355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Mijaíl Bulgákov » Corazón de perro » Текст книги (страница 5)
Corazón de perro
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:27

Текст книги "Corazón de perro"


Автор книги: Mijaíl Bulgákov



сообщить о нарушении

Текущая страница: 5 (всего у книги 7 страниц)

El tono de Filip Filipovich se volvía cada vez menos firme.

El hombre se encerró en un silencio triunfal.

–Muy bien. ¿Qué hay que hacer, por fin, para registrarlo y dar amplia satisfacción a su comité del edificio? Usted no tiene nombre ni apellido.

–No es verdad. Puedo elegirme un nombre. Basta con anunciarlo en un periódico y asunto terminado.

–¿Y cómo quiere llamarse?

El hombre enderezó el nudo de su corbata y anunció:

–Poligraf Poligrafovich.

–No se haga el imbécil —repuso refunfuñando Filip Filipovich—, le hablo en serio.

Una sonrisa sarcástica torció el bigote del hombre:

–Hay algo que no entiendo —prosiguió en tono cordial y razonable—. No debo blasfemar, no debo escupir. Y todo lo que usted me dice es "Imbécil, Idiota". Aparentemente, sólo los profesores tienen el derecho de decir palabras groseras en la U.R.S.S.

El rostro de Filip Filipovich se congestionó. Fue a servirse un vaso de agua que se le cayó de las manos y se rompió; se sirvió otro y pensó: "No va a demorar en aleccionarme y tendrá toda la razón. No sé dominarme."

Volvió junto al hombre, se inclinó con exagerada cortesía y pronunció con voz firme y glacial:

–Per-dó-ne-me. Tengo los nervios excitados. Su nombre me pareció extraño. ¿Puedo saber dónde lo encontró?

–Me lo aconsejó el comité del edificio. Buscaron en el calendario. Me preguntaron cuál quería y elegí.

–En ningún calendario puede encontrarse un nombre así.

El hombre sonrió.

–Me sorprende. En la sala de curaciones tiene uno colgado.

Sin moverse de su lugar, Filip Filipovich oprimió un timbre bajo la mesa y apareció Zina.

–El calendario de la sala de curaciones.

Zina regresó pocos instantes después con el calendario.

–¿Dónde? —preguntó el profesor.

–Se celebra el 4 de marzo.

–A ver... hmm... Diablos... Arrójelo al fuego, Zina, ¡enseguida!

Zina salió aprisa con el calendario mirando con ojos asustados al profesor, y el hombre meneó la cabeza con reprobación.

–¿Y puedo conocer su apellido?

–Estoy dispuesto a conservar mi apellido hereditario.

–¿Hereditario? ¿Es decir?

–Bolla. Con elle.

* * *

En el consultorio del profesor se encontraba Schwonder, presidente del comité del edificio. Vestía una chaqueta de cuero y permanecía de pie junto al escritorio. El doctor Bormental estaba sentado en un sillón. Tenía las mejillas avivadas por el frío (acababa de entrar) y parecía tan desamparado como Filip Filipovich, sentado junto a él.

–¿Qué debemos escribir? —preguntó este último.

–Nada complicado —comenzó Schwonder—. Redacte un certificado, ciudadano profesor, declarando que el portador del presente es efectivamente Bolla Poligraf Poligrafovich... este... engendrado en su departamento ...

Bormental se sentía incómodo en su sillón. Un tic nervioso agitaba el bigote de Filip Filipovich.

–Hmm... ¡Diablos! No se puede imaginar nada más estúpido. Engendrado no es el término exacto, sino simplemente... en fin...

–Que haya sido engendrado o no, es cosa suya —comentó Schwonder con perversa alegría—. Al fin de cuentas, profesor, fue usted quien realizó el experimento. ¡Usted creó al ciudadano Bolla!

–Es muy simple —ladró Bolla, que admiraba en el espejo de la biblioteca el reflejo de su corbata.

–Le quedaré agradecido si no se inmiscuye en la conversación —protestó el profesor. De nada vale decir que es muy simple, cuando en realidad dista mucho de ser simple.

–¡Cómo! ¿No tengo derecho a inmiscuirme? —rezongó Bolla, ultrajado.

Schwonder tomó inmediatamente su defensa.

–Permítame, profesor, el ciudadano Bolla tiene toda la razón. Está en su derecho de participar en una discusión que decide su suerte, y tanto más cuanto se trata de documentos de identidad: ¡los documentos son lo más importante que existe en el mundo!

En ese momento la campanilla ensordecedora del teléfono interrumpió todas las conversaciones.

Filip Filipovich descolgó el receptor, dijo: "Sí", su rostro se encendió de ira y rugió:

–Le ruego no molestarme por sandeces. ¿A usted qué le importa? —Y volvió a colgar violentamente el tubo.

El rostro de Schwonder reflejaba una beatífica alegría.

–Ahora terminemos de una vez —exclamó Filip Filipovich, arrebatado.

Arrancó una hoja de un anotador, escribió algunas palabras y leyó con voz irritada:

–"Por la presente certifico" —Al diablo si... Hmm...– "que el portador de la presente resulta de un experimento de laboratorio durante el cual fue practicada una intervención en su cerebro y que necesita documentos de identidad"... De todas maneras estoy en contra de estas idioteces de papeleos... Firmado: “Profesor Preobrajenski.”

