Текст книги "Que difícil es ser Dios"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Ahora ha capturado a Budaj. Otro disparate, otra salvaje maquinación. Budaj es un intelectual; a los intelectuales hay que echarlos al palo con pompa y ruido, para que todo el mundo se entere. Pero en esta ocasión no hay ruido ni pompa. Por lo visto necesita a Budaj vivo. ¿Para qué? Reba no es tan estúpido como para creer que Budaj va a trabajar para él. Aunque, ¿por qué no? A lo mejor Don Reba no es más que un simple idiota afortunado, que no sabe lo que quiere, pero que fingiéndose astuto hace tonterías a la vista de todos. Parece increíble: hace tres años que lo observo, y aún ahora no sé qué clase de tipo es. Claro que si él me observara a mí también se encontraría con lo mismo. ¡Todo es posible! Porque la teoría básica concreta únicamente las formas fundamentales de orientación psicológica hacia el fin, pero en realidad estas formas son tantas como personas hay y, por consiguiente, el poder puede caer en manos de un cualquiera, por ejemplo una de esas personas que se pasan la vida mortificando a sus vecinos, escupiendo en su comida o echándoles vidrio molido en su heno. Claro que un hombre así será barrido pronto, pero mientras tanto se hartará de cometer barbaridades y de burlarse de los demás. ¿Qué le importará a alguien así el que su huella quede en la historia, o el que las generaciones futuras se rompan la cabeza intentando ajustar su comportamiento a la teoría desarrollada de las consecuencias históricas?
No tengo tiempo de ocuparme ahora de teorías, pensó Rumata. Lo único que sé es que el hombre es el portador objetivo de la inteligencia, y que todo lo que impide que el hombre desarrolle su inteligencia es nocivo. Todo lo nocivo ha de ser barrido lo más pronto posible y del modo que sea. ¿Del modo que sea? No, han de existir ciertas reglas. ¿O no? Soy un indeciso, se calificó a sí mismo. Hay que tomar una resolución. Tarde o temprano, hay que tomar una resolución.
En aquel momento recordó a Doña Okana. Bien, decide entonces. Empezaremos por esto. Si alguien quiere limpiar un retrete no puede esperar salir con las manos limpias. Rumata sintió que se le revolvía el estómago al pensar en lo que le esperaba. Pero esto es mejor que tener que matar. Entre estar sucio o manchado de sangre prefiero estar sucio. Con estos pensamientos en la cabeza, y andando de puntillas para no despertar a Kira, entró en el gabinete y se cambió de ropa. Cogió la diadema-transmisor, la miró unos momentos, y la metió en el cajón de la mesa. Luego se colocó en el pelo, tras la oreja derecha, una pluma blanca, símbolo del amor apasionado; se puso la espada, y echó sobre sus hombros su mejor capa. Cuando ya estaba abajo, descorriendo los cerrojos de la puerta, pensó: «Si Don Reba sabe esto, se acabó Doña Okana». Pero ya era tarde para volverse atrás.
IV
En el salón de Doña Okana se hallaban ya todos los invitados, pero ella aún no se había presentado. Junto a una mesita dorada llena de entremeses bebían, adoptando ridículas posturas teatrales, unos oficiales de la guardia real tan célebres como espadachines que como mujeriegos. Al lado de la chimenea procuraban reírse unas damitas ya entradas en años, delgadas, pálidas y poco interesantes, que precisamente por eso habían sido elegidas por Doña Okana como confidentes. Estaban sentadas en unos sofás bajos y, ante ellas, galanteaban tres vejestorios de canijas piernas en perpetuo movimiento. Eran los elegantes de los tiempos de la pasada regencia, y los únicos que se acordaban de las ingeniosidades de entonces. Todo el mundo sabía que sin la presencia de aquellos vejestorios ningún salón era realmente un salón. En medio de la sala, de pie y con las piernas abiertas, estaban Don Ripat, uno de los más valiosos agentes de Rumata. Don Ripat era teniente de una compañía Gris de merceros, poseía unos espléndidos bigotes, y carecía en absoluto de principios morales. En aquel momento tenía las manos metidas en el cinto y escuchaba atentamente a Don Tameo. Este le explicaba en términos muy confusos su nuevo proyecto, encaminado a perjudicar a los plebeyos en beneficio de los mercaderes. Don Tameo miraba de vez en cuando a Don Sera, que andaba de pared en pared, buscando infructuosamente la puerta. En un rincón, mirando desconfiadamente a todos lados, dos notables pintores retratistas terminaban de comerse un asado de cocodrilo con cebolla. No lejos de ellos, en el antepecho de una ventana, estaba sentada una mujer de edad: era la dama de compañía que Don Reba le había asignado a Doña Okana. La pobre mujer miraba fijamente hacia adelante y, de tanto en tanto, daba una cabezada.
