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Pnin
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:02

Текст книги "Pnin"


Автор книги: Владимир Набоков



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—¿Qué está buscando, Timofey?

Este salió, muy ruborizado, con una mirada delirante, y ella se sobresaltó al verle el rostro, con un confuso tropel de lágrimas sin secar.

—Busco, John, los viscosos y el soda —dijo, trágicamente.

—Creo que no hay soda —contestó ella, con su lúcida prudencia anglosajona—. Pero hay whisky en abundancia en el armario del comedor. No obstante, le propongo que bebamos una buena taza de té caliente.

El hizo el gesto ruso de «renunciación».

—Quiero absolutamente nada —dijo, y se sentó junto a la mesa de la cocina dando un terrible suspiro.

Ella se sentó a su lado y abrió una de las revistas que compraran.

—Miremos algunas ilustraciones, Timofey.

—No quiero John. Usted sabe que no distingo qué es aviso y qué no es aviso.

—Cálmese, Timofey; yo me encargaré de las explicaciones. Mire, ésta me gusta. ¡Oh!, pero si es muy ingeniosa. Tenemos aquí una combinación de dos ideas: la Isla Desierta y la Niña de la Nube. Ahora mire, Timofey, por favor.

De mala gana, él se caló las gafas para leer.

—Esta es una isla desierta con una palmera solitaria, y éste es un resto de balsa rota, y éste es un marinero náufrago, y éste es el gato del barco que él salvó, y esto, aquí, en esa roca...

—Imposible —dijo Pnin—. Tan pequeña isla, además coa palma, no puede existir en mar tan grande.

—Bueno, aquí existe.

—Aislamiento imposible —dijo Pnin.

—Sí, pero... Oiga, usted no está jugando limpio, Timofey. Sabe perfectamente que está de acuerdo con Lore en que el mundo de la mente está basado en una transacción con la lógica.

—Tengo mis reservas —dijo Pnin—. Primeramente, la lógica misma...

—Bueno, bueno. Parece que nos hemos alejado de nuestro pequeño chiste. Ahora, mire el cuadro. Entonces, éste es el marinero, y éste es el gatito, y ésta es una sirena algo distraída que merodea por la vecindad. Y ahora mire las nubecitas que hay inmediatamente encima del marinero y del gatito.

—Explosión de bomba atómica —dijo Pnin tristemente.

—No, en absoluto. Es algo mucho más gracioso. Vea usted: se supone que estas nubecitas redondas son las proyecciones de sus pensamientos. Y ahora llegamos por fin a la parte divertida. El marinero imagina a la sirena con un par de piernas, y el gato la imagina con torso de pez.

—Lermontov —dijo Pnin, alzando dos dedos – lo dijo todo sobre las sirenas en sólo dos poemas. No puedo comprender el humorismo americano ni siquiera cuando estoy de buen humor, y debo decir... —se retiró las gafas con manos temblorosas, echó la revista a un lado con el codo y, apoyando la cabeza en su brazo, estalló en sollozos ahogados.

Ella oyó abrirse y cerrarse la puerta. Un momento después Laurence atisbo la cocina con sigilo juguetón. Con su mano derecha, Joan le indicó que se fuera, y con la izquierda le señaló el sobre de bordes irisados encima de los paquetes. La sonrisa íntima que le dirigió fue un resumen de la carta de Isabel. El la cogió y, ya sin bromear, se alejó de puntillas.

Los hombros absurdamente robustos de Pnin seguían sacudiéndose. Ella cerró la revista y, por un minuto, estudió la cubierta: colegiales brillantes como juguetes; Isabel y el hijo de Hagen; árboles sombríos en día de asueto; un chapitel blanco; las campanas de Waindell.

—¿Ella no quiere volver? —preguntó Joan, suavemente.

Pnin, con la cabeza en el brazo, comenzó a golpear la mesa con su mano flojamente empuñada.

—Tengo nadie —gimió, entre sonoros y húmedos resoplidos—. Ya no me queda nadie, nadie! I haf nofing... I haf nofing left, nofing, nofing!


