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Que difícil es ser Dios
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 03:03

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Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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– Que no es mucho – dijo Don Kondor. – No obstante, creo que lo principal no es Budaj – protestó Rumata -. Si está vivo, lo encontraré y lo sacaré de donde sea. Sé hacer esas cosas. Pero quisiera hablar con vos de otro asunto. Quisiera advertiros una vez más que la situación que se está produciendo en Arkanar rebasa los límites de la teoría básica… – en el rostro de Don Kondor se dibujó una mueca de desagrado -. Oh, no, tenéis que escucharme ahora – dijo Rumata firmemente -, porque he llegado a la conclusión de que por radio no conseguiré jamás explicároslo. ¡En Arkanar todo ha sufrido un profundo cambio! Ha surgido un nuevo factor que influye sistemáticamente. Esto se refleja en el hecho de que Don Reba incita conscientemente a toda la gente inculta del reino contra los intelectuales. Es más; todo aquel que sobrepasa un poco el nivel cultural medio del vulgo se ve amenazado. ¿Me oís, Don Kondor? Esto no es sentimentalismo: es un hecho. Si uno es inteligente, culto, tiene sus dudas, habla en forma ordinaria o simplemente no bebe vino, puede considerarse amenazado. Cualquier tendero tiene derecho a acosarlo hasta la muerte. Centenares, millares de personas han sido declaradas fuera de la ley. Los milicianos les dan caza y los cuelgan a lo largo de las carreteras, desnudos y boca abajo. Ayer mismo, en mi calle, patearon a un anciano por ser culto. Lo estuvieron golpeando, me han dicho, por más de dos horas. Y quienes lo hacían eran gente bestial, de rostros feroces, que se ensañaban hasta quedar empapados en sudor. – Rumata hizo una pausa y finalizó, más calmado -: En una palabra, dentro de poco no habrá en Arkanar ni una sola persona que sepa leer. Pasará lo mismo que en la Región de la Orden Sacra después de la matanza de Barkán.

Don Kondor lo miró fijamente y apretó los labios.

– No me gusta como piensas, Antón – dijo en ruso.

– A mí tampoco me gustan muchas cosas. Alexandr Vasílievich – respondió Rumata -. No me gusta que nos hayamos atado de pies y manos en el propio planteamiento del problema, con eso de la influencia sin efusión de sangre. Porque en mis condiciones esto no es más que inacción justificada científicamente. ¡Sé perfectamente lo que me vas a responder! Yo también conozco la teoría. Pero aquí no hay nada teórico. Aquí estamos presenciando una práctica típicamente feudal. ¡Esas bestias matan personas a cada momento! Aquí todo es inútil. Por una parte, nuestros conocimientos son insuficientes, y por otra, el oro pierde valor ya que llega demasiado tarde.

– Antón – dijo Don Kondor -, no te precipites. Yo también creo que la situación en Arkanar es realmente extraordinaria. Pero también estoy convencido de que tú tampoco has preparado aún una proposición constructiva.

– En efecto – asintió Rumata -. Aún no tengo preparada ninguna proposición constructiva. Pero me es muy difícil dominarme.

– Antón – dijo Don Kondor -, somos en total doscientos cincuenta los que nos hallamos en este planeta. Todos se dominan, aunque a todos les sea muy difícil. Los más veteranos hace veintidós años que están aquí. Vinieron desde la Tierra como simples observadores. Se les prohibió terminantemente inmiscuirse en nada. Imagina por un momento lo que representa esto: ¡prohibido terminantemente! Ellos no hubieran podido ni salvar a Budaj, aunque hubieran visto que lo estaban pateando ante sus propios ojos.

– No necesito que se me hable como a un niño – dijo Rumata.

– Es que a veces sois tan impacientes como los niños – exclamó Don Kondor -. Y hay que tener mucha paciencia.

Rumata sonrió amargamente.

– Y mientras nosotros esperamos, probamos y nos preparamos – dijo -, esas bestias seguirán matando personas cada día.

