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Pnin
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:02

Текст книги "Pnin"


Автор книги: Владимир Набоков



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Hagen nombró al conferenciante fascinador.

Echado hacia delante, con los codos en las rodillas, juntando y separando las manos Pnin dijo: hay para mí una cosa perfectamente clara: nunca trabajaré a sus órdenes.

—Más vale que lo consulte con la almohada. Quizá se pueda encontrar otra solución. En todo caso, tendremos amplias oportunidades de discutir estos asuntos. Seguiremos enseñando, usted y yo, como si nada hubiera sucedido, nicht wahr? ¡Hay que ser valientes, Timofey!

—Así que me han despedido —repitió Pnin, juntando las manos y bajando la cabeza.

—Sí, estamos en el mismo bote, en el mismo bote —dijo Hagen, jovialmente, mientras se incorporaba. Ya era muy tarde.

—Ahora me voy —agregó Hagen, quien, si bien era menos adicto al uso del presente que Pnin, también lo empleaba con frecuencia—. Ha sido una reunión espléndida y nunca me hubiera permitido estropear la alegría si nuestra mutua amiga no me hubiera informado acerca de sus intenciones optimistas. Buenas noches. ¡Oh!, a propósito... Naturalmente, usted recibirá su honorario por el Trimestre de Otoño completo, y en seguida veremos cuánto podremos darle en el de Primavera, especialmente si usted consiente en liberar mis viejos hombros de cierto trabajo estúpido de oficina y si participa vitalmente en el programa de teatro de New Hall. Creo que usted debería representar algún papel bajo la dirección de mi hija. Lo distraería de sus tristes pensamientos. Ahora, a la cama en seguida, y póngase a leer una buena novela de misterio mientras le viene el sueño.

En el pórtico, estrechó la mano inerte de Pnin con inusitado vigor. En seguida hizo molinetes con el bastón y bajó alegremente los peldaños de madera.

La puerta enrejada se cerró detrás suyo.

Der arme Kerh, pobre hombre, murmuró para sí el bondadoso Hagen, mientras caminaba hacia su casa. «Por lo menos, le he dorado la píldora.»



13


Pnin llevó al lavaplatos la vajilla de loza y los cubiertos sucios que había en la mesa principal y en la mesita y guardó la comida sobrante bajo la brillante luz ártica del refrigerador. El jamón y la ensalada no había tenido éxito y quedaba suficiente caviar y tortas de carne para una o dos comidas. «Bum-bum-bum» hizo el armario de la loza cuando Pnin pasó a su lado. Inspeccionó la pequeña sala y se puso a ordenarla. Joan había aplastado una colilla teñida con lápiz labial en su platillo; Betty no había dejado huellas, y había llevado todos los vasos a la cocina; mistress Thayer había olvidado una cajita de lindos fósforos multicolores en el plato, junto a un trozo de nougat; míster Thayer había retorcido, en toda clase de formas fantasmales, media docena de servilletas de papel; Hagen había apagado una colilla de cigarro sobre un racimo de uvas intacto.

En la cocina, Pnin se preparó a lavar la vajilla. Se quitó la chaqueta de seda, la corbata y la dentadura postiza. Para proteger la pechera de su camisa y sus pantalones de smoking, se puso un delantal de soubrette, cuajado de lunares. Raspó los platos guardando los bocados en un cartucho de papel para dárselos a un perrito blanco sarnoso que solía visitarlo por las tardes. No había razón para que la desventura de un ser humano interfiriera el placer de un perro.