CAPITULO TERCERO




1


Durante los ocho años que Pnin llevaba enseñando en la Universidad de Waindell, había cambiado de alojamiento, por una u otra causa, «principalmente sónica», casi cada semestre. La acumulación consecutiva de habitaciones se. asemejaba ahora en su memoria a esas vitrinas de mueblerías en que se exhiben grupos de sillones, camas, lámparas, trozos de chimenea, todo fuera del tiempo y del espacio, mezclados bajo la suave luz de la mueblería mientras fuera nieva y oscurece, y nadie ama verdaderamente a nadie.

Las habitaciones de su período de Waindell le parecían elegantes comparadas con las que había habitado en el barrio alto de Nueva York, a mitad de camino entre el «Parque Tsentral y la Kostanera», en una manzana inolvidable por los papeles diseminados junto a la cuneta, por la mancha brillante de un excremento de perro en la que ya había resbalado alguien, y por un niño infatigable que hacía rebotar una pelota contra los peldaños del elevado pórtico marrón. Y hasta esa pieza se tornaba hermosa en la mente de Pnin (donde seguía rebotando una pelota pequeña) cuando la comparaba con su antiguo albergue, borroso y empolvado ya por el tiempo, de l su largo período bajo el pasaporte Nansen en la Europa Central. Con los años, Pnin se había vuelto exigente. Ya no le bastaban los lindos adornos. Waindell era una pequeña ciudad tranquila, y Waindellville, situada en una hendidura entre los cerros, era más tranquila aún; pero nada era bastante quieto para Pnin. Al principiar allí su vida, tuvo un estudio primorosamente amueblado en U el Hogar Universitario para Profesores Solteros. Un lugar bonito, pese a ciertos inconvenientes gregarios («¿ Ping-pong, Pnin?» —«Ya no juego más juegos infantiles»), hasta que llegaron los operarios y comenzaron a abrir agujeros en la calle («Calle Olla de Grillos», «Pningrado») y a taparlos después. Tal estado de cosas continuaba sin interrupción, durante semanas en oleadas de terremotos a los que sucedían desmayadas pausas, sin que pareciese pro. bable que se volviera a descubrir la preciosa herramienta enterrada por error. Tuvo (para elegir sólo al azar) aquel cuarto en el Duke's Loge, de aspecto eminentemente hermético; un kabitiet encantador sobre el cual, no obstante, cada tarde, entre portazos y ruidosas duchas en el baño, se paseaban lenta e inflexiblemente dos estatuas con piernas de piedra. Eran modales difíciles de conciliat con la esbelta estructura de sus vecinos del piso alto, que resultaron ser los Starr, del Departamento de Bellas Artes («Yo soy Cristopher y ésta es Louise»). Formaban una pareja angelicalmente suave y ambos sentían un vivo interés por Dostoievski y Shostakovich. Tuvo, en otra pensión, un estudio-dormitorio muy íntimo, adonde nunca vino nadie para que le diera clases gratuitas de ruso. En este refugio, además, no bien comenzó el tremendo invierno de Waindell a introducirse en él, mediante agudas corrientes de aire (que no sólo provenían de la ventana sino también del closet y los enchufes), la habitación a exhalar una ráfaga de demencia y místico delirio, un tenaz murmullo musical de compases más o menos clásicos, extrañamente ubicados en el argénteo radiador, Pnin trató de ahogarlos con una frazada, como si provinieran de un pájaro enjaulado; pero el canto persistió hasta que la anciana madre de mistress Thayer fue llevada al hospital, donde falleció, tras lo cual el radiador cambió la onda de sus rumores por otra más exótica: francés canadiense.

También ensayó domicilios de otro tipo; habitaciones alquiladas en casa de familia que, si bien diferían unas de otras en ciertos aspectos (no todas eran de tejuela, por ejemplo; algunas eran de ladrillo revocado, al menos, parcialmente), tenían una característica común: en los estantes del salón o del rellano de la escalera se hallaban, invariablemente, Hendrick Willem Van Loon y el doctor Cronin. Ambos podían estar separados por un manojo de revistas o por alguna novela histórica gruesa y reluciente, o hasta por algunas biografías más o menos conocidas. También en estas casas colgaba siempre en algún sitio una reproducción de Tolouse-Lautrec. Pero lo que jamás faltaba era la pareja Van Loon-Cronio, cambiando miradas de tierno reconocimiento, como dos vie' amigos que se encuentran en una fiesta entre desconocidos.



