Текст книги "Pnin"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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La sensación de haberse retrasado para una cita de odiosa puntualidad como, por ejemplo, el colegio, la comida, o la hora de acostarse, añadía el desagrado de un apresuramiento torpe a esa búsqueda ya cercana al delirio. El follaje y las flores, sin que nada alterase su intrincada urdimbre, parecían desprenderse en un cuerpo ondulante del fondo azul-pálido el cual también abandonaba su dimensión de papel y se dilataba en hondura haciendo que el corazón del espectador casi estallara a consecuencia de tal expansión. Aún podía distinguir, a través de las guirnaldas, ciertas zonas de la habitación llenas de una vida más tenaz que el resto: el biombo de laca, el resplandor de un vaso y las perillas de bronce de su catre; pero estas no lograban dominar a las hojas de encina y al resto de la abundante floración mural, del mismo modo que los reflejos de algunos objetos en la parte interior del vidrio de una ventana tampoco logran dominar al paisaje exterior visto a través de éste.
Y aunque el testigo y víctima de estos fantasmas estaba acuñado en su lecho, hallábase, de acuerdo con la doble naturaleza del ambiente que lo rodeaba, simultáneamente sentado en un banco de un parque verde-púrpura. Durante un instante tuvo la sensación de lograr, por fin, la clave que había buscado; pero, llegado de muy lejos, un viento susurrante cuyo volumen aumentaba al despeinar los rododendros —ahora sin flores, y ciegos– confundió todo el razonable sistema que una vez había tenido el dormitorio de Timofey. Estaba vivo y eso bastaba. Sentía que el respaldo del banco contra el cual seguía reclinado era tan real como sus ropas, su billetera, o la fecha del Gran Incendio de Moscú en 1912.
Una ardilla gris que estaba frente a él, sentada en el suelo cómodamente sobre sus cuartos traseros, tanteaba un hueso de durazno. El viento hizo una pausa y luego volvió a agitar el follaje.
El ataque lo había dejado un tanto atemorizado y tembloroso, pero argüyó que si hubiera sido un verdadero ataque al corazón, su desasosiego y preocupación habrían sido, sin duda, mucho mayores, y este raciocinio indirecto disipó completamente su miedo. Eran ya las cuatro y media. Se sonó y se encaminó penosamente hacia la estación.
El primer empleado había vuelto.
—Aquí está su valija —le dijo alegremente—. Lamento que haya perdido el bus a Cremona.
—Al menos – y cuánta ironía trató de inyectar nuestro infortunado amigo en ese «al menos»—, espero que todo ir bien con su esposa.
—Le irá bien. Creo que ella tendrá que esperar hasta mañana.
—Y ahora —dijo Pnin—, ¿dónde estar ubicado teléfono público?
El hombre se inclinó hacia fuera y de costado lo más posible sin abandonar su cubil y señaló con su lápiz. Pnin, valija en mano, se preparó a partir, pero lo llamaron para que volviera. El lápiz estaba dirigido ahora hacia la calle.
—Oiga, ¿ve esos dos tipos cargando ese camión? Van a Cremona ahora mismo. Dígales que lo manda Bob Horn. Ellos lo llevarán.
3
Ciertas personas —y me encuentro entre ellas– detestan los finales felices. Nos sentimos defraudados. La regla es el daño. La tragedia no debe frustrarse. La avalancha que se detiene en su cauce a unos metros de la aldea acobardada, se comporta no sólo antinaturalmente sino también sin ética. Si yo hubiera estado leyendo cerca de este buen hombre en vez de escribir sobre él, hubiera preferido que al llegar a Cremona hubiese descubierto que su charla no era ese viernes sino el siguiente. Sin embargo, no sólo llegó sano y salvo, sino a tiempo para la comida (una macedonia de frutas como entrada, gelatina de menta con el anónimo plato de carne y crema de chocolate con helado de vainilla). Por último, harto de dulces, vestido con su terno negro y haciendo malabarisrnos con los tres ensayos literarios que había metido en su chaqueta para que no le fuera a faltar el que necesitaba (burlando así a la desgracia por necesidad matemática), se sentó en una silla cerca de la mesa de conferencia, mientras Judith Clyde, una rubia de edad imprecisa vestida de rayón color agua, con extensas mejillas teñidas de un hermoso rosa caramelo, y ojos brillantes bañados en un azul lunático detrás del pince-nezsin marcos, presentaba a Pnin.
