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Que difícil es ser Dios
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 03:03

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Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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– Amigos, aquí tenéis al noble Don Rumata.

El padre Tsupik hizo una mueca despectiva. El gordinflón movió la cabeza con benevolencia.

– Este es nuestro antiguo y muy consecuente enemigo – dijo Don Reba.

– Si es enemigo, se le cuelga – dijo con voz ronca el padre Tsupik.

– ¿Qué pensáis vos, hermano Aba? – preguntó Don Reba, inclinándose hacia el gordinflón.

– ¿Yo?… Me parece que… – el hermano Aba sonrió indeciso, como si fuera un niñito inocente, y abrió sus cortos brazos -. Me da lo mismo. Pero creo que no debemos colgarlo. Quizá sería mejor quemarlo vivo, ¿no creéis Don Reba?

– Sí, quizá – dijo Don Reba, pensativo.

– Se cuelga a la chusma, a la gente baja – siguió diciendo el hermano Aba, con su sonrisa angelical -. Debemos seguir ocupándonos de que el pueblo siga respetando las diferencias sociales. Don Rumata es el vástago de una antiquísima casa, un gran espía irukano… Creo que es irukano, ¿me equivoco? – cogió un papel de sobre la mesa y lo miró con ojos miopes -. Así es, sí. Y también soano. ¡Así que con mayor motivo!

– Bueno, entonces que lo quemen – dijo el padre Tsupik.

– De acuerdo – asintió Don Reba -. Que lo quemen.

– Pero creo que Don Rumata puede aliviar si quiere su suerte – insinuó el hermano Aba -. ¿Me comprendéis, Don Reba?

– No del todo.

– ¿Y sus riquezas? La casa de los Rumata posee riquezas legendarias. – Tenéis razón – dijo Don Reba.

El padre Tsupik bostezó, tapándose discretamente la boca con una mano, y miró los cortinajes lilas que había a la derecha de la mesa.

– Bien, empecemos entonces a actuar de acuerdo con las normas – continuó Don Reba tras un suspiro.

El padre Tsupik seguía mirando de reojo a los cortinajes. Se veía claramente que estaba esperando algo, y que el interrogatorio no le importaba en absoluto. ¿Qué comedia es ésta?, se preguntó Rumata. ¿Qué significa todo esto?

– Noble Don Rumata – dijo entonces Don Reba -, para nosotros sería un gran placer escuchar las respuestas que podáis dar a algunas de las preguntas que deseamos haceros.

– Antes desatadme las manos – dijo Rumata.

El padre Tsupik se inquietó y comenzó a morderse los labios. El hermano Aba movió desesperadamente la cabeza.

Don Reba miró primero al hermano Aba y luego al padre Tsupik.

– Comprendo que os inquietéis, amigos – dijo -. Pero teniendo en cuenta algunas circunstancias que Don Rumata seguramente debe sospechar… – y al decir aquello recorrió con la vista la serie de claraboyas que había en el techo -, creo que podemos acceder. ¡Desatadle las manos! – ordenó, sin levantar la voz.

Rumata notó cómo alguien se acercaba a él por detrás, y cómo unos dedos blandos tocaban sus manos y cortaban con facilidad las cuerdas. El hermano Aba sacó de debajo de la mesa una enorme ballesta de combate y la colocó ante él, sobre un montón de papeles. Las manos de Rumata colgaron inertes a sus costados. Casi no las sentía.

– Empecemos – dijo Don Reba enérgicamente -. ¡Decidnos vuestro nombre, estirpe y títulos!

– Rumata, de la estirpe de los Rumata de Estoria, caballeros cortesanos desde hace veinticinco generaciones.

Rumata miró a su alrededor, se sentó en el sofá y empezó a darse masaje en las manos. El hermano Aba le apuntó con la ballesta, resoplando nerviosamente.

– ¿Qué era vuestro padre?

– Consejero Imperial, y leal servidor y amigo del Emperador.

– ¿Vive?

– No. Murió.

– ¿Hace mucho?

– Hace once años. – ¿Cuántos años tenéis?

Rumata no tuvo tiempo de responder. Se oyó un ruido tras las cortinas. El hermano Aba miró disgustado hacia allá. El padre Tsupik se levantó y se echó a reír sarcásticamente.