2


Volvió por una breve temporada al Hogar Universitario, pero los perforadores del pavimento también volvieron y, con ellos, otras jnolestias. Hoy por hoy, Pnin seguía alquilando el dormitorio rosado de volantes blancos del segundo piso de la casa de los Clements. Este era el sitio que más le había gustado y la primera habitación que había ocupado más de un año. Por aquel entonces, ya había borrado toda huella de su dueña anterior; al menos, así lo creía, porque no había descubierto, y probablemente nunca lo haría, una cara ridícula dibujada en la pared, inmediatamente debajo de la cabecera del lecho; tampoco había visto esas marcas de lápiz semi-borradas en el quicio de la puerta, marcas que indicaban distintas alturas a partir de un metro cuarenta y dos en 1940.

Durante más de una semana Pnin pudo disfrutar de la casa entera. Joan Clements había partido en avión a visitar a su hija casada en un lejano Estado del Oeste, y un par de días más tarde, al comienzo de su curso primaveral de Filosofía, el profesor Clements, llamado por teléfono, también voló al Oeste.

Nuestro amigo se sirvió pausadamente un desayuno a base de leche, cuyo suministro no había sido interrumpido, y a las nueve y media se dispuso a dar su paseo habitual por los jardines.

Agradaba ver esa manera suya de ponerse el abrigo, a la manera de los intelligenskirusos: con la cabeza inclinada, exhibiendo su perfecta calvicie y su gran barbilla tipo duquesa de Wonderland, sujetaba firmemente los extremos cruzados de su bufanda verde para mantenerla sobre el pecho mientras, con una sacudida de sus amplios hombros, conseguía introducirse a un mismo tiempo en ambas mangas, y, con otro empujón, colocarse enteramente el resto del abrigo. Cogió su portfel' (portadocumentos), revisó el contenido y salió.

Aún estaba a tiro de piedra del porche, cuando recordó un libro de la Biblioteca de la Universidad cuya devolución le reclamaban con urgencia para que lo ocupara otro lector. Luchó un momento consigo mismo: todavía necesitaba el volumen. Pero el bondadoso Pnin simpatizaba demasiado con el clamor insistente del estudioso desconocido para no volver en busca del grueso y pesado tomo. Era el volumen 18, dedicado especialmente a Tolstoy: Sovetsky Zolotoy Fond Literaturi(Fondo Dorado de la Literatura Soviética), Moskva-Leningrad, 1940.



3


Los órganos que concurren a la producción de sonidos en el idioma inglés son la laringe, el paladar, los labios, la lengua (esa polichinela de la troupe) y, en último pero no menor término, la mandíbula inferior. Pnin se confiaba en el movimiento superenérgico y algo rumiante de esta mandíbula cuando traducía en clase pasajes de la gramática rusa o algún poema de Pushkin. Si su ruso era música, su inglés era un homicidio. Tenía una dificultad enorme con la «despalatización», y nunca conseguía eliminar esa especie de rocío con que los rusos acompañaban las ty las dantes de las vocales, a las que Pnin suavizaba de modo tan peculiar. Su explosivo hat(sombrero) («Nunca ando en sombrero, aun en invierno») difería de la pronunciación americana corriente de hof(caliente), típica de los habitantes de Waindell, sólo por su menor duración, sonando así muy semejante al verbo alemán hat(tiene). Las o largas se convertían inevitablemente en cortas: su no parecía italiano, y esto se acentuaba por su treta de triplicar el negativo: («¿Puedo llevarlo, míster Pnin?» «No-no-no, sólo estoy a dos pasos desde aquí»). Desconocía la o larga y no se daba cuenta de ello; todo lo que conseguía cuando tenía que pronunciar noon(tarde), era la vocal laxa del alemán nun(ahora).