—Esta noche —dijo—, el conferencista de la tarde... A propósito, ésta es nuestra tercera tarde de los viernes; la última vez, corno ustedes recordarán, gozamos oyendo lo que el profesor Moore nos dijo sobre la agricultura china. Esta noche tenemos aquí, me enorgullezco en decirlo, a un ruso de nacimiento y ciudadano de este país, el profesor, aquí viene lo difícil me temo, el profesor Pun-nin. Espero haberlo dicho bien. Casi no necesita presentación y todas estamos felices de tenerlo aquí. Nos aguarda una tarde larga, una tarde larga y fructífera, y estoy segura de que todas querrán disponer de tiempo después para hacerle preguntas. De paso diré que se me ha informado que su padre era el médico de la familia Dostoievsky, y viajó mucho por ambos lados de la Cortina de Hierro. En consecuencia, no restaré más tiempo a su precioso tiempo y me limitaré a agregar unas palabras sobre nuestra próxima charla del viernes. Tengo la seguridad de que rodas estarán encantadas de saber que se nos reserva una magnífica sorpresa. Nuestra próxima conferencista será la distinguida poetisa y prosista miss Linda Lacefieid. Todas sabemos que ha escrito poesía, prosa y algunos cuentos cortos. Miss Lacefieid nació en Nueva York. Sus antepasados, por ambos lados, combatieron por los dos bandos en la Guerra de Secesión. Escribió su primer poema antes de graduarse. Muchos de sus poemas, tres de ellos por lo menos, han sido publicados en «Réplica», Cien Poemas Líricos de Amor por mujeres Americanas. En 1922 recibió el premio en dinero ofrecido por... Pero Pnin no escuchaba. Una ligera inquietud nacida de su reciente ataque absorbía por completo su atención. Tuvo sólo algunas palpitaciones, con una sístole adicional aquí y allá —ecos finales, inofensivos– y se esfumó cuando su distinguida anfitriona lo invitó a pasar a la mesa; pero mientras esa inquietud duró, ¡cuán límpida fue la visión!: En el centro de la primera fila de asientos vio a una de sus tías del Báltico, llevando las perlas, los encajes y la peluca rubia que luciera en todas las funciones del gran cómico Khodotov, al que había adorado antes de enloquecer. Junto a ella, sonriendo tímidamente, inclinada la cabeza oscura, lisa y brillante y deslumbrando a Pnin con su suave mirada parda bajo aterciopeladas cejas, mientras se abanicaba con el programa, estaba una de las muchachas que había amado, ahora muerta. Viejos amigos asesinados, olvidados, agraviados, incorruptibles e inmortales, aparecían dispersos por la opaca sala entre otras personas del presente, como miss Clyde, que modestamente se había sentado en un asiento de primera fila. Vanya Bednyashkin (fusilado por los rojos en 1919 en Odessa porque su padre había sido liberal) le hacía alegres señas a su antiguo compañero de clase desde el fondo de la sala. Y en una ubicación retirada, el doctor Pavel Pnin y su anhelante esposa, ambos un tanto borrosos, pero, después de todo, muy nítidos si se piensa en el abismo insondable del recuerdo en donde habían estado sumergidos, contemplaban a su hijo con la misma devastadora pasión y el mismo orgullo con que lo habían mirado esa noche de 1912 cuando, en una fiesta del colegio en que se conmemoraba la derrota de Napoleón, él había recitado (muchachito de gafas y tan solitario en el proscenio) un poema de Pushkin.