– Antón – dijo Don Kondor -, en el universo hay millares de planetas a los cuales aún no hemos llegado, y en los que la historia sigue su curso normal.

– ¡Pero aquí sí hemos llegado!

– Sí, aquí sí hemos llegado. Pero no para satisfacer nuestra justa cólera, sino para ayudar a esta humanidad. Si te sientes débil, márchate. Vuelve a casa. A fin de cuentas, no eres ningún niño: sabías perfectamente lo que ibas a encontrar aquí.

Rumata no respondió. Don Kondor, algo ablandado y como si hubiera envejecido, arrastrando la espada como si fuera un palo, se paseó por la habitación, moviendo tristemente la cabeza.

– Me hago cargo de lo que sientes – dijo por fin -. Yo también he sufrido lo mismo. Hubo un tiempo en que esta sensación de impotencia y de propia ruindad me parecían lo más terrible del universo. Algunos, más débiles, llegaban a perder la razón y tenían que ser evacuados a la Tierra para ser curados. Yo necesité quince años para comprender qué es en realidad lo más horroroso. Finalmente llegué a la conclusión de que lo más terrible es perder la condición de ser humano. Antón, aquí somos dioses, y tenemos que ser más inteligentes que esos dioses de leyenda que las gentes de aquí se forjan de cualquier manera, a su imagen y semejanza. Y avanzamos como por el borde de un cenagal. Si damos un paso en falso, nos hundiremos en el fango y nunca más en la vida podremos limpiarnos de él. Horán el Irukano escribió en su Historia del Santo Advenimiento: «Cuando Dios bajó de los cielos y se presentó al pueblo saliendo del pantano de Pitan, tenía los pies sucios.»

– Y por eso quemaron a Horán – dijo Rumata tristemente.

– Sí, lo quemaron. Pero dijo eso refiriéndose a nosotros. Yo llevo aquí quince años. Hasta he dejado de soñar en la Tierra. En una ocasión, cuando revolvía unos papeles, encontré la fotografía de una mujer y tardé mucho en recordar quién era. Hay veces que pienso horrorizado que he dejado de ser un miembro del Instituto para convertirme en un ejemplar de su museo, es decir, el Juez General de una república feudal mercantil, y que en este museo ya hay una sala reservada para mí. Eso es lo realmente terrible: el tener que identificarse con este papel. Dentro de cada uno de nosotros, el noble Don lucha con el revolucionario. Y todo lo que hay a nuestro alrededor ayuda al noble Don, mientras que el revolucionario está solo, porque hasta la Tierra hay muchos años y muchos parsecs. – Don Kondor hizo una pausa -. Así son las cosas, Antón – dijo después con voz más enérgica -. Debemos seguir siendo revolucionarios.

No me comprende, pensó Antón – Rumata. ¿Cómo me va a comprender? El ha tenido suerte, no sabe lo que es el Terror Gris ni quién es Don Reba. Todos los acontecimientos de que ha sido testigo durante los quince años que lleva trabajando en este planeta se ajustan más o menos a la teoría básica. Por eso, cuando yo le hablo de fascismo, de las Milicias Grises y de activación de la pequeña burguesía, a él le parece que todo esto son manifestaciones sentimentales. ¡No juegues con la terminología, Antón! Las confusiones terminológicas traen consecuencias peligrosas. No puede comprender que el nivel normal del salvajismo medieval corresponde al pasado feliz de Arkanar. A él le parece que Don Reba es algo así como el Cardenal Richelieu, es decir, un político inteligente y previsor que defiende el absolutismo frente a los desafueros de los nobles feudales. Yo soy el único en este planeta que veo la sombra horripilante que se está extendiendo por este país, aunque todavía no llegue a comprender de quién es esta sombra y lo que significa… Además, ¿cómo puedo convencerle si veo en sus ojos que casi está dispuesto a mandarme a la Tierra para someterme a una cura?

– ¿Cómo sigue nuestro estimado Sinda? – preguntó.

