
Текст книги "Pnin"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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En este punto sorprendió a Pnin una curiosa asociación verbal; no pudo asirla de su cola de sirena, pero hizo una anotación eo su fichero y se enfrascó nuevamente en Kostromskoy.
Cuando volvió a alzar los ojos era hora de comer.
Quitándose las gafas, se restregó, con los nudillos de la mano con que las sostenía, sus ojos fatigados, y, aún pensativo, fijó su mirada mansa en la alta ventana, donde, gradualmente, a través de su lánguida meditación, había ido apareciendo el aire azul violeta del crepúsculo, incrustado de plata por el reflujo de las luces fluorescentes de la sala y una espejeante hilera de brillantes lomos de libros entre negras y delgadas ramitas.
Antes de abandonar la Biblioteca, Pnin resolvió consultar la pronunciación correcta de «interesado» y descubrió que el Webster, o al menos la maltrecha edición de 1930 que había sobre la mesa de la sala de consulta no colocaba el acento en la tercera sílaba como él. Buscó al final una lista de erratas; no la encontró; y al cerrar el enorme diccionario se dio cuenta, sobresaltado, de que había emparedado entre sus páginas la ficha llena de anotaciones que había conservado en su mano durante toda la lectura. Tendría que buscar y rebuscar a través de 2.500 páginas, muchas de ellas desgarradas. Al oír su interjección, el suave bibliotecario, míster Case, flaco, canoso, de rostro sonrosado y moño, se acercó, tomó el colosal diccionario por sus extremos, lo invirtió, le dio una ligera sacudida y, acto seguido, cayó una peineta de bolsillo, una tarjeta de Pascua, las notas de Pnin y el diáfano espectro de un papel de seda que descendió, con infinita indiferencia, hasta los pies de Pnin, y fue repuesto por Mr. Case entre los Grandes Timbres de los Estados Unidos y territorios.
Pnin se echó al bolsillo la ficha y, al hacerlo, recordó espontáneamente la asociación verbal que se le había escapado hacía un momento: Pitia i pela, pela i plila... (Ella flotaba y cantaba, ella cantaba y flotaba...)
¡Evidentemente! ¡La muerte de Ofelia! ¡Hamlet! ¡En la vieja traducción rusa del buen Andrev Kroneberg, 1844, alegría de la juventud de Pnin y de los años mozos de su padre y su abuelo! «Y aquí, como en el pasaje de las fiestas paganas, de Kostromskoy, hay también – si mal no recuerdo – un sauce y guirnaldas. Pero, ¿dónde poder comprobarlo?» ¡Ay...! La «Gamlet» Vil'y ama Shekspirano había sido comprada por míster Todd, por lo que no estaba en la Biblioteca de la Universidad de Waindell. Y cada vez que uno se veía obligado a buscar algo en la versión inglesa, jamás encontraba tal o cual línea hermosa, noble, sonora, tal como recordaba que aparecía en el texto de Kroneberg, en la espléndida edición de Vengerov. ¡Lamentable!
Ya había anochecido en los tristes jardines. Arriba, en los cerros distantes y más tristes aún, se demoraba un trozo de cielo! nacarado bajo un banco de nubes. Las luces desgarradoras de Waindellville, palpitando en un pliegue de esos cerros oscuros, les prestaban su acostumbrado hechizo, aunque, en realidad – bien lo sabía Pnin – cuando se llegaba al sitio no había más que una hilera de casas de ladrillo, una estación de servicios, un salón de patinar y un supermercado. Mientras se encaminaba a la pequeña taberna de «Library Lane» para servirse un gran trozo de jamón de Virginia y una buena botella de cerveza, Pnin se sintió de pronto muy fatigado. No sólo el tomo del Zol. Fond. LII, pesaba más después de su visita a la Biblioteca, sino que algo oído a medias en el curso del día, y a lo que no había estado dispuesto a prestar atención, ahora le molestaba y oprimía, como lo hace retrospectivamente un error cometido, una descortesía en que se haya incurrido o una amenaza que hemos preferido ignorar.