La breve visión había desaparecido. La anciana miss Herring, profesora jubilada de Historia, autora de Rusia Despierta(1922), se inclinaba por encima de dos miembros del auditorio para felicitar a miss Clyde por su discurso, mientras detrás de esa dama, una compañera aún más vieja, agitaba frente a su nariz un par de manos marchitas que aplaudían sin hacer ruido.
CAPITULO SEGUNDO
I
Las famosas campanas de la Universidad de Waindell se hallaban en la mitad de sus repiques matinales.
Laurence G. Clements, profesor de Waindell, cuyo único curso bien recibido era el de Filosofía del Gesto, y Joan, su esposa, regresada de Pendleton en 1930, se habían separado recientemente de su hija, que era la mejor alumna de su padre: Isabel se había casado, cuando cursaba el primer año, con un graduado de Waindell que trabajaba en obras de ingeniería en un lejano estado del Oeste.
Las campanas resonaban musicalmente bajo el sol plateado. Enmarcada en la ventana, como un cuadro, la pequeña ciudad de Waindell – pintada de blanco y salpicada de ramitas negras – se proyectaba, como dibujada por un niño, en perspectiva carente de profundidad, hacia los cerros color gris pizarra; la escarcha embellecía todas las cosas; las partes brillantes de los autos detenidos resplandecían; el viejo Scotch-terrierde miss Dingwall, una especie de péCarl cilindrico, había iniciado sus jiras calle Warren arriba y Avenida Spelman abajo, y vuelto a hacer el mismo camino; pero ni el espíritu de buena vecindad, ni el paisaje, ni un cambio en el repique, podían suavizar la estación; en quince días más, después de una bien rumiada pausa, el año académico entraría en la más invernal de sus fases: el Trimestre de Primavera. Y los Clements se sentían deprimidos, inquietos y solitarios en su hermosa casa vieja, plagada de corrientes de aire, que ahora parecía colgar alrededor de ellos como la piel suelta y las ropas flaccidas de algún loco que ha perdido la tercera parte de su peso. Es que Isabel era tan niña, tan ambigua; y ellos, en realidad, nada sabían de sus parientes políticos, fuera de esa fiesta nupcial con rostros empolvados, en un salón alquilado, con la vaporosa novia tan desvalida ya que no se había puesto las gafas.
Las campanas, bajo el mando entusiasta del doctor Robert Trebler, miembro activo del Departamento de Música, seguían resonando con fuerza en esa atmósfera angelical, y ante un frugal desayuno de naranjas y limones, Laurence, rubio indefinido, semicalvo y de una obesidad malsana, criticaba al jefe del Departamento de Francés, una de las personas que Joan había invitado para que se encontrara esa tarde en su casa con el profesor Entwistle, de la Universidad de Goldwin.
—¿Cómo se te ocurrió —dijo furioso– invitar a ese individuo Blorenge, una momia, un pelmazo, uno de los pilares de estuco de la educación?
—Me gustaAnn Blorenge —dijo Joan, recalcando su afirmación y su afecto con inclinaciones de cabeza.
—¡Una vulgar gata vieja! —gritó Laurence.
—Una gata vieja patética —murmuró Joan. Y fue entonces cuando el doctor Trebler detuvo las campanas y empezó a sonar el teléfono del vestíbulo.
Técnicamente hablando, el arte de narrar las conversaciones telefónicas está muy atrasado respecto al de escribir diálogos mantenidos entre dos habitaciones, o de una ventana a otra a través de una callejuela azul en una ciudad muy antigua, escasa de agua y llena de asnos, tiendas de alfombras, minaretes, extranjeros, melones y vibrantes ecos mañaneros. Cuando Joan, con el andar resuelto de sus piernas largas llegó al apremiante instrumento y dijo aló(cejas en alto, ojos vagabundos), sólo oyó una hueca quietud, el simple sonido de una respiración regular. Por último, la voz del que respiraba desde el otro lado de la línea dijo, con un agradable acento extranjero:
—Un momento; excúseme. —Y luego continuó respirando y acaso carraspeando o aun suspirando levemente, con el acompañamiento de una crepitación que evocaba el ruido de pequeñas páginas al ser hojeadas.