Apartados de los demás, un personaje de sangre real y el secretario de la embajada de Soán se entretenían jugando a las cartas. El personaje hacía trampas, y el secretario sonreía condescendientemente. En realidad, era la única persona del salón que estaba haciendo realmente algo: recogía datos para el próximo informe de la embajada.
Cuando entró Rumata, los oficiales de la guardia se apresuraron a saludarle con entusiasmo. Rumata les dirigió un amistoso gesto y avanzó a saludar a los presentes. Cambió una reverencia con los elegantes vejestorios, dedicó unos cumplidos a las delgadas confidentes, que se fijaron inmediatamente en su pluma blanca, dio unos golpecitos en la espalda del personaje de sangre real, y finalmente fue a reunirse con Don Ripat y Don Tameo. Cuando pasó junto al antepecho de la ventana, la dama de compañía dio una cabezada y eructó una vinosa vaharada.
Al ver que Rumata se acercaba, Don Ripat sacó las manos del cinto e hizo sonar sus tacones, y Don Tameo dijo a media voz:
– ¿Es posible? ¡Me alegro que hayáis venido! Había perdido ya las esperanzas, «al igual que el cisne que, con un ala rota, mira hacia una estrella». Estaba francamente aburrido. De no ser por nuestro amable Don Ripat, me hubiera muerto de tristeza.
Se notaba que Don Tameo se había despejado un poco antes de la comida, aunque seguía sin poderse contener.
– ¿Así que citando versos de Tsurén el Rebelde? – se sorprendió Rumata.
Don Ripat se envaró inmediatamente, y miró con fiereza a Don Tameo.
– ¿Eh? – exclamó este, confuso -. ¿De Tsurén? ¿Por qué de Tsurén? ¡Oh, sí! Lo hice para ironizar. ¡Vos lo sabéis bien, nobles Dones! ¿Quién es Tsurén? Un despreciable demagogo desagradecido. Yo intentaba subrayar…
– Que Doña Okana aún no ha llegado, y que todos la añoramos – atajó Rumata.
– Exacto. Eso es precisamente lo que intentaba subrayar.
– ¿Y dónde está?
– La esperamos de un momento a otro – dijo Don Ripat, que inclinó ligeramente la cabeza en un saludo de despedida y se retiró.
Las confidentes, con sus bocas abiertas en una medida única, no apartaban los ojos de la pluma blanca. Los elegantes vejestorios reían con afectación. Por fin, Don Tameo también se dio cuenta de la pluma.
– ¡Mi querido amigo! – le dijo a Rumata -. ¿Por qué hacéis eso? ¿Y si se presentara Don Reba? De acuerdo que hoy no es esperado, pero…
– No hablemos de eso – respondió Rumata, al tiempo que echaba una nerviosa ojeada a su alrededor. Quería acabar cuanto antes.
Los oficiales de la guardia se acercaban, con las copas preparadas.
– Estáis pálidos – dijo Don Tameo en voz baja -. Claro: el amor, la pasión… Pero, ¡por San Miki bendito!, el Estado está por encima de todo. Esto es jugar con fuego, mi querido amigo… y ofender sentimientos.
En el rostro de Don Tameo se produjo de pronto un cambio, y empezó a retroceder y a separarse de Rumata, haciendo reverencias. En aquel momento llegaron los de la guardia, rodearon a Rumata y le ofrecieron una copa llena hasta el borde.
– ¡Por el honor y el Rey! – brindó uno de ellos.
– ¡Y por el amor! – añadió otro.
– Demostradle lo que es la guardia, noble Don Rumata – dijo un tercero.