Don Kondor dejó de taladrarle con la mirada y gruñó:

– Está bien, gracias. – Luego, tras una pausa, dijo -: Tenemos que convencernos de una vez por todas de que ni tú, ni yo, ni ninguno de nosotros, veremos el fruto real y tangible de nuestro trabajo. Nosotros no somos físicos, sino sociólogos. Para nosotros la unidad de tiempo no es el segundo, sino el siglo, y nuestra obra no es ni siquiera sembrar, sino tan solo preparar el suelo para la siembra. A veces llegan de la Tierra algunos… entusiastas, que el diablo se los lleve, sprinters con escasa capacidad pulmonar…

Rumata sonrió de mala gana y se tironeó innecesariamente de las botas. Sprinters, pensó. Sí, ha habido sprinters.

Hacía diez años, Stefan Orlovski, llamado aquí Don Kapata, comandante de una compañía de ballesteros de Su Majestad Imperial, durante los tormentos públicos de dieciocho brujas estorianas, ordenó a sus soldados disparar contra los verdugos, mató a sablazos al Juez Imperial y a dos ujieres, y por fin se vio ensartado por las picas de la guardia de palacio. Mientras se retorcía agonizante no dejaba de gritar: «¡Sois personas! ¡Acabad con ellos!». Pero nadie podía oír su voz, ahogada por el rugido de una multitud que gritaba: «¡Fuego! ¡Más fuego!»

Casi en la misma época, en el otro hemisferio, Cari Rosemblum, uno de los especialistas más competentes en las guerras campesinas de Alemania y Francia, conocido allí como Pani-Pa, negociante en lanas, sublevó a los campesinos murisanos, tomó por asalto dos ciudades y fue asesinado de un flechazo por la espalda cuando intentaba poner coto a los saqueos. Todavía estaba vivo cuando acudió el helicóptero de salvamento, pero ya no podía hablar. Lo único que hizo fue mirar a sus salvadores con una expresión culpable en sus grandes y perplejos ojos azules anegados en lágrimas.

Y poco antes de la llegada de Rumata, el amigo y confidente del tirano de Kaisan (el especialista en historia de las reformas agrarias Jerome Tafnat, perfectamente camuflado), promovió sin más un motín palaciego, usurpó el poder, y durante dos meses intentó instaurar el Siglo de Oro, sin dignarse responder a las interpelaciones que le hacían sus compañeros desde la Tierra, adquirió fama de loco, y después de salir ileso de ocho atentados fue felizmente secuestrado por el comando de emergencia del Instituto y trasladado en un submarino a la base insular que tenían en el Polo Sur.

– Y en la Tierra – murmuró Rumata – creen aún que los problemas más difíciles de resolver son los que plantea la Física del Cero…

Don Kondor levantó la cabeza.

– Oh, por fin – susurró.

El potro jamajareño pateó y relinchó estridentemente, y se oyó una enérgica maldición pronunciada con marcado acento irukano. Se abrió la puerta y apareció don Gug, chambelán mayor de su excelencia el Serenísimo Duque de Irukán, grueso, colorado, con el bigote arrogantemente atusado hacia arriba, una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos pequeños y alegres que brillaban bajo los bucles de una peluca color castaño. Rumata sintió el impulso de levantarse de un salto y abrazar al recién llegado, que no era otro que Pashka, su amigo de la infancia; pero don Gug asumió bruscamente una actitud formal, hizo una adusta mueca cortesana y una ligera reverencia, apretando su sombrero contra el pecho, y distendió los labios en una sonrisa de circunstancias. Rumata miró furtivamente a Alexandr Vasílievich. Pero este se había convertido de nuevo en el Juez General y Custodio de los Grandes sellos, y estaba sentado con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada al costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada.

– Habéis negado tarde, Don Gug – dijo en tono desagradable.

– Mil perdones, señor – medio gritó Don Gug, al tiempo que se aproximaba a la mesa -. Juro por el raquitismo de mi duque que el retraso ha sido debido a circunstancias imprevistas. Las patrullas de Su Majestad el Rey de Arkanar me han detenido cuatro veces, y he tenido que batirme otras dos con unos desvergonzados – mientras decía esto, levantó con elegancia su brazo izquierdo y mostró la ensangrentada venda que lo cubría – Y a propósito, nobles Dones, ¿de quién es ese helicóptero que hay tras la casa?