—¡Aló! —repitió ella.
—¿Usted —sugirió cautelosamente la voz– es mistress Fire?
—No —dijo Joan, y colgó el teléfono—. Y, además —continuó, volviendo a la cocina y dirigiéndose a su marido que estaba probando el tocino que ella se había preparado para sí—, no puedes negar que Jack Cockerell dice que Blorenge es un administrador de primera clase.
—¿Quién llamaba?
—Alguien que preguntaba por mistress Feuer o Fayer. Mira, si descuidas deliberadamente todo lo que George... (El doctor O. G. Heml, médico de la familia).
—Joan —dijo Laurence, que se sentía mucho mejor después de la rebanada de tocino—. Joan querida, ¿recuerdas, verdad, que ayer le dijiste a Margaret Thayer que deseabas tener un pensionista?
—¡Dios mío! —exclamó Joan, mientras, obsequiosamente, el teléfono volvía a sonar.
—Es evidente —dijo la misma voz, reanudando plácidamente la conversación —que yo empleé erradamente el nombre de la informante. ¿Hablo con mistress Clements?
—Sí. Habla mistress Clements —dijo Joan.
—Aquí habla el profesor (a lo que siguió una absurda pequeña explosión vocal). Dirijo las clases de ruso. Mistress Fire, que está haciendo medias jornadas en la Biblioteca...
—Sí. Mistress Thayer. Ya lo sé. Bien. ¿Usted quiere ver la habitación?
Lo quería. ¿Era posible darle un vistazo aproximadamente en media hora más? Sí, ella estaría en casa. Molesta, colgó el teléfono.
—¿De quién se trataba esta vez? —preguntó su marido, mirando atrás, con la mano pecosa y gordinflona apoyada en la baranda, en camino al piso alto, hacia la seguridad de su escritorio.
—De una pelota de ping-pongchiflada. Un ruso.
—¡El profesor Pnin, Santo Dios! – gritó Laurence—. Lo conozco bien; lo único que faltaba. Me niego rotundamente a tener ese bicho raro en la casa.
Siguió subiendo con aire truculento. Ella lo llamó.
—Lore, ¿terminaste de escribir ese artículo anoche?
—Casi. —Ya había dado la vuelta a la escalera. Ella sintió el chirrido de su mano en la baranda y luego los golpes—. Hoy lo haré, pero antes tengo que preparar ese condenado examen de EDS.
Esto significaba Evolución del Sentido, el más importante de sus cursos (iniciado ya con una matrícula de doce alumnos, ninguno de los cuales ni siquiera remotamente apostólico) y que habría de terminar con una frase destinada a ser famosa algún día: «La evolución del sentido es, en un sentido, la evolución del sin sentido».
2
Media hora más tarde, Joan miró por encima de los cactos moribundos en la ventana del solario y vio a un hombre de impermeable, sin sombrero y con la cabeza como un globo de cobre pulido, que oprimía optimistamente el timbre de la hermosa casa de ladrillos de su vecina.
El viejo terrierestaba a su lado compartiendo la misma cándida actitud. Miss Dingwall salió con un estropajo en la mano, hizo entrar al digno e indolente perro e indicó a Pnin la residencia entejuelada de los Clements.
Timofey se instaló en el living, subió la pierna po amerikanski(al modo americano) y comenzó a abordar ciertos detalles innecesarios. Fue un curriculum vitaeen cáscara de nuez —o de coco más bien—. Nacido en San Petersburgo en 1898. De padres muertos por el tifus en 1917. Partió para Kiev en 1918. Estuvo en el Ejército Blanco cinco meses, primero como «telefonista de campaña», en seguida en la Oficina de Información Militar. Escapó de Crimea invadida por los Rojos a Constantinopla en 1919. Completó su educación universitaria en...
—¡Vaya! Yo estuve ahí cuando niña el mismo año —dijo Joan, complacida—. Mi padre fue a Turquía mandado por el gobierno, y nos llevó. ¡Podríamos habernos encontrado! Recuerdo la palabra que quiere decir agua. Y había un rosedal...
