
Текст книги "Pnin"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Su interlocutor dijo que no era casado y que le encantaría concurrir. ¿Cuál era la dirección?
—Via Todd 999. ¡Muy sencillo! Al final del camino, donde se une con la Avenida Cleef. Una casita de ladrillo y una enorme roca negra.
6
Aquella tarde, Pnin casi no podía reprimir sus ganas de comenzar sus operaciones culinarias. Las empezó poco después de las 5, y sólo se interrumpió para ponerse, en honor de sus huéspedes, una sibarítica bata de seda azul con cinturón de borlas y solapas de raso, ganada en una fiesta de caridad de emigrados rusos, en París, veinte años antes (¡cómo vuela el tiempo!). Se puso esa chaqueta y unos viejos pantalones de smoking, también de procedencia europea. Se miró en el espejo trizado del botiquín y se caló las pequeñas gafas de concha bajo cuyo puente sobresalía su nariz de patata rusa; inspeccionó sus mejillas y su mentón para ver si el afeitado matinal aún servía. Con el índice y el pulgar cogió un largo pelo que le asomaba por una fosa nasal; lo arrancó al segundo tirón y estornudó a sus anchas, resonando después de la explosión con un «¡ah! » de bienestar.
A las 7,30 llegó Betty para ayudar en los toques finales. Betty enseñaba Inglés e Historia en el Colegio de Isola. No había cambiado desde los días en que era una rolliza graduada. Sus miopes ojos grises ribeteados de rojo miraban con la misma simpatía ingenua. Usaba la misma trenza gruesa, a lo Gretchen, alrededor de la cabeza. Tenía la misma cicatriz en la suave garganta. Pero en su mano regordeta había aparecido un anillo de compromiso con un diminuto brillante que desplegó con orgullo y coquetería ante Pnin, y éste experimentó una vaga punzada de tristeza. Pensó que habría podido cortejarla en una ocasión; lo habría hecho si ella no hubiera tenido la mentalidad de una sirvienta, mentalidad que, por lo demás, persistía inalterable. Aún relataba una historia larga a base de «ella dijo– yo dije– ella dijo». Nada podía hacerle perder su fe en la sabiduría y el ingenio de su revista femenina favorita. Continuaba teniendo el curioso gesto (compartido por dos o tres muchachas pueblerinas conocidas de Pnin) de dar al interlocutor un golpecito retardado en la manga, corno aceptación o, mejor dicho, como castigo por alguna observación mordaz, por nimia que fuese. Si se le decía: «Betty, olvidó devolver ese libro»; o: «Creí, Betty, que había dicho que nunca se casaría», antes de contestar, aparecía el gestecito recatado y retraído en el momento justo en que sus dedos tocaban el puño del interlocutor.
—Es bioquímico y ahora está en Pittsburgh —dijo Betty, mientras ayudaba a Pnin a arreglar rebanadas de pan francés con mantequilla alrededor de una fuente de caviar fresco, y a lavar tres grandes racimos de uva. Había también un azafate con tajadas de fiambres; auténtico pan negro alemán, y una fuente de ensalada especial donde los langostinos se codeaban con los pepinillos en vinagre y las arvejas; unas salchichas en miniatura, con salsa de tomate; pirozhki(tortas de setas, tortas de coles); cuatro especie de nueces, y diversos y exóticos dulces orientales. Las bebidas serían whisky (contribución de Betty), ryabinovka (un licor de la fruta del fresno), cócteles de brandy con granadina y, por supuesto, el ponche de Pnin: una potente mezcla de Chateau Yquem helado, jugo de pomelos y maraschino, que el solemne anfitrión empezó a agitar en una gran ponchera de cristal aguamarina con un diseño de cintas enroscadas y hojas de – nenúfar.
—¡Qué cosa tan linda! —exclamó Betty. Pnin miró la ponchera agradablemente sorprendido, como si la viera por primera vez. Era, dijo, un regalo de Victor. ¿Cómo estaba Victor? ¿Le gustaba Saint Bart? Más o menos. Había comenzado el verano en California con su madre; después trabajó dos meses en un hotel de Yosemite. ¿Un qué? Un hotel, en las montañas de California. Bien. Había vuelto al colegio y, de pronto, le envió esa ponchera.