– Mío – contestó desabridamente Don Kondor -. No dispongo de tiempo para irme batiendo por las carreteras.

Don Gug sonrió amistosamente y se sentó a horcajadas en el banco.

– Nobles Dones – dijo -, hemos de constatar que el sapientísimo doctor Budaj ha desaparecido misteriosamente entre la frontera irukana y el Soto de las Espadas.

El padre Kabani se agitó en su camastro, se dio media vuelta y murmuró con voz espesa, sin despertarse:

– Don Reba…

– Dejad que me encargue yo de Budaj – dijo Rumata violentamente -, e intentad al menos comprenderme…


II



Rumata se despertó sobresaltado. Ya era de día. Se oía el rumor de un altercado abajo, en la calle. Alguien, que parecía un militar, gritaba:

– ¡Ca…nalla! ¡Mira lo que has hecho! ¡Vas a limpiarme esa porquería con… la lengua! – Estos son los buenos días, pensó Rumata -. ¡Y cállate! ¡Juro por la joroba de San Miki que me estás exasperando!

Otra voz, áspera y ronca, refunfuñaba que, al pasar por aquella calle, uno tenía que mirar donde ponía los pies. Al amanecer había llovido un poco y, como la calle se había empedrado váyase a saber cuando…

– Así que debo mirar al suelo, ¿eh? Te atreves a decirme lo que tengo que hacer, ¿eh?

– Haríais mejor soltándome, noble Don, y dejar de tirar de mi camisa.

– Otra vez ordenándome lo que debo hacer, ¿eh?

Se oyó el chasquido de una bofetada. Seguramente debía ser la segunda: la primera era la que había despertado a Rumata.

– No me peguéis, noble Don… – refunfuñó el otro, abajo.

Me parece que conozco esa voz, se dijo Don Rumata. Juraría que es la de Don Tameo. Hoy tengo que perder a las cartas con él, para que se lleve ese penco jamajareno. ¿Cuándo aprenderé a elegir caballos? Claro que nosotros, los Rumata de Estoria, nunca hemos sido expertos en caballos. Nuestra especialidad son los camellos de combate. ¡Menos mal que en Arkanar casi no hay camellos!

Rumata se estiró hasta que le crujieron los huesos, buscó en la cabecera de la cama un cordón de seda trenzado y tiró varias veces de él. Al otro lado de la casa sonaron unos campanillazos. El chico estará presenciando el espectáculo, pensó. Me podría levantar y vestirme por mí mismo, pero eso daría lugar a más rumores. Volvió a prestar atención a las blasfemias que le llegaban desde la calle. ¡Vaya lengua! Tiene una entropía extraordinaria. Es de esperar que Don Tameo no lo mate. Últimamente, entre la gente de la guardia, hay muchos que se jactan de poseer una espada para los lances de honor y otra para las persecuciones callejeras… esas que gracias a Don Reba se han multiplicado tanto últimamente en Arkanar. Pero Don Tameo no era de esos. Era más bien cobarde, y un incorregible político de sobremesa.

Resultaba abominable tener que empezar el día con Don Tameo. Rumata se sentó en la cama y se abrazó las rodillas por debajo de la bordada colcha, tan espléndida como vieja. Uno se siente rodeado de tinieblas pesadas como el plomo, pensó; se entristece, y dan ganas de pensar en lo débiles e insignificantes que somos ante las circunstancias. En la Tierra no nos ocurría esto. En la Tierra éramos unos muchachos saludables, seguros de sí mismos, que habíamos pasado un período de acondicionamiento psicológico y estábamos dispuestos a todo. Poseíamos unos nervios magníficos que nos permitían presenciar un suplicio o una ejecución sin siquiera volver la cabeza. Sabíamos dominarnos de tal forma que podíamos permanecer imperturbables ante las efusiones del más abyecto de los cretinos. Habíamos olvidado hasta tal punto qué es la repugnancia que podíamos comer en platos lamidos por los perros y secados después con un delantal sucio. Éramos totalmente impersonales, no hablábamos en los idiomas de la Tierra ni en sueños. Estábamos provistos de un arma infalible, la teoría básica del feudalismo, elaborada en el silencio de los gabinetes y laboratorios, en las excavaciones y en discusiones profundas.