– Esto no es todo, nobles Dones… – comenzó a decir con maliciosa alegría.

En aquel momento, tres hombres, que Rumata no esperaba ver allí, y evidentemente el padre Tsupik tampoco, surgieron de detrás de las cortinas. Eran tres frailes enormes, con hábitos negros y capuchones echados sobre los ojos. Los tres avanzaron rápidamente y, sin hacer ruido, cogieron al padre Tsupik por los codos.

– ¿Eh?… No… – empezó a mascullar el padre Tsupik. Su rostro se volvió blanco como la cera. Indudablemente, lo que esperaba era algo muy distinto.

– ¿Qué pensáis vos, – hermano Aba? – se interesó Don Reba, inclinándose tranquilamente hacia el gordinflón.

– Está claro – respondió el interpelado -, ¿Qué duda cabe?

Don Reba hizo un leve movimiento con la mano. Los monjes levantaron del suelo al padre Tsupik y se lo llevaron tan silenciosamente como habían venido. Rumata hizo un gesto de repugnancia. El hermano Aba se frotó sus blandas manos y dijo resueltamente:

– Todo ha salido a pedir de boca, ¿no os parece, Don Reba?

– Sí, no ha estado mal – asintió Don Reba -. Pero sigamos. ¿Cuántos años tenéis, Don Rumata?

– Treinta y cinco.

– ¿Cuándo llegasteis a Arkanar?

– Hace cinco años.

– ¿De dónde vinisteis?

– De Estoria, donde vivía en mi casa solariega.

– ¿Por qué cambiasteis de residencia?

– Las circunstancias me obligaron a ello. Así que busqué una ciudad capaz de competir en esplendor con la capital de la metrópoli.

Rumata sintió cómo finalmente la sangre empezaba a fluir por las venas de sus hinchadas manos, pero siguió dándose masaje.

– ¿Qué circunstancias fueron ésas?

– Tuve un duelo, y maté en él a un miembro de la augusta familia.

– ¡Vaya! ¿A quién concretamente?

– Al hijo de los duques de Ekín.

– ¿Qué motivó el duelo?

– Una mujer.

Rumata tenía la impresión de que todas aquellas preguntas no significaban nada, que eran una parodia idéntica a lo que sería el procedimiento de ejecución de su condena a muerte. Cada uno de nosotros tres está esperando algo, pensó. Yo espero a que me empiecen a reaccionar las manos. El hermano Aba es estúpido y espera a que empiece a caer a sus pies el oro del tesoro patrimonial de la casa de los Rumata. Y Don Reba también espera algo. Pero… ¿y esos monjes? ¿Desde cuándo hay monjes en palacio? ¡Y además diestros y decididos!

– ¿Cómo se llamaba esa mujer?

¡Vaya preguntas!, pensó Rumata. Es difícil imaginarlas más estúpidas. Bien, procuraré animar un poco la cosa.

– Doña Rita.

– No esperaba de vos esa respuesta. Os la agradezco.

– Siempre a vuestras órdenes.

Don Reba hizo una pequeña inclinación de reconocimiento.

– ¿Habéis estado alguna vez en Irukán?

– No.

– ¿Estáis seguro?

– Y vos también.

– ¡Queremos saber la verdad! – dijo Don Reba en tono sentencioso. El hermano Aba asintió con la cabeza -. ¡Tan solo la verdad!

– ¡Oh! – dijo Rumata -. Yo creía que… – y dejó la frase en suspenso.

– ¿Qué es lo que creíais?

– Que lo que estabais persiguiendo era echar mano de mis bienes patrimoniales. Aunque en realidad no comprendo cómo pensáis conseguirlo.

– ¡Por donación! – gritó el hermano Aba. Rumata se echó a reír de la forma más insolente que pudo.

– Sois estúpido, hermano Aba, o como demonios os llaméis… Se nota que sois tendero. ¿No sabéis acaso que el mayorazgo no puede pasar a manos ajenas? El hermano Aba se enfureció, pero se contuvo. – No deberíais hablar en ese tono – dijo Don Reba con benevolencia.

– ¿No queréis acaso saber la verdad? – replicó Rumata -. Pues ahí la tenéis: el hermano Aba es estúpido y tendero.

El hermano Aba ya se había repuesto. – Me parece que nos hemos desviado de nuestro objetivo – dijo con una sonrisa -. ¿No lo creéis así, Don Reba?

