355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Pnin » Текст книги (страница 6)
Pnin
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:02

Текст книги "Pnin"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 6 (всего у книги 11 страниц)

Una manera de realizar esto podría ser que el paisaje penetrara en el automóvil. Un sedán negro y lustroso era un buen motivo, especialmente si estaba detenido en la intersección de una calle flanqueada por árboles, bajo uno de esos cielos pesados de primavera, cuyos borrones de nubes grises y manchas azules amebiformes parecen tener más consistencia física que los olmos reticentes y el evasivo pavimento. Habría que descomponer la carrocería del coche en curvas y paneles separados; juntarlos después en términos de reflejos. Estos debían ser diferentes para cada parte: la de arriba desplegaría árboles invertidos con ramas esfumadas agarradas como raíces introduciéndose en un cielo acuoso, como de fotografía; un edificio que asemejara a una ballena nadando – éste sería un pensamiento arquitectónico secundario—; un lado del capot podría revestirse con una banda de intenso cobalto celeste ; un sistema delicadísimo de ramitas negras se reflejaría en la superficie exterior de la ventana trasera y, en el parachoques, se alargaría una escena panorámica de desierto, un horizonte dilatado, una casa remota por aquí y, por allá, un árbol solitario. Lake designaba este proceso mimético e integrante como «la necesaria naturalización de las cosas hechas por el hombre». En las calles de Cranton, Victor solía encontrar algún ejemplar adecuado de coche; daba vueltas a su alrededor; de pronto, el sol, oculto a medias, pero deslumbrante, se le unía; para la especie de robo que planeaba Victor, no había mejor cómplice. En los cromados, en el vidrio de un foco ribeteado de luz, descubría una vista de la calle y de sí mismo, comparable con la versión microcósmica de una sala, con una vista dorsal de personajes diminutos reflejados en ese espejo pequeñito, convexo, mágico, especial, que, hace medio milenio, Van Eyk, Petrus Christus y Memling incorporaban en sus minuciosos interiores, detrás del agrio mercader o de la madona doméstica.


6

En la última edición de la revista del colegio había aparecido un poema de Victor sobre los pintores. Se ocultaba bajo el nom de guerrede Moinet y tenía por divisa: «Hay que evitar los malos rojos; aunque estén bien preparados, siempre son malos» (citado de un viejo libro sobre técnica pictórica, a pesar de que olía a aforismo político). El poema comenzaba así:

¡Leonardo! raras dolencias atacan al bermellón mezclado con el plomo; monjil palidez tienen hoy los labios de Mona Lisa, que ayer tan rojos hiciste.

Soñaba con suavizar sus pigmentos tal como lo hicieran los Viejos Maestros: con miel, jugo de higos, aceite de amapolas y baba de caracoles rojos. Amaba la acuarela y el óleo, pero desconfiaba del frágii pastel y de la ruda tempera. Estudiaba sus mezclas con el cuidado y la paciencia de un niño insaciable, de uno de esos aprendices de pintor (¡ahora es Lake quien sueña!) de cabellos rizados y ojos brillantes, que pasaban años moliendo colores en el taller de algún cielógrafo italiano, en un mundo de esmaltes ámbar y paradisíacos. A los ocho años había dicho a su madre que deseaba pintar aire. A los nueve había comprendido el deleite apasionado de esfumar tempera. ¿Qué le importaba que el suave claro-oscuro, nacido de valores velados y de subiónos translúcidos, hubiera muerto aprisionado por el arte abstracto y en la choza del hórrido primitivismo? Cierta vez, colocó varios objetos en sucesión (una manzana, un lápiz, un peón de ajedrez, una peineta) detrás de un vaso con agua, y, a través de éste, escudriñó cada uno con minucia; la manzana roja se convertía en una nítida banda roja limitada por un horizonte recto: medio vaso de mar Rojo y de Arabia Félix. Si mantenía oblicuo el lápiz, éste se curvaba como una serpiente estilizada; pero si lo enderezaba, tornábase monstruosamente gordo, casi piramidal. Si movía de un lado a otro el peón negro, se dividía en un par de negras hormigas. La peineta, colocada verticalmente, producía el efecto de que el vaso estuviera lleno de un líquido bellamente estriado, un cóctel de cebra.

