Текст книги "Que difícil es ser Dios"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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¿Y qué le habrá ocurrido a mi casa?, pensó de repente, y aceleró el paso. El último trozo de calle lo pasó casi corriendo. La casa estaba intacta. En los escalones de la puerta estaban sentados dos monjes, con los capuchones echados hacia atrás y las mal afeitadas cabezas expuestas al sol. Cuando vieron llegar a Rumata se pusieron en pie.
– En nombre del Señor – dijeron al unísono.
– En Su nombre – respondió Rumata -. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Los monjes hicieron una inclinación, poniendo las manos sobre sus vientres.
– Vos habéis llegado – dijo uno de ellos -, y nosotros nos vamos. – Bajaron los escalones, y se marcharon sin apresurarse, encorvados y con las manos metidas en las mangas de sus hábitos.
Rumata los siguió con la vista, y recordó cómo antes había visto miles de veces aquellas humildes figuras con sotanas negras. Pero antes no arrastraban por el polvo las vainas de sus grandes espadas. No caímos en la cuenta de ello, pensó. ¡Qué error! Cómo se divertían los nobles Dones cuando se encontraban con algún monje solitario: se colocaban uno a cada lado, y empezaban a contar historias obscenas. Y yo, idiota, me fingía borracho e iba tras ellos riéndome a carcajadas y alegrándome de que el Imperio no fuera víctima del fanatismo religioso. ¿Pero qué podía hacerse? Sí, ¿qué podía hacerse?
– ¿Quién es? – preguntó desde dentro una temblorosa voz.
– ¡Abre, Muga! ¡Soy yo! – dijo Rumata en voz baja.
Sonaron los cerrojos, se entreabrió la puerta, y Rumata entró en el vestíbulo. Vio que todo estaba como de costumbre y suspiró. El viejo Muga, tan respetuoso como siempre, se apresuró a. coger el casco y la espada.
– ¿Cómo está Kira?
– Se encuentra bien: está arriba.
– Magnífico – dijo Rumata, quitándose el tahalí -. Y Uno, ¿por qué no está aquí? Muga cogió el tahalí.
– Uno está muerto. Lo han matado. Está en el cuarto de la servidumbre.
Rumata cerró los ojos.
– ¿Uno muerto? ¿Quién ha sido?
Pero no esperó la contestación. Se dirigió casi corriendo al cuarto de la servidumbre. Uno estaba tendido sobre una mesa, cubierto hasta la cintura con una sábana. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos abiertos y la boca deformada en una horrible mueca. Los criados rodeaban la mesa con las cabezas bajas, escuchando los susurros del monje sentado en un rincón. La cocinera gemía suavemente. Rumata, sin apartar la vista del muchacho, intentó desabrocharse el cuello del jubón. Los dedos no le obedecían.
– Canallas… – murmuró Rumata -. Todos ellos canallas…
Se tambaleó, se acercó a la mesa, miró a los ojos del muchacho, levantó un poco la sábana y la dejó caer de nuevo inmediatamente.
– Sí, es tarde… demasiado tarde. Ya no hay remedio. ¡Canallas…! Decid, ¿quién lo mató? ¿Los monjes?
Rumata avanzó hacia el monje del rincón, lo alzó en vilo y lo miró fieramente a la cara.
– ¡Di!, ¿quién lo mató? ¿Los vuestros? ¡Habla!
– No, no han sido los monjes – dijo Muga a sus espaldas -. Fueron los Grises.
Rumata siguió mirando al delgado rostro del monje, a sus pupilas que se iban dilatando poco a poco por el terror.
– En nombre del Señor – exhaló el monje, y Rumata lo soltó, se sentó a los pies del muerto y se echó a llorar. Lloraba con el rostro oculto entre las manos y escuchaba la voz monótona de Muga. Este le contó cómo, tras el toque de la segunda guardia, llamaron a la puerta en nombre del Rey, y Uno gritó que no abrieran. Pero a pesar de todo tuvieron que abrir, porque los Grises amenazaron con prenderle fuego a la casa. Entonces irrumpieron en el vestíbulo, maltrataron y ataron a los criados, y luego empezaron a subir las escaleras. Uno, que estaba junto a las puertas de los aposentos, empezó a disparar con las ballestas. Tenía dos y pudo disparar dos veces, pero una de ellas erró el tiro. Los Grises le lanzaron un cuchillo, y Uno cayó. Entonces lo arrastraron escaleras abajo, y comenzaron a darle patadas y a pegarle con las hachas. En aquel momento entraron en la casa los monjes, mataron a dos Grises, desarmaron a los demás, les echaron lazos al cuello y se los llevaron arrastrando por la calle.