Por una tierna coincidencia, la ponchera había llegado el mismo día en que Pnin principiara a contar las invitaciones y a planear su fiesta. Llegó en una caja dentro de otra caja, y ésta dentro de una tercera, envuelta en una cantidad extravagante de papel y paja de arroz, los que se habían diseminado por la cocina como una tempestad de carnaval. La ponchera que emergió era uno de esos obsequios cuyo primer impacto produce en la mente de quien lo recibe una imagen coloreada, una nubosidad heráldica, reflejando con tal fuerza la dulce naturaleza del donante, que los atributos tangibles del objeto se disuelven, por así decirlo, en ese puro resplandor interior, pero que de pronto, y para siempre, adquieren una brillante existencia si los elogia un extraño que ignora la verdadera importancia del objeto.
7
En la casita resonó un tintineo musical y entraron los Clements con una botella de champaña francés y un ramo de dalias.
Joan, de ojos azul marino, largas pestañas y cabello rizado, llevaba un viejo vesrido negro más elegante que cualquier cosa que pudieran idear las damas de la Universidad. Siempre era un placer contemplar al bueno, viejo y calvo Tim Pnin inclinándose ligeramente para tocar con sus labios la fina mano de Joan, la única que entre las señoras de Waindell sabía levantarla al nivel preciso para que la besara un caballero ruso. Laurence, más gordo que nunca, con un elegante traje de franela gris, se hundió en el sillón e inmediatamente cogió el primer libro que encontró a mano (un diccionario de bolsillo Inglés-Ruso y Ruso-Inglés). Sosteniendo los anteojos en una mano, miró a lo lejos para recordar algo que siempre había deseado imaginar, pero que ahora se le escapaba. Esta actitud acentuaba su sorprendente parecido con el Canónigo van der Paele, de Jan van Eyck, con su mandíbula ancha y aureola de cabellos, sorprendido en un acceso de distracción frente a una Virgen intrigada, hacia la cual dirige su mirada una soberbia figura vestida a lo San Jorge. No le faltaba nada: la sien nudosa, la mirada triste y pensativa, los pliegues y surcos del rostro, los labios delgados y hasta la verruga en la mejilla izquierda.
No bien se instalaron los Clements, Betty hizo pasar al hombre que se interesaba por las tortas en forma de pájaros; Pnin iba a decir: «Profesor Vin», cuando Joan, por desgracia, interrumpió la presentación:
—¡Pero si conocemos mucho a Tom! ¿Quién no lo conoce?
Pnin volvió a la cocina y Betty ofreció unos cigarrillos búlgaros.
—Yo creía, Thomas – observó Clements, cruzando sus gruesas piernas—, que usted estaba en La Habana entrevistando a los R pescadores que trepan por palmeras.
—Iré allí a mitad de año —dijo el profesor Thomas—. Por supuesto, la mayor parte de la investigación práctica ya ha sido hecha por otros.
—Pero fue agradable obtener ese premio, ¿no es verdad?
—En nuestra especialidad – replicó Thomas, con perfecta compostura—, tenemos que emprender muchos viajes peligrosos. De hecho, puede ser que yo siga a las Islas Windward. Si —agregó, con risa hueca– el senador McCarthy no se opone a los viajes al extranjero.
—Recibió un premio de diez mil dólares —dijo Joan a Betty, cuyo rostro hizo una venia mientras ejecutaba el gesto que consistía en un semi-saludo lento con tensión de la barbilla y el labio inferior, que sugiere automáticamente, de parte de las Bettys de este mundo, la apreciación respetuosa, congratulatoria y ligeramente sobrecogida ante cosas tan importantes como cenar con un jefe, figurar en un Quién es Quién, o conocer a una duquesa.
Los Thayer, que llegaron en un station-wagonnuevo, obsequiaron a su anfitrión una elegante caja de caramelos de menta. El doctor Hagen, que llegó a pie, sostenía triunfante, con el brazo estirado, una botella de vodka.
