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Pnin
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:02

Текст книги "Pnin"


Автор книги: Владимир Набоков



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La mano ciega del doctor Belochkin cogió una galleta; la mano avizora del doctor Pnin tomó un alfil. El doctor Belochkin, masticando, miró de hito en hito el claro producido en sus filas. El doctor Pnin sumergió una abstracta tostada en su vaso de té.

La casa de campo que alquilaban los Belochkin ese verano se hallaba en el mismo balneario del Báltico cerca del cual la viuda del general N... arrendaba una cabaña de veraneo a los Pnin, en los confines de sus vastas posesiones pantanosas y escarpadas, llenas de bosques tenebrosos que cercaban un desolado castillo. Timofey Pnin volvía a ser ahora el muchacho torpe, tímido y obstinado de dieciocho años, que esperaba a Mira en la oscuridad; y, aunque el pensamiento lógico persistía en ver bombillas eléctricas en lugar de lámparas de parafina, y barajaba a los personajes convirtiéndolos en emigrados envejecidos, mi pobre Pnin, con la agudeza de un alucinado, imaginaba a Mira deslizándose por el jardín y viniendo a su encuentro entre las altas flores de tabaco, cuya opaca blancura se fundía en la oscuridad con la blancura de su vestido. Este sentimiento coincidía en cierto modo con la sensación de dispersión y difusión que sentía en el pecho. Suavemente dejó el mazo a un lado y, para disipar su angustia, se puso a caminar por el silencioso jjosquecillo de pinos, alejándose de la casa. Desde un auto detenido cerca del cobertizo de las herramientas del jardín, que seguramente ocultaba al menos a los dos hijos de sus compañeros de visita, le llegaba con persistencia una música de radio.

—Jazz, jazz, siempre tienen que oír su jazz estos jovenzuelos – murmuró Pnin para sí, y torció por el sendero que conducía al bosque y al río. Recordaba sus juveniles entusiasmos y los de Mira: teatro de aficionados, baladas gitanas, la pasión que ella sentía por la fotografía artística. ¿Dónde estarían ahora esas instantáneas que solía tomar: animales regalones, nubes, flores, un bosque en abril con sombras de abedules en"la nieve húmeda; soldados haciendo equilibrios en el techo de un furgón; la línea del horizonte en una puesta de sol, una'mano sosteniendo un libro? Recordaba el último encuentro en los malecones del Neva, en Petrogrado, y las lágrimas, y las estrellas, y el cálido forro de seda encarnada de su regalía de caracul. La guerra civil de 1918-22 los separó; la historia había roto su compromiso. Timofey se marchó al sur para unirse por un tiempo a las filas del ejército de Denikin, mientras la familia de Mira escapaba de los bolcheviques a Suecia, y después se instalaba en Alemania, donde ella se casó con un peletero de ascendencia rusa. Al principio de la década de 1930, Pnin, que también estaba casado, acompañó a su esposa a Berlín, donde ésta deseaba concurrir a un congreso psiquiátrico y una noche, en un restaurante ruso, en el Kurfürstendamm, volvió a ver a Mira. Cambiaron algunas palabras; ella le sonrió como antes, por debajo de sus cejas oscuras, con su picardía tímida; y el contorno de sus pómulos prominentes, y los ojos alargados, y la finura de brazos y tobillos eran los mismos, inmortales; luego se reunió con su marido, que se estaba poniendo el abrigo en el guardarropas, y eso fue todo. Pero la congoja de su ternura persistía, como el fantasma de un verso conocido que no se logra recordar.