Muga dejó de hablar, pero Rumata siguió aún bastante tiempo sentado, con los codos apoyados en la mesa, a los pies de Uno. Por fin se levantó peladamente, se limpió con la manga las lágrimas que humedecían su barba de dos días, besó al muchacho en la helada frente y, moviendo con dificultad las piernas, empezó a subir despacio las escaleras.
Estaba agotado por el cansancio y por la emoción que acababa de sufrir. Terminó de subir como pudo, atravesó la sala, se arrastró hasta su cama y se desplomó en ella boca abajo. Kira llegó corriendo. Rumata estaba tan rendido que ni siquiera pudo ayudarla mientras lo desnudaba. Ella se echó a llorar al verlo tan maltrecho, le quitó las botas, el destrozado uniforme y la cota de mallas metaloplástica, y su llanto aumentó de intensidad al contemplar cómo tenía el cuerpo. Rumata sentía dolor en todos los huesos, como si hubiera recibido una sobrecarga. Kira le frotó el cuerpo con una esponja empapada en vinagre. Sin abrir los ojos, Rumata empezó a sisear entre los encajados dientes.
– Podía haberle matado – musitó -. Sí, estaba a su lado. Hubiera podido aplastarlo con solo mis manos. ¿Qué vida es esta, Kira? Vámonos de aquí. Este experimentó se está llevando a cabo conmigo y no con ellos…
Ni siquiera se daba cuenta de que estaba hablando en ruso. Kira lo miró asustada, con los ojos llenos de lágrimas, y le dio un beso en la mejilla. Luego lo cubrió con una sábana vieja, puesto que Uno murió sin comprar las nuevas, y se apresuró a ir abajo para prepararle un poco de vino caliente. Rumata se sentó en la cama y, profiriendo quejidos por el dolor que sentía en todo el cuerpo, fue descalzo hasta el gabinete, abrió el cajón secreto de la mesa, buscó el botiquín y se tomó varias tabletas de sporamina. Cuando volvió Kira, con el humeante tazón sobre la pesada bandeja de plata, Rumata estaba de nuevo acostado de espaldas sobre la cama, mientras sentía cómo le iba desapareciendo el dolor y disminuyendo el zumbido de su cabeza, y cómo su cuerpo iba recuperando poco a poco las fuerzas. Tras beberse el contenido del tazón se sintió repuesto, llamó a Muga y le ordenó que preparara su ropa para vestirse.
– No te vayas, Rumata – le dijo Kira -. No salgas. Quédate en casa.
– Tengo que irme, pequeña.
– Tengo miedo. Quédate. Pueden matarte.
– ¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Por qué habrían de matarme? Todos me temen.
Ella se echó de nuevo a llorar. Lloraba en silencio, humildemente, como si temiera que él se enojara. Rumata la sentó sobre sus rodillas y acarició su cabello.
– Lo más horrible ya ha pasado – dijo -. Además, pronto nos iremos de aquí.
Ella se tranquilizó un poco y se apretó contra él. Muga estaba a su lado, indiferente, moviendo la cabeza y sosteniendo el calzón con cascabeles de oro para su amo.
– Pero antes de irnos hay que dejar arregladas muchas cosas aquí – prosiguió Rumata – Esta noche han matado a mucha gente. Hay que averiguar quién ha muerto y quién está vivo, y hay que ver la manera de salvar a los que están en peligro.
– Tu siempre ayudas a todos, pero ¿quién te ayuda a ti?
– El que ayuda a los demás es feliz. Y a nosotros también nos ayudan amigos muy poderosos.
– En estas circunstancias no puedo pensar en los demás – dijo ella -. Hoy has venido medio muerto. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han golpeado? Y a Uno lo han matado. ¿Qué estaban haciendo entonces tus poderosos amigos? ¿Por qué no impidieron esta matanza? No creo en lo que dices.