Pero Don Reba, por desgracia, no tiene la menor idea de lo que es esa teoría. Nuestra preparación psicológica desaparece lo mismo que el bronceado del sol en el invierno. Damos bandazos, y tenemos que reacondicionarnos constantemente: encaja los dientes y piensa que eres un dios camuflado, que no saben lo que se hacen, que casi ninguno de ellos es culpable de nada y que, por lo tanto, debes tener paciencia y ser tolerante. Y los manantiales de humanismo de nuestras almas, que en la Tierra parecían no tener fin, se agotan aquí con una rapidez aterradora. Nosotros, que en la Tierra éramos verdaderos humanistas, que sentíamos el humanismo como si fuera la piedra angular de nuestra propia naturaleza, que en nuestro respeto por el Hombre, en nuestro amor al Hombre, llegábamos hasta al antropocentrismo, nos damos cuenta aquí, con verdadero horror, que lo que amábamos no era al Hombre sino al habitante de la Tierra, a nuestro igual. Cada vez con más frecuencia nos sorprendemos a nosotros mismos pensando: ¿Acaso son realmente hombres? ¿Es posible que alguna vez, con el tiempo, lleguen a ser hombres? Y entonces recordamos a gentes como Kira, Budaj, Arata el Jorobado, o el magnífico barón de Pampa, y sentimos vergüenza… pero esto también es poco habitual, es desagradable, y lo que es peor, no nos sirve de nada…

Bueno, pensó Rumata, no pensemos más en ello. Sobre todo por la mañana. ¡Al infierno con Don Tameo! El alma se me ha ido colmando de amargura, y estoy tan solo que no sé dónde verterla. Sí, solo. Éramos fuertes, poseíamos seguridad, pero ¿llegamos a pensar acaso en que aquí íbamos a encontrar esta soledad? Y nadie lo cree. Amigo Antón, ¿qué es lo que te ocurre? Al oeste, a tres horas de vuelo, tienes a Alexandr Vasílievich, un hombre bueno e inteligente, y al oeste está Pashka, tu compañero de escuela durante siete años, tu fiel y alegre amigo. Lo que ocurre es que estás amargado, Toshka. Es una lástima, por supuesto: te creíamos fuerte; pero ¿a quién no le ocurre? El trabajo es infernal, lo comprendemos. Regresa a la Tierra, descansa, ocúpate de la teoría y más tarde veremos…

Y hablando de ello, Alexandr Vasílievich es un dogmático cien por cien. Como la teoría básica no prevé a los Grises («Amigo mío, en los quince años que llevo aquí no he notado tales divergencias con la teoría»), eso quiere decir que las Hordas Grises son fruto de mi imaginación. Y eso quiere decir que mis nervios empiezan a flaquear, estoy sometido a una excesiva tensión, debo retirarme a descansar. «Bien, de acuerdo, prometo que iré personalmente a ver lo que ocurre y daré mi opinión. Pero mientras tanto, Don Rumata, os ruego que no cometáis ningún exceso». Y Pashka, mi amigo de la infancia, adoptó un tono erudito, de especialista, de pozo de sabiduría, y empezó a divagar sobre la historia de los dos planetas, y demostró fácilmente que el Movimiento Gris no era más que una simple y previsible forma de oposición de la burguesía contra los barones. «Sí, dentro de unos días te haré una visita, y veremos lo que ocurre. Estoy hondamente preocupado por la suerte de Budaj». Muchas gracias. Y no te preocupes: me ocuparé personalmente de Budaj, ya que al parecer no sirvo para otra cosa.