Rumata no había hecho más que coger su copa cuando vio a Doña Okana. Estaba en la puerta, abanicándose y moviendo perezosamente los hombros. Sí, desde lejos parecía incluso hermosa. No era el tipo de mujer preferido de Rumata, sino una gallinita tonta y lasciva, pero era hermosa. Tenía unos enormes ojos azules, aunque sin sombra de sentimiento ni de calor, una boca suave y experimentada, y un cuerpo magnífico cuyas insinuantes desnudeces apenas ocultaba el elegante traje. El oficial que estaba tras Rumata simuló un ruidoso beso. Rumata le entregó su copa sin mirarlo y se dirigió al encuentro de Doña Okana. Todos los presentes apartaron la vista de ellos y empezaron a hablar de cosas intrascendentes.
– Vuestra belleza deslumbra – dijo Rumata en voz baja, haciendo una profunda reverencia -. Permitidme postrarme a vuestras plantas, cual galgo a los pies de la bella desnuda e indiferente.
Doña Okana se cubrió el rostro con el abanico y entornó los ojos.
– Sois muy decidido, mi noble Don – dijo -. Nosotras, las pobres provincianas, somos incapaces de resistir semejantes asaltos -. Hablaba pronunciando las palabras en voz baja y un poco ronca -. No puedo hacer más que abriros las puertas del fuerte y dejaros entrar triunfalmente.
Rumata rechinó los dientes de furia y vergüenza, y aún se inclinó más. Doña Okana descendió el abanico y dijo en voz alta:
– ¡Distraeos, nobles amigos! ¡Don Rumata y yo volveremos pronto! Quiero enseñarle mis nuevos tapices de Irukán.
– ¡No nos abandonéis por mucho tiempo, encanto! – pareció balar uno de los vejestorios.
– ¡Seductora! – pronunció dulcemente otro de los viejos -. ¡Hada!
Los oficiales de la guardia hicieron sonar sus espadas.
– La verdad es que sabe aprovechar las ocasiones – comentó con voz muy clara el personaje de sangre real.
Doña Okana tomó a Rumata del brazo y se lo llevó. Cuando ya estaban en el pasillo, Rumata oyó cómo Don Sera decía, con tono de envidia:
– No veo ninguna razón que impida que un noble Don pueda contemplar unos tapices de Irukán…
Al llegar al extremo del corredor, Doña Okana se detuvo de repente, pasó los brazos alrededor del cuello de Rumata, exhaló un suspiro afónico que quería expresar la pasión que la desbordaba, y le sorbió la boca con sus labios. Rumata dejó de respirar. El hada olía a sudor y a perfumes estorianos. Sus labios eran calientes, húmedos, y estaban pegajosos de dulces. Rumata procuró sobreponerse a sí mismo y corresponder al beso. Y por lo visto lo consiguió, puesto que Doña Okana volvió a suspirar y se abandonó en sus brazos con los ojos cerrados. Aquella escena duró una eternidad. Ahora vas a ver lo que es bueno, buscona, pensó Rumata, y la abrazó con fuerza. Se oyó un chasquido, como si se le hubiera roto una ballena del corsé o una costilla, y la mujer lanzó un quejido, abrió unos ojos admirados y se revolvió queriendo soltarse. Rumata abrió inmediatamente los brazos.
– ¡Sois un bárbaro! – dijo ella, respirando dificultosamente pero con admiración en su voz -. Por poco me partís.
– Es el amor que me abrasa – murmuró él en tono de disculpa.
– Y a mí también. ¡Si supierais cómo os he esperado! ¡Venid, venid aprisa!
Lo llevó por una serie de oscuras y frías habitaciones. Rumata sacó el pañuelo y se limpió los labios. Aquella aventura empezaba a parecerle imposible. Pero era necesaria. ¿Qué culpa tengo yo? Este asunto no se resuelve con buenas palabras. ¡San Miki bendito, ¿por qué la gente de palacio no se lava nunca?! ¡Y qué temperamento! Preferiría que se presentara Don Reba. Mientras iba pensando estas cosas, ella lo arrastraba de igual forma que una hormiga a un gusano muerto. Rumata, que imaginaba ser el último de los idiotas, decidió retener a Doña Okana halagándola con unas banales palabras alusivas a sus veloces pies y a sus rojos labios. Ella lanzó una estridente carcajada, pero no se detuvo. Por fin se vio empujado a un gabinete donde hacía mucho calor, y que efectivamente tenía las paredes cubiertas con tapices de Irukán. Doña Okana se dejó caer inmediatamente en un enorme lecho que ocupaba completamente uno de los lados, y apenas se hubo acomodado entre las almohadas clavó en él sus hiperesténicos ojos. Rumata permanecía envarado como un poste. El gabinete olía a chinches.