Intentó marcharse, pero él la sujetó con fuerza.
– Esta vez han llegado un poco tarde – dijo Rumata -. Pero esto no quiere decir que no se interesen por nosotros y no nos protejan. ¿Por qué hoy no me crees? Siempre me has creído. Tú misma dices que llegué medio muerto y… ¡mírame ahora!
– No quiero mirarte – dijo ella, ocultando su rostro -. No quiero volver a llorar.
– Veamos, ¿qué me han hecho? ¿Algunos arañazos? Eso no es nada. Lo peor ya ha pasado. Por lo menos para ti y para mí. Pero hay personas muy buenas, magníficas, para quienes aún perdura el terror. Tengo que ayudar a esas personas.
Kira dejó escapar un profundo suspiro, besó a Rumata en el cuello y se separó suavemente de él.
– Ven esta noche – suplicó -. ¿Vendrás?
– Sí, vendré. Vendré antes de la noche, y seguramente con alguien. Espérame a la hora de comer.
Kira se sentó en un sillón y contempló cómo él se vestía. Rumata se puso el calzón de los cascabelillos Muga tuvo que hincarse de rodillas ante él para abrocharle las múltiples hebillas y botones, se volvió a poner la cota de mallas sobre la camiseta limpia y, preocupado aún, dijo: – No te enojes, pequeña. Comprende que debo irme. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡No ir es imposible!
Ella se incorporó y dijo pensativa:
– ¿Sabes? hay veces que no llego a comprender por qué no me pegas.
Rumata, que en aquel instante se estaba abrochando una camisa de magnífica gorguera, se quedó atónito.
– ¿Qué quieres decir con esto? – preguntó -. ¿Acaso a ti se te podría pegar?
– Tú eres bueno – prosiguió ella, casi sin escucharle -. Pero eres aún mucho más: eres un hombre extraño. Algo así como un arcángel… Cuando tú estás a mi lado me siento valiente. Algún día te preguntaré una cosa. Ahora aún no, pero cuando todo esto haya pasado… ¿me contarás tu vida?
Rumata pareció no oírla. Muga le estaba ayudando a ponerse el jubón color naranja con lazos a rayas rojas. El se lo ajustó con repugnancia y se apretó el cinto.
– Sí – dijo por fin -. Alguna vez te lo contaré todo, pequeña.
– Entonces esperaré – dijo ella seriamente -. Y ahora vete y no me hagas caso.
Rumata se acercó a ella y le dio un fuerte beso en la boca con sus labios partidos. Luego se quitó el brazalete de hierro de la muñeca y se lo entregó.
– Ponte esto en el brazo izquierdo – le dijo -. No es probable que hoy vuelvan a venir por aquí, pero por si vinieran enséñales esto.
Ella lo siguió con la mirada mientras se iba, y él sabía perfectamente que se estaba diciendo a sí misma: «No sé si eres el diablo, un hijo de Dios o un hombre venido de los legendarios países ultramarinos, pero moriré si no regresas». Y Rumata le agradeció infinitamente aquel silencio porque, aún pese a él, le era tan difícil marcharse como si desde una verde y soleada orilla tuviera que arrojarse de cabeza al más inmundo de los albañales.
VIII
Para ir a la cancillería del Obispo de Arkanar evitando los encuentros con las patrullas de monjes, Rumata decidió hacer el recorrido pasando por las huertas y patios de las casas. Aquello le obligaba a pasar medio ocultándose por los angostos patinillos, enredándose con los trapos puestos a secar, metiéndose por los boquetes que había en las vallas, dejándose enganchados en sus clavos muchos de sus magníficos lazos y trozos de ricos encajes de Soán, y corriendo a cuatro patas por entre los sembrados de patatas. A pesar de todo ello, no pudo escapar al ojo avizor de las huestes negras. Al salir a una estrecha y retorcida calleja que daba a un muladar tropezó con dos monjes taciturnos y algo bebidos. Rumata intentó eludirlos, pero ellos sacaron sus espadas y le cerraron el paso. Echó mano a la empuñadura de su acero. Entonces los monjes improvisaron un silbato con tres dedos y empezaron a pedir auxilio. Rumata inició una retirada hacia el agujero de donde acababa de salir. Y en aquel instante salió de aquel mismo agujero un hombrecillo vivaracho, cuyo rostro no llamaba la atención, que rozó a Rumata con el hombro, corrió al encuentro de los monjes y les dijo unas palabras. Estos, sin aguardar más, arremangaron sus sotanas, dejando al descubierto sus largas piernas con medias lilas, y echaron a correr hasta ocultarse tras las casas más próximas. El hombrecillo los siguió sin volver la cabeza.