7
Después de una segunda botella bebida sin apresuramiento, Pnin debatió consigo mismo lo que haría a continuación, o mejor dicho, medió en un debate entre el Pnin mentalmente agotado. que dormía mal desde varias noches atrás, y un Pnin insaciable, que deseaba continuar leyendo en casa, como siempre, hasta que el tren de las 2 A. M. ascendía gimiendo por el valle. Por fin decidió que se iría a la cama apenas presenciara el programa que los vehementes Cristopher y Louise Starr presentaban martes por medio en el New Hall: música selecta y películas escogidas de entre las menos vulgares, programa que el rector Poore, respondiendo a una absurda crítica que le hicieran el año anterior, había designado como «el más inspirador y más inspirado intento en toda la comunidad académica.»
El Zol. Fond. hit. dormía ahora en el regazo de Pnin. A su izquierda tenía a dos estudiantes hindúes y, a su derecha, a la pícara hija del profesor Hagen, matriculada en Drama. Felizmente, Komarov estaba demasiado lejos para que pudieran oírse sus triviales observaciones.
La primera parte del programa, compuesta por tres películas cortas muy antiguas, aburrió a nuestro amigo: ese bastón, ese sombrero hongo, esa cara blanca, esas cejas negras arqueadas, esas narices de aletas palpitantes, no le decían nada. Ya danzara el cómico incomparable rodeado de ninfas encollaradas junto a un cacto amenazante; ya fuera un hombre prehistórico (cuya única diferencia con el anterior consistía en la metamorfosis de su flexible gastón, que ahora era un garrote); ya lo fulminara Mack Swain con su mirada en un histérico club nocturno, Pnin, anticuado y carente de humor, permanecía indiferente. «Payaso», se dijo, con desprecio. «Hasta Glupishkin y Max Linder eran mejores cómicos que éste.»
La segunda parte del programa era un impresionante film documental soviético. Databa de 1949 y se presumía que no contenía ninguna propaganda; que fuera arte puro, un despliegue de alegría y la euforia de un soberbio trabajo. Muchachas hermosas y desaliñadas marchaban en un Festival de Primavera enarbolando estandartes que tenían trozos de antiguas baladas rusas como Ruki proch ot Korei, Bas les mains devant la Coree, La paz vencerá a la guerra, Der Friede besiegt den Krief. Apareció después una ambulancia aérea cruzando una cordillera nevada en Tajikistan. Actores de Kirghiz visitaban un sanatorio entre palmeras, para mineros del carbón, y en ese escenario improvisaban una espontánea representación. En un pastizal situado en algún punto de la montañosa Ossetia legendaria, un pastor informaba al Ministro de Agricultura de la República, por medio de una radio portátil, del nacimiento de un cordero. El Metro de Moscú zumbó entre estatuas y columnas, y seis presuntos viajeros que descansaban en tres bancos de mármol. La familia de un operario de fábrica pasaba una tarde hogareña: todos vestían de gala, y en el salón, cuajado de plantas ornamentales, resplandecía una gran pantalla de seda. Ocho mil entusiastas del fútbol observaban un campeonato entre el Torpedo y el Dínamo. Ocho mil ciudadanos, en la Planta de Equipo Eléctrico de Moscú, designaban unánimemente a Stalin como candidato del Distrito Elector de Stalin en Moscú. El último modelo Zim de pasajeros salía de la fábrica con la familia y los amigos de un obrero para llevarlos a un paseo campestre. Y entonces...
«No debo, no debo. ¡Oh! Es estúpido», se dijo Pnin, al sentir que sus glándulas lagrimales, incomprensible, ridícula y humillantemente, descargaban su fluido infantil, ardiente e incontrolable.
En un deslumbramiento de luz solar que se proyectaba en dardos vaporosos entre los troncos blancos de los abedules, en medio de una luz que impregnaba el follaje pendular, temblando en pequeños círculos sobre la corteza, derramándose en el pasto, humeando entre las cerezas arracimadas que florecían y se esfumaban, un selvático bosque ruso rodeaba a un caminante. Lo atravesaba un sendero antiguo, con dos surcos suaves y un ir y venir ininterrumpido de setos de margaritas. Un peregrino podía seguir ese camino con el pensamiento mientras volvía cansado a su anacrónica habitación. Otra vez era Pnin el joven que con un grueso volumen bajo el brazo había recorrido esos bosques. El camino emergía al toque de esa luminosidad amada, libre y romántica de un vasto campo que el tiempo no había podido segar. Sacudiendo sus plateadas crines, entre las altas flores se alejaban caballos galopantes. Cuando le sobrevino el sueño, Pnin estaba bien acomodado en su cama, con dos despertadores al lado en su mesa de noche, uno puesto a las 7,30 y el otro a las 8.