– Sí, lleváis razón, como siempre – respondió Don Reba -. ¿Y en Soán, habéis tenido ocasión de estar? – preguntó a Rumata.

– Sí, en Soán sí he estado. – ¿Con qué motivo? – Fui a visitar la Academia de Ciencias. – Una extraña conducta para un joven de vuestra posición.

– Fue un capricho.

– ¿Conocéis a Don Kondor, Juez General de Soán?

Rumata se puso en guardia.

– Sí. Es un viejo amigo de mi familia. – Y una persona nobilísima, ¿no es cierto?

– Sí; muy respetable.

– ¿Y sabéis que Don Kondor es uno de los que han tomado parte en la conspiración contra Su Majestad?

Rumata irguió la cabeza.

– No olvidéis, Don Reba – dijo con soberbia -, que para nosotros, es decir, para la primitiva aristocracia de la metrópoli, todos los soaneses e irukanos, al igual que los de Arkanar, no son más que vasallos de la Corona Imperial -. Rumata cruzó desdeñosamente las piernas y se giró hacia un lado.

Don Reba lo miró pensativo.

– ¿Sois rico?

– Podría comprar todo Arkanar, pero no me gustan los muladares.

Don Reba suspiró.

– Mi corazón sangra – dijo -, cuando pienso en la necesidad de cortar un brote tan magnífico de un linaje tan ilustre. Sería un crimen, si no estuviera dictado por razones de Estado.

– Sería mejor que pensarais menos en las razones de Estado – dijo Rumata – y más en vuestro propio pellejo.

– Lleváis razón – dijo Don Reba, e hizo chasquear los dedos.

Rumata tensó rápidamente los músculos, y volvió a relajarlos. Su cuerpo funcionaba. De detrás de las cortinas salieron otra vez los tres monjes y, con la misma diligencia y precisión que antes, que ponían de manifiesto su enorme preparación, se agruparon en torno al hermano Aba, que seguía sonriendo afablemente, lo sujetaron, y le retorcieron los brazos a la espalda.

– ¡Ay… ay! – gritó el hermano Aba, y su gruesa cara se desfiguró por el dolor y por el terror.

– ¡Vamos, aprisa, no os detengáis! – gritó Don Reba, con visible repugnancia.

El gordinflón resistió rabiosamente mientras lo arrastraban hasta las cortinas. Sus gritos se siguieron oyendo por unos momentos, luego se escuchó un horroroso alarido y todo volvió a quedar en silencio. Don Reba se puso en pie y descargó con cuidado la ballesta. Rumata lo seguía atentamente con los ojos.

Don Reba empezó a pasear por la habitación. Estaba pensativo, y de tanto en tanto se rascaba la espalda con la saeta.

– Está bien, está bien – murmuró con voz suave -. Magnífico… – Daba la impresión de haberse olvidado de Rumata. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más rápidos, y al andar movía rítmicamente la flecha, como si fuera una batuta. Luego se detuvo de repente tras la mesa, arrojó la flecha a un lado, se sentó cuidadosamente y con rostro sonriente murmuró -: Cómo los he atrapado, ¿eh? Ni siquiera han podido abrir la boca. En vuestro país esto no hubiera sido posible…

Rumata no respondió.

– Sí… – dijo Don Reba pensativo -. Está bien. Ahora podremos seguir hablando, Don Rumata. ¿O puede que tal vez no seáis Don Rumata… que ni siquiera seáis Don?

Rumata permanecía en silencio, mirando a Don Reba con expresión interesada. Este estaba pálido, se le veían unas venillas rojas en la nariz, y temblaba de excitación. Se notaban sus deseos de dar un puñetazo contra la mesa y gritar: «¡Lo sé, lo sé todo!». ¿Pero qué sabes tú, hijo de perra? Si supieras algo no podríais ni creerlo. ¡Adelante, habla: te escucho!

– Seguid – dijo Rumata -. Os estoy escuchando.

– Vos no sois Don Rumata – declaró Don Reba -. Sois un impostor – y al decir eso lo miró severamente -. Rumata de Estoria murió hace cinco años, y está enterrado en su panteón familiar. Y los santos hace ya mucho tiempo que dieron reposo a su alma que, a decir verdad, no estaba muy limpia de pecados. Bien, ¿vais a confesar solo, o necesitáis que os ayude? – Yo mismo lo confesaré todo – dijo Rumata tranquilamente -. Me llamo Rumata de Estoria, y no permito que nadie dude de mi palabra.