Está claro, pensó Rumata, es un espía guardaespaldas. Y por lo visto no se preocupa de ocultarse. Es obvio que el Obispo de Arkanar es previsor. Sería interesante saber qué teme más: que yo haga algo, o que me ocurra algo a mí. Rumata siguió al espía con la mirada, y luego torció hacia el lado que conducía al muladar. Este daba a la parte posterior de la cancillería del ex Ministerio de Seguridad de la Corona, y era de esperar que en él no hubiera patrullas.
El callejón estaba desierto, pero empezaba a oírse cómo rechinaban los postigos, golpeaban las puertas, lloraba un niño y cuchicheaban entre sí los vecinos. Tras una empalizada casi podrida asomó una cara flaca, cansada y negra de hollín, cuyos asustados ojos observaron fijamente a Rumata.
– Perdonad, noble Don, pero ¿no podríais decirme qué es lo que ocurre en la ciudad? Soy el herrero Kikus, apodado el Cojo. Tendría que ir a la herrería, pero tengo miedo.
– Será mejor que no vayas – aconsejó Rumata -. Esos monjes no se andan con bromas. Ya no hay Rey. Quien manda es Don Reba, que ahora es el Obispo de la Orden Sacra. Así que lo mejor que puedes hacer es quedarte en casa y mantener la boca cerrada.
A cada palabra de Rumata, el herrero asentía con la cabeza, mientras sus ojos se iban llenando de tristeza – y desesperación.
– La Orden, decís – susurró el herrero -. ¡Oh, infiernos!… Perdonad. La Orden… ¿quiénes son, los Grises?
– No – respondió Rumata, mirándolo con interés -. Los Grises han sido eliminados. Son los monjes.
– ¡San Miki! ¿Así que también a los Grises? ¡Vaya con la Orden! No está mal el que hayan acabado con los Grises, pero, noble Don… ¿qué será de nosotros? ¿Podremos arreglárnoslas con la Orden?
– ¿Y por qué no? – dijo Rumata -. La Orden también necesita comer y beber. ¡Por supuesto que os las arreglaréis!
El herrero pareció algo más animado.
– Yo también creo que podremos arreglárnoslas – dijo -. Lo principal es no tocar a nadie para que nadie te toque a ti, ¿no os parece, noble Don?
Rumata negó con la cabeza.
– Creo que no – dijo -. Al que no toca a nadie es al que suelen matar primero.
– También es cierto – suspiró el herrero -. ¿Pero qué puede uno hacer? Estoy más solo que un espárrago, y tengo a ocho mocosos colgados de mis pantalones. ¡Madrecita, si por lo menos hubieran matado a mi maestro! Era oficial de los Grises, ¿sabéis? ¿Creéis que es posible que lo hayan matado? Le debía cinco piezas de oro.
– No sé – dijo Rumata -. Puede que lo hayan matado. Pero debes pensar en otras cosas, herrero. Dices que estás más solo que un espárrago, y sin embargo en la ciudad hay diez mil espárragos como tú.
– ¿Y?
– Pues eso: piénsalo – respondió disgustado Rumata, y siguió su camino.
No va a pensar en nada, rezongó. Todavía es pronto para que empiecen a pensar. Y parece que no tendría que haber nada más fácil: diez mil herreros como este, armados de un poco de valor, serían capaces de machacar a cualquiera. Pero aún les falta coraje. No tienen otra cosa que miedo. Cada uno piensa únicamente en sí mismo, y tan solo Dios piensa en todos.
Unos arbustos de saúco que había al final de una manzana de casas se movieron repentinamente, y de entre ellos salió al callejón la gruesa figura de Don Tameo. Cuando vio a Rumata lanzó una exclamación de júbilo y, con paso poco firme, fue a su encuentro con los brazos abiertos y las manos manchadas de tierra.