Lo dicho por la parlanchína madame Shpolyanski había conjurado la imagen de Mira con fuerza extraordinaria. Era perturbador. Sólo con el desprendimiento que produce una dolencia incurable o con la lucidez que precede a la muerte cercana, podría evocarse ese acuerdo por un momento. Para vivir racionalmente, Pnin se esforzó, durante los últimos diez años, por no recordar jamás a Mira Belochkin, no porque la evocación de un amor juvenil, banal y breve, amenazara por sí misma su paz interior (¡ay! los recuerdos de su matrimonio con Liza eran suficientemente imperiosos para desalojar cualquier romance) sino porque, para ser sincero consigo mismo, no era posible esperar que hubiera conciencia y conocimiento en un mundo donde podían suceder cosas tales como la muerte de Mira. Había que olvidar, pues era imposible vivir con la idea de que esa mujer graciosa, frágil y tierna, con esos ojos, esa sonrisa, rodeada de ese marco de jardines nevados, hubiera sido llevada en un carro para animales a un campo de exterminio y asesinada con una inyección de fenol en el corazón, ese corazón suave que había sentido latir bajo sus labios en el ocaso del pasado. Y como la forma exacta de su muerte no había quedado en los registros, Mira seguía muriendo en su mente un sinnúmero de muertes, y resucitando otras tantas veces para volver a morir, conducida por una enfermera profesional e innoculada con inmundicias, bacilos de tétano o vidrio molido; asfixiada con gas en un supuesto baño de lluvia de ácido prúsico; quemada viva en una pira de madera de haya impregnada de gasolina. Según el investigador con que Pnin había hablado accidentalmente en Washington, lo único cierto era que, siendo demasiado débil para trabajar (aún sonriente, aún capaz de ayudar a otras judías con su sonrisa), fue condenada a muerte y quemada pocos días después de su llegada a Buchenwald, en la bella región boscosa del Grosser, en Ettersburgo, como sonoramente se la designa. Buchenwald está a una hora de camino de Weimar, donde pasearon Goethe, Herder, Schiller, Wieland, el inimitable Kotzebue y otros.

«¿ Aber, Warum? (¿Pero, por qué?)», solía gemir el doctor Hagen, el más manso de los seres vivientes, « ¿por qué debían ubicar tan cerca ese horrible campo?». Porque por cierto que estaba cerca, a sólo cinco millas del corazón cultural de Alemania, «ese país de Universidades», como había expresado con tanta elegancia el rector de Waindell, famoso por usar siempre le mot juste, al reseñar la situación europea en un discurso reciente de apertura de clases, junto con la galantería que dispensara a otra sala de torturas: «Rusia, la patria de Tolstoy, Stanislavski, Raskolnikov, y otros hombres buenos y grandes.»

Pnin caminó lentamente bajo los pinos augustos. El cielo se moría. No creía en un Dios autócrata. Creía, opacamente, en una democracia de espectros. Acaso las almas de los muertos formaran comités y éstos, en sesión continua, atendieran los destinos de los vivos.

Los mosquitos empezaban a molestar. Era tiempo de beber el té. Tiempo para una partida de ajedrez con Chateau. Ese espasmo extraño había pasado; podía respirar de nuevo. En la cumbre distante de la colina, en el mismo sitio donde horas antes había estado el caballete de Gramineev, se destacaban ahora dos siluetas, de perfil contra el rojo de ascua del cielo. Estaban allí muy juntas, una frente a la otra. Desde el camino era imposible distinguir si era la hija de Poroshin y su admirador, o Nina Bolotov y el joven Póroshin, o si no era más cue una pareja simbólica colocada allí artificialmente en la última página de ese día de Pnin próximo ya a desvanecerse.


CAPITULO SEXTO




1


Había comenzado el trimestre de otoño de 1954. Otra vez el cuello de mármol de la vulgar Venus del vestíbulo de la Facultad de Humanidades apareció teñido con un lápiz labial para hacer creer que había sido besado. De nuevo el periódico Waindell Recordercomentó el Problema del Estacionamiento de Automóviles. De nuevo, en los márgenes de los libros de la Biblioteca, los diligentes novatos escribieron glosas tan útiles como «Descripción de la naturaleza», o «Ironía», y en una preciosa edición de los poemas de Mallarmé, un estudiantino aventajado ya había subrayado, con tinta violeta, la difícil palabra «oiseaux», garabateando arriba «pájaros». Otra vez los vendavales de otoño amontonaron hojas muertas a un costado del corredor que conducía de la Facultad de Humanidades al Hall Frieze. Nuevamente, en las tardes serenas, las mariposas monarca de color pardo ambarino, aletearon sobre el asfalto y los prados, emigrando hacia el sur, con sus negras patas semirretráctiles colgando de sus cuerpos rítmicamente moteados.