En esos momentos, Komarov, de camisa azul celeste, se inclinaba sobre la guitarra que estaba afinando. Se celebraba un cumpleaños, y el calmoso Stalin decidía quienes llevarían el palio gubernamental. «En la lucha, de viaje, en medio de las olas o en Waindell...» «¡Maravilloso!», comentó el doctor Bodo von Falternfels, alzando la cabeza de lo que escribía.
Pnin ya se había deslizado a una especie de aterciopelado olvido cuando fuera sucedió algo terrible: gimiendo y oprimiéndose la frente, una estatua hacía un ruido infernal porque se le había roto una rueda de bronce; entonces Pnin despertó y vio avanzar a través de las persianas a una caravana de luces y sombras gibosas. Se oyó el golpe de la puerta de un automóvil, se alejó un coche, una llave abrió la puerta frágil y transparente, y tres voces vibrantes hablaron a un tiempo; la casa y el quicio de la puerta del cuarto de Pnin se iluminaron. Esto era una demencia, una locura. Amedrentado e indefenso, sin su plancha de dientes y en camisa de dormir, Pnin oyó el roce de una valija en la escalera, y luego el ruido de un par de pies jóvenes trepando los peldaños familiares. Ya se podía oír una respiración ansiosa... Y la felicidad del regreso al hogar después de haber pasado el verano en un tedioso campamento habría impulsado a Isabel a abrir la puerta del cuarto de Pnin de un puntapié, si no la hubiera detenido a tiempo una fingida carraspera de su madre.
CAPITULO CUARTO
1
El Rey, su padre, con la blanca camisa de sport abierta y una chaqueta negra liviana, estaba sentado frente a un escritorio espacioso cuya bruñida superficie duplicaba inversamente la mitad superior del grande-hombre, convirtiéndolo en una especie de carta de naipes. Varios retratos de antepasados oscurecían las paredes de la vasta sala empapelada. En cierto modo, ésta no dejaba de parecerse a la sala de estudios del Saint Bart-College, ubicado en la costa del Atlántico, a unas tres mil millas al oeste del imaginario palacio. Un chaparrón primaveral azotaba las ventanas de hojas, y, más allá, el joven follaje se había tornado todo ojos y chorreaba agua estremeciéndose. Sólo esa sábana de lluvia parecía separar y proteger al palacio de la revolución que conmovía desde hacía días a la ciudad... Al margen de los ensueños, el padre de Victor era un lunático médico refugiado, con quien el niño simpatizaba poco y a quien no había visto durante casi dos años.
El Rey (un padre mucho más plausible) había decidido no abdicar. No había periódicos. El Expreso de Oriente, con todos sus pasajeros, se hallaba detenido en una estación suburbana, y en el andén pintorescos campesinos reflejados en los charcos contemplaban boquiabiertos las ventanas encortinadas de los carros largos y misteriosos. El castillo y sus jardines en terraplenes, la ciudad situada al pie del cerro palaciego y la plaza principal de la ciudad donde, a pesar de la inclemencia del tiempo, ya habían comenzado las decapitaciones y los bailes, todo se encontraba en el centro de una cruz cuyos extremos terminaban en Trieste, Graz, Budapest y Zagreb, como lo indicaba el Atlas Universal de Consultas Rápidas, de Rand McNally. En el centro de ese centro estaba el Rey, pálido pero sereno y, en general, muy semejante a su hijo, como este estudiante de preparatorias se imaginaba qUe sería a los cuarenta años. Pálido y sereno, con una taza de café en la mano, de espaldas a la ventana gris y esmeralda, el Rey escuchaba a un mensajero enmascarado. Era éste un noble corpulento y anciano, envuelto en una capa mojada, que se había abierto paso entre los rebeldes y la lluvia, desde la sitiada Sala del Consejo hasta el palacio aislado.