– ¡Noble Don Rumata! – gritó -. ¡Qué alegría! Por lo que veo, también vos vais a la cancillería.
– Efectivamente – respondió Rumata, eludiendo el abrazo.
– ¡Permitidme que os acompañe!
– Es un honor.
Se hicieron mutuas y múltiples reverencias. Era obvio que Don Tameo había empezado a beber el día anterior, y hasta aquel momento aún no se había podido contener. Para que no cupiera ninguna duda al respecto sacó de su amplísimo calzón un frasco de vidrio tallado.
– ¿Queréis, noble Don? – le ofreció respetuosamente a Rumata.
– No gracias; que os aproveche.
– Es ron – insistió Don Tameo -. Ron de verdad, de la metrópoli. Me costó una pieza de oro.
Mientras hablaban descendieron al muladar y, tapándose las narices, cruzaron por entre los montones de basura, perros muertos y charcos hediondos repletos de gusanos blancos. En el aire matutino se oía el ininterrumpido zumbar de miríadas de moscas color esmeralda.
– Es raro – dijo Don Tameo, tapando el frasco -. Es la primera vez que paso por aquí.
Rumata no respondió.
– Siempre sentí admiración por Don Reba – prosiguió Don Tameo -. Estaba convencido de que al final derrocaría al despreciable monarca, nos trazaría nuevos caminos y abriría ante nosotros nuevas perspectivas – y al decir esto, Don Tameo, que ya iba bastante sucio, metió un pie en un profundo charco de aguas amarillo – verdosas y tuvo que sujetarse a Rumata para no caerse dentro -. ¡Sí! – continuó entusiásticamente, una vez hubo pisado nuevamente tierra firme -. Nosotros, la joven aristocracia, siempre estaremos con Don Reba. ¡Por fin ha llegado la indulgencia que esperábamos! Figuraos, Don Rumata: llevo ya una hora entera andando por callejuelas y huertas, y aún no he visto ni a un solo cerdo Gris. Hemos barrido la escoria Gris de la faz de la tierra. ¡Qué bien se respira ahora en este Arkanar renacido! En lugar de los zafios insolentes, de los cínicos tenderos y de los patanes, en las calles tan solo se ven ahora siervos del Señor. Algunos aristócratas se pasean ya abiertamente por delante de sus casas, sin temor a que cualquier ignorante con un mandil emboñigado los pueda salpicar con su roñoso carro. Ya no hay que abrirse paso entre los carniceros y los drogueros de ayer. Protegidos por la bendición de la gran Orden Sacra (a la que yo siempre tuve un gran respeto y, no quiero ocultarlo, un gran cariño), llegaremos a un florecimiento nunca visto, y entonces ningún patán se atreverá a mirar a un noble Don sin un permiso especial firmado por el Inspector Provincial de la Orden. Estoy pensando precisamente en presentar una memoria al respecto…
– ¡Qué hedor! – gruñó Rumata.
– Sí, es algo terrible – asintió Don Tameo, volviendo a tapar el frasco -. Y sin embargo, ¡qué bien se respira en el Arkanar renacido! Y el precio del vino ha bajado a la mitad…
Don Tameo consiguió dejar seco el frasco antes de que llegaran a la cancillería. Lo tiró al aire, y aquello lo puso muy contento. Se cayó dos veces, con la particularidad de que la última no quiso limpiarse, puesto que, según dijo, era un gran pecador, sucio por naturaleza, y como tal debía presentarse. De vez en cuando recitaba a gritos su memoria:
– ¿No creéis que está bien expresado? – exclamaba -. Ved, por ejemplo, esta frase, queridos nobles Dones: «para que los hediondos paletos…» ¡Qué brillante idea, ¿eh?!
Cuando llegaron al patio trasero de la cancillería, Don Tameo se abrazó al primer monje que vio y, bañado en lágrimas, empezó a pedirle que le absolviera de todos sus pecados. El monje hacía esfuerzos por quitarse de encima a aquel loco que lo estaba asfixiando, e incluso intentó silbar pidiendo ayuda, pero Don Tameo se aferró a su sotana y ambos rodaron por el suelo, sobre un montón de desperdicios. Rumata se alejó, mientras a sus espaldas oía un silbido intermitente y unos gritos desaforados:
– ¡Para qué los hediondos paletos…! ¡La bendición…! ¡De todo corazón…! ¡Sentía cariño!, ¿entiendes, animal? ¡Cariño!