Y la Universidad seguía adelante. Los graduados más tenaces, con sus esposas embarazadas, continuaban escribiendo disertaciones sobre Dostoievski y Simone de Beauvoir. Los departamentos de literatura proseguían trabajando bajo la impresión de que Stendhal, Galsworthy, Dreiser y Mann eran grandes escritores. Palabras prefabricadas como «conflicto» y «boceto» seguían de moda. Como siempre, profesores estériles trataban, con éxito, de «crear» comentando los libros de colegas más fértiles. Y, como siempre también, un puñado de académicos afortunados se disponía a disfrutar, o ya disfrutaba, de diversos premios otorgados en el año. Fue así como una simpática recompensa procuró a la múltiple pareja Starr —Cristopher Starr con su rostro de nene y Louise, su esposa-niña– del Departamento de Bellas Artes, la oportunidad única de recopilar cantos populares en Alemania Oriental, donde los sorprendentes jóvenes habían obtenido de algún modo permiso para entrar. Tristram W. Thomas (Tom, para sus amigos), profesor de Antropología, había recibido diez mil dólares de la Fundación Mandoville para hacer un estudio de los hábitos alimenticios de los pescadores y de los trepadores de pal. meras de Cuba. Otra institución caritativa había acudido en ayuda del doctor Bodo von Falternfels para que pudiera terminar «una bibliografía referente al material manuscrito dedicado en los últimos años a una estimación crítica de la influencia de los discípulos de Nietzche en el pensamiento moderno». Y, finalmente, pero no menos importante, un donativo especialmente generoso permitía al renombrado psiquiatra de Waindell, doctor Rudolph Aura, aplicar a diez mil alumnos de escuelas primarias, el test llamado del Aguamanil, en el que el niño moja un índice en un recipiente de colores fluidos y después se mide la proporción entre la longitud del dedo y la paite mojada, trasladándola a una serie de gráficos fascinantes.