El cumpleaños de Pnin, de acuerdo al calendario juliano bajo el cual había nacido en San Petersburgo en 1898, caía el 3 de febrero. Pero ya no lo celebraba pues, desde su salida de Rusia, esta fecha se le confundía en medio de las del calendario gregoriano, al que debía restarle trece (no: doce) días.

En el pizarrón nimbado de tiza, que él llamaba jocosamente «pizarreño», escribió una fecha. Esta nada tenía que ver con la que regía en Waindell:



26 de diciembre de 1892


Cuidadosamente estampó un punto final blanco y grande, y agregó debajo:



3,03 P. M., San Petersburgo


Esto fue transcrito, con toda disciplina, por Frank Backman, Rose Balsamo, Frank Carroll, Irving D. Herz, la hermosa e inteligente Marilyn Hohn, John Mead, Jr., Peter Volkov y Allan Bradbury Walsh.

Pnin, estremecido por una risa muda, regresó a su pupitre; tenía un cuento que relatar. Esa línea en la absurda gramática rusa: Brozhu li ya vdol' ülits shuminh(«Ya sea que vague por calles ruidosas»), era en realidad, el comienzo de un famoso poema. Y aunque se suponía que en esa clase de Ruso Elemental, Pnin debía atenerse a ejercicios de lenguaje tales como: Mama, telefon! Brozhu li ya vdol' ulits shuminh. Ot Vladivostoka do Vashinngtona 5.000 mil), él aprovechaba todas las oportunidades para aventurar a sus alumnos por excursiones literarias e históricas.

En ese poema de ocho cuartetos tetramétricos, Pushkin describía su hábito morboso e inveterado, donde quiera que se hallara, hiciera lo que hiciese, de detenerse en pensamientos fúnebres e inspeccionar meticulosamente el día que iba pasando, como si se forzara por descubrir en su criptograma un posible y «futuro aniversario» : el día y el mes que alguna vez, en algún sitio, aparecerían escritos en la lápida de su tumba.

—«¿Dónde me enviará el destino?», futuro imperfecto, «¿la muerte?» —declamaba inspirado Pnin, echando atrás la cabeza y traduciendo, sin acobardarse, literalmente—. « ¿En la lucha, de viaje, o en medio de las olas? ¿o en la vecina hondonada?» Dolina significa lo mismo que «valle». Y diríamos ahora: «Aceptará mis cenizas refrigeradas.» Poussiére «polvo frío», sería quizás más correcto. «Y aunque es indiferente para el cuerpo insensitivo...»

Pnin prosiguió así, hasta terminar el poema. Entonces, indicando dramáticamente con la tiza, observó cuánto cuidado había puesto Pushkin en anotar el día, y hasta el minuto exacto en que escribiera aquella obra.

—Sin embargo – exclamó triunfalmente—, murió en un día muy, ¡pero muy diferente! Murió... —La silla en que se apoyaba emitió un crujido ominoso, y los alumnos se relajaron, estallando en excusables y jóvenes risotadas.

(Alguna vez, en algún sitio —¿sería en San Petersburgo? ¿o en Praga?—, recordó, uno de los payasos había retirado el banquillo en que el otro se sentaba para tocar el piano; no obstante, aquel había seguido tocando incólume su sonata, como si siguiera sentado. ¿Dónde había sido esto? ¡Ah! ¡en el circo Busch: en ¡Berlín!).