En la plaza que había delante de palacio, a la sombra de la cuadra de la Torre de la Alegría, se encontraba ahora un destacamento de monjes a pie armados con mazas herradas. Los cadáveres habían desaparecido. El viento matutino levantaba en la plaza columnas de polvo amarillento. Bajo el amplio tejado cónico de la torre los cuervos graznaban y se peleaban entre sí. La torre había sido construida hacía doscientos años por un antepasado del difunto Rey, con fines exclusivamente militares. Tenía unos sólidos cimientos divididos en tres pisos, que servían de almacenes de víveres para caso de sitio. Con el tiempo, la torre fue convertida en prisión. Pero durante un terremoto los techos se derrumbaron y hubo que trasladar la cárcel a los sótanos. Antes de que aquello ocurriera, una de las reinas de Arkanar se quejó a su augusto esposo de que los lamentos de los torturados que le llegaban desde la torre le impedían divertirse convenientemente. El Rey dio entonces orden de que durante todo el día una banda militar tocase música alegre en la torre. Fue entonces cuando recibió su actual nombre. Desde hacía mucho tiempo la torre no era más que su esqueleto de piedra, y las cámaras de tortura habían sido trasladadas a los pisos más profundos de los sótanos, y ya no tocaba ninguna banda, pero los habitantes de la ciudad seguían llamándola la Torre de la Alegría.
Por lo general, los alrededores de la torre siempre estaban desiertos. Pero aquel día reinaba allí una gran agitación; a la torre eran conducidos, llevados o arrastrados milicianos Grises con los uniformes destrozados, vagabundos piojosos y harapientos, ciudadanos medio desnudos y aterrorizados, mujeres que gritaban como desesperadas, y bandas enteras de desharrapados del ejército nocturno. Al mismo tiempo, por algunas de las salidas secretas sacaban con ganchos cadáveres, los echaban en carros y se los llevaban de la ciudad. Una cola larguísima de nobles y ciudadanos acomodados, que salía de la puerta abierta de la cancillería, presenciaba llena de pánico y confusión aquella escena.
En la cancillería dejaban entrar a todo el mundo, y a alguno lo llevaban escoltado. Rumata consiguió entrar a empujones. Dentro, el aire era irrespirable. Tras una mesa, sobre la que había muchas listas, estaba sentado un funcionario de rostro amarillo – grisáceo. Llevaba una pluma de ganso sujeta tras la oreja derecha. El solicitante de turno, el noble Don Keu, se atusó el bigote y dio su nombre.
– ¡Quitaos el sombrero! – dijo el funcionario, sin levantar la vista de los papeles.
– Los Keu pueden permanecer cubiertos incluso ante el Rey – dijo orgullosamente Don Keu.
– Ante la Orden nadie puede permanecer cubierto.
Don Keu enrojeció, su rostro hirvió de ira, pero se quitó el sombrero. El funcionario pasó su uña larga y amarilla por la lista.
– Keu… Keu… – iba susurrando -. Keu… ¿Calle Real, número doce?
– Sí – respondió Don Keu con voz irritada.
– Número cuatrocientos ochenta y cinco, hermano Tibak. El hermano Tibak, que estaba sentado en la mesa de al lado, orondo y rojo por el asfixiante calor, buscó en sus papeles, se secó el sudor de su calva, se levantó y leyó monótonamente:
– «Número cuatrocientos ochenta y cinco. Don Keu, Calle Real, número doce. Por difamación del nombre de su ilustrísima el Obispo de Arkanar Don Reba, producida en el baile de palacio, hace dos años, recibirá tres docenas de azotes en las partes blandas, previamente desnudadas, y además besará los zapatos a Su Ilustrísima.»
El hermano Tibak se sentó.
– Seguid por este pasillo – dijo el funcionario -. Los azotes los recibiréis a la derecha. Los zapatos están a la izquierda. ¡El siguiente!…
A Rumata le sorprendió enormemente que Don Keu no protestase. Por lo visto, mientras permanecía en la cola, había presenciado cosas peores. Don Keu carraspeó con dignidad, se atusó el bigote, y echó a andar por el pasillo. El siguiente, el abotagado gigante que era Don Pifa, ya se había quitado el sombrero.
