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Pnin
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:02

Текст книги "Pnin"


Автор книги: Владимир Набоков



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Nuestro desventurado chófer estaba ya demasiado perdido para volver al camino estatal. Y como su experiencia era escasa pata maniobrar en rutas angostas y fangosas con zanjas y hasta barrancos que abrían sus fauces a cada lado, sus variadas indecisiones y tan. teos adoptaron ese aspecto grotesco que un observador, desde el mi. rador de la torre, habría contemplado con mirada compasiva. Pero no había criatura viviente en esa región impasible y desolada, salvo una hormiga que luchaba contra sus propias dificultades y que después de horas de inútil perseverancia, logró llegar a la solera de concreto (su autostrada), sintiéndose defraudada y perpleja, de un modo análogo al de ese absurdo coche de juguete que avanzaba más abajo. El viento había amainado. Bajo el cielo pálido, el mar de copas de árboles parecía no albergar vida alguna. No obstante, de pronto estalló un tiro de escopeta y una rama saltó al cielo. El alto y denso follaje del bosque comenzó a moverse con una serie de sacudidas y saltos, pasando la oscilación de un árbol a otro, hasta volver de nuevo a la calma. Pasó otro minuto y, entonces, todo sucedió al mismo tiempo: la hormiga encontró una ramita que descendía de la solera y comenzó a trepar con renovado celo; salió el sol, y Pnin, en la sima de la desesperanza, se encontró en un camino pavimentado donde, un letrero mohoso, pero aún legible, dirigía a los viajeros A Los Pinos.



2


Al Cook era hijo de Piotr Kukolnikov, acaudalado comerciante moscovita, con antecedentes de antiguo creyente, hijo de sus obras, mecenas y filántropo; el mismo famoso Kukolnikov que, bajo el último Zar, había sido encarcelado dos veces en una fortaleza bastante confortable por prestar ayuda económica a grupos Social-Revolucionarios, principalmente terroristas, y que fue muerto bajo Lenin acusado de ser un «espía del imperialismo» después de casi una semana de torturas medievales en una cárcel soviética. Su familia había llegado a Harbin, en América, alrededor de 1925; y el joven Cook, con serena perseverancia, sentido práctico y cierta preparación científica, llegó a ocupar una posición alta y segura en una gran fábrica de productos químicos. Era bondadoso, reservado, de contextura maciza, con un gran rostro inmóvil amarrado en el centro con unos pequeños quevedos y aparentaba lo que era: empresario, masón, jugador de golf y hombre próspero y prudente.

Hablaba un inglés neutro y correcto con un suave y lejano acento eslavo, y era un anfitrión encantador, de la especie silenciosa, con ojos chispeantes y una copa en cada mano. Sólo cuando su huésped era algún amigo ruso, muy antiguo y muy amado, Alexandr Petrovich discutía sobre Dios, Lermontov, la libertad, y revelaba un rasgo hereditario de impetuoso idealismo, que habría confundido grandemente al marxista que lo escuchara tras la puerta.

Se había casado con Susan Marshall, la hija rubia, voluble y atrayente del inventor Charles G. Marshall. Y como era imposible imaginar a Alexandr y a Susan de otro modo que criando una familia enorme y saludable, fue una sorpresa dolorosa para mí y otros amigos saber que, a consecuencia de una operación, Susan quedó estéril para siempre. Aún eran jóvenes; se amaban con una sencillez y una integridad de tiempos antiguos, con un amor cuya contemplación apaciguaba; y, en vez de poblar la finca de hijos y de nietos, reunían ahí, cada verano de los años pares, a rusos viejos (como si dijéramos a los padres y tíos de Cook) y, cada verano de los años nones, invitaban a amerikantski(americanos), conocidos de Alexandr, o parientes y amigos de Susan.