4


Pnin no se molestó en dejar la sala de clase mientras el Curso Elemental iba saliendo y, poco a poco, comenzaba a llegar el Curso Avanzado. La oficina donde ahora yacía el Zol. Fond. Lit., envuelto en su bufanda verde y sobre el kardex, se hallaba en otro piso, al extremo de un pasillo lleno de eco y junto a los lavatorios de la Facultad. Hasta 1950 (entonces era 1953. ¡Cómo vuela el tiempo!) Pnin había compartido una oficina con Miller, uno de los profesores más jóvenes del Departamento de Alemán. Más tarde le dieron para uso exclusivo la Oficina R; ésta había sido antes un depósito de leña, pero ahora estaba enteramente remozada. Durante la primavera, Pnin la había pninizado con amor. Se la entregaron con dos sillas innobles, un tablero de corcho para clavar boletines, una caja de cera para pisos olvidada por el portero, y un humilde escritorio de dudosa madera. Escamoteó de la Administración un pequeño kardex de acero provisto de un cierre cautivante. El joven Miller, bajo la dirección de Pnin, trasladó la parte correspondiente a Pnin de un estante seccionable. A la anciana mistress McCrystal, en cuya casita de madera blanca había pasado un invierno mediocre (1949-50), le compró, en tres dólares, una alfombra desvaída que había sido turca. Con ayuda del portero atornilló a un costado del escritorio un sacapuntas, ese dispositivo altamente satisfactorio y altamente filosófico que se alimenta de barniz amarillo y suave madera mientras dice «taiconderoga-taiconderoga», terminando por girar silenciosamente en un vacío etéreo, como ha de sucedemos a todos un día. Pero Pnin tenía planes aún más ambiciosos; soñaba por ejemplo, con poseer un sillón y una lámpara de pie. No obstante, al volver de Washington, después de dar clases un verano, y entrar en su oficina, encontró un perro obeso durmiendo en la alfombra y sus muebles relegados a la parte más oscura de la sala, para dejar sitio a un magnífico escritorio de acero inoxidable y a una silla giratoria que le hacía juego. En ella se hallaba instalado, sonriéndose a sí mismo, el estudioso austríaco recientemente importado, doctor Bodo von Falternfels; desde entonces, la Oficina R perdió su encanto para Pnin.



5


A mediodía, siguiendo su costumbre, Pnin se lavó las manos v ja cabeza. Recogió en la Oficina R su abrigo, su bufanda, su libro v su portadocumentos. El doctor Falternfels, entretanto, escribía sonriendo; su sandwich estaba a medio desenvolver; su perro había muerto.

Pnin bajó la tenebrosa escalera y atravesó el Museo de Escultura. La Facultad de Humanidades, en la que también se emboscaban la de Ornitología y la de Antropología, se comunicaba por corredores un tanto rococó con otro edificio de ladrillo, el Hall Frieze, que albergaba los comedores y el Club de la Facultad. Había que subir una pendiente, torcer en un ángulo agudo y continuar avanzando hacia un conocido olor a papas fritas y hacia las deprimentes comidas dietéticamente equilibradas. En verano los corredores renacían con sus flores temblorosas, pero ahora un viento helado atravesaba su desnudez y alguien había puesto un guante rojo extraviado en la espita de la fuente que se hallaba en aquella parte del corredor que conducía a la casa del Rector.

El rector Poore era bastante alto, lento, de edad avanzada; usaba anteojos oscuros; dos años antes había comenzado a perder la vista y ya estaba casi ciego. No obstante, con regularidad solar, era llevado todos los días por su sobrina y secretaria al Hall Frieze; llegaba revestido de dignidad como una figura arcaica, aproximándose en medio de su oscuridad a un almuerzo invisible. Y aunque hacía tiempo que todos se habían habituado a su trágica entrada, invariablemente se producía la sombra de un silencio mientras lo guiaban a su silla tallada y él buscaba a tientas el borde de la mesa. Resultaba extraño ver en la pared, directamente detrás suyo, su retrato estilizado, en traje malva y zapatos color caoba, mirando con radiantes ojos los pergaminos que le pasaban Richard Wagner, Dostoievski y Confucio. Oleg Komarov, del Departamento de Bellas Artes, había pintado ese grupo diez años antes y lo había sumado al célebre mural de Lang, que databa de 1938 y se extendía por la sala en un desfile de figuras históricas y de miembros de las diversas Facultades de Waindell.