2


Había comenzado el Trimestre de Otoño y el doctor Hagen se hallaba abocado a una situación difícil. En el verano, un amigo le preguntó, exttaoficialmente, si estaría dispuesto a aceptar al año siguiente una cátedra muy lucrativa en Seabord, Universidad mucho más importante que Waindell. Esa parte del problema era relativamente fácil de resolver; pero, en cambio, quedaba el hecho escueto de que el Departamento que formara con tanto amor, y con el cual el Departamento de Francés de Blorenge no podía competir en impulso cultural, aunque dispusiera de fondos mucho más cuantiosos, caería en las garras del traidor von Falternfels, el mismo que él, Hagen, había traído de Austria, lo que no impidió que aquél le hiciera un trabajo de zapa y terminara apropiándose bajo cuerda de la dirección de Europa Nova, la influyente revista trimestral que Hagen había fundado en 1945. La proyectada partida de Hagen, que aún ignoraban sus amigos, tendría una consecuencia más dolorosa aún: el Profesor Asistente Pnin quedaría en la estacada. Nunca había existido un Departamento regular de Ruso en Waindell, y la existencia académica de mi pobre amigo había dependido de que lo ocupara el ecléctico Departamento de Alemán en una especie de extensión del curso de Litetatura Comparada. Seguramente, y por pura ojeriza, Bodo acabaría con ese curso, y Pnin, que no tenía arraigo alguno en Waindell, se vería forzado a irse a menos que otro departamento de literatura e idiomas consintiera en adoptarlo. Los únicos departamentos que parecían tener la flexibilidad suficiente para hacerlo eran los de Inglés y Francés. Pero Jack Cockerell, Director del Departamento de Inglés, desaprobaba todo lo que hiciera Hagen, consideraba a Pnin un mamarracho y, de hecho, estaba manipulando, extraoficialmente, pero con fundadas esperanzas, para obtener los servicios de un prominente escritor anglo-ruso, quien, si fuera necesario, podía enseñar todos los cursos que Pnin debía mantener para subsistir. Como último recurso, Hagen abordó a Blorenge. Dos características interesantes distinguían a Blorenge, Director del Departamento de Literatura y Lengua Francesa: le disgustaba la literatura y no dominaba el francés. Esto no le impedía recorrer enormes distancias para asistir a convenciones de Idiomas Modernos, en las que se jactaba de su ineptitud como si fuera un capricho regio, y paraba, con fuertes estocadas de recio humorismo, cualquier tentativa de arrastrarlo a la sutileza del parlé-vu. Muy estimado como conseguidor de dinero, había inducido recientemente a un viejo rico, a quien tres universidades adularan en vano, a que promoviera con un fantástico donativo una investigación realizada por graduados bajo la dirección del doctor Slavski, an canadiense, con miras a construir, en un cerro vecino a Waindell, un «Pueblo Francés» con dos calles y una plaza, copiado de la antigua municipalidad de Vandel, en Dordoña. A pesar de la grandiosidad que nunca faltaba en las inspiraciones administrativas de Blorenge, él era un hombre de gustos personales ascéticos. Había sido compañero de colegio de Sam Poore, el rector de Waindell, y, durante muchos años, aún después que éste quedara ciego, ambos salían juntos a pescar en un lago yermo, barrido por el viento, al término de un camino ripiado y bordeado de malezas espinosas, setenta millas al norte de Waindell.

Su esposa, una dulce mujer de origen humilde, se refería a él, en el club, como «profesor Blorenge». El dictaba un curso titulado «Grandes Franceses», cuyos apuntes hiciera copiar por su secretaria de una colección de The Hastings Historical and Philosophical Magazine, 1882-94, descubierta en una buhardilla y que no estaba clasificada en la Biblioteca de la Universidad.



3


Pnin acababa de alquilar una casita y había invitado a los Hagen y a los Clements, a los Thayer y a Betty Bliss a una fiesta de inauguración. En la mañana de ese día, el buen doctor Hagen hizo una visita urgente a Blorenge y le contó todo el asunto. Cuando dijo a Blorenge que Falternfels era un fuerte antipninista, Blorenge replicó secamente que él también lo era; en realidad, después de encontrarse con Pnin en funciones sociales, «había sentido, claramente» (es asombrosa la tendencia de las personas prácticas a sentir más que a pensar), «que Pnin no estaba calificado ni siquiera para merodear por los alrededores de una universidad americana». El porfiado Hagen manifestó que durante varios trimestres Pnin había tratado de manera admirable el Movimiento Romantico, y que, con seguridad, bajo los auspicios del Departamento de Francés, podría manejar a Chateaubriand y a Victor Hugo.

—El doctor Slaksvi está a cargo de eso —dijo Blorenge—. En realidad, a veces pienso que exageramos un poco la parte literaria. Mire usted: esta semana comienza miss Mopsuestia con los Existencialistas; míster Bodo dictará un curso sobre Romain Rolland; yo doy una charla sobre el General Boulanger y De Béranger. No, decididamente; ya tenemos bastante.

Hagen, jugando su última carta, sugirió que Pnin podría dirigir un curso de francés. Como muchos rusos, nuestro amigo había tenido una institutriz francesa, y después de la Revolución había vivido más de quince años en París.

—¿Usted quiere decir —preguntó severamente Blorenge – que Pnin puede hablar francés?

Hagen, que conocía bien las originales exigencias de Blorenge, vaciló.