La víspera del día en que Victor debía llegar, Pnin entró en la tienda de artículos de deportes de la Calle Principal de Waindell, y pidió una pelota de fútbol. La petición parecía intempestiva, pero le mostraron una.

—No, no —dijo—. No quiero un huevo, ni tampoco, por ejemplo, un torpedo. Quiero una simple pelota de fútbol. ¡Redonda!

Y con las muñecas y las manos esbozó un globo terráqueo portátil. Era el mismo gesto que usaba en clase cuando hablaba de la «integridad armónica» de Pushkin.

El vendedor levantó un dedo y, en silencio, bajó una pelota de fútbol.

—Sí. Esta compraré —dijo Pnin, digno y satisfecho.

Con su adquisición envuelta en un papel pardo asegurado con cinta adhesiva, entró en una librería y pidió Martin Eden.

—Eden, Eden, Eden – repitió rápidamente la señora alta y morena que vendía, restregándose la frente—. Déjeme ver ¿Se refiere a un libro sobre el estadista inglés, o a otro?

—Quiero decir – explicó Pnin – una obra célebre del célebre autor americano Jack London.

—London, London, London —dijo la mujer, oprimiéndose las sienes.

Con la pipa en mano, su marido, un tal míster Tweedque escribía poesía dramática, acudió en su ayuda. Después de buscar un rato, desenterró de las profundidades polvorientas de su poco próspera tienda una antigua edición de El Hijo del Lobo.

—Es todo lo que tenemos de este autor —dijo.

—¡Extrañas – comentó Pnin – las vicisitudes de la celebridad! En Rusia, recuerdo, todos: niños, adultos, doctores, abogados, todos lo leían y releían. Este no es su mejor libro, pero okey, okey, lo llevaré.


7

Apenas llegó a la casa en que se hospedaba ese año, el profesor Pnin dejó la pelota y el libro sobre el escritorio de la pieza de huéspedes en que se alojaría Victor, en el piso alto. Inclinando a un lado la cabeza, examinó los regalos. La pelota no se veía bien en su informe envoltura; la desenvolvió; ahora se veía su hernioso cuero. La pieza era ordenada y acogedora. A un colegial tenía que gustarle aquel cuadro de una bola de nieve derribando el sombrero de un profesor. La cama estaba recién hecha por la mujer encargada del aseo. El viejo Bill Sheppard, dueño de la casa, había subido desde el primer piso para atornillar gravemente una bombilla en la lámpara del escritorio. Por la ventana abierta entraba un viento tibio y húmedo; desde abajo oíase el ruido que hacía al correr un arroyuelo exuberante; iba a llover; Pnin cerró la ventana. En su propia habitación, situada en el mismo piso, encontró una nota. Era un telegrama de Victor transmitido por teléfono; decía que se retrasaría exactamente 24 horas.

Victor y otros cinco niños habían sido castigados, un hermoso día de las vacaciones de Pascua de Resurrección, por haber fumado en la buhardilla. Victor, que tenía el estómago delicado y algunas fobias olfativas (ocultas hasta entonces cuidadosamente a los Wind), no participó, en el delito más allá de un par de bocanadas, pero había subido varias veces a la buhardilla prohibida con dos de sus mejores amigos: Tony Brade, Jr., y Lance Boke, ambos aventureros y bulliciosos. Se entraba por el cuarto de las maletas y se subía por una escala de hierro que daba a una gatera inmediatamente debajo del tejado. Desde ahí se hacía visible y tangible el esqueleto fascinador y extrañamente frágil del edificio, con todas sus vigas y tablas, un laberinto de rincones, sombras rebanadas y endebles listones sobre los cuales debía apoyarse el pie, provocando un ruido crepitante de yeso desalojado de los techos ocultos del piso inferior. El laberinto terminaba en una pequeña plataforma metida en un nicho en lo más alto de la buhardilla, entre un abigarrado revoltijo de viejos libros de tiras cómicas y cenizas recientes de cigarrillos. Las cenizas fueron descubiertas y los muchachos confesaron. Tony Brade, nieto de un famoso rector de Saint Bart, fue autorizado para salir ese día por razones de familia: un primo afectuoso quería verlo antes de partir a Europa. Cuerdamente, Tony pidió quedarse con los demás.