Puso un poco de jabón en el lavaplatos, para limpiar la loza, los cubiertos y la cristalería, y con infinito cuidado introdujo la ponchera aguamarina en la espuma tibia. Su cristal resonante emitió un sonido de apagada suavidad cuando llegó al fondo. Enjuagó las copas ambarinas y los cubiertos de plata sumergiéndolos en el mismo jaboncillo. Luego sacó los cuchillos, tenedores y cucharas, los enjuagó y comenzó a secarlos. Trabajaba con suma lentitud, con cierto aire ausente que podría haberse confundido con distracción en un hombre menos metódico. Reunió las cucharas secas en un ramillete, las colocó en un jarro que había lavado pero no secado, y las volvió a retirar una por una para secarlas de nuevo. Buscó bajo las burbujas entre los vasos y debajo de la melodiosa ponchera por si quedaba alguna pieza olvidada y recuperó un cascanueces. El escrupuloso Pnin lo enjuagó, y estaba secándolo cuando este objeto, todo piernas, resbaló de entre el paño y cayó tal como se precipita un hombre desde un tejado. Estuvo a punto de cogerlo; sus dedos lo tocaron en el aire, pero sólo consiguió dirigirlo hacia la espuma terrorífica del fregadero, donde un crujido desgarrador de cristal roto siguió a la zambullida.

Pnin lanzó el paño a un rincón y, volviendo la espalda, se quedó un rato mirando la negrura exterior, a través de la puerta de servicio abierta. Un silencioso insecto verde, con alas de encaje, giraba alrededor del fuerte resplandor de una lámpara colgada sobre la cabeza calva y lustrosa de Pnin. Este parecía muy viejo, con su boca desdentada entreabierta y esa nube de lágrimas contenidas empañando sus ojos que no veían ni pestañeaban. Entonces, con un gemido de angustiosa ansiedad, volvió al lavaplatos y, armándose de valor, hundió la mano en la espuma. Una astilla de vidrio lo pinchó. Suavemente retiró una copa quebrada. La hermosa ponchera estaba intacta. Cogió un paño y prosiguió con el trabajo doméstico.

Cuando todo estuvo limpio y seco, y la ponchera, despectiva y serena, quedó guardada en la firme repisa de un armario, y la brillante casita se encerró bajo llave en la gran noche oscura, Pnin se sentó junto a la mesa de la cocina y, tomando del cajón una hoja de papel amarillo, destapó su estilográfica y comenzó a escribir el borrador de una carta:


Estimado Hagen – escribió, con su letra clara y firme—, permítame recapitular la conversación que sostuvimos esta noche. Debo confesar que ella me sorprendió un tanto. Si tuve el honor de comprender correctamente, usted dijo que...


CAPITULO SÉPTIMO




1


Mi primer recuerdo de Timofey Pnin está asociado con una partícula de carbón que se introdujo en mi ojo izquierdo un domingo de primavera de 1911.

Era una de esas mañanas ásperas, borrascosas y lustrosas de San Petersburgo, cuando el último trozo transparente de hielo del Ladoga ha sido arrastrado al golfo por el Neva, donde las olas índigo se hinchan y lamen el granito del malecón, mientras los remolcadores y las grandes barcazas amarradas a lo largo del embarcadero crujen y entrechocan rítmicamente, y los anclados yates, de caoba y hierro, brillan bajo el sol cambiante. Yo había estado probando una bicicleta inglesa nueva que me acababan de regalar para mi duodécimo cumpleaños y, mientras me dirigía a nuestra casa de piedra rosada, en el Moskaya, la conciencia de haber desobedecido gravemente a mi preceptor me molestaba menos que aquel doloroso carboncillo instalado en mi ojo. Los remedios caseros, tales como aplicaciones de motas de algodón empapadas en té frío y las tri-k-nosu(fricciones del párpado) sólo empeoraban las cosas. Cuando desperté, a la mañana siguiente, el objeto que acechaba bajo mi párpado superior producía la sensación de ser un polígono sólido que a cada lacrimoso parpadeo se hundiera más y más. Por la tarde me llevaron a visitar a un famoso oftalmólogo, el doctor Pavel Pnin.