El muy erudito doctor Budaj, nativo de Irukán, era un gran médico al que el duque de Irukán estuvo a punto de concederle un título nobiliario, antes de cambiar de opinión y encerrarlo en una mazmorra. Budaj era el mejor toxicólogo del Imperio, el autor de un tratado famosísimo: De las hierbas y algunas gramíneas que de forma misteriosa pueden producir aflicción, alegría o tranquilidad, así como de la saliva y los jugos de los reptiles, de las arañas y del jabalí pelado, que tienen las mismas y otras muchas propiedades. Indudablemente, Budaj era un auténtico intelectual, un humanista convencido y una persona desinteresada. Todos sus bienes se reducían a un saco lleno de libros. ¿Quién podía necesitar del doctor Budaj en aquel país oscuro, ignorante y encallado en el sangriento tremedal de las conspiraciones y la codicia?

Supongamos que estás vivo y te encuentras en Arkanar. No podemos excluir el que te hayan apresado los salteadores bárbaros que bajan de las estribaciones de la Cordillera Roja del Norte. Por si fuera así, Don Kondor piensa ponerse en contacto con nuestro amigo Shushtu-letidovodus, especialista en la historia de las civilizaciones primitivas, que ahora trabaja seriamente como hechicero epiléptico con el cabecilla de estos bárbaros, que ostenta un nombre con cuarenta y cinco sílabas. Si realmente estás en Arkanar, en primer lugar puedes haber caído en manos de la gente de Vaga Kolesó, aunque no como presa principal, sino secundaria, ya que a ellos les interesará más tu ilustre acompañante. Pero sea como sea no te matarán: Vaga Kolesó es demasiado tacaño como para eso.

También puede haberte atrapado algún imbécil, sin una premeditada mala intención, simplemente por aburrimiento y por un hipertrofiado sentimiento de hospitalidad. Tuvo ganas de darse un banquete con algún ilustre vecino, envió a sus hombres a la carretera, y les hizo traer a su castillo a tu noble acompañante. En este caso tendrás que esperar encerrado en el pestilente cuarto de la servidumbre hasta que los señores se hayan emborrachado como cubas y se despidan amigablemente. Si es así, tampoco te amenaza ningún peligro.

Pero cerca de Putribarranco están embocados los restos del ejército campesino de Don Xi y Petri Vértebra, recientemente derrotados, pero que cuentan ahora con la secreta protección de nuestro águila Don Reba, que los mantiene en reserva para el caso de que surjan complicaciones con los barones, cosa que por otra parte es muy probable. Esos no tienen clemencia, y es preferible no pensar en ellos. Existe también Don Satarín, un aristócrata de sangre imperial, que con sus ciento dos años ha perdido ya por completo el juicio. Don Satarín tiene afrentas familiares que lavar con los duques de Irukán, por lo que de tiempo en tiempo entra en actividad y se dedica a atrapar a todo aquel que cruza la frontera irukana. Es un tipo muy peligroso ya que, influido por sus ataques de colecistitis, es capaz de dar tales órdenes que sus hombres no consiguen evacuar los cadáveres que se amontonan en sus mazmorras.

Y finalmente está lo principal, no por ser lo más peligroso sino por ser lo más probable: las Milicias Grises de Don Reba, las secciones de asalto que vigilan las carreteras principales. Puede que hayas caído incidental – mente en sus manos, en cuyo caso hay que confiar en la sensatez y sangre fría de tu acompañante. Pero, ¿y si a Don Reba le interesases precisamente tú? Don Reba se interesa a veces por cosas tan insospechadas… Sus espías pueden haberle informado que ibas a pasar por Arkanar, y tal vez mandara a tu encuentro a un destacamento al mando de algún diligente oficial Gris, algún bastardo de noble de poca monta, y en este caso ahora estarás encerrado en un calabozo de los sótanos de la Torre de la Alegría.

Rumata volvió a tirar nerviosamente del cordón. La puerta de la alcoba se abrió rechinando horriblemente, y un muchacho delgado y taciturno entró en la estancia. Se llamaba Uno, y su suerte podría servir de tema para una balada. Hizo una reverencia en el mismo umbral y, chancleteando sus rotos zapatos, se acercó al lecho y puso sobre la mesilla una bandeja con cartas, una taza de café y un poco de corteza aromática para mascar, que fortalecía las encías al tiempo que limpiaba los dientes. Rumata lo miró disgustado.