Pnin iba por primera vez a Los Pinos, pero yo había estado allí antes. Pululaban en la propiedad rusos emigrados, liberales e intelectuales salidos de Rusia alrededor de 1920. Se les encontraba en cada mancha de sombra, sentados en bancos rústicos, discutiendo a escritores emigrados: Bunin, Aldanov, Sirin; tendidos en hamacas y con el rostro cubierto por la edición dominical de un periódico ruso, protegiéndose de las moscas al modo tradicional; sorbiendo té y mermelada en la veranda; caminando por los bosques y pensando si las setas locales serían o no comestibles.

Samuil Lvovich Shpolyanski, caballero anciano, majestuosamente quieto, y el pequeño, excitable y tartamudo Conde Fyodor Nikitich Poroshin (ambos miembros de los heroicos Gobiernos Regionales formados, alrededor de 1920, por grupos democráticos en las provincias rusas para resistir a la dictadura bolchevique), recorrían la avenida de pinos y discutían sobre las tácticas que debían adoptarse en la próxima reunión conjunta del Comité de Rusia Libre, fundado por ellos en Nueva York, con otra organización anticomunista más joven. Desde un pabellón semiasfixiado por algarrobos llegaban fragmentos de un acalorado intercambio entre el profesor Bolotov, que enseñaba Historia de la Filosofía, y el profesor Chateau, que enseñaba Filosofía de la Historia.

—La realidad es la Duración – tronaba una voz, la de Bolotov.

—¡No lo es! —gritaba la otra—. Una pompa de jabón tan real como un diente fósil.

Pnin y Chateau, nacidos a fines del siglo XIX, eran, compárate vamente, unos jovenzuelos. La mayoría de los otros ya habían visto pasar los sesenta años y algo más. En cambio, algunas señoras, como la condesa Poroshin y madame Bolotov, finalizaban la cuarentena y gracias a la atmósfera higiénica del Nuevo Mundo, no sólo habían conservado sino que mejorado su belleza. Algunos padres llevaban consigo a su prole, robustos muchachos americanos de elevada estatura, indolentes y difíciles, de edad universitaria, carentes del sentido de la Naturaleza, desconocedores de la lengua rusa y sin interés alguno por los refinamientos del pasado y por el ambiente que un tiempo fuera el de sus padres. Parecían vivir en Los Pinos en un plano físico y mental completamente distinto, pasando, de vez en cuando, de su nivel al nuestro a través de una especie de luz trémula interdimensional; respondiendo ásperamente ante un tímido consejo o a una broma rusa bien intencionada; manteniéndose siempre aparte —tanto, que uno sentía que había engendrado elfos– y prefiriendo cualquier producto del almacén de Onkwedo, cualquiera clase de comestible envasado, en lugar de los maravillosos platos rusos que se servían en las comidas largas y bulliciosas en el porche enrejado de la casa de los Kukolnikovi. Con intensa zozobra decía Poroshin refiriéndose a sus hijos (Igor y Olga, alumnos universitarios de Segundo Año):

—Mis gemelos son exasperantes. Cuando los veo en casa, durante el desayuno o la comida, y trato de contarles las cosas más excitantes y de mayor interés (por ejemplo: el auto-gobierno local en el Lejano Norte de Rusia durante el siglo xvii; o, digamos, algo sobre la historia de las primeras escuelas de medicina en Rusia – a propósito, hay una excelente monografía sobre el tema, publicada en 1883, por Chistovich —), sencillamente se van a sus dormitorios y ponen la radio.

Esos dos jóvenes se encontraban en Los Pinos el verano en que Pnin fue invitado, pero permanecían invisibles. Se habrían aburrido horriblemente en ese lugar perdido si el admirador de Olga, un universitario cuyo apellido nadie parecía conocer, no hubiera llegado de Boston, a pasar el fin de semana, en un automóvil espectacular ; y si Igor no hubiera encontrado una compañera comprensiva en Nina, la hija de los Bolotovi, muchacha bella y desaliñada, de ojos egipcios y piel tostada, que concurría a una escuela de danzas en Nueva York.