– ¡Oh, qué bello sois! – murmuró ella en voz muy baja -. Venid: ¡me hicisteis esperar tanto!
Rumata inspiró profundamente. Sentía náuseas. Gotas de sudor corrían por sus mejillas. No puedo más, pensó. Al cuerno con toda esta información. Huele a zorra… o a mona. Es algo antinatural, sucio… La suciedad es preferible al derramamiento de sangre, ¡pero esto es mucho más que suciedad!
– ¿Qué hacéis, noble Don? ¡Venid aquí! ¿No veis que os estoy esperando? – gritó Doña Okana con voz chillona.
– ¡Iros al diablo! – respondió Rumata.
Ella se levantó y se le acercó.
– ¿Qué os pasa? ¿Estáis borracho?
– No sé. Me falta aire.
– ¿Queréis que pida una palangana?
– ¿Qué palangana?
– No os preocupéis, todo pasará – dijo ella, y empezó a desabrocharle la camisa con manos temblorosas de impaciencia -. Sois hermoso… – murmuró, sofocada – pero tímido como un novato. ¿Quién iba a pensarlo? Esto es seductor, os lo juro por Santa Bara.
Rumata tuvo que sujetarle las manos. Mirándola desde su mayor altura, podía ver su cabello sin asear pegajoso de grasa, sus redondos y desnudos hombros con bolillas de polvos, y sus pequeñas orejas color carmesí. Todo esto es repugnante, pensó. No puedo soportarlo. Y es una lástima, porque algo tiene que saber. Don Reba es de los que hablan mientras duermen. Además, a veces la lleva a los interrogatorios. A ella le gustan. Pero no puedo.
– Bien… ¿qué? – dijo ella, irritada.
– Vuestros tapices son magníficos – respondió él en voz alta -. Pero debo irme.
En un primer momento ella no comprendió. Luego, su cara se descompuso.
– ¿Cómo os atrevéis? – comenzó a decir. Pero él ya había abierto la puerta, salido al pasillo y echado a correr. Desde mañana mismo dejaré de lavarme, iba pensando. En este lugar hay que ser un cerdo y no un dios. – ¡Capón! – le gritó ella desde lejos -. ¡Castrado mocoso! ¡Ni empalado vas a pagar…!
Rumata abrió una ventana y saltó por ella al jardín. Se detuvo bajo un árbol y respiró profundamente durante unos minutos. Luego recordó la maldita pluma blanca, se la arrancó, la estrujó y la tiró. Pashka tampoco hubiera podido hacer nada, pensó. Ninguno de nosotros. «¿Estás seguro?». «Sí, seguro». «Entonces, todos juntos no servís para nada». «¡Pero esto da náuseas!». «¿Y qué tiene que ver el experimento con tus escrúpulos? Si no sirves, ¿para qué te metes?». «Pero yo no soy un animal». «Si el experimento lo requiere, hay que ser un animal». «El experimento no puede exigir esto de nosotros». «Te equivocas, sí puede». «Entonces…». «¿Qué ocurre con entonces?». Rumata no sabía qué contestarse a sí mismo. «Entonces… entonces… Bueno, admitamos que soy un mal sociólogo», pensó, encogiéndose de hombros. «Procuraré enmendarme. Aprenderemos a convertirnos en cerdos».
Era cerca de la medianoche cuando Rumata regresó a su casa. Se soltó las hebillas y, sin desnudarse, se echó en el diván que había en el gabinete y se quedó dormido en el acto.
No tardaron en despertarlo los indignados gritos de Uno y un rugido bajo y cordial que exclamaba:
– ¡Quita de ahí, lobezno, o te aplastaré una oreja!
– ¡Os digo que está durmiendo!
– ¡Largo, no te me pongas delante!
– ¡Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie!