Pnin, que deseaba preguntar algo a su compatriota, se sentó a su lado. Este Komarov, hombre de baja estatura, hijo de cosacos, tenía nariz de calavera y usaba el cabello cortado a lo marinero. Su mujer, Serafina, moscovita de nacimiento, era maciza y alegre, y llevaba colgado, de una cadena de plata, un amuleto tibetano que le llegaba hasta el amplio y blando vientre. Solían dar fiestas rusas, con hors-d'oeuvrerusos, música de guitarras y cantos populares más o menos espúreos. En esas ocasiones enseñaban a los tímidos estudiantes graduados los ritos para beber vodka y otros rusianismos añejos; al encontrarse después de esas reuniones con el ceñudo Pnin, Serafina y Oleg (alzando ella los ojos al cielo y cubriéndose él los suyos con una mano) murmuraban con extática congratulación: «Gofpodi, skol'ko mi im dayomf» (¡Válgame Dios! ¡Qué de cosas les enseñamos!) representando «les» al ignorante pueblo americano. Solamente otro ruso podía comprender la mezcla reaccionaria y sovietófila que ofrecían los Komarovi con su pseudo-colorido. Para ellos, la Rusia ideal consistía en el Ejército Rojo, un monarca consagrado, fincas colectivas, antropología, la Iglesia Rusa y el Dique Hidroeléctrico. El estado habitual de Pnin y Oleg era el de una guerra no declarada, pero los encuentros eran inevicables; y aquellos colegas americanos que consideraban «grandes tipos» a los Komarovi y remedaban al grotesco Pnin, estaban seguros de que el pintor y Pnin eran excelentes amigos.

Difícil sería decir, sin recurrir a pruebas especiales cuál de ellos, Pnin o Komarov, hablaba peor inglés; probablemente Pnin. Pero por razones de edad, de educación general y de una etapa ligeramente más prolongada de ciudadanía americana, este último podía corregir las frecuentes interpolaciones inglesas de Komarov, y Komarov se resentía aún más por este hecho que por el antik-varniy liberalizmde Pnin.

—Mire, Komarov ( Poslushayte, Komarov: manera algo descortés de dirigirse) —dijo Pnin—. No puedo comprender quién puede necesitar aquí este libro; por cierto ninguno de mis alumnos; y si es usted, no entiendo para qué le puede servir.

—Yo no – repuso Komarov dando una ojeada al volumen—. No interesado – agregó, en inglés.

Pnin movió silenciosamente los labios y la mandíbula inferior; una o dos veces quiso decir algo, no lo dijo, y siguió comiendo su ensalada.



6


Como era martes, Pnin podía marcharse a su lugar favoritp inmediatamente después del almuerzo y quedarse ahí hasta la hora de comer. Ningún corredor comunicaba la Biblioteca de la Universidad con otros edificios, pero ella estaba íntima y firmemente conectada con el corazón de Pnin. Caminó más allá de la gran figura de bronce del primer rector de la Universidad, Alpheus Frieze Que, con gorra y pantalón corto sostenía, del manubrio, la bicicleta de bronce a que eternamente se aprestaba a subir, a juzgar por la posición de su pie izquierdo pegado para siempre al pedal. Había nieve en el asiento y en el absurdo cesto que algún bromista coleara de las barras del manubrio.

– Huligani—dijo Pnin, furioso, moviendo la cabeza, y resbaló ligeramente en una losa del sendero que bajaba, en meandros, por un declive cubierto de césped entre olmos sin follaje. Además del gran volumen que llevaba bajo el brazo derecho, asía con la mano izquierda su portadocumentos, un viejo portfelnegro cuyo aspecto sugería la Europa Central, y al que balanceaba rítmicamente de la manilla de cuero mientras se dirigía hacia sus libros, hacia su schplohumlleno de folletos y hacia su paraíso de erudición rusa.

Una bandada elíptica de palomas grises describió círculos en el cielo límpido y claro contra el que se destacaba la Biblioteca Universitaria. Un tren silbaba a lo lejos con la misma tristeza que en las estepas. Una ardilla traviesa se precipitó a un manchón de nieve iluminado por el sol; cerca, la sombra de un tronco, verde oliva en el césped, se tornaba azul grisácea, mientras el árbol mismo, con una expresión viva y crepitante, se alzaba desnudo hacia el cielo donde las palomas pasaban por tercera y última vez. La ardilla, invisible ahora en una bifurcación, parloteó protestando contra los delincuentes que la habían expulsado del árbol. Pnin volvió a resbalar en el hielo negro y sucio del sendero enlosado, alzó un brazo en una abrupta convulsión, recobró el equilibrio, y, con una sonrisa solitaria, se agachó a recoger el Zol. Fond. Lit. Este se había abierto en una instantánea de León Tolstoy: Tolstoy atravesaba una pradera rusa vuelto hacia la máquina fotográfica, y, tras de él, varios caballos de largas crines también volvían hacia el fotógrafo sus inocentes cabezas.

V boyu li, v stranstvü, v volnah? «¿En la lucha, de viaje, o en medio de las olas?» Royendo suavemente su plancha de dientes, lúe aún retenía una ligosa capa de quesillo, Pnin subió los resbaladizos peldaños de la Biblioteca.

Como tantos otros universitarios envejecidos, hacía tiempo que Pnin había dejado de reparar en la presencia de estudiantes en los jardines, en los corredores, en la Biblioteca; resumiendo: no los veía jamás, salvo en las concentraciones funcionales de las salas de clase. Al principio lo perturbó profundamente el espectáculo de aquellos que, con sus pobres cabezas jóvenes sumidas en los antebrazos, dormían entre las ruinas del saber. Pero ahora, salvo una que otra nuca bien formada de muchacha, no veía a nadie en la Sala de Lectura.

Mistress Thayer se encontraba en el escritorio atendiendo al público. Su madre había sido prima hermana de la madre de Mistress Clements.

—¿Cómo está, profesor Pnin?

—Muy bien, mistress Fire.

—Laurence y Joan no han regresado aún, ¿verdad?

—No. Traje este libro porque he recibido una tarjeta...

—Me pregunto si la pobre Isabel se divorciará...

—No sé nada. Mistress Fire, permítame preguntarle...

—Supongo que tendremos que buscarle otra habitación a usted, si la traen a vivir con ellos.

—Mistress Fire, permítame hacerle una pregunta. Esta tarjeta que recibí ayer... ¿podría decirme usted quién es el otro lector?

—Voy a ver.

Revisó. El otro lector resultó ser Timofey Pnin; el Volumen 18 había sido solicitado por Pnin el viernes anterior. También era cierto que este Volumen 18 aparecía como entregado a este Pnin, y no al otro, que lo tenía desde Pascua y que ahora, con las manos sobre el libro, se asemejaba al retrato de los antepasados de un magistrado.

—¡No puede ser! —exclamó Pnin—. Yo pedí el viernes el Volumen 19, año 1947, no el Volumen 18, año 1940.

—Pero escúcheme: usted escribió Volumen 18. De todos modos el 19 está todavía en el taller de encuademación. ¿Se quedan con éste?

—18, 19 – murmuró Pnin—. No hay gran diferencia. Puse el año correctamente: ¡eso es lo importante! Sí, siempre necesito el 18. Envíeme una tarjeta más eficante cuando el 19 ser disponible.

Gruñendo un poco, llevó el voluminoso y humillado libro a su sitio favorito, donde lo depositó envuelto en su bufanda.

—No saben leer estas mujeres. El año estaba claramente escrito.

Siguiendo su costumbre, pasó a la Sala de Periódicos y recorrió las noticias en el último número (sábado 12 de febrero, y ese día era martes. ¡Oh, descuidado lector!) del informativo en lengua rusa que publicaba diariamente y desde 1918, un grupo de emigrados rusos de Chicago. Como siempre, estudió cuidadosamente los avisos. El doctor Popov, retratado con su blanco delantal nuevo, prometía a los ancianos vigor y alegría. Una tienda de discos enumeraba grabaciones rusas para la venta, tales como Vida Rota, Vals y El Canto de un Chófer de Primera Línea. Un empresario de pompas fúnebres, un tanto gogoliano, ensalzaba sus carrozas de lujo, también disponibles para paseos campestres. Otro personaje gogoliano, en Miami, ofrecía un «departamento de dos ambientes para abstemios (dlya trezvich) entre flores y árboles frutales», mientras en Hammond se alquilaba melancólicamente un cuarto «perteneciente a una pequeña y tranquila familia...» Pnin, sin que mediara razón especial alguna, recordó, de súbito, con una lucidez grotesca y apasionada, a sus padres, el doctor Pavel Pnin y Valeria Pnin; a él, con su revista médica, á ella, con su revista política, sentados frente a frente, en sendos sillones, en un salón pequeño, pero alegremente iluminado de la calle Galernaya, en San Petersburgo, cuarenta años atrás.

También leyó el editorial: una controversia enormemente larga y tediosa entre tres facciones de emigrados. La discusión había empezado porque la facción A acusaba a la facción B de inercia, acusación que ilustrara con el proverbio: «Desea trepar por el abeto, pero teme rasguñarse las piernas». Esto provocó una ácida Carta al Editor, firmada por «Un Viejo Optimista», titulada «Abetos e Inercia» , y que comenzaba así: «Hay un antiguo dicho americano : "El que vive en casa de vidrio debe abstenerse de matar dos pájaros de una pedrada..."» En la edición que estaba leyendo Pnin aparecía un feuilleton de dos mil palabras, contribución de un representante de la facción C, encabezado así: «Sobre Abetos, Casas de Vidrio y Optimismo». Pnin lo recorrió con vivo interés y simpatía.

Después retornó a su cubil y a su propia investigación.

Proyectaba escribir una Petite Histoirede la cultura rusa, en la que presentaría una selección de curiosidades, costumbres, anécdotas literarias rusas, etc., de modo que reflejaran, en miniatura, la Grande Histoire(acontecimientos importantes). Todavía se hallaba en el estado beatífico de reunir material, y eran muchos los jóvenes bien intencionados que consideraban con placer y un honor ver a Pnin sacar un cajón de catálogos del seno generoso de una kardex y llevarlo, como una nuez enorme, a un rincón oculto, donde empezaba a saborear su banquete intelectual. Ora movía los labios haciendo comentarios mudos: crítico satisfecho, perplejo; ora alzaba sus rudimentarias cejas, dejándolas olvidadas en lo alto de su frente espaciosa hasta después de que hubiera desaparecido toda huella de duda o desagrado. Era una suerte para él encontrar, se en Waindell. A fines del siglo XIX, el eminente bibliófilo y eslavista John Thurston Todd, cuyo busto barbudo presidía la fuente del parque, había visitado la hospitalaria Rusia, y, después de su muerte, los libros que allá había acumulado se deslizaron calladamente hasta formar ese hacinamiento ignorado y remoto. Con guantes de goma para evitar la descarga de la electricidad amerikanskien el metal de los estantes, Pnin cogía esos libros y se deleitaba con ellos: oscuras revistas de la vertiginosa década del 1860-69 encuadernadas con tapas de madera que imitaban el mármol, monografías históricas de un siglo atrás, cuyas páginas somnolientas estaban salpicadas de manchas de moho; clásicos rusos con horribles y patéticas encuademaciones de camafeo, cuyos relamidos perfiles de poetas hacían que Timofey, con los ojos húmedos, recordara su infancia cuando solía palpar, en la cubierta del libro, las patillas algo excoriadas de Pushkin o la nariz tiznada de Zhukovski.

Del voluminoso trabajo de Kostromskoy (Moscú, 1855), sobre mitos rusos – libro raro que no podía sacarse de la Biblioteca—, Pnin se puso a copiar un pasaje referente a los antiguos juegos paganos que en ese tiempo aún se practicaban en las regiones boscosas del Volga Superior, juegos situados en los límites mismos del ritual cristiano. Durante una festiva semana de mayo, la, llamada Semana Verde, que se confundía con Pascua de Pentecostés, las doncellas campesinas tejían guirnaldas de dedales de oro y orquídeas silvestres; después, entonando trozos de antiguas canciones de amor, las colgaban de los sauces junto al río; por último, el Domingo de Pentecostés las echaban al río donde, desenvolviéndose, flotaban como serpientes mientras las doncellas nadaban y cantaban entre ellas.


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