Veamos cómo resulta un poco de irritación, pensó Rumata. Es una lástima que me duela el costado: de otro modo hubiera podido dar más energía a mis palabras.

– Está visto que tendremos que continuar nuestra conversación en otro sitio – dijo Don Reba enojadamente. Su rostro se transformó. Desapareció de él la sonrisita agradable, sus labios se apretaron formando una dura línea recta, y la piel de su frente empezó a latir de una manera extraña y siniestra. Sí, pensó Rumata, es capaz de asustar a cualquiera.

– ¿Es verdad que padecéis hemorroides? – preguntó Rumata, como preocupándose por su salud.

Un relámpago pasó por los ojos de Don Reba, pero la expresión de su rostro no varió. Hizo como si no hubiera oído a Rumata.

– Habéis empleado mal a Budaj – dijo éste último -. Budaj es un magnífico especialista… ¿O debería decir eral – añadió significativamente.

Por los descoloridos ojos de Don Reba volvió a cruzar un relámpago. Oh, pensó Rumata; Budaj está vivo.

– Entonces, ¿os negáis a confesar? – dijo Don Reba.

– ¿A confesar qué?

– Que sois un impostor.

– Mi respetable Don Reba – dijo Rumata sentenciosamente -, esas cosas hay que demostrarlas. ¿No comprendéis que me estáis ofendiendo?

El rostro de Don Reba adoptó una expresión engañosamente dulzona.

– Mi querido Don Rumata… por el momento os llamaré así. No acostumbro a demostrar nada a nadie. Lo que haya que demostrar se demuestra en la Torre de la Alegría. Para eso mantengo a toda una serie de especialistas bien pagados que, valiéndose de la retorcedora de carne de San Mika, de la bota de Nuestro Señor, de las manoplas de la Mártir Pata o del asiento… perdón, del sillón de Totz el Conquistador, pueden demostrar todo lo que sea necesario: que existe Dios o que no existe, que la gente anda cabeza abajo o de lado… ¿Me comprendéis? Existe toda una ciencia que se dedica a esa clase de demostraciones. Entended, ¿para qué voy a molestarme en demostrar lo que sé perfectamente? Por otra parte, vuestra confesión no encierra ningún peligro.

– Para mí no – dijo Rumata -. Pero sí para vos.

Don Reba quedó un rato pensativo.

– Bien – dijo finalmente -, por lo visto voy a tener que empezar yo. Veamos en qué asuntos ha estado complicado el noble Don Rumata de Estoria durante los cinco años de su vida de ultratumba en el reino de Arkanar. Luego me explicaréis qué sentido tiene todo esto, ¿de acuerdo?

– No deseo prometeros nada de antemano – dijo Rumata -, pero os escucharé atentamente.

Don Reba, tras buscar en uno de los cajones de su mesa, extrajo un trozo de papel fuerte, levantó las cejas, lo miró y dijo:

– Como vos sabéis, yo, Ministro de Seguridad de la Corona de Arkanar, tomé ciertas medidas contra los llamados intelectuales, sabios y demás gente inútil y peligrosa para el Estado. Estas medidas tropezaron con una increíble reacción. Mientras todo el pueblo, de modo unánime, conservando su fidelidad al Rey y a las tradiciones de Arkanar, me ayudaba en todo, es decir, entregaba a los que se ocultaban, se tomaba la justicia por su mano y señalaba a los sospechosos que escapaban a mi atención, una fuerza desconocida pero enérgica nos quitaba de las manos a los delincuentes más importantes, más perversos y más repugnantes, y los llevaba fuera de las fronteras del Reino. De esta forma pudieron escapar el astrólogo ateo Baguir Kissenski; el alquimista Sinda, que como pudo demostrarse tenía relaciones con el espíritu del mal y con las autoridades de Irukán; el abominable panfletista y alterador del orden Tsurén, y otros muchos de menor rango. Así pudo ocultarse el brujo loco y mecánico Kabani. Alguien gastó montañas de oro intentando impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo con relación a los espías y envenenadores sacrílegos, ex galenos de la corte de Su Majestad. También hubo alguien que, en unas circunstancias que hacen recordar al enemigo de la especie humana, liberó de sus guardianes al monstruo de la depravación, corruptor de almas populares y cabecilla de la insurrección campesina Arata el Jorobado. – Don Reba hizo una pausa, la piel de su frente se estremeció, y miró significativamente a Rumata. Este elevó sus ojos al techo y sonrió. Recordó el día en que se llevó a Arata el Jorobado valiéndose de un helicóptero. Los guardianes se quedaron alucinados al ver el aparato. Y a Arata le ocurrió lo mismo. Fue un buen golpe.