Como ya se ha dicho, el rector en tiempos de Victor era el reverendo míster Hopper, una nulidad agradable, de cabello gris y rostro fresco, muy admirado por las matronas de Boston. Mientras Victor y sus compañeros de aventuras comían con toda la familia Hopper, oyeron aquí y allá sutiles indirectas, especialmente en la voz modulada de mistress Hopper, que era inglesa y tenía una tía casada con un conde. Era posible – insinuaba mistress Hopper– que el reverendo se amainara y llevase a los seis niños a la ciudad a ver una película aquella última tarde, en vez de hacerlos acostarse tan temprano. Y después de la comida, con un guiño bondadoso, ella les indicó que acompañaran al reverendo, que se dirigía apresuradamenre hacia el vestíbulo.

Los padres anticuados hubieran podido perdonar los azotes que Hopper había propinado una o dos veces, en su carrera breve y poco distinguida, a algunos alumnos especialmente difíciles; pero lo que ningún niño podía soportar era la mueca mezquina que torcía los labios del rector cuando, en ocasiones como ésta, por ejemplo, se detenía en su camino al vestíbulo para tomar una tela cuadrada y doblada prolijamente: su sotana y su sobrepelliz. El station-wagonestaba ante la puerta. «Para redoblar el castigo», según los niños, el hipócrita eclesiástico los invitó a asistir a un oficio religioso en Rudbern, a doce millas de distancia, en una iglesia fría y ante escasa concurrencia.



8


Teóricamente, el modo más sencillo de llegar a Waindell desde Cranton era partir en taxi a Framingham, tomar un tren rápido a Albany, y luego un tren local, por un tramo corto, en dirección noroeste. En realidad, el modo más sencillo era al mismo tiempo el menos práctico. Ya fuera porque entre esos ferrocarriles existiese una enemistad antigua y solemne, ya porque se hubieran unido para dar oportunidades a otros medios de comunicación, quedaba en pie el hecho de que, a pesar de todos los malabarismos que uno hiciera con los horarios, la espera más corta que podía lograrse entre uno y otro tren en la estación de Albany era de tres horas.

A las 11 A. M. partía un bus de Albany que llegaba a Waindell alrededor de las 3 P. M. Eso significaba tomar el tren de las 6,31 A. M. en Framingham. Victor presintió que no se levantaría a tiempo y tomó un tren algo más tardío y bastante más lento, que le permitió alcanzar en Albany el último autobús a Waindell y desembarcar allí a las 8,30 de la noche.

Llovió durante el camino y seguía lloviendo cuando llegó al terminal de Waindell. El carácter algo soñador y distraído de Victor hacía que ocupara en las colas el último lugar. Ya estaba habituado a esta desventaja, del mismo modo que uno se familiariza con la miopía o la cojera. Obligado a inclinarse por su elevada estatura, siguió sin impacientarse a los pasajeros que bajaban del autobús al asfalto brillante: dos señores abultados con impermeables semitransparentes, que parecían patatas envueltas en celofán; un niño de siete u ocho años, de nuca frágil y hundida y pelo corto; un anciano anguloso y tímido que desechó toda ayuda y bajó por partes; tres estudiantas de Waindell, de pantalones cortos y rodillas sonrosadas; la exhausta madre del niño frágil; varios pasajeros más y, por fin, Victor, con su maletín en la mano y dos revistas bajo el brazo.