—Doctor Hagen – exclamó Thomas, dándole la mano—, espero que el senador McCarthy no lo haya visto deambulando con eso.
El buen doctor había envejecido perceptiblemente desde el año anterior, pero aún se veía robusto y cuadrado como siempre, con sus hombros bien rellenos, su barbilla angulosa, las ventanillas cuadradas de su nariz, su glabella leonina y el corte rectangular de sus cabellos grises, que tenían algo de peluca. Vestía traje negro y camisa de nilón blanca; cruzaba su corbata negra un rayo rojo. Mistress Hagen, en el último momento, no había podido acompañarlo debido a una jaqueca terrible.
Pnin sirvió los cócteles, «o, mejor dicho, colas de flamenco, especial para ornitólogos», dijo con ligero sarcasmo.
—¡Gracias! —canturreó mistress Thayer al recibir el vaso, levantando sus cejas dibujadas con esa gentil interrogación destinada a combatir las nociones de sorpresa, mérito y placer. Era una señora atrayente y estirada, de nacarados dientes postizos, cara sonrosada y cabello ondulado y dorado; tenía alrededor de cuarenta años; y era como la prima provinciana de la elegante y reposada Joan Clements, que había viajado por todo el mundo; incluso Turquía y Egipto, y que estaba casada con el erudito más original y menos querido de la Universidad de Waindell. Por cierto que el marido de Margaret Thayer, miembro mudo y lúgubre del Departamento de Inglés, merecía un elogio. Este Departamento, a excepción de su entusiasta jefe, Cockerell, era un nido de hipocondríacos. Exteriormente, la figura de Roy se destacaba. Si se dibujase un par de zapatones viejos, dos parches de color beige para los codos, una pipa negra y dos ojos abolsonados bajo cejas espesas, sería fácil completar el resto. Hacia el centro del dibujo habría una oscura enfermedad del hígado, y, en segundo plano. la Poesía del Siglo xviii, cuya especialidad era la de Roy, un tupido pastizal con un riachuelo y un macizo de árboles llenos de iniciales grabadas; una cerca de alambre de púas a cada lado de su especialidad lo separaba, por un lado, del dominio del profesor Stowe, representante del siglo precedente, donde los corderos eran más blancos, el césped más blando, el arroyo más susurrante, y, por otro, de los comienzos del siglo xix, propiedad del doctor Shapiro, con hondonadas llenas de niebla, brumas marinas y uvas importadas. Roy Thayer eludía hablar de su especialidad; esquivaba, en general, hablar de cualquier tema; había dilapidado una década de vida gris en una obra erudita dedicada a un grupo olvidado de poetastros innecesarios, y mantenía un diario de vida detallado, en criptogramas versificados, con la esperanza de que la posterioridad lo descifrara algún día y, con sobria retrospección, lo proclamara el mayor triunfo literario de nuestra época. De acuerdo con lo que sé de nuestra época, Roy Thayer podría tener razón.
Cuando todos saboreaban y elogiaban los cócteles, el profesor Pnin se sentó en la rechinante banqueta junto a su nuevo amigo y dijo:
—Tengo que informar, señor, sobre la alondra, zhavoronok, en ruso, sobre la que me hizo el honor de interrogarme. Lleve esto con usted a casa. Ye he aquí escrito a máquina una relación condensada con bibliografía. Ahora nos transportaremos a la otra pieza donde, según creo, nos espera una cena à la fourchette.
8
Un rato después, los invitados, con sus platos llenos volvieron al salón y tras ellos llegó el ponche.
—Timofey, ¡dónde ha podido encontrar esa ponchera tan dina!– exclamó Joan.
—Es obsequio de Victor.
—¿Pero dónde la encontró?
—Tienda de anticuario en Cranton, según creo.
—Tiene que haberle costado una fortuna.
—¿Un dólar? ¿Diez dólares? Acaso menos.
—¡Diez dólares! ¡Qué absurdo! Doscientos, diría yo. ¡Mírela! Mire este dibujo en espiral. Debería mostrársela a los Coc. kerell. Son expertos en cristales antiguos. Tienen, por ejemplo, un jarro Lake Dunmore que parece un pariente pobre comparado con esto.