—¡La Abdicación es una tercera parte del alfabeto! —se mofó el Rey, con un dejo de acento extranjero—. Digo que no. Prefiero las letras de la palabra «exilio».
Dicho esto, el Rey, que era viudo, miró la fotografía que tenía sobre el escritorio. Representaba a una mujer ya fallecida, de grandes ojos azules y boca carmesí (era una fotografía en colores, indigna de un Rey, pero no importa). Las lilas, en floración repentina y prematura, golpeaban frenéticamente, como máscaras tapadas, los goteantes cristales. El anciano mensajero se inclinó, y se alejó retrocediendo y pensando para sus adentros si no sería más prudente abandonar la Historia y escapar a Viena, donde tenía algunas propiedades... Por supuesto, la madre de Victor no había muerto: había abandonado a su marido (el doctor Eric Wind, que a la sazón se hallaba en Sudamérica) y estaba por casarse en Buffalo con un hombre apellidado Church.
Victor se deleitaba cada noche con estas apacibles fantasías, procurando atraer el sueño a su helado cubil expuesto a todos los ruidos del inquieto dormitorio. Generalmente no alcanzaba a llegar al episodio crucial de la fuga, en el que el Rey solo (solus rex: así es como los fabricantes de problemas de ajedrez designan la soledad real), se paseaba por una playa del Mar Báltico, en Cabo Tempestad, donde Percival Blake, alegre aventurero americano, había prometido ir a buscarlo en una potente lancha a motor. Y ciertamente, el acto mismo de posponer ese episodio emocionante y tranquilizador, la prolongación del embrujo coronando su reiterada fantasía, eran el mecanismo principal del efecto somnífero.
Las obvias fuentes de las fantasías de Victor eran: una película italiana hecha en Berlín para consumo americano, en la que un joven de ojos despavoridos y arrugado pantalón corto era perseguido a través de barrios sórdidos y ruinas y de uno o dos burdeles, por un agente de innumerables rostros; una versión di la Pimpinela Escarlata recientemente exhibida en Sainte Martha, el colegio de niñas más cercano; un cuento kafkiano anónimo Je una revista de avanzada, leído en voz alta, en clase, por míster penant, un inglés melancólico que ocultaba su pasado; y, en no menor grado, el residuo de antiguas y familiares alusiones a la fuga de los intelectuales rusos bajo el régimen de Lenin, treinta y cinco años antes. Estas fantasías lo habían afectado intensamente al principio, pero ahora se habían vuelto francamente utilitarias, una especie de somnífero simple y agradable.
2
Victor tenía ya catorce años, pero representaba dos o tres más, no por su estatura desgarbada que se aproximaba al metro ochenta, sino por su descuidada soltura, por una expresión de amable indiferencia en sus facciones nítidas aunque no hermosas, y por una ausencia completa de torpeza o encogimiento que, lejos de excluir la modestia o la reserva, prestaban luz a su timidez y una suave naturalidad a sus maneras tranquilas. Bajo su ojo izquierdo, un lunar pardo, del tamaño de un centavo, acentuaba la palidez de sus mejillas. No creo que amara a nadie.