En una arcada de la vieja estación, un hombre enteramente calvo, de tez tostada, anteojos oscuros y portadocumentos negro, se inclinaba en amistoso e interrogativo recibimiento ante el niño de cuello delgado, el cual, sin embargo, sacudía la cabeza y señalaba a su madre, que aguardaba que el equipaje saliera del vientre del autobús. Con timidez y buen humor, Victor interrumpió el quid pro quo. El caballero de la cúpula tostada se sacó las gafas, se enderezó y miró arriba, arriba, arriba, al alto, altísimo Victor, a sus ojos azules y a su cabello castaño rojizo. Los bien desarrollados músculos zigomáricos de Pnin levantaron y redondearon sus bronceadas mejillas; su frente, su nariz y hasta sus grandes y hermosas orejas participaron en la sonrisa. Considerado en conjunto, el encuentro fue en extremo satisfactorio.

Pnin propuso que dejaran el equipaje y caminaran una manzana, si Victor no temía a la lluvia (llovía fuertemente y el asfalto centelleaba en la oscuridad como un lago bajo árboles grandes y ruidosos). Supuso Pnin que para el niño sería una fiesta comer tarde en un restaurante.

—¿Llegó bien? ¿No tuvo aventuras desagradables? —Ninguna, señor. – ¿Tiene mucha hambre? —No, señor. No tanta.

—Mi nombre es Timofey —dijo Pnin mientras se acomodaba en una mesa junto a la ventana del viejo restaurante—. La segunda sílaba se pronuncia «maf»; con acento en la última sílaba, prolongando un tanto «ey». Timofey Pavlovich Pnin, quiere decir Timoteo hijo de Pablo. El patronímico lleva acento en la primera sílaba, el resto se abrevia: Timofey Pahlch. He reflexionado largamente – limpiemos estos cuchillos y tenedores con la servilleta – y he llegado a la conclusión de que usted debe llamarme simplemente míster Tim; o, más brevemente aún, Tim, como lo hacen algunos de mis simpáticos colegas. Es... ¿Qué quiere servirse? ¿Chuletas de ternera? Okey, también comeré chuletas de ternera. Naturalmente es una concesión a América, mi nueva patria, la maravillosa América que siempre sorprende pero que siempre provoca mi respeto. Al principio me resultaba embarazoso...

Al principio le molestó a Pnin la facilidad con que se barajan en América los nombres de pila. Después de una sola reunión que comienza con un trocito de hielo en unas gotas de whisky y termina con una cantidad de whisky con poquísima agua de grifo, se espera que uno llame «Jim» a un extraño de cabello cano, mientras él corresponde con «Tim», ya para siempre. Y si a la mañana siguiente uno se olvida y le dice profesor Everett (que es para uno su verdadero nombre), lo considera un insulto imperdonable. Recordando a sus amigos rusos en Europa y Estados Unidos, Timofey Pahlch podía contar fácilmente hasta sesenta seres amados a quienes había conocido en la intimidad, digamos, desde 1920, y a quienes jamás había llamado de otro modo que Vadim Vadimich, Ivan Cristoforovich o Samuel Izrailevich, según fuera el caso, y que lo llamaban por su nombre y apellido con la misma efusiva simpatía, acompañada de un cálido apretón de manos, cada vez que se encontraban. —¡Ah, Timofey Pahlch! ¿ Nu kak? (¿Qué tal?) A vi, baten'ka, zdorovo postareli(Bien, bien, viejo, a decir verdad, ¡no te ves más joven! ).

Pnin habló mucho. Su charla no sorprendió a Victor. Este había oído a muchos rusos hablar inglés, y no le molestaba el hecho de que Pnin pronunciara la palabra «familia» como si la primera sílaba fuera la del francés para «mujer».

—Hablo en francés con mucha más facilidad que en inglés —dijo Pnin—, pero, ¿vous comprenez le français? ¿Bien? ¿Assez bien? ¿Un peu?

– Très un peu– repuso Victor.