Margaret Thayer la admiró a su vez y dijo que, cuando ella era niña, se imaginaba que las zapatillas de cristal de la Cenicienta tendrían ese mismo tinte azul verdoso. Pero el profesor Pnin observó que, primo, desearía conocer la opinión de los circunstantes en el sentido de si el contenido era tan bueno como el recipiente, y secundo, que las zapatillas de la Cenicienta no eran de cristal, sino de piel de ardilla rusa, vak, en francés. Este era, según dijo, un caso evidente de la supervivencia de los fuertes entre las palabras, porque verre era más evocador que vair, palabra que no derivaba de varius, variado, sino de veveñtsa, vocablo eslavo para cierta piel de invierno, hermosa y pálida, que tenía un tinte azulado, mejor dicho sizily, de columbina, derivado de columba, palabra latina que quiere decir paloma, como alguien de los ahí presente bien lo sabía.
—De modo que usted, mistress Thayer, tiene, en general, bastante razón.
—El contenido es excelente —dijo Laurence Clements.
—Esta bebida es deliciosa —dijo Margaret Thayer.
—Siempre había creído que columbina era una especie de flor —dijo Thomas a Betty, quien asintió ligeramente.)
Entonces se pasó revista a las respectivas edades de varios niños. Eileen, la nieta de la hermana de mistress Thayer, tenía cinco años. Isabel, veintitrés, y estaba contentísima trabajando en Nueva York como secretaria. La hija del doctor Hagen, veinticuatro, y pronto regresaría de Europa donde había pasado un verano maravilloso recorriendo Baviera y Suiza con una anciana muy distinguida, Dorianna Karen, famosa actriz de cine entre 1920 y 1929.
Sonó el teléfono. Alguien deseaba hablar con mistress Sheppard. Con una precisión desusada en él para tales asuntos, el impredecible Pnin no sólo suministró la nueva dirección y número de teléfono de dicha señora, sino también la de su hijo mayor.
9
A las diez, el ponche de Pnin y el whisky de Betty habían surtido efecto y hacían hablar a los invitados más fuerte de lo que creían. Una mancha rojiza había aparecido en un costado del cuello de mistress Thayer, bajo la estrellita azul de su arete izquierdo, y ella, muy erguida en su asiento, obsequiaba a su anfitrión con el relato de una pelea entre dos de sus compañeros de trabajo en la Biblioteca. Era una sencilla historia de oficina, pero sus cambios de tono de soprano a bajo profundo y la conciencia de que la reunión se estuviera desenvolviendo con tanto éxito, hicieron que Pnin agachara la cabeza y emitiera carcajadas extáticas detrás de su mano. Roy Thayer guiñaba el ojo mirando el ponche, al que acercaba su nariz larga y porosa, y escuchaba atentamente a Joan Clements, quien, cuando estaba un tanto achispada, como ahora, hacía Y un simpático gesto con rápidos parpadeos o cerraba sus ojos azules con pestañas negras e interrumpía sus frases para apuntar un párrafo o para acumular nuevo ímpetu con un profundo «¡ah!». —¿No cree usted, ¡ah!, lo que procura hacer, ¡ah!, en todas sus novelas, ¡ah!, es prácticamente, ¡ah!, expresar la recurrencia fantástica de algunas situaciones? – Betty seguía siendo la misma personita controlada, ocupándose en distribuir refrescos como una experta. En la ventana circular, Clements, con su expresión triste, hacía girar el globo terráqueo, mientras Hagen, evitando cuidadosamente las entonaciones tradicionales que habría usado en un ambiente más a tono, relataba al sonriente Thomas la última anécdota sobre mistress Idelson, contada por mistress Blorenge a mistress Hagen. Pnin se les acercó llevando una bandeja con nougat.
—Esto no es para sus castos oído, Timofey —dijo Hagen a Pnin, quien no hallaba graciosas las anécdotas escabrosas—. No obstante...