Uno de esos tontos incidentes que se fijan en la mente receptiva de un niño, dejó marcado para siempre el rato que mi preceptor y yo pasamos en la sala de espera de felpa y polvillo de sol del doctor Pnin, donde la mancha azul de una ventana de miniatura se reflejaba en la cúpula del reloj de la repisa de la chimenea, y donde dos moscas describían lentos cuadrados alrededor de un yerto candelabro. Una señora de sombrero emplumado y su marido, de anteojos negros, se hallaban en el sofá, sumidos en conyugal silencio; luego entró un oficial de caballería y tomó asiento junto a la ventana para leer un periódico; poco después el marido pasó a la consulta del doctor Pnin, y entonces observé una expresión extraña en el rostro de mi preceptor.

Seguí con mi ojo sano su mirada. El oficial se inclinaba hacia la señora; en un francés rápido, la estaba reprendiendo por algo que había hecho o había omitido hacer el día anterior; ella le dio a besar su mano enguantada; él se adhirió al guante de la dama y, en seguida se fue, curado del mal que lo aquejaba.

Por la suavidad de las facciones, la estatura, la delgadez de las piernas y la forma simiesca de la oreja y el labio superior, el doctor Pnin se parecía mucho a su hijo Timofey, tal como éste llegaría a ser tres o cuatro décadas más tarde. Sin embargo, en el padre, una franja de cabellos pajizos poblaba la superficie craneal; usaba un pince-nezbordeado de negro, con una cinta también negra, como el difunto doctor Chekhov; tartamudeaba levemente y su voz era muy distinta a la que después tuvo su hijo. ¡Y qué alivio tan enorme fue cuando, con un instrumento diminuto como la patita de un elfo, el suave médico retiró de mi ojo la dolorosa partícula negra! Me pregunto dónde estará ahora esa partícula. Lo absurdo es que aún existe en alguna parte.

Es probable que durante mis visitas a compañeros de colegio hubiera visto yo otros departamentos típicos de la clase media, porque, inconscientemente, retuve una imagen del departamento de los Pnin que bien puede corresponder a la realidad. Posiblemente aquél consistiera en dos hileras de habitaciones separadas por un corredor largo: a un lado, la sala de espera y la consulta del doctor; tal vez un comedor y, más allá, un salón; al otro lado, dos o tres dormitorios, una sala de estudio, una sala de baño, el dormitorio de servicio y la cocina. Ya iba a marcharme con un remedio para los ojos, mientras mi preceptor aprovechaba la oportunidad para preguntar al doctor Pnin si el cansancio de la vista podía producir perturbaciones gástricas, cuando se abrió y se cerró la puerta de la calle. El doctor Pnin se dirigió, ágilmente al pasillo, hizo una pregunta, se oyó una respuesta apagada y volvió con su hijo Timofey, un gimnazistde trece años, con su uniforme de gimnazicheskiy: blusa negra, pantalón negro y cinturón negro de charol. (Yo iba a un colegio más liberal, donde vestíamos a nuestro antojo.)

¿Recuerdo, en realidad, su pelo corto, su inflada cara pálida y sus rojas orejas? Sí, con toda claridad. Recuerdo aún su manera de retirar el hombro debajo de la orgullosa mano paterna mientras la orgullosa voz paternal decía:

—Este niño acaba de obtener un cinco y medio en el examen de Algebra.

Desde el corredor llegaba un penetrante olor a budín de coles, y, a través de la puerta abierta de la sala de estudio, se divisaba un mapa de Rusia. Sobre la pared, algunos libros colocados en un estante, una ardilla de paño y un monoplano de juguete, con alas de tela y motor de elástico. Si se enrollaba la hélice más de lo debido, el elástico empezaba a retorcerse formando fascinantes remolinos que anunciaban el fin de su resistencia.