– Pifa… Pifa… – murmuró el funcionario, mientras recorría la lista con el dedo -. ¿Calle de los Lecheros, número dos?
Don Pifa profirió un sonido gutural.
– Número quinientos cuatro, hermano Tibak.
El hermano Tibak volvió a secarse el sudor y se puso en pie.
– «¡Número quinientos cuatro, Don Pifa, Calle de los Lecheros, número dos – leyó -. No tenéis culpas ante Su Ilustrísima. Por consiguiente, estáis limpio.»
– Don Pifa – dijo el funcionario -, tomad el símbolo de la purificación. – Mientras hablaba, tomó de un baúl que había junto a su sillón un brazalete de hierro y se lo entregó a Don Pifa -. Ponéoslo en el brazo izquierdo, y mostradlo cuando os lo requieran los soldados de la Orden. ¡El siguiente!… Don Pifa profirió otro sonido gutural y se alejó, mirando el brazalete. El funcionario ya estaba murmurando el siguiente nombre.
Rumata le echó una ojeada a la cola. Había allí muchos conocidos. Algunos estaban ricamente vestidos, como de costumbre, y otros se hacían los pobres, pero todos ellos estaban increíblemente manchados de barro. Hacia la mitad de la cola, Don Sera, en voz alta y por tercera vez durante los últimos cinco minutos, estaban diciendo:
– ¡No veo por qué razón un noble Don no puede recibir un par de azotes de parte de Su Ilustrísima!
Rumata esperó a que enviaran al siguiente pasillo adelante (un pescadero bastante conocido: cinco azotes, sin besos, por su forma de pensar poco entusiasta), y entonces se abrió paso hasta la mesa y, sin andarse con rodeos, puso la mano sobre el montón de papeles que el funcionario tenía delante.
– Perdón – dijo -. Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj. Soy Don Rumata.
– Rumata… Rumata… – empezó a susurrar el funcionario, apartando la mano de Rumata y pasando su uña por la lista.
– ¿Qué estás haciendo, chupatintas? – exclamó Rumata -. ¿Acaso no me has oído? ¡Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj!
– Rumata… Rumata… – parar aquella máquina era algo imposible -. Aquí está. Calle de los Caldereros, número ocho. El número dieciséis, hermano Tibak.
Rumata notó cómo a sus espaldas todo el mundo contenía la respiración. A decir verdad, tampoco él se sentía muy a gusto. El hermano Tibak, rojo y sudoroso, se puso en pie.
– «Número dieciséis, Don Rumata, Calle de los Caldereros, número ocho – recitó -. Por sus extraordinarios servicios a la Orden se le expresa el agradecimiento personal de Su Ilustrísima y se le autoriza a recibir la orden de libertad del doctor Budaj, según la cual puede disponer de él como le plazca. Formulario seis-diecisiete-once.»
El funcionario sacó inmediatamente una hoja de debajo de las listas y se la entregó a Rumata.
– Id a la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis; seguid recto por el corredor, primero a la derecha, después a la izquierda. ¡El siguiente!…
Rumata echó un vistazo al formulario, y vio que no era la orden de libertad de Budaj sino el permiso para obtener un pase para el departamento especial número cinco de la cancillería, donde debería recibir otro pase para el Secretariado de Negocios Secretos.
– ¿Qué me has dado, alcornoque? – gritó Rumata -. ¿Dónde está la orden?
– En la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis, derecho por el corredor, primero a la derecha y luego a la izquierda – repitió el funcionario.
– ¡Te estoy preguntando dónde está la orden!
– ¡No sé, no sé…! ¡El siguiente!…
Rumata oyó que alguien resoplaba al lado mismo de su oreja, y sintió que algo blando y caliente se apoyaba en su espalda. Era Don Pifa, acercándose de nuevo a la mesa.
– ¡No me cabe! – dijo con voz chillona.
El funcionario lo miró turbiamente.
– ¿Nombre? ¿Título? – preguntó.
– ¡Que no me cabe! – repitió Don Pifa, mostrando el brazalete, en el cual apenas si le cabían tres dedos.