Clements se alejó para reunirse con las señoras. Hagen empezó a repetir el cuento y Thomas volvió a sonreír. Pnin hizo ante el relator un movimiento de la mano: el gesto ruso de disgusto equivalente a decir: «¡Déjate de eso! », y dijo:
—He oído la misma anécdota hace 35 años en Odessa y ni siquiera entonces pude comprender su comicidad.
10
En una etapa posterior de la reunión se formaron otras combinaciones. En un rincón del sofá, el aburrido Clements hojeaba un álbum de Obras Maestras Flamencas, regalado a Victor por su madre y que el muchacho dejara a Pnin. Joan estaba sentada en el piso junto a las rodillas de su marido, con un plato de uvas en la falda de su amplio vestido, pensando en qué momento podrían retirarse sin lastimar a Timofey. Los otros escuchaban a Hagen, que disertaba sobre educación moderna.
—Puede reírse —dijo Hagen, lanzando una mirada aguda a Clements, que se defendió de la acusación negando con la cabeza mientras pasaba a Joan el álbum y le indicaba algo que había provocado su risa súbita.
—Puede reír, pero afirmo que el único modo de escapar del pantano (una gota no más, Timofey; es suficiente) es encerrar al estudiante en una celda a prueba de ruidos y eliminar la sala de conferencias.
—Sí, eso es —dijo Joan por lo bajo a su marido, devolviéndole el álbum.
—Me alegro que esté de acuerdo, Joan —continuó Hagen—. No obstante, me han llamado enfant terrible por exponer esta teoría, y quizá usted no convenga con ella tan fácilmente cuando termine de oírme. A disposición del estudiante aislado habrá discos que abarcarán todos los temas posibles...
—Pero la personalidad del conferenciante —dijo Margaret Thayer – de algo valdrá, creo yo.
—¡No vale nada! – gritó Hagen—. ¡Esa es la tragedia!
¿A quién, por ejemplo, le interesa él? —e indicó al radiante Pnin—. ¿A quién le interesa su personalidad? ¡A nadie! Rechazarían la maravillosa personalidad de Timofey sin un estremecimiento. El mundo quiere una máquina, no un Timofey.
—Podríamos tener a Timofey televisado —dijo Clements.
—¡Oh! Esto me encantaría —dijo Joan, sonriendo a su anfitrión, y Betty asintió con entusiasmo. Pnin hizo una inclinación profunda y extendió las manos con el gesto que significa: «¡Estoy desarmado!»
—¿Y qué dice usted de mi plan? —preguntó Hagen » Thomas.
—Yo puedo decirle lo que piensa Tom —dijo Clements, siempre el mismo cuadro del libro que tenía abierto sobre las rodillas—. Tom cree que el mejor método de enseñar es confiar en la polémica en clase, lo que significa dejar a veinte cabezas duras y a dos neuróticos engreídos que discutan 50 minutos sobre algo que ni ellos ni su profesor saben. Durante los últimos tres meses —continuó, sin transición alguna– he estado buscando este cuadro, y aquí está. El editor de mi nuevo libro sobre la Filosofía del Gestoquiere un retrato mío. Joan y yo sabíamos que en alguna parte habíamos encontrado un parecido sorprendente pintado por un Viejo Maestro, pero no nos acordábamos ni del período al que pertenecía; pues bien, aquí está, aquí está. El único retoque necesario consistiría en agregarle una camisa de sport y suprimirle la mano de guerrero.
—Debo protestar... – comenzó a decir Thomas. Clements pasó el libro abierto a Margaret Thayer, quien estalló en una carcajada.
—Debo protestar, Laurence —insistió Tom—. Una discusión serena en un ambiente de amplias generalizaciones es una aproximación más realista a la educación que la anticuada conferencia solemne.
—Por cierto, por cierto– dijeron los Clements. Joan se incorporó y cubrió su vaso con su alargada palma cuando Pnin intentó llenarlo nuevamente. Mistress Thayer miró su reloj-pulsera y luego a su marido. Un suave bostezo distendió la boca de Laurence. Betty preguntó a Thomas si conocía a un hombre de apellido Fogelman, experto en murciélagos, que vivía en Santa Clara, Cuba. Hagen pidió un vaso de agua o de cerveza. «¿ A quién ¡me recuerda Hagen?», pensó Pnin, de pronto. «¿A Eric Wind? ¿Por qué? Físicamente son muy distintos.»