Por fin se abrió la puerta y el enorme barón de Pampa, señor de Bau, irrumpió en el gabinete, con sus mofletes colorados, sus dientes blancos, su enhiesto bigote, el birrete de terciopelo ladeado y una riquísima capa de color frambuesa ocultando la coraza de cobre. Tras él entró Uno, aferrado a la pernera derecha de los calzones del barón.
– ¡Barón! – exclamó Rumata, saltando del diván -. ¿Cómo estáis en la ciudad? ¡Uno, deja tranquilo al barón!
– ¡Qué muchacho más pegajoso! – bramó el barón, yendo al encuentro de Rumata con los brazos abiertos -. Promete mucho. ¿Cuánto queréis por él? Bueno, ya hablaremos luego de esto. ¡Dejadme que os abrace!
Se abrazaron. El barón olía reconfortantemente a polvo de la carretera, a sudor de caballo y a todo un bouquet de vinos surtidos.
– Por lo que veo, querido amigo, también vos tenéis la cabeza despejada – dijo el barón con desánimo -. Claro que vos nunca estáis borracho. ¡Siempre sois feliz!
– Sentaos, amigo – dijo Rumata -. ¡Uno, trae vino de Estoria!
El barón levantó una manaza.
– ¡No probaré ni gota!
– ¿No queréis vino de Estoria? ¡Uno, no lo traigas de Estoria, tráelo de Irukán!
– ¡No quiero ninguna clase de vino! – dijo amargadamente el barón -. No bebo.
Rumata lo miró con honda sorpresa.
– ¿Qué os pasa? – preguntó preocupado -. ¿Estáis enfermo?
– Estoy sano como un toro. Pero esas malditas discusiones familiares… Bueno, la verdad es que me he peleado con la baronesa, y aquí estoy.
– ¿Qué os habéis peleado con la baronesa? ¡Eso sí que es una buena broma, barón!
– Sí, yo también pienso que ha de ser una broma. ¡He galopado doscientos kilómetros como entre nubes!
– Amigo mío – dijo Rumata -, ahora mismo tomamos los caballos y nos vamos a Bau.
– Imposible. Mi jaca está agotada. Además, esta vez estoy dispuesto a castigarla.
– ¿A quién?
– ¡A la baronesa, diablos! ¡Para algo soy un hombre! ¿Qué os parece? A ella no le gusta que Pampa esté borracho. ¡Muy bien, pues que me vea despejado! Prefiero pudrirme aquí bebiendo agua que volver al castillo.
Uno se acercó a Rumata y murmuró:
– Decidle que no me tire de las orejas.
– ¡Largo de aquí, lobezno! – rugió el barón bonachonamente -. ¡Y trae cerveza! He sudado infernalmente, y necesito reponer los humores perdidos.
El barón compensó los humores perdidos durante media hora, y se achispó un poco. En los intervalos que hizo entre los tragos fue informando a Rumata de sus desdichas. La culpa de todo lo tenían «esos malditos vecinos borrachines que se meten en el castillo. Llegan por la mañana diciendo que van a cazar, y en un abrir y cerrar de ojos ya están borrachos perdidos rompiendo todos los muebles. Andan por todo el castillo, lo ensucian todo, ofenden a la servidumbre, maltratan a los perros, y son un detestable ejemplo para el baroncito. Luego cada cual se va a su casa, y yo me quedo con una curda que no me deja dar un paso y a solas con la baronesa».
Cuando terminó su narración, el barón estaba tan apesadumbrado que incluso pidió un poco de estoria. Pero después lo reconsideró y exclamó:
– ¡Rumata, Vámonos de aquí! ¡Vuestra bodega está demasiado bien surtida! ¡Vamos a otro lado!
– ¿Adonde?
– ¡Y qué más da! Aunque sea a La Alegría Gris.
– Hum – refunfuñó Rumata -. ¿Y qué vamos a hacer en La Alegría Gris?
El barón permaneció un rato en silencio, tirándose del bigote, y finalmente dijo:
– ¿Que qué vamos a hacer? Simplemente, nos sentaremos y charlaremos un rato.
– ¿En La Alegría Gris? – volvió a preguntar Rumata.