—Agua en turco es su—dijo Pnin, lingüista por necesidad. Y prosiguió con su fascinante pasado: Completó su educación universitaria en Praga. Estuvo relacionado con diversas instituciones científicas. En seguida... – Bien. Para abreviar el cuento: habité en París desde 1925, abandoné Francia al comienzo de la guerra de Hitler. Ahora está aquí. Ser ciudadano americano. Enseño ruso y temas análogos en la Universidad de Vandal. De Hagen, Jefe del Departamento de Alemán, todas referencias son obtenibles. O de la Casa Universitaria para Profesores Solteros.
—¿No se sintió cómodo allí?
—Demasiadas personas —dijo Pnin—. Personas inquisidoras. Tanto que es ahora para mí absolutamente necesario retraimiento especial.
Tosió en su mano ahuecada con un inesperado y cavernoso sonido (que en cierto modo recordó a Joan un cosaco profesional del Don que una vez había visto) y en seguida se decidió:
—Debo advertir: tengo que sacar todos mis dientes. Es una operación repulsiva.
—Bien. Subamos —dijo alegremente Joan.
Pnin atisbo dentro de la pieza de paredes rosadas y vuelos blancos que perteneciera a Isabel. Se había puesto a nevar de súbito, aunque el cielo era de puro platino. Los copos lentos y centelleantes se reflejaban en el espejo silencioso. Pnin inspeccionó, metódicamente, La Niña con el Gato, de Hoecker, colocada sobre la cama, y El Niño Atento, de Hunt, sobre el estante. En seguida puso su mano cerca de la ventana.
—¿Es temperatura uniforme?
Joan se precipitó al radiador.
—Está que hierve – informó.
—Estoy preguntando: ¿hay corrientes de aire?
—¡Oh, sí! Usted tendrá aire en abundancia. Y aquí está la sala de baño, pequeña, pero independiente.
—¿No hay douche? – preguntó Pnin, mirando hacia arriba—. Quizá mejor así. Mi amigo, el profesor Chateau, de Columbia, una vez quebró su pierna en dos partes. Ahora debo pensar... ¿Qué precio está usted preparada a exigir? Pregunto porque no daré más de un dólar diario, sin incluir, evidentemente, nutrición.
—Muy bien —dijo Joan, con su risa rápida y agradable.
Esa misma tarde, uno de los alumnos de Pnin, Charles McBeth («Debe ser loco, a juzgar por sus composiciones», solía decir Pnin) trasladó encantado el equipaje de Pnin en un auto patológicamente purpúreo y desprovisto de tapabarros en el lado izquierdo. Después de comer temprano en El Huevo y Nosotros, un pequeño restaurante de poco éxito recientemente inaugurado, que Pnin frecuentaba por exclusiva simpatía al fracaso, nuestro amigo se dio a la agradable tarea de pninizar su nueva habitación. Isabel se había llevado consigo su adolescencia, y la que quedó en el cuarto fue arrancada por su madre; no obstante, aún quedaban indicios, y antes de hallar las adecuadas ubicaciones para su lámpara de luz solar, su enorme máquina de escribir con alfabeto ruso, guardada en una caja rota y remendada con papel engomado, cinco pares de hermosos zapatos, extrañamente pequeños y con diez hormas metidas dentro, un dispositivo para moler y preparar café que no era tan bueno como el que había reventado el año anterior, un par de despertadores que cada noche corrían idéntica carrera, y setenta y cuatro volúmenes de biblioteca, en su mayoría viejos periódicos rusos encuadernados sólidamente por el librero del Waindell College, Pnin, con toda finura, confinó en una silla, que encontró en el rellano de la escalera, media docena de libros desamparados tales como Los Pájaros y sus Nidos, Días Felices en Holanda y Mi Primer Diccionario(con más de 600 ilustraciones que representaban zoos, partes del cuerpo humano, fincas, incendios, todas elegidas científicamente), y también un solitaria cuenta de madera perforada en el centro.