2


Cinco años más tarde, después de pasar el verano en nuestra finca cercana a San Petersburgo, mi madre, mi hermana menor y yo visitamos a una tía vieja y aburrida en un dominio rural extrañamente desolado y situado no lejos de un famoso balneario de la costa del Báltico. Una tarde, mientras con reconcentrado éxtasis estaba yo extendiendo un espécimen muy raro de Paphia Fritillary tuyas bandas plateadas se habían unido en una extensión pareja y de brillo metálico sobre sus alas traseras, un camarero me avisó ¡ue la señora deseaba verme. La encontré en el salón de recepciones hablando con dos muchachos orgullosos vestidos con uniformes universitarios. Uno, el de la pelusa rubia, era Timofey Pnin; el otro, de cabellos rojizos, era Grigory Belochkin. Habían ido a solicitar la autorización de mi tía abuela para representar una pieza teatral en una bodega vacía situada en los confines de su propiedad. La obra era una traducción rusa del Liebelei, en tres actos, de Arthur Schnitzler. Ancharov, un actor provinciano semi-profesional, cuya reputación se basaba principalmente en algunos recortes de diarios ya desvaídos, los ayudaría a preparar la función. ¿Quería yo participar? Pero a los dieciséis años yo era tan arrogante como tímido, y me negué a representar el caballero anónimo en el primer acto. La entrevista terminó con un mutuo malestar que no disminuyó al volcar Pnin, o Belochkin, una copa de kvasde pera; y yo volví a mi mariposa. Quince días después tuve que asistir a la representación. La bodega estaba llena de dachniki(veraneantes) y soldados convalecientes de un hospital cercano. Fui con mi hermano. Al lado mío se sentó el administrador de las propiedades de mi tía, Robert Karlovich Horn, hombre gordo y alegre, natural de Riga, de ojos inyectados color azul-porcelana, que aplaudía con entusiasmo cuando no era apropiado. Recuerdo el olor de la decoración de ramas de abeto y los ojos de los niños campesinos brillando en los intersticios de las murallas. Los asientos de primera fila estaban tan cerca del proscenio que, cuando el marido traicionado exhibió un paquete de cartas de amor escritas a su esposa por Fritz Lobheimer, oficial de dragones y estudiante universitario, y las lanzó a la cara de Fritz, se vio perfectamente que eran tarjetas postales viejas. Estoy seguro de que el pequeño papel de este airado caballero fue desempeñado por Timofey Pnin (aunque también podría haber aparecido personificando a otro en los actos siguientes); pero un abrigo color ante, espesos bigotes y una peluca oscura con raya al medio, disfrazaban de tal manera, que el minúsculo interés que yo sentía por su existencia no habría podido garantizar una seguridad consciente de mi parte. Fritz, el joven amante condenado a morir en un duelo, no sólo tenía esa intriga misteriosa entre bastidores con la dama de terciopelo negro, esposa del Caballero, sino que jugaba también con el corazón de Christine, una ingenua joven vienesa. El papel de Fritz lo representaba el cuarentón y fornido Ancharov, que estaba maquillado y se golpeaba el pecho como quien sacude alfombras, y que con sus contribuciones improvisadas al papel que había desdeñado aprender casi paralizaba al amigo de Fritz, Theodor Kaiser (Grigoriy Belochkin). Una solterona, adinerada en la vida real, a quien Ancharov trataba de complacer, hacía malamente el papel de Christine Weiring, la hija del violinista. El papel de la pequeña sombrerera, querida de Theodor, Mizi Schlager, fue desempeñado en forma encantadora por una linda niña de cuello espigado y ojos de terciopelo, la hermana de Belochkin, que se llevó la mayor ovación de la noche.