3


La casa la atendía Prakovia, una plebeya vigorosa de sesenta años, con la vivacidad de una veintena menos. Era un espectáculo estimulante observarla cuando, desde el porche trasero, inspeccionaba los pollos, con los nudillos en las caderas, vestida de pantalón corto y amplio, de confección casera, y una blusa recamada de lentejuelas. Había cuidado a Alexandr y a su hermano cuando eran niños en Harbin, y ahora era ayudada en los quehaceres domésticos por su marido, un cosaco lúgubre y estólido, con tres pasiones predominantes: la encuademación, que llevaba a cabo mediante un proceso patológico y empírico, aplicable a cualquier catálogo viejo o revista deshojada que caía en sus manos; la confección de licores con jugos de frutas, y el exterminio de los pequeños animales del bosque.

De entre los huéspedes de esa temporada, Pnin conocía bien al profesor Chateau, amigo de su juventud, con quien había concurrido a la Universidad de Praga en los primeros años de la década 1920-29, y también bastante a los Bolotovi, a quienes viera por última vez en 1949, en ocasión de un discurso de bienvenida que pronunciara en una comida de etiqueta ofrecida por la Asociación de Estudiosos Rusos Emigrados, en el Barbizon-Place, con motivo de la llegada de los Bolotovi desde Francia. Por mi parte, nunca me preocupó gran cosa Bolotov ni sus trabajos filosóficos, en los que se combinaba extrañamente lo oscuro con lo trillado; la obra de ese hombre puede ser una montaña, pero una montaña de trivialidades. No obstante, siempre me ha gustado Varvara, la esposa rolliza y exuberante del decaído filósofo. Cuando visitó por primera vez Los Pinos en 1951, no conocía los campos de Nueva Inglaterra. Sus arándalos y abedules la engañaron, y colocó mentalmente el lago Ontario, no en el paralelo del, digamos, lago Ochrida, en los Balcanes, donde correspondía, sino en el Lago Onega, en el norte de Rusia, lugar donde pasara los últimos quince veranos antes de huir de los bolcheviques a Europa Occidental con su tía Lidia Vinogradov, la conocida feminista y visitadora social. En consecuencia, el espectáculo de un colibrí ensayando sus primeros vuelos, o el de una catalpa en plena floración, le producían el efecto de una visión exótica o antinatural. Más fabulosos que los cuadros de animales de un bestiario eran para ella los enormes puercoespines que llegaban a roer la deliciosa y áspera madera vieja de la casa, o los elegantes y feéricos zorrinos que probaban la leche del gato en el plato de servicio. La desconcertaban y encantaban las numerosas plantas y criaturas que no podía identificar; confundía a los jilgueros con canarios extraviados, y se contaba que, con motivo de un cumpleaños de Susan, llegó orgullosa y jadeando de entusiasmo con una profusión de hermosas hojas de yedra venenosa, para adornar la mesa, apretadas contra su pecho pecoso y encarnado.

Los Bolotovi y madame Shpolyanski, mujercita esmirriada, de pantalones sueltos, fueron los primeros en ver a Pnin cuando giraba cuidadosamente para tomar una avenida arenosa bordeada de lupinos silvestres, muy erguido y aferrado al volante, como si fuera un labrador más habituado a su tractor que a su automóvil, y entraba, a 10 millas por hora y en primera, al bosquecillo de pinos viejos y desmelenados, de apariencia curiosamente auténtica, que separaba el camino pavimentado del Castillo de Cook. Varvara se levantó elásticamente del asiento del pabellón donde ella y Roza Shpolyanski acababan de descubrir a Bolotov leyendo un libro estropeado y fumando un cigarrillo prohibido. Saludó a Pnin palmoteando, mientras su marido manifestaba toda la cordialidad de que era capaz blandiendo lentamente el libro que había cerrado sin sacar el pulgar para no perder la página. Pnin detuvo el motor y contempló a sus amigos con el rostro iluminado. El cuello de su camisa verde de sport estaba ajado; su rompevientos con el cierre medio abierto parecía estrecho para su torso imponente; y la cabeza calva bronceada, cpn la frente llena de arrugas y una vena vermicular abultada en la sien, se inclinaba, saludando, mientras sus manos luchaban con la manilla de la puerta del coche y lograba por último salir del automóvil.