– Y sabed – prosiguió Don Reba – que este cabecilla llamado Arata está ahora en libertad, y acaudilla a los siervos que se han sublevado en las regiones orientales de la metrópoli, donde se está derramando mucha sangre noble. Se sabe que este cabecilla no carece de dinero ni de armas.

– Os creo – dijo Rumata -. Desde el primer momento me dio la impresión de que era un hombre decidido…

– ¿Así que reconocéis…? – le interrumpió Don Reba.

– ¿Qué?

Durante unos segundos se miraron mutuamente a los ojos.

– Sigamos – dijo Don Reba -. Por la salvación de estos corruptores de almas pagasteis, Don Rumata, según mis humildes e incompletos cálculos, no menos de cuatro arrobas de oro. Ni hay que decir que al hacer esto cayó sobre vos una mancha eterna por haber pactado con el espíritu del mal. Tampoco mencionaré que durante todo el tiempo que lleváis en el reino de Arkanar no habéis recibido de vuestras propiedades de Estoria ni una sola moneda. ¿Por qué habríais de recibirla? ¿Qué objeto tiene enviar dinero a un difunto, aunque sea pariente? Y sin embargo, ¡qué oro!

Abrió un cofrecillo que tenía medio oculto entre los papeles de la mesa y extrajo un puñado de monedas con el perfil de Pisa VI.

– ¡Este oro sería suficiente para mandaros a la hoguera! – gritó Don Reba -. ¡Es oro del diablo! ¡No hay manos humanas capaces de obtener un metal tan puro como éste!

Y Don Reba perforó a Rumata con su mirada. Magnífico, pensó éste. No habíamos previsto esto. Es el primero que se da cuenta. Hay que tenerlo presente.

A partir de aquel momento Don Reba volvió a apagarse. En su voz empezaron a infiltrarse notas de paternal condescendencia.

– Y en general obráis con muy poco cuidado, Don Rumata. Me habéis tenido preocupado durante todo este tiempo. ¡Qué duelista! ¡Qué pendenciero! ¡Ciento veintiséis duelos en cinco años! Y… ni un solo muerto. Esto es algo que da que pensar. Yo, por ejemplo, he llegado a cierta conclusión. Y no sólo yo. Esta misma noche, el hermano Aba… no hay que hablar mal de los difuntos, pero ése era un hombre excesivamente cruel, al que me costaba gran trabajo soportar… el hermano Aba, cuando se dio la orden de arresto contra vos, no encomendó esta tarea a los milicianos más hábiles, sino a los más fuertes y pesados. Y, como veis, estaba en lo cierto. El resultado fue unas cuantas manos descoyuntadas, varios cuellos magullados, un montón de dientes de menos, pero… ¡aquí estáis vos! Y eso a pesar de que sabíais perfectamente que os estabais jugando la vida. Sois un maestro, sin la menor duda la mejor espada del Imperio. Pero está claro que tuvisteis que venderle el alma al diablo, ya que únicamente en el infierno se puede aprender a luchar así. Y sospecho que esta maestría os fue dada con la condición de que no debíais matar a nadie, aunque es incomprensible el fin que pueda perseguir el diablo poniendo una tal condición. Pero estas son cosas de la incumbencia de nuestros eclesiásticos…

Un gruñido interrumpió su discurso. Don Reba miró hacia los cortinajes lilas. Alguien luchaba tras ellos. Se oyeron golpes, chillidos: «¡Soltadme, soltadme!», injurias, y otras voces en un dialecto incomprensible. Una de las cortinas cayó, arrancada de improviso, y un hombre calvo, con la barbilla ensangrentada y los ojos desorbitados, irrumpió dando traspiés en el gabinete y cayó al suelo. Dos manos enormes surgieron de detrás de otra cortina, agarraron al recién llegado por los pies y se lo llevaron arrastrando. Rumata lo reconoció: era Budaj. Gritaba desesperadamente:

– ¡Me habéis engañado! ¡Eso era veneno! ¿Por qué…?