En su actitud hacia su madre, el afecto apasionado de la infancia se había trocado, hacía tiempo, en una tierna condescendencia, y lo más que se permitía era un íntimo suspiro de irónica sumisión al destino cuando ella, en su inglés neoyorquino fluido y chispeante, lleno de sonidos nasales metálicos y suaves retornos a cálidos rusianismos, obsequiaba a extraños con cuentos que le había oído innumerables veces y que eran exagerados o falsos. Pero era más penoso aún cuando, ante esos mismos extraños, el doctor Eric Wind, que era un pedante completamente desprovisto de humor y consideraba su inglés (adquirido en un colegio alemán) impecablemente puro, paladeaba una frase chistosa y añeja diciendo «el charco» por el océano, con el aire confiado y picaresco del que otorga a su auditorio el don precioso de una sabrosa expresión familiar. Sus padres, en su calidad de psicoterapeutas, se esforzaban por representar a Layo y Yocasta; sin embargo, el niño resultó un mediocre Edipito. Para no complicar el triángulo del romance freudiano en boga (padre, madre, hijo), nunca habían mencionado al primer marido de Liza. Sólo cuando el matrimonio Wind principió a desintegrarse, más o menos por el tiempo en que Victor fue matriculado en Saint Bart, Liza informó a su hijo de que antes de salir de Europa había sido mistres Pnin. Le dijo, además, que su primer marido también había emigrado a América y que pronto lo vería. Y como toda alusión de Liza (abriendo sus ojos azules radiantes, sombreados por negras pestañas) adquiría un barniz de misterio y de esplendor, la figura del gran Timofey Pnin, sabio y caballero, que enseñaba un idioma prácticamente muerto en la famosa Universidad de Waindell, unas trescientas millas al noroeste de Saint Bart, adquirió en la hospitalaria mente de Victor un encanto especial, cierto parecido a esos reyes búlgaros o príncipes del Mediterráneo que solían ser expertos de fama mundial en mariposas o conchas marinas. Por esto sintió gran placer cuando el profesor Pnin inició con él una correspondencia regular y decorosa. Una primera carta vertida en hermoso francés, aunque plagada de motes de máquina, fue seguida por una tarjeta postal que representaba la Ardilla Gris. La tarjeta pertenecía a una serie educativa sobre Nuestros Mamíferos y Pájaros. Pnin adquirió la serie completa para dedicarla a esta correspondencia. Victor se alegró al aprender que «ardilla» proviene de una palabra griega que significa «cola de sombra». Pnin invitó a Victor a que lo visitara en las vacaciones siguientes, manifestándole que lo aguardaría en la estación de autobuses de Waindell. «Para ser reconocido», le escribió, en inglés, «apareceré con anteojos oscuros y tendré en la mano un portadocumentos negro con mi monograma en plata.»
El factor hereditario preocupaba morbosamente a Eric y a Liza Wind. En vez de enorgullecerse del genio artístico de Victor, ambos se atribulaban buscando su posible origen genético. El arte y la ciencia habían estado vívidamente representados en sus antepasados. ¿Debían, acaso, encontrar la huella de la pasión de Victor por los colores en Hans Andersen (sin parentesco con el danés de alcoba, que había sido pintor de vitrales en Lübeck antes de que se trastornara y creyera ser una catedral, poco después del matrimonio de su amada hija con un joyero hamburgués de cabellos grises, autor de una monografía sobre zafiros y abuelo materno de Eric? ¿O era la precisión casi patológica de Victor con la pluma y el pincel un subproducto de la ciencia de los Bogolepov? Porque el bisabuelo de la madre de Victor, séptimo hijo de un pope rural, no había sido otro que ese genio singular, Feofilakt Bogolepov, cuyo único rival para el título de mayor matemático ruso fue Nicholay Lobachevsky. Esto daba que pensar.
El genio es disconformidad. A los dos años, Victor no trazaba garabatos en espiral para representar botones o troneras, como lo hacen millones de niños. El hacía sus círculos perfectamente redondos y cerrados. Si a un chico de tres años se le pide que copie un cuadrilátero, hace una esquina idcntificable y luego se contenta con hacer el resto del perfil ondulado o circular , pero Victor, a esa edad, no sólo copiaba el cuadrado propuesto por la investigadora (doctora Liza Wind), sino que, con exactitud despectiva, agregaba otro más pequeño junto al modelo. Nunca pasó por esa etapa inicial de actividad gráfica en que los niñoí dibujan Kopffüslers (personas con aspecto de renacuajos), o huevos con piernas en L y brazos que terminan en dientes de rastrillo; no, Victor eludía la figura humana, y cuando el papá (doctor Eric Wind) le exigía que retratara a la mamá (doctora Liza Wind), trazaba una ondulación adorable y decía que era la sombra de ella en el refrigerador nuevo. A los cuatro años desarrolló un método personal de puntillismo. A los cinco, empezó a dibujar objetos en perspectiva: una pared lateral abreviada en el primer plano, un árbol empequeñecido por la distancia, un objeto ocultando a medias otro objeto. Y a los seis, Victor ya distinguía lo que tantos adultos jamás llegan a aprender: los colores de las sombras, la diferencia de tinte que hay entre la sombra de una naranja y la de una ciruela o una palta.