– Avtomobil, kostyum-nu pryamo amerikanets(un verdadero americano), ¡ pryamo Ayzenhauer! —dijo Varvara, presentando Pnin a Roza Abramovna Shpolyanski.

—Hace cuarenta años tuvimos amigos comunes – observó ésta, mirando a Pnin con curiosidad.

—No mencionemos cifras tan astronómicas —dijo Bolotov, aproximándose y reemplazando, con una brizna de pasto, el pulgar que había usado como marcador—. ¿Sabe usted? —continua estrechando la mano de Pnin—, estoy leyendo por séptima vez Ana Karenina, y me produce el mismo embeleso que sentí hace cuarenta, no, hace sesenta años, cuando era un chico de siete. Y cada vez se descubren nuevas cosas. Por ejemplo, ahora observo que Lyov Nikolaich no sabe en qué día comienza su novela: parece ser viernes, pues ese día es cuando el relojero va a dar cuerda a los relojes en la casa Oblonski, pero también es jueves, como se menciona en la conversación sostenida en el salón de patinar por Lyovnin y la madre de Kitty.

—¿Y qué importa? —exclamó Varvara—. ¿A quién puede interesarle saber la fecha exacta?

—Puedo decirle la fecha exacta —dijo Pnin, parpadeando ante la luz quebrada del sol e inhalando el recordado aroma de los pinos del norte—. La acción de la novela empieza a comienzos de 1872, a saber, el viernes 23 de febrero, según la nueva usanza. En su diario matutino lee Oblonski que se rumorea que von Beust se ha ido a Wiesbaden. Por supuesro, éste es el conde Friedrich Ferdinand von Beust, que acababa de ser nombrado embajador ante la Corte de Saint James. Después de presentar sus credenciales, Beust se había ido al Continente para disfrutar de las vacaciones de Pascua, bastante postergadas. Pasó ahí dos meses con su familia y entonces volvía a Londres donde, de acuerdo con sus propias memorias en dos volúmenes, se preparaba un servicio de acción de gracias por haber sanado el príncipe de Gales de fiebre tifoidea. No obstante ( odnakoj, aquí hace mucho calor (¡ i zharko zhe u vas!). Creo que ahora me presentaré ante las luminosas pupilas (presvetlie ochi, jocoso) de Alexandr Petrovich y, en seguida, me zambulliré en el río que tan vívidamente describe en su carta.

—Alexandr Petrovich estará ausente hasta el lunes, en viaje de negocios o de placer —dijo Varvara Bolotov—, pero creo que encontrará a Susanna Karlovna dándose un baño de sol en su prado favorito detrás de la casa. Grite antes de acercársele.



4


El castillo de Cook era una mansión de tres pisos, de ladrillo y madera, construida alrededor de 1860 y reconstruida, en parte, medio siglo después. El padre de Susan la había adquirido de la familia Dudley-Greene para convertirla en un hotel selecto para los clientes más adinerados de las fuentes termales de Onkwedo. Era un edificio feo y recargado, de estilo mixto, donde el gótico se izaba a través de restos franceses y florentinos y que, cuando fue proyectado, podría haber pertenecido a la variedad que Samuel Sloan, arquitecto de la época, clasificara como Villa Nórdica Irregular «bien adaptada para las más altas exigencias de la vida social» «Nórdica», debido a «la ambiciosa tendencia de su techo y de sus torres». La agudeza de esos pináculos y el aspecto embriagado que poseía la mansión al estar compuesta por varias Villas Nórdicas más pequeñas, levantadas y unidas de cualquier modo, con techos discrepantes, gabletes de poco fuste, cornisas, adarajas rústicas y otros elementos que asomaban por todos lados, había atraído por muy breve tiempo a los turistas. En 1920, las aguas de Onkwedo perdieron misteriosamente la magia que hubieran podido contener, y después de la muerte de su padre había tratado en vatio de vender Los Pinos, pues tenían otra casa más confortable en el barrio residencial de la ciudad donde trabajaba su marido. Pero ahora, ya habituada a usar el castillo para hospedar a sus numerosos amigos, Susan se alegraba de que ese monstruo manso y amable no hubiese hallado comprador.