Sus palabras se ahogaron en la oscuridad. Un hombre vestido de negro colgó rápidamente la cortina caída. En el silencio que siguió se oyó un ruido repugnante. Alguien vomitó. Rumata empezó a comprenderlo todo.

– ¿Dónde está Budaj? – preguntó secamente a Don Reba.

– Como veis, le debe haber ocurrido una desgracia – respondió Don Reba, aparentando no darle excesiva importancia. Pero Rumata se dio cuenta de que estaba desconcertado.

– ¡Dejaos de historias! – rugió. ¿Dónde está Budaj?

– ¡Ah, Don Rumata! – exclamó Don Reba, agitando la cabeza y recuperando de nuevo su aplomo -. ¿Para qué queréis a Budaj? ¿Es acaso pariente vuestro? ¡Nunca lo habíais visto antes!

– ¡Oíd, Reba! – gritó Rumata enfurecido -. ¡Estoy hablando en serio! Si le ocurre algo a Budaj, os haré morir como a un perro. Os aplastaré. – No tendríais tiempo – se apresuró a decir Don Reba. Pero estaba blanco como la cera.

– Reba, sois un imbécil. Tenéis experiencia en tejer intrigas, pero no comprendéis nada. Nunca en la vida os habéis metido en un juego tan peligroso como éste. Y lo peor es que ni siquiera os lo imagináis.

Don Reba se encogió tras su mesa. Sus ojos ardían como dos carbones al rojo. Rumata se daba también cuenta de que tampoco él había estado nunca tan cerca de la muerte. Las cartas estaban a punto de volverse boca arriba. Se estaba ventilando quién iba a ser a partir de ahora el dueño de la situación. Rumata tensó sus nervios, dispuesto a saltar. En el rostro de Don Reba se leía claramente el pensamiento de que no existe flecha ni jabalina que mate instantáneamente. El viejo hemorróideo quería vivir.

– No os alteréis – dijo, medio gimiendo -. Estábamos hablando normalmente… Sí, sí: Budaj está vivo y sano. No os preocupéis. Espero que me cure incluso a mí.

– ¿Dónde está?

– En la Torre de la Alegría.

– Lo necesito.

– Yo también, Don Rumata.

– ¡Iros al diablo! ¡Don Reba, dejémonos de hipocresías! Sé que me teméis y… hacéis bien en temerme. Budaj me pertenece, ¿comprendido?

Ahora los dos estaban de pie. Reba infundía temor. Se había puesto verde, sus labios temblaban nerviosamente, mascullaba algo, escupiendo saliva junto con las palabras.

– ¡Mocoso! – susurró -. ¡Yo no le temo a nadie! Y puedo aplastaros como a una sabandija – y diciendo esto se giró y arrancó el tapiz colgado a su espalda. Una amplia ventana quedó al descubierto -. ¡Mirad!

Rumata se acercó a la ventana. Daba a la plaza que había ante el palacio. Empezaba a despuntar el alba. El humo de los incendios ensombrecía el horizonte gris. En la plaza había algunos cadáveres abandonados. Pero en el centro de la misma negreaba un cuadrilátero inmóvil. Observándolo mejor, Rumata vio que aquel cuadrilátero era una correctísima formación de fuerzas de caballería uniformadas con largas capas negras, capuchas del mismo color que les cubrían hasta los ojos, escudos triangulares en el brazo izquierdo y largas picas en la mano derecha.

– ¿Qué os parece? – dijo Don Reba con voz entrecortada, y como si todo su cuerpo temblara -. Ahí tenéis a los hijos sumisos de Nuestro Señor, a los caballeros de la Orden Sacra. Esta noche han desembarcado en el puerto de Arkanar para aplastar el motín bárbaro de los desharrapados nocturnos de Vaga Kolesó confabulados con esos tenderos que tan engreídos estaban. El motín ha sido aplastado. La Orden Sacra es dueña de la ciudad y de todo el país. Desde ahora Arkanar es una región de la Orden…

Rumata se frotó perplejo la nuca. Aquello sí que era una buena sorpresa. De modo que para eso habían estado preparando el terreno aquellos desgraciados tenderos. ¡Eso sí era una provocación!