11
La escena final se desarrolló en el vestíbulo. Hagen no podía , tacontrar el bastón que había traído (se había caído detrás de un baúl, en el closet).
—Y creo que dejé mi cartera en el sillón —dijo mistress [Thayer, empujando ligeramente a su cabizbajo marido hacia la ala de estar.
Pnin y Clements, en una conversación de último momento, se hallaban cada uno a un costado del umbral de la sala, como dos cariátides bien alimentadas, y se apartaron para dejar libre paso al silencioso Thayer. En medio de la habitación, el profesor Thomas, con las manos cruzadas a la espalda y empinándose de vez en cuando, conversaba con miss Bliss sobre Cuba, donde un primo del novio de Betty viviera un tiempo, según ella tenía entendido. Thayer recorrió asiento tras asiento y encontró una cartera blanca, sin saber de dónde la tomaba, con la mente ocupada por las frases que escribiría esa noche en su diario:
Nos sentamos y bebimos, cada cual con su pasado oculto en sí mismo y los despertadores del destino fijos en futuros incalculables; cuando, por fin, hubo un toque de manos y los ojos de los consortes se enfrentaron...
Entretanto, Pnin preguntaba a Joan Clements y a Margaret Thayer si les gustaría ver cómo había arreglado las habitaciones de los altos. La idea les encantó, y las condujo arriba. Su llamado kabinetse veía muy íntimo; el piso rayado estaba cubierto con la alfombra más o menos pakistana que adquiriera para su oficina y que últimamente había escamoteado, en drástico silencio, de debajo de los pies del sorprendido Falternfels. Un chal escocés, bajo el cual Pnin cruzó el océano desde Europa en 1940, y algunos cojines endémicos, disimulaban el lecho. Las repisas rosadas que antes habían soportado varias generaciones de libros infantiles (desde Tom, el Lustrabotas, y El Camino del Éxito, de Horacio Alger, Jr., 1889, y Rodolfo en los Bosques, de Ernest Thompson Seton, 1911, hasta una edición de 1928, de la Enciclopedia Pictórica de Compton, en diez volúmenes, con pequeñas fotografías brumosas) contenían ahora 365 volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Waindell.
—Pensar que he anotado todos esos libros —suspiró mistress Thayer, revolviendo los ojos con fingido espanto.
—Algunos los anotó mistress Miller —dijo Pnin, adicto a la verdad histórica.
Lo que más sorprendió en el dormitorio a las visitantes fue, primero, un gran biombo plegable que aislaba el lecho de las insidiosas corrientes y, segundo, la vista que ofrecía la hilera de ventanitas: una pared de roca negra elevándose abruptamente a unos cincuenta pies de distancia, y un tramo de cielo pálido y estrellado sobre la negra vegetación de la piedra.
—Por fin está usted realmente cómodo —dijo Joan. »
—¿Y sabe lo que voy a contarle? – repuso Pnin, con voz vibrante de triunfo—. Mañana por la mañana, envuelto en el misterio, ¡veré a un caballero que quiere ayudarme a comprar esta casa! Bajaron. Roy entregó a su mujer la cartera de Betty. Hagen encontró su bastón. Buscaron la cartera de Margaret. Laurence reapareció.
—Hasta luego, ¡hasta luego, profesor Vin! —dijo Pnin, con las mejillas encendidas y redondas a la luz de la lámpara del porche.
Todavía en el vestíbulo, Betty y Margaret Thayer admiraban el bastón del orgulloso doctor Hagen, recién enviado de Alemania; un garrote nudoso con una cabeza de asno por mango. La cabeza podía mover una oreja. El bastón había pertenecido al abuelo bávaro del doctor Hagen, un párroco rural. El mecanismo de la otra oreja se había roto en 1914, según una nota dejada por el Pastor. Hagen lo usaba, según dijo, para defenderse de cierto perro alsaciano de la Plaza Greenlawn, porque los perros americanos no están habituados a ver peatones. Prefería caminar a andar en automóvil. La oreja no podía restaurarse, al menos en Waindell.