– No le cabe, no le cabe… – murmuró el funcionario, y cogió un enorme libro que estaba en la parte derecha de la mesa. El libro tenía un aspecto imponente, y sus negras pastas estaban manchadas de grasa. Don Pifa se inmovilizó por unos segundos, mirando el libra, luego dio un paso atrás y, sin decir palabra, se dirigió hacia la puerta. Los que estaban en la cola empezaron a gritar: «¡Más aprisa! ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí?» Rumata también se alejó de la mesa. Vaya lodazal, pensó. Os daría… Pero el funcionario ya había encontrado lo que buscaba, y empezó a mascullar -: Si el antes indicado símbolo no cabe en la mano izquierda del purificado, o si éste no tiene mano izquierda…
Rumata se coló tras la mesa, metió ambas manos en el baúl lleno de brazaletes, cogió un puñado todos los que pudo, y se retiró.
– ¡Hey! – gritó el funcionario con voz inexpresiva -. ¿Cómo os atrevéis…?
– En nombre del Señor – dijo Rumata seriamente.
El funcionario y el hermano Tibak se pusieron de pie como lanzados por un muelle, y respondieron en desacuerdo:
– En nombre Suyo.
Los de la cola miraron a Rumata con envidia y admiración.
Rumata salió de la cancillería y se dirigió a paso lento hacia la Torre de la Alegría. Por el camino fue colocándose los brazaletes en el brazo izquierdo. Sólo le cupieron cinco de los nueve que había tomado, de modo que se encajó los demás en el brazo derecho. El Obispo de Arkanar quería rendirme por el cansancio, iba pensando, pero no se va a salir con la suya. Como los brazaletes sonaban a cada paso, y Rumata llevaba en la mano, de forma bien visible, un papel de aspecto tan imponente como la hoja seis – diecisiete – once, con sus llamativos sellos multicolores, todos los monjes, tanto los de a pie como los de a caballo, que se encontraba a su camino se apartaban apresurada y respetuosamente para dejarle paso. Entre la gente se veía de vez en cuando, a una distancia prudencial, al espía guardaespaldas. Rumata, que golpeaba despiadadamente con la vaina de la espada a los distraídos que se le cruzaban, llegó a la puerta de la torre, le lanzó un bufido a un guardián que quiso interponerse y, tras cruzar el patio, empezó a bajar por unas escaleras resbaladizas, melladas y mal alumbradas por unas humeantes antorchas. Allí empezaba el sánela sanctorum del ex Ministro de Seguridad de la Corona, es decir, la prisión real y las cámaras de tortura.
Los corredores eran abovedados y estaban iluminados por pestilentes antorchas que, cada diez pasos, surgían de unos huecos herrumbrosos practicados a las paredes. Bajo cada antorcha había una puertecilla negra con un ventanuco enrejado. Aquellas puertas eran la entrada de los calabozos y estaban cerradas por fuera con fuertes cerrojos de hierro. Los corredores estaban llenos de gente que se empujaba, corría, gritaba y daba órdenes. Se oían chirridos de cerrojos y portazos. Estaban golpeando a alguien, y el desgraciado se desgañitaba chillando. A otro lo llevaban a rastras, pese a su resistencia. A un tercero intentaban meterlo en un calabozo que ya estaba lleno hasta lo imposible. A un cuarto intentaban sacarlo de otro calabozo, mientras él gritaba como un desesperado: «¡No soy yo, no soy yo!», y se agarraba a los otros presos. Los rostros de los monjes eran diligentes y crueles. Todos tenían prisa, todos estaban haciendo algo importante para el Estado. Rumata, que quería comprender el cómo y el porqué de lo que allí estaba ocurriendo, fue pasando de un corredor a otro, bajando cada vez más. En los pisos inferiores no había tanto bullicio. A juzgar por las conversaciones, allí era donde hacían sus prácticas y se examinaban los alumnos de la Escuela Patriótica. Junto a las puertas de las cámaras de tortura formaban grupos aquellos ignorantes medio desnudos, anchos de pecho, con mandiles de cuero, que hojeaban unos grasientos manuales y de vez en cuando iban a beber agua a un gran depósito. Junto al depósito había una jarra atada con una cadena. De las cámaras surgían horribles gritos, se oían golpes, olía a quemado. Los alumnos se daban explicaciones los unos a los otros.