– ¡Por supuesto que sí! – respondió el Barón -. Os comprendo, aquello es horroroso, pero a pesar de todo iremos. Porque si no lo hacemos así, mientras esté aquí sentiré deseos de beber estoria. ¿Comprendéis?
– ¡Mi caballo! – ordenó Rumata a Uno, y fue al gabinete a buscar su transmisor. Al cabo de unos minutos ambos hombres iban a caballo por una calle estrecha y completamente a oscuras. El barón, que se había despejado un poco, iba hablando en voz alta, contando que anteayer había cazado un jabalí con los perros, alabando las buenas cualidades del baroncito, relatando el milagro del monasterio de San Tuki, donde el padre rector había parido por la cadera un niño con seis dedos… todo ello sin olvidarse de aullar de tanto en tanto como un lobo, ululando y dando fustazos a los cerrados postigos de las ventanas.
Cuando llegaron a La Alegría Gris, el barón frenó su corcel y se quedó pensativo. Rumata aguardó. Por las sucias ventanas de la taberna salía mucha luz. Atados a un poste había varios caballos. Unas jóvenes pintarrajeadas, sentadas en un banco situado bajo las ventanas, discutían entre sí perezosamente. Dos mozos rodaron dificultosamente un enorme barril y lo metieron por la puerta.
– Solo – murmuró tristemente el barón -. ¡Toda la noche solo! Y ella allí…
– No os pongáis así, amigo mío – dijo Rumata -. Al fin y al cabo, ella está con el baroncito, y vos estáis conmigo.
– Es distinto – dijo el barón -. Vos no me comprendéis. Todavía sois demasiado joven y despreocupado. Incluso quizá os resulte agradable contemplar a esas busconas.
– ¿Y por qué no? – inquirió Rumata, mirando fijamente al barón -. Me parecen unas chicas muy agradables.
El barón agitó la cabeza y se echó a reír sarcásticamente.
– Mirad, esa que hay ahí tiene el culo caído, y esa otra que se está rascando no tiene ni eso. En el mejor de los casos son tan sólo jamelgos, amigo mío. ¡Recuerde a la baronesa! ¡Qué manos, qué gracia! ¡Y qué talle, amigo!
– Sí, por supuesto – asintió Rumata -. La baronesa es muy hermosa. Vámonos de aquí.
– ¿Adonde? ¿Y por qué? – una sombra de decisión cruzó el rostro del barón de Pampa -. No, amigo mío, no voy a ninguna parte. Vos podéis hacer lo que queráis – empezó a desmontar -… aunque sentiría mucho que me dejarais solo.
– No hablar de eso, me quedo con vos. Pero…
– No hay peros, que valgan – concluyó definitivamente el barón.
Les dieron las riendas a un mozo que se les acercó corriendo, pasaron orgullosamente por delante de las busconas y entraron en la sala. Allí casi no se podía respirar. La luz de los candiles a duras penas se abría paso a través de la niebla de humo. Sentados en bancos arrimados a largas mesas bebían, comían, juraban, se reían, lloraban, se besaban y vociferaban canciones indecentes soldados bañados en sudor y con los uniformes desabrochados, marineros vagabundos con casacas de colores vestidas a pelo, mujeres con los senos casi al aire, milicianos Grises con las hachas entre las piernas y andrajosos artesanos. A la izquierda se divisaba en la penumbra un mostrador, donde el dueño, sentado en lo alto entre varios gigantescos toneles, dirigía el enjambre de mozos de servicio, tan rápidos como tunantes, y a la derecha, formando un rectángulo luminoso, se recortaba la puerta de entrada a la parte «limpia», reservada a los nobles Dones, a los mercaderes respetables y a los oficiales Grises.
– Bueno, ¿y por qué no hemos de beber? – dijo irritado el barón de Pampa, y cogiendo a Rumata del brazo lo arrastró hacia el mostrador a través de un estrecho pasillo que quedaba entre las mesas, arañando las espaldas de los que estaban sentados con la pancera de su coraza. Cuando llegó a su meta, arrebató al dueño el cazo que tenía en la mano y que le servía para escanciar el vino en las jarras, lo secó de un trago sin pronunciar palabra, y luego exclamó que ya todo estaba perdido y que lo único que podían hacer era divertirse de la mejor manera posible. Después se volvió hacia el dueño y le preguntó a grandes voces si en su establecimiento había algún sitio donde las personas distinguidas pudieran pasar el tiempo decente y modestamente sin ser molestadas por la presencia de canallas, andrajosos y chusma. El dueño le respondió que sí, que había ese sitio.