Por dentro, la diversidad era tan grande como afuera. Cuatro habitaciones espaciosas tenían acceso a un gran vestíbulo, que conservaba algo de su aspecto hotelero por la amplitud de su chimenea. El pasamanos de la escalera y por lo menos una de sus columnas databan de 1720, pues habían sido trasladados a la casa provenientes de otra mucho más vieja, cuyo paradero exacto ya no se conocía. También eran muy antiguos los bellos paneles del comedor, con escenas de caza y pesca. Entre media docena de cuartos que componían cada uno de los pisos superiores, se podía descubrir, aquí y allá, algún encantador escritorio de palo de águila, un romántico sofá de palo rosa, pero también toda clase de artículos voluminosos y misérrimos: sillas rotas, mesas polvorientas con cubiertas de mármol, melancólicas étagéres con pedazos de espejos empañados, tristes como los ojos de un mono viejo. A Pnin le fue asignado, en el piso más alto, un agradable dormitorio con vista al sudeste; conservaba restos de papel dorado en las paredes; tenía un catre de campaña, un sencillo lavabo y toda clase de estanterías, consolas y molduras con decoraciones en espiral. Pnin abrió la barbacana, sonrió ante el bosque risueño, recordó una vez más el día lejano en que llegara a ese país, y luego bajó, vestido con una flamante bata de paño azul marino y un par de galochas en sus pies desnudos, precaución muy sensata ésta, si se pretendía caminar por el pasto húmedo y tal vez infestado de víboras. En la terraza del jardín se encontró con Chateau.

Konstantin Ivanich Chateau, estudioso, sutil y encantador, de pura estirpe rusa a pesar de su apellido (derivado, según se me ha dicho, del francés rusificado que adoptó al huérfano Iván), enseñaba en una gran Universidad de Nueva York y no había visto a su amado Pnin hacía por lo menos cinco años. Se besaron con un cálido murmullo de alegría. Confieso que también fui subyugado en una época por el embrujo del angelical Konstantin Ivanich, cuando acostumbrábamos a reunimos todos los días en el invierno de 1935 ó 1936 para dar un paseo matinal bajo los laureles y los almezos de Grasse, en el sur de Francia, donde compartía una quinta con varios otros expatriados rusos. Su voz suave, el zumbido caballeresco de sus erres, típico de San Petersburgo; sus mansos y melancólicos ojos de reno; la barba caprina castaño rojiza que retorcía continuamente con un movimiento desmenuzador de sus largos dedos frágiles, todo en Chateau para usar una fórmula literaria tan vieja como él, producía una rara sensación de bienestar en sus amigos. Pnin y él hablaron un rato, comparando experiencias. Como se acostumbra entre exiliados de sólidos principios, cada vez que se encontraban no sólo procuraban conectarse con un pasado personal sino también resumir en rápidas síntesis, llenas de alusiones y entonaciones imposibles de expresar en idioma extranjero, el curso de la historia reciente de Rusia: treinta y cinco años de desesperante injusticia después de un siglo de luchar por la justicia y de entrever la esperanza. Luego seguían con la conversación especializada típica de los profesores europeos en país extraño, moviendo la cabeza y suspirando críticamente ante el «típico estudiante universitario americano» que no sabe geografía, es inmune al ruido y piensa que la educación es tan sólo un medio para obtener, eventualmente, un empleo remunerativo. Después se interrogaban recíprocamente sobre el trabajo que por entonces realizaba cada cual, mostrándose ambos reticentes y modestos sobre sus respectivas investigaciones. Finalmente, caminando por el sendero de un prado, rozando los cardillos en dirección al bosque por donde corría un río pedregoso, hablaban de la salud: Chateau, que parecía tan ágil, con una mano en el bolsillo del pantalón de franela blanca y la chaqueta de lustrina atrevidamente abierta sobre su chaleco, dijo, al pasar, que muy pronto tendría que someterse a una operación exploratoria del abdomen; y Pnin, riendo, manifestó que cada vez que los doctores lo radiografiaban trataban en vano de desafiar algo que llamaban «una sombra detrás del corazón».