—Lástima, pero no hay nada que hacer. Ahora le hablaré sobre deporte. La primera descripción del box en la literatura rusa la encontramos en un poema de Mihail Lermontov, nacido en 1814, muerto en 1841 (fácil de recordar). La primera descripción del tenis, en cambio, se encuentra en Ana Karenina, la novela de Tolstoy, más o menos en el año 1875. Cuando yo era joven, en la campiña rusa, latitud de Península Labrador, me dieron un racket para jugar con la familia del orientalista Gotovstev a quien quizá usted haya oído mencionar. Recuerdo que era un día espléndido de verano y jugamos, jugamos, jugamos hasta perder las doce pelotas. Usted también recordará el pasado con interés cuando sea viejo.

—Otro juego —prosiguió Pnin, azucarando generosamente el café – era, naturalmente, el kroket. Yo fui campeón de kroket. No obstante, el entretenimiento nacional favorito se llamaba gorodki, que significa «pequeñas ciudades». Me hace recordar un sitio en el jardín y la atmósfera maravillosa de la juventud. Yo era fuerte ; vestía una camisa rusa bordada; nadie juega ahora esos juegos vigorizantes.

Terminó su chuleta y continuó con el tema:

—Se dibujaba un gran cuadrado en el suelo; ahí se colocaban, como si fueran columnas, trozos cilindricos de madera, ¿sabe usted? En seguida, desde una distancia, se les lanzaba un palo grueso, muy duro, como un boomerang, con un movimiento amplio, amplio del brazo... Excúseme... Afortunadamente, es azúcar y no sal.

—Aún oigo – siguió Pnin, recogiendo el espolvoreador y moviendo ligeramente la cabeza ante la sorprendente persistencia de la memoria—, aún oigo el ¡trac!, el crujido cuando se daba en el blanco y las piezas de madera saltaban por el aire. ¿No va a terminar con la carne? ¿No le gusta?

—Está muy buena —dijo Victor—, pero no tengo mucho apetito.

—Usted debe comer más, mucho más, si quiere ser buen jugador de fútbol.

—No me gusta mucho el fútbol. En realidad, lo detesto. A decir verdad, no sirvo para ningún juego.

—¿Usted no es un entusiasta del fútbol? —dijo Pnin, y una expresión consternada se extendió por su gran rostro expresivo. Comprimió los labios, los abrió, pero no dijo nada. Consumió en silencio los helados de crema de vainilla que carecían de crema y de vainilla.

—Tomaremos ahora el equipaje y un taxi —dijo. Apenas llegaron a la casa de los Sheppard, Pnin introdujo a Victor al salón y lo presentó apresuradamente al dueño, el viejo Bill Sheppard, ex Superintendente de Jardines y Canchas de la Universidad, que era totalmente sordo y usaba un aparato blanco en un oído; y a su hermano, Bob Sheppard, que llegara hacía poco de Buffalo para vivir con Bill cuando la esposa de éste falleció. Dejando a Victor con ellos por unos minutos, Pnin se precipitó escaleras arriba. La casa era de construcción liviana y los objetos de las habitaciones de abajo reaccionaron con varias vibraciones a los pasos enérgicos dados en el pasillo de los altos y al chirrido súbito de la persiana de una ventana de la pieza de huéspedes.

—Ahora, ese cuadro de ahí – estaba diciendo el sordo míster Sheppard, mientras indicaba con un dedo didáctico una gran acuarela borrosa—, representa la finca donde mi hermano y yo pasábamos los veranos hace cincuenta años. Fue pintada por una compañera de colegio de mi madre, Grace Wells. Su hijo, Charlie Wells, es dueño del hotel de Waindellville. Estoy seguro de que el doctor Pnin lo conoce; es un buen hombre. Mi difunta esposa también era artista. En seguida le mostraré obras de ella. Bueno. Ese árbol que hay ahí, detrás de la bodega... Usted apenas podrá divisarlo...

Hubo un estruendo horrible en la escalera. Pnin se había caído.

—En la primavera de 1905 —dijo míster Sheppard, mostrando la pintura con el Índice—, debajo de ese algodonero...