3
Para los Wind, Victor era un problema porque rehusaba ser problema. Desde el punto de vista de los Wind, todo varoncito siente un deseo ardiente de castrar a su padre y un impulso nostálgico de volver al vientre materno. Pero Victor no revelaba ningún desorden de conducta; no se pellizcaba la nariz, no se chupaba el pulgar, ni siquiera se mordía las uñas. El doctor Wind, con el fin de eliminar lo que él llamaba, como buen radiófilo, «la estática de la relación personal», hizo probar psicométricamente, en el Instituto, a su invulnerable hijo por un par de extraños, el joven doctor Stern y su sonriente esposa («Yo soy Louis y ésta es Cristina»). Pero los resultados fueron, o monstruosos, o nulos. El niño de siete años alcanzó en el Test de Godunov, llamado Dibujo de un Animal, una edad mental sin precedentes: 17 años; sin embargo, al someterlo al Test de Adultos de Fairview, demostró muy pronto la mentalidad de un chico de 2 años. ¡Cuánto cuidado, cuánta destreza e inventiva han concurrido a idear estas técnicas maravillosas! ¡Qué vergüenza da que algunos pacientes se resistan a cooperar! Hay, por ejemplo, el Test de Asociación Absolutamente Libre de Kent-Rosanoff, en que el pequeño Joe o la pequeña Joan deben responder a una palabra estimulante, tal como «mesa», «pato», «música», «enfermedad», «espesor», «bajo», «profundo», «largo», «felicidad», «fruta», «madre», «seta». Existe el juego encantador de Bievre, la Actitud de Interés, verdadera bendición para tardes de lluvia, en que el pequeño Sam o la pequeña Ruby deben poner una marquita frente a las cosas que les dan un poco de miedo, tales como «morir», «caerse», «soñar», «ciclones», «funerales», «padre», «noche», «operación», «dormitorio», «sala de baño», «convergencia», etc. Tenemos el Test Abstracto de Augusta Angst, en que se hace expresar al pequeñuelo ( das Kleine) una lista de términos («gemidos», «placer», «oscuridad») en líneas sin relieve. Y también está, por supuesto, el Juego a las Muñecas, en que se dan a Patrick, o Patricia, dos muñecas idénticas de goma y un trocito de greda que Pat debe fijar en una de ella antes de que el juego comience; y ¡oh, qué adorable casita de muñecas, con tantas habitaciones y con tal cantidad de objetos en miniatura! Si hasta hay una bacinica no mayor que una píldora, y un botiquín, y tenazas, y una cama de dos plazas, y un par de diminutos guantes de goma en la cocina; y se puede ser todo lo malo que se quiera con el muñeco-papá si se cree que le está pegando a la muñeca-mamá cuando apaga las luces del dormitorio. Pero el malvado Victor no jugaba con Lou y Tina; ignoraba las muñecas; borraba todas las palabras de la lista (lo que iba contra las reglas) y hacía dibujos que carecían de todo significado, incluso subhumano.
No se consiguió que Victor descubriera algo que interesase a los terapeutas en esos hermosos borrones de tinta de Rorschach, en que los niños ven, o debieran ver, toda clase de cosas: marinas, fugas, cabos, los gusanos de la imbecilidad, troncos de árboles neuróticos, zapatillas de goma eróticas, paraguas y palanquetas. Tampoco los bosquejos que trazaba al azar representaban la llamada mándala, término que, según se supone, significa (en sánscrito) «anillo mágico», y que el doctor Jung y otros aplican a cualquier garabato en forma de estructura desplegada que conste aproximadamente de cuatro elementos; por ejemplo: un mangostán partido, una cruz, la rueda en que los egos se rompen como Morfo, o, más exactamente, la molécula de carbono con sus cuatro valencias, que es el principal componente químico del cerebro, automáticamente ampliado y reflejado en el papel.