– Dime, ¿cuándo vas a engrasar los goznes de la puerta?

El muchacho miró al suelo y no respondió. Rumata echó a un lado la colcha, sacó fuera de la cama los pies descalzos y, mientras alargaba una mano hacia la bandeja, preguntó:

– ¿Te has lavado hoy?

El muchacho titubeó y, sin responder, empezó a recoger las prendas dispersas por la habitación.

– ¿Acaso no me oyes? – insistió Rumata, que ya había abierto la primera carta -. Te pregunto si te has lavado hoy.

– El agua no limpia los pecados – murmuró el muchacho -. ¿Soy acaso noble para tener que lavarme cada día?

– ¿Y qué te he dicho acerca de los microbios?

El muchacho puso cuidadosamente el calzón verde sobre el respaldo de un sillón e hizo un brusco movimiento con el pulgar para ahuyentar a los malos espíritus.

– Durante la noche he rezado tres veces – dijo -. ¿Qué más queréis?

– Eres tonto – dijo Rumata, y empezó a leer la carta.

La escribía Doña Okana, dama de honor y nueva favorita de Don Reba. Le pedía a Rumata, «consumida por la ternura», que fuera a verla aquella misma tarde. El post scriptum decía claramente lo que esperaba de él en aquella entrevista.

Don Rumata enrojeció, miró de reojo al muchacho y murmuró un lacónico:

– Era de esperar…

Le repugnaba ir, pero el no hacerlo sería una equivocación, ya que Doña Okana sabía muchas cosas. Se bebió el café de un sorbo y se metió en la boca la corteza de mascar.

El siguiente sobre era de papel fuerte, y el sello de lacre estaba dañado. Por lo visto la carta había sido abierta. Su remitente era Don Ripat, uno de sus agentes, arribista de pocos escrúpulos, teniente de las Milicias Grises. Se interesaba por la salud de Don Rumata, expresaba su seguridad en la victoria de la Gran Causa Gris, y pedía que le aplazase la deuda que tenía con él, ya que no podía pagar alegando circunstancias francamente absurdas.

– De acuerdo, de acuerdo… – refunfuñó Rumata, dejando la carta a un lado. Volvió a tomar el sobre y lo examinó atentamente. Sí, pensó, están aprendiendo a trabajar mejor. Mucho mejor.

La tercera carta era un reto a batirse a espada por celos, pero su autor estaba dispuesto a darse por satisfecho y a renunciar al dueño si Don Rumata, procediendo caballerosamente, aportaba las pruebas necesarias para demostrar que no tenía ni había tenido nunca ningún contacto con Doña Pifa. La carta estaba redactada sobre la base de un formulario. Su texto principal estaba escrito con fina letra caligráfica, y en él habían sido dejados en blancos los huecos correspondientes a fechas y nombres, que habían sido llenados más tarde con una letra desigual y con faltas de ortografía.

Rumata arrojó la carta a un lado y se rascó la mano izquierda, picada por los mosquitos.

– Bueno, vamos a lavarnos – dijo.

El muchacho desapareció por la puerta, y pronto se presentó de nuevo, andando de espaldas y arrastrando una tina de madera llena de agua. Luego volvió a salir y trajo otra tina vacía y un cazo.

Rumata saltó al suelo, se quitó la camisa de dormir, muy usada pero con unos magníficos bordados a mano, y desenvainó las espadas colgadas a la cabecera del lecho. El muchacho se protegió prudentemente tras uno de los sillones. Tras ejercitarse durante unos diez minutos en lanzar y parar golpes, Rumata dejó las espadas junto a la pared y se metió en la tina vacía.

– ¡Echa agua! – ordenó.