—Buen título para una mala novela – observó Chateau.

Mientras trasponían una herbosa colina antes de entrar al bosque, un hombre venerable, de rostro sonrosado, con una mata de cabellos blancos y una nariz tumefacta y violácea que parecía UQa enorme frambuesa, se les acercó dando zancadas por la pendiente con las facciones alteradas por el disgusto.

—Tengo que volver por mi sombrero – exclamó dramática, mente al llegar a ellos.

—¿Se conocen ustedes? —murmuró Chateau, agitando sus manos mientras los presentaba—. Timofey Pavlich Pnin, Ivan llyich Gramineev.

– Moyo pochtenie(Mis respetos) – dijeron ambos, inclinan, dose y dándose un fuerte apretón de manos.

—Pensé – continuó Gramineev, que era un minucioso narrador—, que el día seguiría tan nublado como empezó. Estúpidamente ( go gluposti) salí con la cabeza descubierta. Ahora el sol me está derritiendo los sesos. He tenido que interrumpir mi trabajo.

Señaló con un gesto la cumbre de la colina donde su caballete destacaba su delicada silueta contra el cielo azul. Desde la cima había estado pintando el valle cercano, completo, sin olvidar un detalle, con la curiosa bodega antigua, el manzano nudoso y las vacas.

—Le ofrezco mi panamá —propuso el bondadoso Chateau. Pero Pnin ya había sacado de su bolsillo un gran pañuelo rojo; con destreza anudó cada una de sus puntas.

—Admirable... Muy agradecido —dijo Gramineev, acomodándose el tocado.

—Un momento —dijo Pnin—. Tiene que meter los nudos adentro.

Hecho esto, Gramineev partió campo arriba hacia su caballete. Era un pintor muy conocido, francamente académico, cuyos óleos sentimentales: Padre Volga, Tres viejos amigos (un muchacho, una jamelga y un perro), Claro en Abril y así, sucesivamente, seguían adornando un museo de Moscú.

—Alguien me dijo – observó Chateau, mientras seguían avanzando hacia el río—, que el hijo de Liza tiene un talento extraordinario para la pintura. ¿Es cierto?

—Sí – repuso Pnin—, y es tanto más irritante ( tem bolee obidno) cuanto que su madre, que va a casarse por tercera vez, según creo, llevó repentinamente a Victor a Carolina para que descansase durante el verano, mientras que si me hubiera acompañado acá, como se había planeado, habría tenido la espléndida oportunidad de recibir clases de Gramineev.

—Usted exagera la esplendidez – replicó suavemente Chateau.

Llegaron al arroyo burbujeante y luminoso. Una plataforma cóncava, entre cascadas diminutas, formaba una piscina natural bajo los alisos y los pinos. Chateau, que no solía bañarse, se acomodó sobre un peñasco. Durante el año académico, Pnin había expuesto regularmente su cuerpo a la radiación de una lámpara de luz ultravioleta; por eso cuando se desvistió hasta quedar en traje de baño, brilló bajo la luz abigarrada del sol que se filtraba por la espesura ribereña, con un profundo matiz caoba. Se despojó de la cruz y las galochas.

—¡Mire qué hermoso! —dijo el observador Chateau. Una veintena de maripositas, todas de la misma clase, se habían posado sobre un retazo de arena húmeda, con las alas erguidas y cerradas, mostrando los reversos pálidos llenos de puntos oscuros y diminutas manchas de azul pavo-real bordeadas de anaranjado; una de las zapatillas desechadas por Pnin las perturbó y, revelando el tinte celeste de su superficie superior, revolotearon como azules copos de nieve antes de volver a posarse.