Joan, que usaba la palabra «patético» acaso con demasiada frecuencia, declaró que invitaría a ese sabio patéticoa beber una copa, a lo que su marido replicó que él también era un sabio patético y que se marcharía a un cine si ella ponía en práctica la amenaza. No obstante, cuando Joan subió a invitar a Pnin, éste declinó el convite diciendo, con sencillez, que había resuelto no usar más alcohol. Poco antes de las nueve llegó Entwistle, acompañado de tres parejas, y a las diez la fiestecita estaba en su apogeo. De súbito Joan, que hablaba con la linda Gwen Cockerell, vio a Pnin, de sweaterverde, parado en la puerta que conducía al pie de la escalera, sosteniendo en alto un vaso para que ella lo viera. Se apresuró a juntársele, y poco faltó para que chocara con su marido que atravesaba el living al trote para detener, estrangular, o demoler a Jack Cockerell, jefe del Departamento de Inglés, quien, de espaldas a Pnin, estaba entreteniendo a mistress Hagen y a mistress Blorenge con su famoso número (era uno de los mejores, sino el mejor imitador de Pnin en la Universidad). Su modelo, entretanto estaba diciendo a Joan:
—No hay un vaso limpio en el baño, y existen otras molestias: viento desde el piso y viento desde las paredes...
Pero el doctor Hagen, un anciano agradable y rectangular, también había visto a Pnin y lo saludó festivamente. Un momento después, Timofey, con su vaso debidamente reemplazado por un copetín, era presentado al profesor Entwistle.
– Zdrastvuyte kak pozhivaete horosho spasibo—matraqueó Entwistle, en una excelente imitación del habla rusa, y en realidad, algo se asemejaba a un alegre coronel zarista de paisano—. Una noche, en París – prosiguió, con los ojos danzándole—, en el cabaret Ougolok, convencí con mi pronunciación a un grupo de trasnochadores rusos de que yo era un compatriota posando de americano, ¿saben?
—En dos o tres años —dijo Pnin—, yo también seré tomado por americano.
Todos estallaron en carcajadas, menos el profesor Blorenge.
—Le buscaremos una estufa eléctrica —dijo Joan a Pnin, mientras le ofrecía aceitunas.
—¿Qué fabricación de estufa? —preguntó Pnin, suspicaz.
—Eso ya lo veremos. ¿Tiene más quejas?
—Sí. Perturbaciones sónicas —dijo Pnin—. Oigo cada, pero cada sonido del primer piso, pero no es éste ahora sitio de comentarlo, pienso yo.
3
Los invitados comenzaron a retirarse. Pnin subió a su cuarto con un vaso limpio en la mano. Entwistle y su anfitrión fueron los últimos en salir. El aguanieve se amontonaba en la noche oscura.
—Es una lástima —dijo el profesor Entwistle – que no conr sigamos tentarlo y se venga de una vez por todas a Goldwin. Tenemos a Schwarz y al viejo Crates, que figuran entre sus mayores admiradores. Tenemos una. laguna auténtica. Lo tenemos todo. Hasta tenemos a un tal Pnin entre los profesores.
—Lo sé. Lo sé —dijo Clements—. Pero los ofrecimientos han llegado tarde. Quiero retirarme pronto, y hasta entonces prefiero quedarme en mi agujero, mohoso pero familiar. ¿Qué le pareció —dijo, bajando la voz, – monsieurBlorenge?
—Me dio la impresión de ser un gran tipo. Pero debo decirle que en ciertas cosas me recordó a la figura, probablemente legendaria, del Director del Departamento de Francés, que creía que Chateaubriand era un chef famoso.
—Cuidado —dijo Clements—. Ese cuento se le atribuyó primero a Blorenge, y era auténtico.