—¡Dígalo de una vez, Herman! ¿Sí o no?

—Estoy seguro de que podría adaptarse.

—Lo habla, ¿eh?

—Bueno... sí.

—En ese caso —dijo Blorenge—, no podemos ocuparlo en el Primer Año de Francés. Sería injusto para nuestro míster Smith, que este año tiene el curso Elemental y que, naturalmente, sólo tiene que llevar una lección de delantera a sus alumnos. Pero mire; sucede que míster Hashimoto necesita un ayudante para los retrasados de su curso de Francés Medio. ¿Lee francés su hombre tan bien como lo habla?

—Repito que se puede adaptar – repuso Hagen, escabullándose.

—Sé lo que quiere decir «adaptación» —dijo Blorenge, frunciendo el ceño—. En 1950, cuando Hash estuvo ausente, contraté a un instructor suizo de ski. Este introdujo subrepticiamente copias mimeografiadas de una vieja antología francesa. Nos costó casi un año volver a la clase a su nivel inicial. Ahora, si ese fulano no lee francés...

—Me temo que no —dijo Hagen, dando un suspiro.

—Entonces no podemos emplearlo. Como usted sabe, sólo creemos en los discos parlantes y otros dispositivos mecánicos. No se permite usar libros.

—Aún quedaría el Francés Avanzado – murmuró Hagen.

—Carolina Slavski y yo nos encargamos de ese curso —replicó Blorenge.



4


Para Pnin, que ignoraba por completo las tribulaciones de su protector, el nuevo Trimestre de Otoño principiaba extraordinariamente bien: nunca había tenido tan pocos alumnos de quienes preocuparse ni tanto tiempo para sus propias investigaciones. Su labor había alcanzado, hacía tiempo, la etapa encantada en que la pesquisa sobrepasa al objetivo, formándose así un organismo nuevo, el parásito – como si dijéramos – del fruto que madura. Pnin había desviado la atención de la meta de su trabajo. A su juicio; ésta se divisaba tan clara, que él podía entregarse a los detalles sin ningún temor. Las fichas iban llenando poco a poco una caja de zapatos. La correlación de dos leyendas; un detalle precioso en los modales o el vestido; una referencia que se controla, descubriéndose que ha sido falseada por incompetencia, por descuido o por fraude; el estremecimiento en la columna vertebral que produce una intuición acertada; los innumerables triunfos del estudio bezkorinsky(desinteresado y devoto); todo esto había corrompido a Pnin, había hecho de él un maníaco dopado con notas al pie, de esos que perturban a las polillas en un volumen tedioso para encontrar en él una referencia a otro volumen aún más tedioso. Y, en un plan más humano de su actual dicha, estaba la casita que alquilara en la Vía Todd, en la esquina de la Avenida Cliff.

Esta casa había pertenecido a la familia del difunto Martin Sheppard, tío del patrón anterior de Pnin en la calle Creek quien por muchos años, administró las propiedades de Todd, adquiridas por la ciudad de Waindell para instalar un sanatorio. La verja, siempre cerrada, estaba ahogada por yedras y abetos, cuyas copas podía ver Pnin desde una ventana que miraba al norte. La Avenida Cliff era el palo corto de una T, y en su intersección izquierda vivía Timofey. Frente a la casa y atravesando la Vía Todd, que era el pie derecho de la T, viejos olmos sombreaban la superficie arenosa de su asfalto parchado; por el este había un campo de trigo, y por el oeste un escuadrón de abetos nuevos, igualmente pretenciosos, que cubrían casi toda la distancia que mediaba hasta la residencia siguiente: la magnífica caja de habanos del entrenador de fútbol de la Universidad, media milla al sur de la casa de Pnin.