—Me he quedado pensando por qué me llamó así —dijo T. W. Thomas, profesor de Antropología, a Laurence y Joan Clements, mientras caminaban a través de la oscuridad azul hacia cuatro automóviles detenidos bajo los olmos del otro lado del camino.
—Nuestro amigo Pnin —repuso Clements—, emplea una nomenclatura propia. Sus divagaciones verbales agregan una emoción nueva a la vida. Sus errores son múltiples. Sus lapsus linguae son oraculares. A mi mujer la llama John.
—Pero lo sigo encontrando un tanto raro – insistió Thomas.
—Es probable que lo haya confundido a usted con otro —dijo Clements—. Y bien puede ser que usted sea otro.
Antes de que atravesaran la calle los alcanzó el doctor Hagen. El profesor Thomas, siempre intrigado, se despidió.
—Bien —dijo Hagen.
Era una hermosa noche de otoño.
Joan preguntó:
—¿De veras no quiere que lo llevemos?
—Es una caminata de diez minutos. Y en esta noche maravillosa, caminar es un imperativo.
Los tres se quedaron un momento contemplando las estrellas.
—Cada una de ellas es un mundo —dijo Hagen, mirándolas.
—O un espantoso caos —dijo Clements, con un bostezo—. Temo que sean un cadáver fluorescente y que nosotros estemos dentro.
Del porche iluminado llegó la risa generosa de Pnin que terminaba de contar a los Thayer y a Betty Bliss cómo también él, en una ocasión, había tomado una cartera equivocada.
—Ven, mi cadáver fluorescente —dijo Joan—. Caminemos. Ha sido muy agradable verlo, Herman. Déle saludos a Irmgard. ¡Qué fiesta tan deliciosa! Nunca había visto tan feliz a Timofey.
—Sí, muchas gracias —dijo Hagen, distraído.
—Usted debiera haber visto —prosiguió Joan– su expresión cuando nos dijo que mañana hablaría con un corredor de propiedades para comprar la casa de sus sueños.
—¿Lo dijo? ¿Está segura de que lo dijo? —preguntó bruscamente Hagen.
—Completamente segura —dijo Joan—. Y si alguien necesita una casa, por cierto que es Timofey.
—Bien, buenas noches —dijo Hagen—. Me alegro de que pudieran venir. Buenas noches.
Esperó que llegaran al automóvil, vaciló, pero luego volvió al porche iluminado. Allí, de pie, como si estuviera en un proscenio, Pnin estrechaba por segunda o tercera vez la mano a los Thayer y a Betty.
(-Yo nunca —dijo Joan, mientras hacía retroceder el coche y maniobraba con el volante—, nunca habría permitido que mi hija fuera al extranjero con esa vieja lesbiana—. Cuidado —dijo Laurence—, está borracho, pero puede oír.)
—No lo perdonaré – decía Betty a su alegre anfitrión– por no dejarme lavar los platos.
—Yo lo ayudaré —dijo Hagen, subiendo los peldaños y golpeándolos con el bastón—. Ustedes, niños, márchense.
Hubo una última distribución de apretones de manos y los Thayer y Betty se alejaron.
12
—Primero... —dijo Hagen, mientras entraban a la sala—, creo que voy a beber una última copa de vino con usted.
—¡Perfecto, perfecto! – exclamó Pnin—. Terminemos mi cruchon.
Se arrellenaron, y el doctor Hagen dijo:
—Usted es un anfitrión maravilloso, Timofey. Este es un momento muy agradable. Mi abuelo solía decir que un vaso de buen vino debe ser bebido a sorbos y paladeado como si fuera el último antes de la ejecución. Me pregunto: ¿qué puso usted en este ponche? También me pregunto sí, como afirma la encantadora Joan, usted piensa comprar esta casa.
—No pienso, sólo atisbo la posibilidad —replicó Pnin, con risa gorgoreante.