Los Stern informaron que «desgraciadamente, el valor psíquico de los Cuadros Mentales y las Asociaciones de Palabras de Victor se halla completamente oscurecido por las inclinaciones artísticas del niño». Y de ahí en adelante el pequeño paciente de los Wind, a quien le costaba conciliar el sueño y tenía mal apetito, pudo leer hasta pasada la medianoche y eludir el plato de cereales en la mañana, si así lo deseaba.
4
Cuando Liza planeó la educación escolar del niño, se había sentido solicitada por dos libidos: una, proporcionarle todos los beneficios de la psicoterapia infantil moderna; y otra, descubrir, entre las organizaciones americanas religiosas, la que más se aproximara a las sanas y melodiosas amenidades de la Iglesia Católica Griega, cuyas exigencias a la conciencia individual son nimias comparadas con los consuelos que ofrece.
El pequeño Victor fue primeramente a un kindergarten progresivo en Nueva Jersey; después, por consejo de algunos amigos rusos, a un externado en la misma ciudad. Este colegio estaba dirigido por un eclesiástico de la Iglesia Episcopal que era un educador sabio y bien dotado y simpatizaba con los niños geniales por extraños o bulliciosos que fuesen. Por cierto, Victor era singular, pero, en cambio, muy tranquilo. A los doce años, pasó a Saint Bartholomew.
En su aspecto físico, Saint Bart era una enorme masa de orgullosos ladrillos rojos, construida en 1869 en las afueras de Cranton, Massachusetts. Su cuerpo principal formaba tres costados de un gran cuadrilátero, y un claustro cerraba el cuarto. La portería, con sus gabletes, tenía un lado cubierto por la lustrosa yedra americana y terminaba, algo pesadamente, en una cruz céltica de piedra. La yedra ondulaba al viento como el negro pelaje de un caballo. Se supone ansiosamente que el matiz del ladrillo rojo se enriquece con el tiempo; el ladrillo del buen Saint Bart sólo se había ensuciado. Bajo la cruz, e inmediatamente arriba del arco de entrada, de aspecto sonoro, pero sin ecos, habían esculpido una especie de daga, tratando de representar el cuchillo carnicero que san Bartolomé, con aire de reproche, tiene asido en el Misal de Viena.
San Bartolomé, uno de los doce apóstoles, fue desollado vivo y expuesto a las moscas durante el verano del año 65 de la Era Cristiana, más o menos, en Albanópolis, ahora Derbent, en el sudeste de Rusia. Su ataúd fue lanzado al mar Caspio por un rey furibundo, pero navegó serenamente hasta la isla de Lípari, vecina a la costa de Sicilia, lo que tal vez sea una leyenda si consideramos que el Caspio ha sido un mar interior desde el Pleistoceno. Bajo esta arma heráldica, que más se asemejaba a una zanahoria apuntando a las alturas, había una inscripción en pulidos caracteres eclesiásticos: Sursum. De ordinario podía verse dos mansos perros pastores que pertenecían a uno de los maestros, y que estaban ligados por recíproco afecto, dormitar en esa Arcadia privada, en un prado delante de la puerta.
En su primera visita al colegio, Liza lo había admirado todo, desde los cinco patios y la capilla hasta las efigies de yeso de los corredores y las fotografías de catedrales en las salas de clase. Correspondían a los tres cursos inferiores unos dormitorios con ventanas en la alcoba, y en un extremo se hallaba la habitación de un profesor. Los visitantes no podían menos de admirar el hermoso gimnasio. También eran evocadores los estalos de encina y las vigas labradas del techo de la capilla, de estructura románica, que había sido donada medio siglo antes por Julius Schönberg, creador de una industria de tejidos y hermano del famoso egiptólogo Samuel Schönberg, que pereciera en el terremoto de Messina. Había veinticinco profesores. El rector, el reverendo Archibald Hopper, vestía de elegante gris-clerical en los días cálidos y cumplía sus deberes en feliz ignorancia de la intriga que estaba a punto de hacerle perder su cargo.