Observó que su hermano y Victor se precipitaban fuera de la pieza, hacia el pie de la escalera. El pobre Pnin había bajado de espaldas los últimos peldaños; permaneció alelado por un rato, moviendo los ojos de un lado a otro. Lo ayudaron a levantarse. No se había quebrado ningún hueso. Pnin sonrió y dijo:

—Es como la espléndida historia de Tolstoy. Usted debe leerla un día, Victor Ilych Golovin, quien sufrió una caída y tuvo en consecuencia riñon canceroso. Victor subirá ahora conmigo.

Victor lo siguió con la valija. En el rellano de la escalera había una reproducción de La Berceuse, de Van Gogh, y Victor, al pasar, le hizo un irónico saludo de reconocimiento. La pieza de huéspedes resonaba con el ruido de la lluvia que caía en las ramas fragantes, enmarcadas en la oscuridad de la ventana abierta. Sobre el escritorio había un libro envuelto y un billete de diez dólares. A Victor se le iluminó el rostro e hizo una inclinación de cabeza al ceñudo pero bondadoso invitante.

—Desenvuelva —dijo Pnin.

Victor obedeció con apresurada cortesía. Se sentó, luego, en el borde de la cama, con el cabello castaño rojizo cayéndole en mechones sedosos sobre la sien derecha, la corbata listada meciéndose fuera de la chaqueta gris, las abultadas rodillas separadas, y abrió el libro con entusiasmo. Se proponía elogiarlo, primero porque era un regalo, y, segundo, porque creía que era una traducción de la lengua materna de Pnin: Recordaba que en el Instituto Psicoterapéutico había un doctor Yakov London, de Rusia. Desgraciadamente, Victor dio con un pasaje sobre Zarinka, la hija del jefe indio de Yukón, y la tomó por una doncella rusa. «Fijaba sus grandes ojos negros en los hombres de su tribu con miedo y desconfianza. Era tan extremada la tensión, que habíase olvidado de respirar...»

—Creo que esto me va a gustar —dijo Victor, con amabilidad—. El verano pasado leí Crimen y...

Un bostezo joven distendió su boca, que sonreía esforzadamente. Con simpatía, con aprobación, con el corazón desgarrado, Pnin vio a Liza bostezando después de las alegres reuniones en casa de los Arbenin o de los Polyanski, en París, quince, veinte, veinticinco años atrás.

—No más lectura por hoy —dijo—. Sé que es un libro muy emocionante, pero usted leerá mañana. Le deseo buena noche. La sala de baño está al otro lado del pasillo.

Estrechó la mano de Victor y se fue a su habitación.



9


Seguía lloviendo. Todas las luces se habían apagado en la casa de los Sheppard. El arroyo de la quebrada detrás del jardín, que la mayor parte del tiempo no era más que un hilillo tembloroso, era ahora un torrente que daba volteretas en ávida carrera, llevando por corredores de hayas y de abetos las hojas caídas del año anterior, ramítas desnudas y una flamante y desdeñada pelota de fútbol que recién había rodado por el declive de césped, después que Pnin la arrojara por la ventana. A pesar del dolor de espalda, Pnin había logrado dormirse, y en el curso de uno de esos sueños que persisten en visitar a los fugitivos rusos, aunque haya pasado un tercio de siglo desde su huida de los bolcheviques, Pnin se vio envuelto en una capa, huyendo a través de grandes charcas de tinta, bajo una luna estriada de nubes, desde un palacio quimérico y luego paseando por una playa desolada con su amigo ya muerto, Ilya Isodorovich Polyanski, mientras aguardaban que llegara una liberación misteriosa en la figura de una embarcación vibrante que surcara ese ominoso mar. Los hermanos Sheppard estaban despiertos en sus lechos contiguos, sobre sus colchones anatómicos; el más joven escuchaba la lluvia en la oscuridad y meditaba si conseguirían vender la casa con su techo sonoro y su jardín inundado; el mayor pensaba en el silencio, en un cementerio verde y húmedo, en una finca vieja, en un álamo que años atrás había tronchado un rayo, matando a John Head, un pariente lejano y desvaído. Victor, por primera vez, se durmió en cuanto colocó su cabeza bajo la almohada; un novedoso remedio contra el insomnio que nunca aprendería el doctor Eric Wind (sentado en ese momento en un banco al lado de una fuente, en Quito, Ecuador). Alrededor de las 1,30, los Sheppard comenzaron a roncar, realzando el sordo cada expiración con un castañeteo final, varias notas más altas que la de su hermano, roncador modesto y melancólico. En la playa arenosa que Pnin seguía recorriendo (su amigo, preocupado, había vuelto a la casa en busca de un mapa), apareció, de pronto, la huella de unos pasos que venían a su encuentro, y se despertó con un gemido; le dolía la espalda. Ya eran las 4. La lluvia había cesado.