—Pongo en duda la prudencia de la operación – continuó Hagen, calentando la copa entre las manos.
—Esperaré, naturalmente, a que me den mi título oficial —dijo Pnin astutamente—. Soy Profesor Asistente desde hace nueve años. Los años corren. Pronto seré Asistente por Mérito. Hagen, ¿por qué guarda silencio?
—Usted me coloca en una posición muy difícil, Timofey. Habría preferido que no planteara esa cuestión.
—No planteo ninguna cuestión. Digo simplemente que espero, no en el año próximo, sino, por ejemplo, para el centenario de la Liberación de Siervos, que Waindell me haga Profesor Asociado.
—Vea usted, querido amigo, tengo que comunicarle un triste secreto. No es oficial todavía y usted debe prometerme que no lo repetirá.
—Juro —dijo Pnin, alzando la mano.
—Usted no debe ignorar – continuó Hagen – con qué dedicación, con cuánto cariño construí nuestro gran Departamento. Yo tampoco soy joven. Usted dice, Timofey, que ha estado aquí nueve años. ¡Yo he dado mi vida durante veintinueve años a esta Universidad! Todo mi modesto aporte. Mi amigo, el doctor Kraft, me escribió, hace unos días: «Usted, Herman Hagen, ha hecho más por Alemania en América que lo que todas nuestras misiones han hecho por América en Alemania». Y ¿qué sucede ahora? He cobijado a este Falternfels, a este dragón, en mi seno, y él se ha dado maña para introducirse en una posición clave. ¡Le ahorro ¡os detalles de la intriga!
—Sí —dijo Pnin, con un suspiro—, la intriga es horrible, horrible. Pero, por otra parte, el trabajo honrado siempre se reivindica. Usted y yo dirigiremos el año próximo espléndidos cursos nuevos que he planificado hace tiempo. Sobre la Tiranía. Sobre la Bota. Sobre Nicolás I. Sobre todos los precursores de la atrocidad moderna. Hagen, cuando hablamos de injusticia, olvidamos las masacres de Armenia, las torturas que inventó el Tibet, los colonizadores de África... ¡La historia del hombre es la historia del dolor!
Hagen se inclinó hacia su amigo y le dio unos golpecitos en la nudosa rodilla.
—Usted es un romántico extraordinario, Timofey, y en circunstancias más propicias... No obstante, puedo decirle que en el Trimestre de Primavera haremos algo fuera de lo común. Vamos a presentar un programa teatral; obras que variarán desde Kotzebue a Hauptmann. Lo veo como una especie de apoteosis final... Pero no nos adelantemos. Yo también soy un romántico, Timofey, y, en consecuencia, no puedo trabajar con personas como Bodo, tal como lo desea nuestro Consejo. Kraft se retira de Seabord y me han ofrecido que lo reemplace a partir del próximo otoño.
—Lo felicito —dijo Pnin, calurosamente.
—Gracias, amigo mío. Es una posición hermosa y prominente, por cierto. Aplicaré a un campo más vasto de enseñanza y administración la inestimable experiencia que he adquirido aquí. Pero como sé que Bodo no lo mantendrá a usted en el Departamento de Alemán, mi primer paso fue sugerir que usted fuera conmigo. Desgraciadamente, me dicen que ya tienen bastantes eslavistas en Seabord. Hablé entonces con Blorenge, pero el Departamento de Francés también está completo. Es lamentable que Waindell considere antieconómico remunerar a usted por dos o tres cursos de ruso que ya han dejado de atraer alumnos. Las tendencias políticas en América, bien lo sabemos, desalientan el interés por lo ruso. En cambio, usted se alegrará de saber que el Departamento de Inglés ha invitado a uno de sus compatriotas más brillantes, un conferenciante realmente fascinador (lo oí en una ocasión); creo que es un antiguo amigo suyo.
Pnin se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Eso significa que me despiden?
—No lo tome así, Timofey. Estoy seguro de que su antiguo amigo...
—¿Quién es el antiguo amigo? —preguntó Pnin, entrecerrando los ojos.