4
A ía mañana siguiente, el heroico Pnin partió a la ciudad blandiendo un bastón al estilo europeo (arriba abajo, arriba-abajo) y examinó diversas cosas a su alrededor, tratando filosóficamente de imaginarse qué impresión le causarían después de la gran prueba que iba a sufrir. Dos horas más tarde ya estaba de vuelta, doblado sobre su bastón, y sin haber mirado cosa alguna. Una oleada de adíente dolor había ido reemplazando gradualmente el hielo y la madera de la anestesia en su boca, medio muerta, abominablemente martirizada y en proceso de descongelación. Durante algunos días guardó luto por aquella parte tan íntima de sí mismo. Se extrañó al darse cuenta del cariño que le tenía a sus dientes. Su lengua, una foca gorda y resbalosa, acostumbraba a debatirse y deslizarse dichosamente entre las rocas familiares, controlando un reino en decadencia pero todavía seguro, hundiéndose en cavernas y ensenadas, trepando por este picacho, hozando en aquella entalladura descubriendo una brizna de alga dulce en la vieja grieta de siempre. Pero ahora no le quedaba ni un solo punto de referencia; no había más que una gran herida oscura, una terra incognitade encías, que el miedo y el asco le prohibían investigar. Y cuando le colocaron las planchas, fue como si a un pobre cráneo fósil le hubieran encajado la risueña mandíbula de un ser completamente desconocido.
Como si todo hubiera sido planeado, no dio charlas ni atendió los exámenes, en los que fue reemplazado por Miller. Pasaron diez días y, de pronto, comenzó a gozar del nuevo dispositivo. Fue una revelación, fue un amanecer; fue como si hubiese ganado un bocado firme de esa América eficiente, alabastrina y humana. Por la noche guardaba su tesoro en un vaso especial, lleno de un líquido especial, y parecía como si desde allí estuviera sonriéndose a sí mismo, rosáceo y perlado, perfecto como un bello representante de la flora submarina. El gran trabajo sobre la Antigua Rusia, un sueño maravilloso mezcla de folklore, poesía, historia social y petite histoire, que durante los últimos diez años había estado planificando con ternura, al fin le parecía accesible, sin dolores de cabeza y con este nuevo anfiteatro de translúcido plástico, un escenario y una representación a la vez. Cuando empezó el Trimestre de Primavera, sus alumnos no pudieron menos que observar el cambio producido en su cara, sobre todo cuando Pnin se sentaba y, coquetamente, se golpeaba con la punta de goma de su lápiz esos incisivos y caninos tan parejos (demasiado parejos), mientras un discípulo traducía alguna frase en el viejo y rubicundo Ruso Elementaldel profesor Oliver Bradstreet Mann (escrito, en realidad, desde el principio hasta el fin, por dos imberbes ganapanes, John y Olga Krotki, ya fallecidos), frases tales como: «El niño juega con su aya y su tío». Y una tarde acorraló a Laurence Clements, que se aprestaba a escurrirse a su estudio, y con exclamaciones de triunfo empezó a demostrarle la belleza de su dentadura, la facilidad con que se podía colocar y quitar, urgiéndolo a que se sacara todos los dientes cuanto antes, al día siguiente si fuera posible.
—Usted será un hombre reformado, como yo – exclamó Pnin.