—Lástima que Vladimir Vladimirovich no esté aquí —observó Chateau—. Nos habría hablado de esos insectos encantadores. —Siempre tuve la impresión de que su entomología era una mera pose.

—No —dijo Chateau—. Acabará por perderla – agregó, señalando la cruz católica griega colgada de una cadenita de oro que Pnin había retirado de su cuello y suspendido en una varilla. Su brillo intrigó a una libélula que pasaba.

—Quizás no lamentaría perderla —dijo Pnin—. Usted bien sabe que la llevo por razones sentimentales. Y el sentimiento se me está haciendo pesado. Después de todo, no es muy romántico este empeño de conservar una partícula de la propia infancia en contacto con el esternón.

—Usted no es el primero en reducir la fe a una sensación táctil – repuso Chateau, que era católico griego practicante y deploraba la actitud escéptica de su amigo.

Un tábano se adhirió con loca ceguera a la calva de Pnin y fue aturdido por un golpe de su gruesa palma.

Desde un peñasco más pequeño que el que servía de asiento a Chateau, Pnin entró con cautela en el agua azul y parda Observó que conservaba su reloj-pulsera y lo dejó dentro de una de las zapatillas. Moviendo lentamente los hombros bronceados, siguió vadeando mientras ensortijadas sombras de hojas se estremecían y deslizaban por su espalda. Se detuvo y, rompiendo el resplandor y las sombras que lo rodeaban, se mojó la cabeza, se restregó la nuca con las manos empapadas, se salpicó las axilas y luego, juntando las palmas, se echó al agua, nadando al estilo pecho y levantando pequeñas olas a su alrededor. Así nadó majestuosamente alrededor del estanque. Nadaba emitiendo un sonido rítmico, mitad resoplido y mitad gargarismo. Acompasadamente abría las piernas distendiéndolas en las rodillas, y flexionaba y enderazaba los brazos como una rama gigante. Después de dos minutos de ejercicio, salió y se sentó en una roca para secarse; en seguida se colocó la cruz el reloj-pulsera, las zapatillas y la bata de baño.



5


La comida fue servida en el porche enrejado. En el asiento vecino al de Bolotov, y mientras revolvía la crema agria en su botvinia(sopa helada de remolacha) haciendo tintinear los cubitos de hielo, Pnin continuó automáticamente una conversación anterior con Bolotov.

—Usted observará – le dijo—, que hay una diferencia significativa entre el tiempo espiritual de Lyovnin y el tiempo físico de Vronski. Por la mitad del libro, Lyovin y Ketty se retrasan un año entero con respecto a Vronski y Ana. Cuando una tarde de domingo, en mayo de 1876, Ana se lanza bajo ese tren de carga, ya han pasado más de cuatro años desde el comienzo de la novela; pero en el caso de los Lyovin, durante el mismo período, 1872 a 1876, apenas han transcurrido tres años. Es el mejor ejemplo de relatividad en la literatura que conozco.

Terminada la comida, alguien sugirió jugar una partida de croquet. Se prefería la disposición de arcos (técnicamente ilegal pero consagrada por los años), en la que dos de los diez se cruzan en el centro de la cancha formando la llamada Jaula o Trampa de Ratones. De inmediato se evidenció que Pnin, que jugaba en compañía de madame Bolotov contra Shpolyanski y la condesa Peroshin, era, de lejos, el mejor jugador. No bien estuvieron clavadas las picas y el juego hubo comenzado, el hombre se transfiguró. Abandonando su personalidad habitual, lenta, reflexiva, y más bien rígida, se transformó en un jorobado de rostro astuto, terriblemente móvil, desbocado y mudo. Parecía que el turno fuera siempre suyo. Cogía muy abajo el mazo y, blandiéndolo con delicadeza entre sus piernas ahusadas (había causado una ligera sensación al ponerse un shortexpresamente para la partida), Pnin preparaba cada golpe con ágiles oscilaciones avizoras de la cabeza del mazo; daba a la bola un golpe seco y luego, siempre jorobado y mientras la bola corría, caminaba rápidamente al sitio donde calculara que se iba a detener. Con geométrica fruición la hacía pasar a través de los arcos, arrancando gritos de admiración a los espectadores. Hasta Igor Poroshin, que pasaba por allí como una sombra llevando dos tarros de cerveza para celebrar algún banquete privado, se detuvo un segundo y movió la cabeza apreciativamente antes de perderse entre los matorrales. No obstante, con los aplausos se mezclaban quejas y protestas cuando Pnin, con brutal indiferencia, croqueteaba o, mejor dicho, «coheteaba», la bola de un adversario. Poniéndola en contacto con la suya, y aplastando esta última con su pie curiosamente pequeño, le asestaba un fiero golpe, cuya percusión lanzaba a la otra fuera de la cancha. Elevadas las quejas a Susan, ella dijo que estaba faltando a todas las reglas, pero madame Shpolyanski sostuvo que era perfectamente aceptable y agregó que cuando ella era niña, su institutriz inglesa llamaba Hong-Kong a ese tiro.