– ¡Magnífico! – exclamó el barón, y le echó al hombre varias piezas de oro -. Danos a este noble Don y a mí lo mejor que tengas, y haz que nos lo sirva no una linda zorra de esas que tienes por aquí, sino una mujer respetable.
El mismo dueño acompañó a los nobles Dones a la parte «limpia». Allí había poca gente. En un rincón pasaban lastimosamente el tiempo un grupo de oficiales Grises (cuatro tenientes con ajustados uniformes y dos capitanes con capotas llevando las insignias del Ministerio de Seguridad de la Corona). Junto a una ventana se aburrían miserablemente, contemplando una garrafita, dos jóvenes aristócratas. Cerca de ellos había un montón de nobles arruinados, con ropas raídas y capas remendadas, bebiendo cerveza a pequeños tragos y echando a cada momento ojeadas a la sala en busca de una presa.
El barón se dejó caer en un banco que había al lado de una mesa libre, miró de soslayo a los agentes Grises y refunfuñó:
– Aquí también penetra la chusma… – pero en aquel momento una opulenta matrona trajo la primera ronda. El barón chasqueó la lengua, sacó su puñal del cinto y puso manos a la obra. Empezó a devorar buenas lonchas de carne de ciervo asada, montañas de mariscos y barreños de ensalada y mayonesa, todo ello regado con verdaderas cataratas de vino y cerveza. Los nobles arruinados comenzaron a pasarse, de uno en uno y de dos en dos, a la mesa del barón, y este los fue recibiendo con entusiasmo, invitándolos con movimientos del brazo y ruidos de la tripa.
De repente dejó de engullir, clavó sus ojos en Rumata, y bramó como si estuviera en mitad del bosque:
– ¡Hacía tiempo que no había estado en Arkanar, y debo deciros honradamente que hay aquí algo que no me gusta!
– ¿Qué es lo que no os gusta? – se interesó Rumata, sin dejar de chupar el ala de pollo que tenía en la mano.
En los rostros de los nobles se reflejó una respetuosa atención.
– ¡Decidme, mi querido amigo! – dijo el barón, limpiándose las manos en los faldones de su capa -. ¡Decidme vosotros, nobles Dones! ¿Desde cuándo es costumbre en al corte de Su Majestad el Rey que los descendientes de las más linajudas familias del Imperio no puedan dar un paso sin tropezar con algún tendero o carnicero?
Los nobles se miraron unos a otros y empezaron a apartarse. Rumata miró de reojo hacia el rincón donde se encontraban los Grises. Estos habían dejado de beber y estaban mirando al barón.
– Os voy a decir por qué ocurre esto, nobles Dones – prosiguió el barón de Pampa -. Todo ello es debido a que la gente de aquí se ha acobardado. La gente de aquí lo aguanta todo porque tiene miedo. ¡Tú tienes miedo! – gritó, señalando con el dedo al noble que tenía más cerca. El aludido puso cara avinagrada y se apartó sonriendo estúpidamente -. ¡Cobardes! – vociferó el barón, y sus bigotes se enhiestaron.
Quedaba claro que de los nobles no podía esperarse nada. No querían pelea. Preferían beber y comer algo. En vista de ello, el barón pasó una pierna por encima del banco, tiró de su bigote derecho, fijó la vista en el rincón donde estaban los oficiales Grises y dijo:
– Pero yo no temo absolutamente a nadie. ¡En cuanto veo a un mequetrefe Gris, le parto la cara!
– ¿Qué es lo que ronquea ese barril de cerveza? – preguntó uno de los capitanes Grises, de alargada cara.
El barón sonrió satisfecho. Se levantó de la mesa armando un enorme alboroto, y se encaramó en el banco. Rumata, elevando una ceja, dedicó su atención a la otra ala del pollo.