La sensación de vivir solo en una casa discreta tenía para Pnin un encanto especial y satisfacía un anhelo de su ser íntimo, ya cansado, maltrecho y aturdido por los treinta y cinco años que llevaba sin hogar. Una de las cualidades más atrayentes del lugar era el silencio angélico, rural, perfectamente seguro, en feliz contraste con las persistentes cacofonías que lo rodearan por seis lados en las habitaciones alquiladas de sus anteriores residencias. ¡Y la diminuta casa era tan espaciosa! Con agradecida sorpresa, Pnin llegó a pensar que no había existido una Revolución. Rusa, ni éxodo, ni expatriación en Francia, ni naturalización en América. Todo —¡en el mejor de los casos, Timofey! – habría podido ser igual en Rusia: una cátedra en Kharkov o en Kazan, una casa suburbana como ésta, libros viejos dentro, flores tardías fuera.

Para ser más preciso, la casa era de ladrillo rojo, color cereza; tenía dos pisos, postigos blancos y tejado de bardas. El prado verde en que se asentaba medía unos cincuenta arsbins de frente, y el fondo daba a una extensión vertical de rocas musgosas con arbustos leonados en la cumbre. Un paso de coches conducía al garaje pintado a la cal donde Pnin guardaba su auto de pobre. Una curiosa red parecida a un cesto, algo así como un bolso de billar, pero sin fondo, estaba suspendida, por algún motivo, sobre la puerta del garaje, en cuya blancura proyectaba una sombra tan nítida como su propio tejido, aunque mayor y más azulada. Algunos faisanes visitaban el terreno enmalezado entre el garaje y las rocas del fondo. Lilas —esas sonrisas del jardín ruso cuyo esplendor primaveral, todo miel y zumbido, esperaba ansiosamente el pobre Pnin– se agrupaban en hileras, sin savia, a lo largo de una de las paredes de la casa. Un árbol alto de hojas caducas, que Pnin no pudo identificar ya que sólo conocía los abedules, los sauces, los álamos temblones, los álamos blancos y las encinas, perdía sus grandes hojas acorazonadas y proyectaba su sombra de verano indio en los peldaños del pórtico abierto.

Una retorcida estufa de petróleo trataba de enviar su débil calor desde el sótano a través de los radiadores. La cocina era limpia y alegre, y Pnin se deleitaba con variedad de utensilios, ollas y cacerolas, tostadores y sartenes, que incluía la casa. Los muebles de la sala de estar eran pobres y escasos, pero había una atrayente ventana circular que albergaba un antiguo y enorme globo terráqueo, donde Rusia aparecía pintada de azul pálido y un parche descolorido y desgastado cubría toda Polonia. En un comedor pequeñísimo, donde Pnin proyectaba disponer una comida fría para sus huéspedes, había un par de candelabros, cuyas lágrimas de cristal reflejaban encantadoramente sus iridiscencias sobre la alacena y recordaban a mi sentimental amigo los ventanales en las galerías de las casas de campo rusas, cuyos vitrales coloreaban la luz de anaranjado, verde y violeta. Un armario de cocina prorrumpía en murmullos cada vez que pasaba a su lado, murmullos que también le habían sido familiares en perdidos cuartos del pasado. El segundo piso se componía de dos dormitorios que antes habían albergado a numerosos niños y, ocasionalmente, a adultos. Juguetes de lata habían desgastado el suelo. De una pared de la habitación donde dormía, Pnin desclavó un cartón rojo en forma de banderín que ostentaba la enigmática palabra «Cardenales» pintada en blanco; pero una mecedora diminuta, para un Pnin de tres años, quedó en un rincón. Una máquina de coser desmantelada ocupaba el pasillo que conducía al baño, donde la tina acostumbrada, hecha para enanos en un país de gigantes, tardaba tanto en llenarse como los tanques y depósitos aritméticos en los libros escolares rusos.