Cuando Pnin dio en la picota y todo hubo terminado, y Varvara acompañó a Susan a preparar el té de la tarde, aquél se retiró calladamente a un banco bajo los pinos. Le había sobrevenido una sensación cardíaca alarmante y desagradable en extremo, que ya experimentara varias veces en la madurez de su vida. No eran dolor ni palpitaciones, sino una impresión atroz de estarse hundiendo y fundiendo con el ambiente físico que lo rodeaba: la puesta de sol, los troncos rojos de los árboles, la arena, el aire quieto. Entretanto, Roza Shpolyanski, observando la soledad de Pnin y aprovechándose de ella, se dirigió allí (¡ sidite, sidite!, ¡no se pare!) y se sentó junto a él.

—En 1916 ó 1917 —dijo—, usted habrá tenido ocasión de oír pronunciar mi apellido de soltera, Geller, a grandes amigos suyos.

—No lo recuerdo —repuso Pnin.

—De todas formas, no tiene importancia. Creo que nunca nos encontramos. Pero usted conoció de cerca a mis primos, Grisha y Mira Belochkin. Ellos hablaban constantemente de usted. El vive en Suecia, según creo, y supongo que se habrá enterado del horrible final que tuvo su pobre hermana...

—Por cierto que sí —dijo Pnin.

—Su marido – prosiguió madame Shpolyanski – era un hombre encantador. Samuil Lvovich y yo lo conocimos en la intimidad, como asimismo a su primera esposa, Svetlana Chertok, la pianista. Fue internado por los nazis, separado de Mira, y murió en el mismo campo de concentración de mi hermano mayor Misha. Usted conoció a Misha, ¿verdad? También estuvo enamorado de Mira una vez.

– Tshay gotoff(el té está listo) – llamó Susan desde el pórtico en su gracioso ruso funcional—. ¡Timofey, Rozochka! ¡Tshay!

Pnin dijo a madame Shpolyanski que iría en seguida, y cuando ella se marchó continuó allí sentado, con las manos cruzadas sobre el mazo de croquet que todavía conservaba.

Dos lámparas de parafina iluminaban con un resplandor íntimo el pórtico de la casa de campo. El doctor Pavel Antonovich Pnin, oculista, padre de Timofey, y el doctor Yakow Grigorievich Belochkin, pediatra y padre de Mira, no podían desprenderse de su juego de ajedrez en un rincón de la galería, así que madame Bolochkin ordenó a la empleada que les sirviera, allí, en una mesita japonesa especial que tenían cerca, sus vasos de té de asas de plata, la nata con pan negro, las fresas silvestres, zemlyanika, y las otras especies cultivadas, klubnika, (Hautboiso Fresas Verdes), las mermeladas radiantes y doradas, y las distintas clases de bizcochos, barquillos, galletas saladas y pan tostado, en lugar de llamar a los dos absortos doctores a la mesa principal situada al otro extremo del atrio, donde estaba el resto de la familia y los huéspedes, algunos de ellos nítidos y otros envueltos en una niebla luminosa.


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