No es probable que durante los años de la Revolución y la Guerra Civil que la siguió, haya tenido yo ocasión de recordar al doctor Pnin y a su hijo. Si he reconstruido con cierto detalle las impresiones precedentes; es sólo para fijar lo que pasó por mi mente como un destello cuando, en una noche de abril de principios de la década 1920-29, en un café de París, me encontré dando un apretón de manos a Timofey Pnin, entonces de barba rojiza y ojos infantiles, joven y erudito autor de varios artículos admirables sobre la cultura rusa. Los escritores y artistas emigrados acostumbraban reunirse en Les Trois Fontainesdespués de los recitales o charlas, tan populares entre los expatriados rusos; y fue en una de esas ocasiones cuando, afónico todavía por la lectura, no sólo traté de recordar a Pnin nuestros anteriores encuentros, sino de entretener a los que lo rodeaban con la extraordinaria fuerza y lucidez de mi memoria. Sin embargo, él lo negó todo. Dijo que recordaba vagamente a mi tía abuela, pero que nunca la había visto. Dijo que sus notas en álgebra habían sido siempre mediocres y que, en todo caso, su padre nunca lo había exhibido a sus clientes. Dijo que en Zabava(Liebelei) sólo hizo el papel del padre de Christine. Nuestra pequeña discusión no pasó de una broma; todos rieron. Dándome cuenta de la resistencia que él oponía a reconocer su propio pasado, pasé a un tema menos personal.

Luego me percaté de que una muchacha llamativa, que llevaba una blusa de seda negra, se había constituido en mi mejor auditora. Estaba ante mí, de pie, con el codo derecho apoyado en la palma izquierda, sosteniendo un cigarrillo entre el pulgar y el índice de la mano derecha como lo habría hecho una gitana. Tenía los brillantes ojos azules semicerrados por el humo que escapaba del cigarrillo. Era Liza Bogolepov, estudiante de medicina y también poetisa. Me preguntó si podía enviarme un puñado de poemas para que los criticara. Un poco después, en la misma reunión, la vi sentada junto a un joven compositor repulsivamente velludo, Iván Nagoy. Estaban bebiendo auf Bruderschaft, lo que se hace enlazando el brazo con el del compañero de bebida; y unos cuantos asientos más allá, el doctor Barakan, un neurólogo de talento y reciente amante de Liza, la observaba con muda desespe—; ración. Pocos días más tarde ella me envió los poemas. Una gran parte de su producción pertenecía a la especie que las rimadoras emigradas escribían imitando a Akhmatova: poemitas lírico-sentimentales que comenzaban de puntillas, con tetrámetros más o menos anapésticos, y acababan por sentarse pesadamente, dando un suspiro melancólico.


Samotsvétov króme ochéy


Net u menyá nikakíb


No esf roza eshchó nezhnéy


Rózovih gúb moíh.


y uno sha tihiv skazál:


«Vashe sérdtse vsegó nezhnéy...»


I yá opustila glazá...




He marcado los acentos tónicos y transliterado el ruso de acuerdo con la convención acostumbrada de que la «u» y la «i» son cortas, y de que la «zh» se parece a la «j» francesa. Rimas tan incompletas como skazál-glazáeran consideradas muy elegantes. Obsérvense también las corrientes subterráneas eróticas y las sugerencias de cour d'amour. Una traducción en prosa diría así:



3


No poseo joyas aparte de mis ojos, pero tengo una rosa que es más suave aún que mis labios rosados. Y un joven tímido me dijo: «Nada hay más blando que tu corazón.» Y yo bajé la mirada.

Contesté a Liza diciéndole que sus poemas eran malos y que dejara de versificar. Un tiempo después la vi en otro café, sentada ante una mesa larga, floreciente y deslumbradora entre una docena de jóvenes poetas. Mantenía fija en mí su mirada de zafiro con persistencia burlesca y misteriosa. Hablamos. Le propuse que me dejara ver nuevamente esos poemas en un sitio más tranquilo. Lo hizo. Le dije que los encontraba aún peores de lo que me habían parecido en la primera lectura. Vivía en la habitación más barata de un ruinoso hotelito, sin baño, y con un par de jóvenes ingleses por vecinos, ambos enamorados de ella.