Pnin dio un suspiro en ruso, okh-okh-okh, y buscó una posición más cómoda. El viejo Bill Sheppard bajó a la pieza de baño del primer piso, hizo un ruido infernal y volvió fatigosamente a su dormitorio.

Luego todos se durmieron. Lástima que nadie presenciara el espectáculo en la calle vacía, donde la brisa de la aurora estriaba un gran charco luminoso y convertía los hilos telefónicos reflejados en el agua en negras líneas zigzagueantes e indescifrables.


CAPITULO QUINTO




1


Desde la terraza de una torre raras veces usada, «la torre del mirador», como se la llamaba antiguamente, situada en un cerro boscoso dé ochocientos pies de altura, llamado monte Ettrick y perteneciente a uno de los Estados más bellos de Nueva Inglaterra, el aventurero turista veraniego (Miranda o Mary, Tom o Jim, cuyos nombres escritos con lápiz en la balaustrada estaban casi borrados), podía observar un vasto mar de vegetación, compuesto principalmente de robles, abetos, chopos y pinos. Unas cinco millas al oeste, la esbelta aguja de una iglesia marcaba el sitio donde se anidaba la pequeña ciudad de Onkwedo, famosa en otro tiempo por sus manantiales. Tres millas al norte, en un claro junto al río y al pie de una colina con pastizales, se podían distinguir las veletas de una ornamentada casa (conocida por sus varios nombres: Cook's Place, Castillo de Cook, o Los Pinos, su nombre original). Por el flanco sur del monte Ettrick, un camino estatal seguía hacia el este después de atravesar Onkwedo. Numerosos senderos y rutas de ceniza y ladrillo entrecruzaban el arbolado llano triangular limitado por la tortuosa hipotenusa de una ruta rural pavimentada que serpenteaba hacia el noreste desde Onkwedo a Los Pinos, el cateto mayor de la autopista estatal mencionada, y el cateto menor de un río atravesado por un puente de acero cerca de Mount Ettrick y por un puente de madera cerca de Cook's.

Un caluroso y triste día del verano de 1954 Mary o Almira, o, si se quiere, Wolfgang von Goethe, cuyo nombre había sido esculpido en la balaustrada por algún gracioso de antaño, podrían haber divisado un automóvil que se apartó del camino antes de llegar al puente, orientándose a tientas en ese laberinto de dudosas rutas. Se movía cautelosa y volublemente, y cada vez que cambiaba de parecer, disminuía la velocidad y levantaba una nube de polvo, como un burro que da coces con las patas traseras. A un espíritu menos comprensivo que el de nuestro supuesto observador habría parecido que ese sedán de dos puertas, azul pálido, ovoide, de edad incierta y de condición mediocre, era conducido por un idiota. No obstante, su chófer era el profesor Timofey Pnin, de la Universidad de Waindell.