Ya estaba listo para la fiesta. La sala de estar tenía un sofá en el que podrían sentarse tres personas; dos sillas con respaldo de alas; un sillón excesivamente relleno; una silla con asiento de junco; un cojín y dos banquetas. De pronto sintió un extraño desasosiego al recorrer la pequeña lista de invitados. Era representativa, pero carecía de bouquet. Sin duda Pnin profesaba gran afecto a los Clements, con quienes había sostenido estimulantes conversaciones cuando fuera su pensionista (eran seres reales, no como esos maniquíes que encontraba en las aulas universitarias); sin duda sentía hondo agradecimiento hacia Herman Hagen por sus múltiples servicios, tales como el aumento de sueldo que poco antes le procurara; sin duda mistress Hagen era, en el lenguaje de Waindell, «una persona encantadora» ; sin duda mistress Thayer le prestaba siempre ayuda en la Biblioteca, y su marido tenía una capacidad sedante que demostraba cuan silencioso puede ser un hombre cuando se abstiene de hacer comentarios sobre el tiempo. Pero no había nada de extraordinario en esa combinación de personas, nada original, y el viejo Pnin recordó las fiestas de cumpleaños de su niñez, la media docena de chicos invitados que siempre eran los mismos, y los zapatos apretados, y las sienes doloridas, y la opacidad pesada, infeliz, deprimente que se aposentaba en él cuando ya se agotaban los juegos y un primo ruidoso empezaba a dar usos vulgares y estúpidos a lindos juguetes nuevos; y también recordó el zumbido solitario cuando, en el curso de la prolongada rutina del escondite, salía de un ropero oscuro y asfixiante de la la pieza de la empleada para descubrir que todos sus compañeros habían vuelto a sus casas.

En su visita a un famoso almacén entre Waindellville e Isola, se había encontrado con Betty Bliss; la invitó y ella dijo que seguía recordando aquel poema en prosa de Turguenev sobre las rosas, con su refrán Kad horoshi, kak avezhi(Cuán bellas, cuan frescas), y que acudiría encantada. Invitó al célebre matemático Idelson y a su esposa, la escultora. Ambos manifestaron que irían con placer, pero más tarde le telefonearon para expresarle su pesar: habían olvidado un compromiso previo. Invitó a Miller, que ya era Profesor Asistente, y a Charlotte, su linda y pecosa mujer; desgraciadamente ésta se encontraba a punto de dar a luz. Invitó a Carroll, el jefe del personal del Hall Frieze, y a su hijo Frank, el único alumno aventajado de mi amigo, autor de una brillante tesis de doctorado sobre ia relación entre los yámbicos rusos, ingleses y alemanes; pero Frank estaba en el ejército, y el anciano Carroll confesó que «la vieja y él no se mezclaban mucho con los profesores». Telefoneó a la residencia del rector Poore (con quien hablara una vez sobre el perfeccionamiento del plan de estudios, en una función al aire libre, hasta que comenzó a llover) rogándole que fuera; pero la sobrina del rector Poore le repuso que su tío ya «sólo visitaba a unos pocos amigos íntimos». Estaba a punto de abandonar la idea de agregar alguien más interesante a la reunión, cuando se le ocurrió una idea nueva y realmente admirable.