¡Pobre Liza! Tenía, por supuesto, sus momentos artísticos en que se detenía, arrobada, en una noche de mayo en una calle miserable, para admirar, no: para adorar, los restos abigarrados de algún afiche viejo a la luz de un farol, en medio del verde translúcido de las hojas de tilo que caían junto a él. Pero era una de esas mujeres que combinan una belleza sana con un espíritu vulgar, emanaciones lincas con una mente muy práctica y muy vulgar; el mal humor con el sentimentalismo, una entrega lánguida con una robusta capacidad para descargar en otros una serie de imposiciones absurdas. Como resultado de ciertas emociones, y en el curso de algunos acontecimientos cuya narración no interesaría al lector, Liza se tragó un puñado de píldoras somníferas. Al quedar inconsciente, desparramó un frasco de tinta roja con la que acostumbraba a escribir sus versos. Y fue ese hilillo vívido que escapaba por debajo de su puerta el que la salvó, al ser visto por Chris y Lew en el momento preciso.

Después de este percance pasé una quincena sin verla; hasta que, en vísperas de mi partida a Suiza y Alemania, me acorraló en el jardincillo en que remataba mi calle. Se veía esbelta y extraña con aquel lindo vestido nuevo del mismo color gris paloma que tiene París, y con ese sombrero, también nuevo y realmente fascinador, adornado con un ala de pájaro azul. Me entregó un papel doblado.

—Necesito un último consejo de usted – me dijo, con lo cue llaman los franceses una voz «blanca»—. Esta es una propuesta matrimonial que he recibido. Esperaré hasta medianoche. Si usted no se hace presente, la aceptaré.

Llamó un taxi y partió.

Casualmente, la carta ha quedado entre mis papeles. Hela aquí;


Temo que mi confusión la lastime, querida Lise(el autor de la carta, aunque escribía en ruso, la llamaba con la forma francesa de su nombre, supongo que para evitar el «Liza», demasiado familiar, y el Elizaveta Innokentievna, excesivamente ceremonioso). Siempre es doloroso para una persona sensitiva (chutkiy) ver a otra en una situación difícil. Y yo me encuentro, decididamente, en una posición muy difícil.

Usted, Lise, está rodeada de poetas, hombres de ciencia, artistas y elegantes. Se dice que el célebre pintor que hizo su retrato el año pasado se ha entregado a la bebida (gevoryat, spilsya) en las tierras salvajes de Massachusetts. Se rumorean otras cosas. Y aquí me tiene, osando escribirle.

No soy bien parecido; no soy interesante; no poseo talento; ni siquiera soy rico. Pero, Lise, le ofrezco todo lo que tengo. Y, créame, es más de lo que cualquier genio puede ofrecerle, porque un genio tiene que reservarse para sí, por lo que no puede ofrecerle todo su ser como yo lo hago. Es posible que yo no sea feliz, pero haré todo lo que pueda para que usted lo sea. Quiero que escriba poemas. Quiero que continúe sus investigaciones psico-terapéuticas, que no comprendo mucho, aunque dudo de la validez de lo que entiendo. Agrego, al pasar, que en sobre separado le envío un folleto publicado en Praga por mi amigo el profesor Chateau, quien refuta brillantemente la teoría de su doctor Halp: aquella que dice que el nacimiento es un acto suicida por parte de la criatura. Me he permitido corregir una errata evidente en la página 48 del excelente artículo de Chateau. Espero su...(probablemente aquí decía: decisión, pero el pie de la página con la firma había sido recortado por Liza).