Pnin había comenzado, a principios de año, a tomar lecciones de manejo en la Escuela de Chóferes de Waindell. Pero la «verdadera comprensión», como él lo expresara, sólo le había venido cuando, un par de meses más tarde, había sido relegado a la cama con la espalda dolorida y sin más quehacer que estudiar, con delección profunda, el Manual del Chófer, de cuarenta páginas, editado por el Gobernador del Estado, en colaboración con otro experto, y el artículo sobre «Automóvil», en la Enciclopedia Americana, con dibujos de transmisiones, carburadores, frenos y las fotografías de un miembro del Tour Glidden, circa1905, encajado en el barro de un camino rural y rodeado por un ambiente depresivo. Entonces, y sólo entonces, le fue revelada la doble naturaleza de sus intuiciones iniciales, mientras yacía en su lecho de enfermo, moviendo los dedos de los pies y cambiando velocidades imaginarias. Durante las lecciones que le diera el áspero instructor emitiendo órdenes innecesarias con ladridos de modismos técnicos, tratando de arrancarle el manubrio en las esquinas y persistiendo en irritar a un alumno sereno e inteligente con vulgares expresiones acusadoras, le fue imposible combinar el coche que conducía en la mente con el que manejaba en el camino. Ahora se fundieron por fin. Si bien fracasó la primera vez que rindió examen para obtener licencia para manejar, fue principalmente porque discutió inoportunamente con su examinador, para demostrarle que no había nada más humillante para una criatura racional que pedirle que procurara desarrollar un vil reflejo condicionado deteniéndose ante una luz roja cuando alrededor no había alma viviente, ni con zapatos ni sobre ruedas. La segunda vez fue más circunspecto y pasó. Una alumna irresistible; matriculada en su curso de lengua rusa, Marilyn Hohn, le vendió en cien dólares su humilde y viejo coche; se iba a casar con el dueño de una máquina mucho más imponente. El viaje entre Waindell y Onkwedo, con una noche pasada en una hostería, había sido lento y difícil, pero falto de acontecimientos. Inmediatamente antes de entrar en Onkwedo, se detuvo en una gasolinera y bajó para respirar aire de campo. Un cielo blanco, inescrutable, colgaba sobre un campo de trébol, y desde un montón de jeña próximo a un cobertizo llegaba el canto quebrado y sonoro Je un gallo, verdadero dandy vocal. Una entonación casual del ave, ligeramente afónica, combinada con el viento cálido que choraba contra Pnin como si quisiera atraer su atención, le recordaron brevemente un día ya muerto, en que él, alumno de Primer Año en la Universidad de Petrogrado, había llegado a la pequeña estación de un balneario del Báltico; y los sonidos, y los olores, y la tristeza...

—Está sucio —dijo el empleado de brazos velludos mientras limpiaba el parabrisas.

Pnin sacó una carta de su billetera, desplegó el diminuto mapa rnimeografiado pegado a ella y preguntó al hombre a qué distancia estaba la iglesia donde se suponía que, torciendo a la izquierda, se llegaba a la propiedad de Cook. El parecido de ese empleado con el colega de Pnin en la Universidad de Waindell, el doctor Hagen, era impresionante. Se trataba de uno de esos parecidos que tienen tan poco sentido como una broma de mal gusto.

—Hay una manera mejor de llegar —dijo el falso Hagen—. Los camiones han estropeado ese camino y, además, a usted no le van a gustar las curvas. Siga adelante; atraviese la ciudad; cinco millas más allá de Onkwedo, apenas deje atrás el sendero de la izquierda que va monte Ettrick, y justamente antes de llegar al puente, doble a la izquierda. Es un buen camino de pedregón.

Dio una vuelta ágil alrededor del radiador y atacó el parabrisas con su estropajo desde el otro lado.

—Doble hacia el norte y siga hacia el norte en cada cruce; hay unos cuantos senderos de leñadores en esos bosques, pero siga tirando hacia el norte y llegará a lo de Cook en sólo doce minutos. No puede perderse.

Pnin llevaba ya más de una hora en ese laberinto de vías en medio del bosque y había llegado a la conclusión de que «seguir hacia el norte», y la palabra «norte» misma, no significaba nada. Tampoco pudo explicarse qué lo impulsó a él, un ser racional, s escuchar a un entrometido en vez de seguir perseverantemente las instrucciones (pedantes a fuerza de ser precisas), que su amigo Alexandr Petrovich Kukolnikov, conocido en la localidad como Al Kook, le había enviado junto con la invitación para que pasara el verano en su amplia y hospitalaria casa de campo.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю