco claros para poder expresarse con palabras; sólo la música podría traducirlos. Sanin respondió inmediatamente y envió a Mariana Slocum, como regalo a la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendientes de un collar de perlas finas. Este regalo, aunque muy precioso, no le arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort había reunido una bonita fortuna. Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, no para mucho tiempo. Dícese que vende todas sus propiedades y que se prepara a partir para América.
Fin