4


Cuando volví a visitar París, media docena de años más tarde, supe que Timofey Pnin se había casado con Liza Bogolepov poco f después de mi partida. Ella me envió una colección publicada de sus poemas: Suhie Gubi (Labios Secos), dedicada en tinta roja oscura: «De una Forastera a otro Forastero» (neznakomtsu ot neznakomki). Los vi en una tertulia en el departamento de un emigrado famoso, un socialrevolucionario, una de esas reuniones de confianza en que terroristas anticuados, monjas heroicas, hedonistas de talento, liberales, jóvenes poetas-aventureros, artistas y novelistas ancianos, editores y publicistas, filósofos libre-pensadores y eruditos representaban una especie de caballería andante el núcleo activo y significativo de una sociedad excitada que, durante un tercio de siglo, permaneció prácticamente ignorada de los intelectuales americanos, para quienes, gracias a la astuta propaganda comunista, el ser emigrado ruso equivalía a pertenecer a una masa vaga y perfectamente ficticia de los llamados «trotskistas» (quienesquiera que sean), reaccionarios arruinados, hombres de la cheka reformados o disfrazados, damas nobles, sacerdotes profesionales, dueños de restaurantes y grupos militares de la Rusia Blanca, desprovistos de toda importancia cultural. Aprovechando la circunstancia de que Pnin estaba enfrascado en una discusión política sobre Kerenski en el otro extremo de la mesa, Liza me informó, con la brutal sinceridad que la caracterizaba, que «había dicho todo a Timofey»; que él era un «santo» y que la había «perdonado». Afortunadamente, ella no lo acompañó a recepciones posteriores en que tuve el placer de sentarme a su lado, o enfrente de él, en compañía de amigos queridos, en nuestro pequeño planeta solitario, dominando la ciudad negra y centelleante, mientras la luz de la lámpara se reflejaba en éste o aquél cráneo socrático y una rodaja de limón giraba en el vaso de té que revolvíamos. Una noche, en la que el doctor Barakan, Pnin y yo estábamos en casa de los Bolotovi, hice al neurólogo un comentario casual sobre una prima suya, Ludmila, ahora lady D, con quien había estado en Yalta, Atenas y Londres; de pronto, y a través de la mesa, Pnin gritó al doctor Barakan:

—No crea una palabra de lo que dice, Gorgiy Aramovich. Todo lo inventa. Una vez me inventó que habíamos sido compañeros de colegio y que preparábamos juntos los exámenes. Es un terrible mitómano ( on uzhasniy vidumshchik).

Nos sorprendió tanto su estallido, que Barakan y yo nos miramos en silencio.



5


Al recordar antiguas amistades, las impresiones recientes tienden a empañar las primeras. Recuerdo haber conversado en Nueva York con Liza y su nuevo marido, el doctor Eric Wind, entre dos actos de una obra teatral rusa, a comienzos de la década 1940-49 El dijo que «profesaba un sentimiento realmente tierno hacia el herrProfessor Pnin», y me dio algunos detalles grotescos del viaje que hicieran juntos desde Europa, a comienzos de la segunda guerra mundial. Me encontré con Pnin varias veces durante esos años en diversas funciones sociales y académicas en Nueva York, pero el único recuerdo vivido que conservo es nuestro viaje en un ómnibus del barrio occidental de la ciudad, una noche muy festiva y luminosa de 1952. Acudíamos desde nuestras respectivas universidades para tomar parte en un programa literario y artístico ante un gran auditorio de emigrados, en el barrio bajo de Nueva York, en ocasión del centenario de la muerte de un gran escritor. Pnin estaba enseñando en Waindell desde 1945, más o menos, y nunca lo había visto de mejor aspecto, tan próspero y seguro de sí. Sucedió que ambos nos alojábamos en las calles ochenta del lado occidental, y, mientras colgábamos de nuestras respectivas manillas en el vehículo repleto y espasmódico, mi buen amigo lograba combinar una inclinación y una torsión enérgica de la cabeza, en sus continuas tentativas por comprobar los números de las calles atravesadas, mientras me hacía un relato magnífico de todo lo que no tuvo tiempo de decir en la charla sobre Homero y del uso que Gogol hacia de la «comparación no planificada».