– ¡Hey, chusma Gris! – bramó el barón, como si los oficiales estuvieran a un kilómetro de distancia -. ¿Sabéis que hace tres días yo, el barón de Pampa, señor de Bau, les di a los vuestros una buena paliza? ¿Sabéis, amigo mío – se dirigía ahora a Rumata, mirándolo desde su altura cerca del techo -, que estábamos el padre Kabani y yo tomando unas copas en mi castillo, cuando llega mi mozo de establos y me dice que una banda de Grises está destrozando el albergue de La Herradura de Oro? ¡Mi albergue! ¡En mis tierras patrimoniales! Así que ordené: «¡A los caballos!», y fuimos a por ellos. Os lo juro por mis espuelas, ¡eran toda una banda! Al menos había unos veinte. Habían detenido a tres hombres, y se habían emborrachado… Esos tenderos no saben leer. Empezaron a pegarle a todo el mundo y a romper cuanto caía en sus manos. De modo que cogí a uno por una pata y… bueno, empezó la fiesta. Les hice correr hasta el Soto de las Espadas. La sangre que quedó llegaba hasta los tobillos, y las hachas abandonadas formaban un montón así de grande…
La narración se interrumpió en aquel punto, porque el capitán de la cara alargada agitó su mano y un cuchillo resbaló por el peto de la coraza del barón. – ¡Por fin! – exclamó éste, y desenvainó su mandoble.
El barón saltó del banco con una agilidad insospechada, mientras su espada surcaba el aire como una cinta plateada e iba a cortar una de las vigas del techo. Este último cedió ligeramente, y sobre la cabeza del barón cayó una nube de polvo. Pampa lanzó un juramento.
Los nobles se acurrucaron junto a la pared. Los jóvenes aristócratas se subieron a la mesa para ver mejor y los Grises, con sus aceros por delante, formaron un semicírculo y avanzaron a paso corto hacia el barón. El único que seguía sentado era Rumata, que estaba calculando por cuál de los dos lados del barón le sería más fácil levantarse sin ser alcanzado por su espada.
La ancha hoja silbaba siniestramente, girando sobre la cabeza del barón. Este parecía un helicóptero de transporte con el rotor funcionando en vacío.
Los Grises cercaron al barón por tres lados, pero tuvieron que detenerse. Uno de ellos tuvo la mala fortuna de ponerse de espaldas a Rumata, el cual lo cogió por el cuello por encima de la mesa, lo volteó de espaldas sobre un plato lleno de sobras, y le golpeó con el filo de la mano un poco más abajo de la oreja. El Gris soltó un gruñido de cerdo, cerró los ojos y quedó como muerto. El barón, al darse cuenta de lo que ocurría, gritó:
– ¡Acabad con él, Don Rumata! ¡Yo acabo con los
otros!
Rumata empezó a temer que el barón matase realmente a los demás, por lo que se dirigió a los Grises y gritó:
– ¡Oíd! ¿Para qué vamos a aguarnos la fiesta mutuamente? Vais a salir perdiendo de todos modos, así que ¡tirad las armas y largaos antes de que sea tarde!
– ¡En absoluto! – aulló el barón -. ¡Yo quiero batirme! ¡Batios, mal rayo os parta! – y arremetió contra los Grises, haciendo girar cada vez más aprisa su mandoble. Los otros comenzaron a retroceder, cada vez más pálidos. Se notaba que nunca habían visto un helicóptero. Rumata saltó al otro lado de la mesa.
– Esperad, amigo – le dijo al barón -. ¿Qué necesidad tenemos de reñir con esa gente? ¿Realmente os molestan tanto? Pues dejad que se vayan, y en paz.
– Sin armas no podemos irnos – dijo quejumbrosamente uno de los tenientes -. Estamos de patrulla, y esto nos costaría caro.
– ¡Pues que el diablo os lleve, marchaos con ellas! – autorizó Rumata -. Envainad los aceros, poned las manos detrás de la cabeza y… ¡largo, y de uno en uno!
– ¿Pero cómo vamos a salir si ese noble Don no nos deja pasar?
– ¡Ni os dejaré! – aulló el barón.
Los jóvenes aristócratas se echaron a reír a carcajadas.
– Bueno – intervino Rumata -, yo sujetaré al barón mientras. Pero salid aprisa, no voy a poder contenerlo mucho tiempo. ¡Eh, los de la puerta, dejad libre el paso!