5


Pnin y yo habíamos aceptado tiempo atrás el hecho perturbador, pero pocas veces comentado, de que en cualquier cuerpo docente universitario se puede encontrar no sólo una persona que se parezca extraordinariamente al dentista o al cartero de la localidad, sino también a «un doble» dentro del mismo grupo profesional. Conozco un caso de «trillizos» en una universidad relativamente pequeña donde, de acuerdo con el ojo agudo del Rector Frank Reade, la raíz de la troika – aunque ello parezca absurdo – era yo. Y recuerdo que la difunta Olga Krotki me dijo un día que, entre los cincuenta o más miembros de la Facultad en un Colegio intensivo de Idiomas de tiempo de guerra, donde una pobre señora que sólo tenía un pulmón debía enseñar letón y fenugreco, había no menos de seis Pnines, aparte del —para mí– genuino y exclusivo representante. No debe sorprender, en consecuencia, que hasta Pnin, que no era muy observador en la vida diaria, se diera cuenta (más o menos en su noveno año en Waindell) de que un viejo esmirriado, de anteojos, con escolásticos mechones caídos al lado derecho de su frente pequeña y arrugada, lleno de surcos profundos que bajaban de cada lado de su aguda nariz a las comisuras de su largo labio superior, y al que conocía como el profesor Thomas Wynn, Jefe del Departamento de Ornitología, por haber conversado con él en alguna reunión sobre oropéndolas doradas, cucús melancólicos y otros pájaros de las campiñas rusas, no siempre era el profesor Wynn. A veces se transformaba en otra persona, a la que Pnin no conocía de nombre, pero a la que no obstante llamaba, con su afición rusa por los juegos de palabras, «Twynn» ( twin: doble; o, en pniniano, Tvin). Pronto comprendió mi amigo y compatriota que nunca sabría con certeza si el caballero con cara de mochuelo que caminaba rápidamente y con quien se cruzaba día por medio en diferentes puntos de su recorrido, entre la oficina y la sala de clase, entre la sala de clase y la escalera, entre la pileta y el lavatorio, era realmente su conocido, el ornitólogo, a quien se sentía obligado a hacer una venia al pasar, o si era el extraño que se le parecía y que correspondía a su sombrío saludo con el mismo grado de urbanidad automática con lo que lo haría un conocido casual. El momento del encuentro era muy breve, ya que ambos, Pnin y Wynn (o Twynn) andaban con rapidez. A veces Pnin, para evitar aquel intercambio de educados ladridos, simulaba leer de carrera una carta o conseguía eludir a su colega y verdugo, que avanzaba rápidamente, doblando por una escalera y continuando por un corredor de un piso inferior; pero tan pronto como empezaba a regocijarse de la habilidad de su ardid, casi chocaba con Tvin (o Vin) que venía por el mismo pasillo. Cuando comenzó el nuevo Trimestre de Otoño, el décimo de Pnin, la molestia se agravó, pues las horas de clase de éste cambiaron, viéndose obligado a eliminar ciertas tretas ya estudiadas para evitar a Wynn y al imitador de Wynn. Parecía que tendría que soportarlo siempre. Porque, recordando otros casos similares en el pasado (parecidos desconcertantes que sólo él había descubierto) el intrigado Pnin se dijo que sería inútil pedir ayuda a alguien para deshacer el enredo de los Wynn.

El día de su fiesta, cuando Pnin terminaba de almorzar en el Hall Frieze, Wynn, o su doble, que nunca había aparecido por ahí, se sentó de pronto a su lado y le dijo:

—Hace tiempo que deseaba preguntarle una cosa. ¿Usted enseña ruso, no es así? El verano pasado estuve leyendo un artículo sobre pájaros...

(«¡Vin! ¡Este es Vin! », se dijo Pnin, e inmediatamente, descubrió una forma decisiva de acción).

—Bien – prosiguió el otro—, el autor de este artículo, cuyo nombre no recuerdo (creo que era ruso), mencionaba que en la región de Skoff (espero que mi pronunciación sea correcta) fabrican una especie de torta en forma de pájaro. Básicamente, el símbolo es fálico, por supuesto, pero me he preguntado si usted conocería tal costumbre...

Fue entonces cuando la idea brillante resplandeció en la mente de Pnin.

—Señor, estoy a sus órdenes —dijo, con una nota de júbilo que estremeció su garganta, pues al fin veía la posibilidad de conocer definitivamente la personalidad de (al menos) el Wynn que amaba a los pájaros—. Sí, señor. Conozco mucho sobre esas zhavoronki, esas douettes, esas...; tenemos que consultar un diccionario para el nombre inglés. Aprovecho entonces la oportunidad para invitarlo cordialmente a casa esta tarde. Ocho y media de la tarde. Una fiestecita de inauguración de mi casa, nada más. Lleve también a su esposa, ¿o es usted soltero?


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