No le gustaba lavarse sin jabón, pero ya se había acostumbrado a ello. El muchacho le fue echando agua, cazo tras cazo, por la espalda, cuello y cabeza, al tiempo que refunfuñaba:

– En todas las casas hacen las cosas como es debido, mientras que aquí todo son inventos. ¿Dónde se ha visto que la gente se lave en dos tinas? ¡Y ese absurdo puchero que hemos puesto en el retrete! Cada día una toalla limpia. Y, desnudo y sin haber rezado, dando saltos cada día con las espadas…

Mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, Rumata dijo en tono sentencioso:

– Tienes que comprender que soy un miembro de la corte y no un piojoso barón cualquiera. Los cortesanos tenemos que ir limpios y perfumados.

– Como si Su Majestad no tuviera otra preocupación que cleros – rezongó el muchacho -. Todos sabemos que Su Majestad ora día y noche por nosotros, pobres pecadores. Y Don Reba aún más: él no se lava nunca. Lo sé seguro, me lo han dicho sus sirvientes.

– Anda, no murmures – dijo Rumata, poniéndose la camiseta.

El muchacho también veía mal aquella camiseta. Era motivo de comentarios entre los criados de Arkanar. Pero Rumata no podía hacerle nada, puesto que se la ponía por razones de pura aprensión humana. Cuando empezó a ponerse los calzoncillos el chico desvió la mirada e hizo con los labios un movimiento como si le escupiera al diablo.

No estaría mal introducir la moda de la ropa interior, pensaba Rumata. Naturalmente, se tendría que empezar con las mujeres, pero Rumata se caracterizaba por tener a ese respecto más escrúpulos que los permitidos a un explorador. Todo caballero veleidoso, conocedor de las costumbres de la corte y desterrado a provincias a causa de un duelo amoroso, debía de tener por lo menos una veintena de amantes. Rumata hacía heroicos esfuerzos por mantener esta fama. La mitad de sus agentes, en vez de ocuparse de cosas serias, se dedicaban a propagar rumores que despertaban envidias y admiración entre los jóvenes oficiales de la guardia de Arkanar. El, por su parte, visitaba asiduamente a decenas de damas… en cuyas casas permanecía recitando poesías hasta muy entrada la noche (hasta la hora de la tercera guardia, en la que se despedía de ellas con un fraternal beso en la mejilla y saltaba después por el balcón, para ir a caer en brazos del jefe de alguna patrulla nocturna, que naturalmente era un oficial amigo suyo). Esas damas se sentían ofendidas y defraudadas, pero su amor propio las obligaba a contarse las unas a las otras las deliciosas sutilezas del estilo cortesano del noble de la metrópoli. La vanidad de aquellas estúpidas y pervertidas mujeres era el único sostén de Rumata… y, no obstante, el problema de la ropa interior seguía sin resolver.

Con los pañuelos la cosa había resultado más fácil. En el primer baile al que asistió, Rumata sacó en un determinado momento de su bocamanga un precioso pañuelito de encaje y se limpió con él los labios. Al baile siguiente, todos los oficiales de la guardia se limpiaban el sudor con trozos de tela multicolores, llenos de bordados e iniciales. Y al cabo de un mes no eran pocos los que llevaban al brazo verdaderas sábanas, cuyas puntas arrastraban elegantemente por el suelo.

Rumata se puso el calzón verde y una camisa blanca de batista, con el cuello gris de mal lavado.

– ¿Hay alguien aguardando? – preguntó.

– El barbero – dijo el muchacho -. Y también están don Tameo y don Sera esperando en el salón. Me ordenaron que les sirviera vino, y ahora están jugando a la tabla. Os esperan para desayunar.

– Llama al barbero, y diles a esos nobles Dones que pronto me reuniré con ellos. ¡Y hazlo educadamente y sin groserías!

El desayuno no fue muy abundante en previsión del próximo almuerzo. Tan solo se sirvió carne asada, muy adobada con especias, y orejas de perro en vinagre, todo ello regado con vino irukano espumoso, estoriano negro y espeso, y blanco de Soán. Don Tameo, mientras trinchaba habilidosamente con dos puñales una pata de carnero, se lamentaba de la insolente temeridad de las clases inferiores.


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