5
Aunque los ojos de Victor eran su órgano supremo, fue más bien mediante olores y sonidos como se imprimió en su conciencia la noción neutra de Saint Bart. En los dormitorios, se percibía un tufo mohoso y sordo de madera vieja barnizada; ruidos nocturnos en las alcobas – fuertes explosiones gástricas y chirridos de resortes en las camas—; la campana del vestíbulo, que a las 6,45 A. M. retumbaba en el vacío de un dolor de cabeza; el olor a idolatría y a incienso que escapaba del braseril'o colgado de cadenas y de sombras de cadenas del cielo nervado de la capilla; la voz pastosa del reverendo Hopper mezclando sabiamente el refinamiento con la vulgaridad; el Himno 166: Sol de mi alma, que los novatos tenían que aprender de memoria; en lo ropería, el sudor inmemorial del cesto con ruedas que contenía la provisión común de suspensores atléticos, horrible maraña gris de la que había que desenredar una faja para colocársela al principio del período deportivo; y los racimos de gritos ásperos y tristes en las cuatro canchas de juego.
Con un coeficiente intelectual de 181 y un promedio de 90, no le fue difícil a Victor encabezar una clase de 36 alumnos y llegar a ser en realidad uno de los tres mejores pupilos del colegio. Sentía escaso respeto por la mayoría de sus profesores, pero reverenciaba a Lake, hombre inmensamente obeso, con cejas enmarañadas y manos velludas, que asumía una actitud de turbación sombría frente a los muchachos atléticos de encendidas mejillas. Victor no era ni lo uno ni lo otro. Lake se había entronizado, como un Buda, en un estudio pulcro y original que más parecía sala de recibo de una galería de arte que taller. En sus paredes gris pálido no había más adorno que dos cuadros en idénticos marcos: una copia de la obra maestra fotográfica de Gertrude Kasebier: Madre e Hijo(1897), en que el niño angelical y auhelante mira hacia arriba, a la lejanía (¿a qué?) y una reproducción, en la misma tonalidad, de la cabeza de Cristo de Los Peregrinos de Emaús, de Rembrandt, con igual expresión, si bien un poco menos celestial, en los ojos y en la boca.
Lake había nacido en Ohio, estudiado en París y Roma y enseñado en Ecuador y Japón. Era un reconocido experto en arte, y quienes lo conocían se preguntaban por qué, durante los últimos diez inviernos, se había enterrado voluntariamente en Saint Bart. Aunque tenía el temperamento huraño del genio, le faltaba originalidad y se daba cuenta de esa falla; sus pinturas parecían siempre imitaciones hábiles, si bien era difícil precisar qué estilo remedaba. Su profundo conocimiento de innumerables técnicas, su indiferencia por las «escuelas» y «tendencias», su desagrado por los charlatanes, su covicción de que no había gran diferencia entre una elegante acuarela de ayer y, digamos, el neo-plasticismo convencional o el no-objetivismo banal de hoy, y de que nada importa fuera del talento individual, eran puntos de vista que hacían de él un profesor raro. Saint Bart no gustaba mucho de sus métodos ni de los resultados que obtenía, pero seguía manteniéndolo porque estaba de moda contar, por lo menos, con un excéntrico distinguido entre el personal docente. Una de las muchas cosas estimulantes que enseñaba Lake, era que el orden del espectro solar no es un círculo cerrado sino una espiral de tintes que van del rojo cadmio y los anaranjados, pasando por un amarillo estroncio y un verde pálido paradisíaco, a azules cobalto y violados, en cuyo punto la secuencia no se degrada nuevamente a rojo sino que pasa a otra espiral que comienza con una especie de gris lavanda y continúa con tintes cenicientos que trascienden a la percepción humana. Enseñaba que no existía tal cosa como una Escuela Cubista, Futurista o Surrealista. Que una obra de arte creada con cordeles, sellos de correo, un periódico izquierdista y estiércol de paloma se basa en una serie de trivialidades tediosas. Que nada hay más burgués ni más banal que la paranoia. Que Dalí es en realidad el hermano gemelo de Norman Rockwell, robado por gitanas en su infancia. Que Van Gogh es de segundo orden y Picasso, en cambio insuperable a pesar de sus inclinaciones comerciales; y que si Degas pudo inmortalizar una calesa, ¿por qué no podría Victor Wind hacer otro tanto con un automóvil?