Don Reba reía triunfalmente.

– Aún no me he presentado realmente a vos – dijo, con la misma temblorosa voz de antes -. ¡Don Reba, Siervo del Señor, Obispo y Gobernador General de la Orden Sacra en la región de Arkanar!

Era de prever, pensó Rumata. Donde impera la gente gris, siempre acaban mandando las fuerzas negras de la reacción. ¡Oh, vosotros, sociólogos, qué varapalo merecéis! Rumata, con las manos a la espalda, empezó a balancearse sobre las puntas de los pies.

– Estoy cansado – dijo con repugnancia -. Quiero dormir un poco y lavarme con agua caliente para quitarme la sangre y las babas de vuestros matones. Mañana… mejor dicho, hoy… una hora después de la salida del sol, me pasaré por vuestra cancillería. La orden de libertad de Budaj deberá estar preparada.

– ¡Hay veinte mil como ésos! – gritó don Reba, señalando con la mano la ventana.

Rumata frunció el ceño.

– Hablad más bajo, por favor – dijo -. Y recordad, Don Reba, que sé perfectamente que vos no sois obispo ni nada parecido. Os estoy viendo como si fuerais transparente. Y por eso puedo deciros que no sois más que un traidor despreciable y un mal intrigante… – Don Reba se pasó la lengua por los labios al oír esto, y sus ojos se volvieron vidriosos -. Soy implacable – continuó Rumata -. Y responderéis con vuestra cabeza por cada infamia que se cometa contra mí y contra mis amigos. Tened presente cuánto os odio. Sin embargo, estoy dispuesto a soportaros si aprendéis a apartaros a tiempo de mi camino. ¿Está claro?

Don Reba improvisó una suplicante sonrisa y se apresuró a decir:

– Yo no deseo más que una cosa: que estéis conmigo, Don Rumata. Sé que no puedo mataros. No sé por qué, pero no puedo.

– Porque me teméis.

– Es posible. O porque vos seáis el diablo o el hijo de Dios. ¿Quién sabe? A lo mejor sois un hombre llegado de esos poderosísimos países ultramarinos que dicen que existen. No quiero ni asomarme a la sima de donde hayáis podido salir, porque la cabeza empieza a darme vueltas y temo incurrir en herejía. Pero a pesar de todo podría mataros en cualquier momento: ahora… mañana… ¿me entendéis?

– No me importa – dijo Rumata.

– Entonces, ¿qué es lo que os importa?

– No hay nada que me importe. Me gusta divertirme, eso es todo. No soy ni dios ni demonio. No soy más que el noble Don Rumata de Estoria, un alegre cortesano con muchos caprichos y no menos prejuicios, pero que está acostumbrado a ser libre en todos los sentidos. ¡Recordad bien esto!

Don Reba, recobrando su compostura, se limpió el sudor con el pañuelo e inició una amable sonrisa.

– Me gusta vuestra obstinación – dijo -. A fin de cuentas, también vos aspiráis a la implantación de unos ideales. Respeto estos ideales, aunque no los comprenda. Me siento satisfecho de nuestro cambio de impresiones. Tal vez llegue un día en que vos me deis a conocer vuestras opiniones, y no está excluido el que yo me vea obligado a cambiar las mías. Los hombres solemos cometer errores. Puede que yo esté equivocado, y que el fin al que aspiro no sea el que mejor merece que se trabaje por él con el celo y el desinterés con que lo estoy haciendo. Soy hombre de amplios horizontes, y esto me permite hacerme a la idea de que es probable que alguna vez trabaje con vos, hombro con hombro.

– Es probable – dijo Rumata, y se dirigió hacia la puerta. Cerdo asqueroso, pensó. Lo último que necesito es un colaborador así. ¡Y hombro con hombro!