6


Cuando me decidí a aceptar una cátedra en Waindell, estipulé que podría invitar a quienquiera yo necesitase para dirigir la Sección Rusa que proyectaba inaugurar. Cuando me lo confirmaron, escribí a Timofey Pnin pidiéndole en los términos más cordiales que encontré, que me ayudara en la forma que considerara conveniente. Su respuesta me sorprendió y lastimó. Me escribió, cortésmente, que había renunciado a enseñar y que ni siquiera se molestaría en esperar el término del Trimestre de Primavera. Luego pasaba a otros tópicos. Victor (por quien yo había preguntado) se hallaba en Roma, con su madre; ésta se había divorciado de su tercer marido, casándose con un italiano que comerciaba en objetos de arte. Pnin terminaba su carta expresando que, con gran pesar suyo, abandonaría Waindell dos o tres días antes de la conferencia pública que yo debía dar el martes 15 de febrero. No especificaba su punto de destino.

El «Greyhound» que me llevó a Waindell el lunes 14, llegó al anochecer. Me esperaban los Cockerell, quienes me obsequiaron con una cena en su casa, y descubrí que debería pasar ahí la noche en vez de dormir en un hotel, como habría preferido. Gwen Cockerell era una mujer bonita, con perfil de gato y miembros gráciles, que frisaba en los treinta años. Su marido, con quien ya me encontrara una vez en New Haven y al que recordaba como un inglés algo fláccido, con cara de luna y cabello de un rubio neutro, había adquirido un parecido notable con Pnin, a quien estuvo imitando cerca de diez años. Yo estaba cansado y no tenía gran deseo de que me entretuvieran durante la comida con un espectáculo de salón de té, pero tengo que reconocer que Jack Cockerell imitaba a Pnin a la perfección. Durante casi dos horas, me lo mostró en todos sus aspectos: Pnin enseñando, Pnin comiendo, Pnin mirando de soslayo a una alumna, Pnin relatando la epopeya del ventilador eléctrico que imprudentemente instalara en una repisa de vidrio sobre la tina de baño, donde casi lo había hecho caer su propia vibración; Pnin tratando de convencer al profesor Wynn, el ornitólogo que apenas lo conocía, de que eran antiguos camaradas, Tim y Tom, y la conclusión a que llegó Wynn de que se trataba de alguien que imitaba al profesor Pnin. La reconstitución se basaba, por supuesto, en los gestos pninianos y en el desconcertante inglés pniniano; pero Cockerell lograba también imitar matices tan sutiles como el grado de diferencia entre el silencio de Pnin y el silencio de Thayer, mientras rumiaban, inmóviles y sentados en sillas adyacentes en el Club de la Facultad. Tuvimos a Pnin en la Biblioteca; a Pnin en la laguna de los jardines universitarios. Oímos a Pnin criticando las habitaciones que sucesivamente había alquilado. Escuchamos la relación de cómo aprendió Pnin a conducir un automóvil y de cómo reparó el primer pinchazo en su viaje de vuelta del «criadero de aves de algún Consejero privado del Zar», donde suponía Cockerell que Pnin pasaba los veranos. Llegamos por fin a la declaración de Pnin de que había sido «disparado», con lo cual, de acuerdo con su imitador, el pobre hombre quería decir «despedido» (error que dudo de que mi amigo pudiera haber cometido). El brillante Cockerell también comentó la extraña pelea entre Pnin y su compatriota Komarov, el mediocre muralista que seguía agregando retratos al fresco de Miembros de la Facultad en el comedor de Profesores. Aunque Komarov pertenecía a una facción política diferente, el patriótico artista había interpretado la expulsión de Pnin como un gesto anti-ruso, y comenzó a borrar un Napoleón malhumorado que había entre un Blorenge joven y gordinflón (escuálido ahora) y un Hagen joven y bigotudo (ahora afeitado), para pintar a Pnin. Y hubo una escena entre Pnin y el rector Poore durante un almuerzo; un Pnin furibundo y balbuciente, perdido, dominando apenas el inglés tan mal asimilado; indicando en el muro, con un dedo tembloroso, los bosquejos preliminares de un mujikespectral; gritando que entablaría un juicio a la Universidad si su rostro aparecía sobre esa blusa; y el imperturbable Poore, encarcelado en la oscuridad de su ceguera total, esperando que Pnin se agotara para preguntar a los comensales:


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