Debe decirse, en beneficio de Laurence y de Joan, que pronto comenzaron a apreciar a Pnin en su exclusivo valor pniniano; y esto, pese a que era más un Poltergeistque un huésped. En cierta ocasión Pnin destrozó su nueva estufa y dijo, tristemente: «No importa, pronto será primavera.» Tenía una manera irritante de pararse en el rellano de la escalera y escobillar allí meticulosamente su ropa, haciendo tintinear el cepillo contra los botones, por lo menos cinco minutos cada bendita mañana. También mantenía una relación intrigada y apasionada con la máquina de lavar de Joan. Aunque le prohibieron acercarse a ella, lo sorprendían una y otra vez junto al objeto vedado. Echando a un lado todo decoro y cautela, Pnin alimentaba la máquina con lo que tuviera a mano, su pañuelo, paños de cocina, un montón de camisas y calzoncillos bajados de contrabando de su pieza, nada más que por darse el gusto de observar por la mirilla lo que parecía un volteo sin fin de delfines atacados de vahídos. Un domingo, después de comprobar que estaba solo, no pudo resistirse, por pura curiosidad científica, a entregar al poderoso aparato un par de zapatones de lona con suela de goma, manchados de barro y clorofila, para que jugara con ellos. Los zapatos desaparecieron con un enorme y espantoso estruendo, como el de un ejército que pasa sobre un puente, y volvieron sin suelas. Joan apareció entonces desde su salita, detrás de la cocina, y le dijo con tristeza: «¿De nuevo, Timofey?» Pero lo perdonaba, y gustaba sentarse con él a la mesa de la cocina para cascar nueces o beber té. Desdémona, la vieja negra que hacía el aseo los viernes y con la que, en un tiempo, Dios había charlado a más y mejor («Desdémona —me decía el Señor– ese hombre no es bueno»), vio una vez a Pnin dándose baños de sobrenatural luz ultravioleta, sin llevar encima nada más que calzoncillos, anteojos oscuros y una resplandeciente cruz católica-griega en su amplio pecho, e insistió en adelante en que Pnin era un santo. Un día subió Laurence a su estudio, una guarida sagrada y secreta, astutamente disimulada en la buhardilla, y se indignó al encontrar la lámpara de mórbida luz ultravioleta encendida y a Pnin, con su nuca gorda, plantado sobre sus delgadas piernas tostándose serenamente en un rincón. «Excúseme, sólo estoy pastando», observó el gentil intruso (cuyo inglés se enriquecía a un paso sorprendente), mirando por sobre su hombro más alto. Sin embargo, esa misma tarde, bastó una referencia casual a un autor exquisito, una alusión pasajera tácitamente reconocida, en medio de una idea, como una vela aventurera divisada en el horizonte, para que, insensiblemente, surgiera esa delicada concordia mental entre los dos hombres, que sólo se encontraban a sus anchas en la natural calidez de su mundo escolástico. Existen seres humanos sólidos y seres humanos gelatinosos; Clements y Pnin pertenecían a la última variedad. Por esto se mezclaban con frecuencia, cuando se encontraban y detenían en umbrales, en rellanos, en dos niveles diferentes de peldaños (intercambiando alturas y volviéndose de nuevo uno hacia el otro), o cuando caminaban en direcciones opuestas de un lado a otro de una habitación, la que en ese momento sólo existía para ellos como un espace meublé, paral usar un término pniniano. Pronto se vio que Pnin era una verdadera enciclopedia de encogimientos y sacudidas de hombro rusas a las cuales había tabulado, con lo que pudo agregar algo a los archivos de Laurence sobre la interpretación filosófica de los gestos pictóricos o no pictóricos, nacionales o sociales. Era muy agradable ver a los dos hombres discutiendo acerca de tal leyenda o religión; a Timofey floreciendo en movimientos anfóricos y a Laurence dando de tajadas con una mano. Este último hasta hizo una película de lo que Timofey consideraba la esencia de la mímica rusa: Pnin, en camisa de polo y con una sonrisa de Gioconda en los labios, demostraba los movimientos que subrayaban verbos rusos – usados con referencia a las manos —como mahnuñ vsplesnuf, razvesti: la sacudida floja, descendente, con una mano de cansada renunciación; el chapoteo dramático, con dos manos, de sorprendida angustia; y el movimiento «disyuntivo» —manos que se alejan en sentido contrario para significar pasividad inerme—. El filme concluía cuando Pnin, muy lentamente, mostraba como el gesto internacional de «sacudir el dedo» (un medio giro, tan delicado como la vuelta del puño en esgrima), transformaba el solemne símbolo ruso de señalar a lo alto: «¡El Juez del Cielo te ve!», en un retrato muy alemán del gesto que anuncia: «¡Algo te va a suceder!» «No obstante —agregaba el objetivo Pnin– la policía metafísica rusa también puede quebrar huesos físicos muy bien.»