La ciudad estaba aterrada. El rojizo sol del amanecer alumbraba lúgubremente las desiertas calles, las ruinas humeantes, los postigos arrancados y las puertas rotas. Los trozos de vidrio mezclados entre el polvo despedían reflejos sangrientos. Una nube de cuervos había caído sobre la ciudad, como si fuera un campo raso. Las plazoletas y las encrucijadas estaban tomadas por jinetes vestidos de negro que formaban parejas y tríos. Aquellos soldados vigilaban atentamente cualquier movimiento a través de las rendijas de sus capuchas, girando lentamente el cuerpo sobre sus cabalgaduras. De unos postes improvisados pendían sobre ya apagadas hogueras cuerpos carbonizados sujetos con cadenas. Parecía como si lo único que quedara vivo en la ciudad fueran los cuervos y aquellos asesinos enlutados.

Rumata recorrió la mitad del camino hasta su casa con los ojos cerrados. Le dolía horriblemente el magullado cuerpo, y no podía respirar bien. ¿Son acaso realmente hombres esos seres?, iba pensando. ¿Hay en ellos algo de humano? Mientras matan a unos en plena calle, otros permanecen escondidos en sus casas, esperando sumisamente a que llegue su turno. Y cada uno piensa: «que cojan a quien quieran, pero que no me toquen a mí». Los unos matan a sangre fría, y los otros tienen la sangre fría de esperar a que los maten. Esta sangre fría es lo más horrible. Hay diez personas, muertas de miedo, esperando dócilmente, y una sola que se acerca a ellas, elige su víctima, y la mata a sangre fría frente a las demás. Tienen el alma empañada, y cada hora de dócil espera se la ensucia mucho más. En este mismo momento, dentro de estas casas que parecen muertas, están naciendo canallas, delatores, criminales… porque millares de personas acobardadas para toda su vida están enseñando implacablemente a sus hijos a ser cobardes, y éstos harán lo mismo con los suyos, y así sucesivamente. No puedo más. Un poco más de esto, y me volveré loco o me convertiré en uno como ellos. Un poco más, y dejaré de comprender cuál es mi misión aquí. Tengo que descansar… tengo que volverle la espalda a todo esto, tengo que tranquilizarme.

«…a finales del año del Agua – así llamado en la nueva nomenclatura -, los procesos centrífugos en el antiguo Imperio se hicieron muy importantes. Aprovechando esta circunstancia, la Orden Sacra, que representaba los intereses de los grupos más reaccionarios de la sociedad feudal, y que aspiraba a detener a toda costa la disipación…» Pero, cuando escribáis esto, ¿quién de vosotros sabrá cómo olían los cuerpos de las personas quemadas en la hoguera? ¿Quién habrá visto a una pobre mujer desnuda, con el vientre rajado, tirada en medio de la calle? ¿Quién de vosotros, niños y niñas del futuro que miraréis estas lecciones en el estereovisor pedagógico de las escuelas de la República Comunista de Arkanar habrá contemplado ciudades en las que la gente calla mientras los cuervos graznan?

Algo duro y punzante apoyándose contra su pecho apartó a Rumata de estos pensamientos. Abrió los ojos y vio ante sí a un jinete negro. La punta de su larga pica, de ancha y afilada hoja en forma de sierra, era lo que empujaba su pecho. El jinete miró silenciosamente a Rumata a través de las rendijas de su capuchón. Por debajo de éste solamente se podía ver una boca de finos labios y una pequeña barbilla. Debo hacer algo, pensó Rumata. Pero, ¿qué? ¿Tirarlo del caballo? No. El jinete apartó despacio la pica para asestar el golpe. ¡Ah, sí! Rumata levantó con desgana su brazo izquierdo y tiró hacia arriba de la manga para dejar al descubierto el brazalete de hierro que le habían entregado al salir de palacio. El jinete lo miró, levantó la pica y lo dejó pasar.

– En nombre del Señor – dijo secamente el de a caballo, con una pronunciación rara.

– En nombre Suyo – refunfuñó Rumata, y siguió su camino, pasando junto a otro jinete que estaba intentando alcanzar con la pica la tallada figura de un alegre diablillo que había en la cornisa de una casa. Tras el postigo medio arrancado de una ventana del segundo piso se distinguió por unos momentos la silueta de un grueso rostro muerto de miedo. Debía ser el de alguno de aquellos tenderos que hasta hacía tres días gritaban: «¡Viva Don Reba!» mientras bebían cerveza, y oían placenteramente el resonar de las botas claveteadas machacando la calle. ¡Qué ignorancia!


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