–Resulta bastante extraño, profesor —se ofuscó Schwonder—, que pueda tratar esos documentos de idioteces. No puedo admitir en esta casa la presencia de un inquilino desprovisto de documentos de identidad y que, por añadidura, no está registrado en las listas de conscripción. ¿Qué pasaría si llegara a estallar la guerra contra los buitres del imperialismo?

–Jamás iré a pelear —chilló de pronto Bolla, mirando la biblioteca.

–Sus palabras revelan una gran inconsciencia, ciudadano Bolla. Es imprescindible figurar en las listas de conscripción.

–Acepto que se me inscriba, pero para pelear ¡al cuerno! —replicó Bolla con aplomo, reajustándose el nudo de la corbata.

Le tocó entonces a Schwonder alterarse. Preobrajenski dirigió a Bormental una mirada furiosa y apenada a la vez: “Linda moral ¿no le parece?” El doctor respondió moviendo significativamente la cabeza.

–Fui herido gravemente durante la operación —gimió Bolla sombrío—. Vea cómo me remendaron– agregó, mostrando su frente surcada por una cicatriz reciente—.

–¿Acaso sería usted un anarco-individualista? —preguntó Schwonder levantando bien alto las cejas.

–Me otorga el derecho a eximirme —replicó Bolla.

–Muy bien, de acuerdo, ya veremos más adelante —respondió Schwonder sorprendido. Por el momento vamos a enviar el certificado a la policía para obtener los documentos.

–Es que... —lo interrumpió de pronto Filip Filipovich visiblemente acosado por una idea fija– ¿no tendría usted una habitación libre en la casa? Estoy dispuesto a comprarla.

Los ojos pardos de Schwonder se llenaron de chispas amarillentas.

–No, profesor, lo lamentamos mucho. Y no hay ninguna en perspectiva.

El profesor frunció los labios y no contestó. La estridente campanilla del teléfono volvió a sonar. Sin pronunciar una sola palabra, Filip Filipovich arrancó violentamente el receptor del aparato y lo dejó balancearse al extremo del hilo azul. Todos se habían sobresaltado. "El viejo no da más de los nervios", pensó Bormental. Schwonder ametralló a los presentes con sus miradas, saludó y salió. Bolla corrió tras él haciendo crujir las suelas de sus zapatos. El profesor y Bormental quedaron solos.

Después de un instante de silencio, Filip Filipovich meneó suavemente la cabeza y dijo:

–Es una pesadilla, una verdadera pesadilla.

–¿No lo vio? Le juro querido doctor, sufrí más en dos semanas que durante los últimos catorce años. ¡Qué individuo!

Se oyó a lo lejos el ruido apagado de un vidrio roto, luego un grito de mujer, agudo pero breve. Una fuerza maligna se coló por los cortinados del corredor, dirigida hacia la sala de curaciones; de pronto hubo un estrépito y el ruido siguió en dirección inversa. Resonó un portazo. De la cocina llegó el débil eco de un grito lanzado por Daría Petrovna. Luego el de un aullido proferido por Bolla.

–¡Por Dios! ¿Qué pasa ahora? —exclamó Filip Filipovich lanzándose hacia la puerta.

"Un gato" pensó Bormental; y salió corriendo detrás del profesor. Los dos hombres atravesaron a toda prisa el corredor, irrumpieron en el vestíbulo y se dirigieron al cuarto de baño. Zina salió de la cocina y se arrojó literalmente en brazos de Filip Filipovich.

–¿Cuántas veces repetí que no dejaran entrar gatos? —gritaba éste, fuera de sí– ¿Dónde está? ¡Iván Arnoldovich, por amor del cielo, vaya a tranquilizar a los pacientes que están en la sala de espera!

–¡En el cuarto de baño, el maldito! ¡Está en el cuarto de baño! —gritaba Zina sin aliento—.

Filip Filipovich se arrojó contra la puerta del cuarto de baño, que ofreció fuerte resistencia.

–¡Abra inmediatamente!

Por toda respuesta algo saltó contra las paredes y detrás de la puerta cerrada; se oyó un ruido de palanganas rotas y la voz de Bolla que rugía: “¡Voy a matarlo aquí mismo!” El agua corría ruidosamente por las cañerías.

Filip Filipovich forcejeaba con la puerta, tratando de hacerla ceder. Daría Petrovna apareció en el umbral de la cocina, sudorosa, con el rostro descompuesto. Una pequeña claraboya situada a nivel del cielorraso entre la cocina y el cuarto de baño se rajó; algunos fragmentos de vidrio se desprendieron y tras los mismos surgió, como un polizonte, un enorme gato atigrado de increíble tamaño, que llevaba una cinta azul alrededor del cuello. Cayó en pleno sobre la mesa, en medio de una gran fuente que se partió en dos; saltó al suelo, se mantuvo un instante en equilibrio sobre tres patas, agitando la cuarta como si ensayase una figura de ballet y desapareció por un angosto intersticio que daba a la escalera de servicio. El intersticio se ensanchó y en lugar del gato apareció la cara de una vieja envuelta en una pañoleta. Una falda con lunares blancos hizo su entrada en la cocina. La vieja se restregó la boca desdentada entre el índice y el pulgar, recorrió la cocina con sus ojillos penetrantes y exclamó:

–¡Señor Jesús!

Filip Filipovich, lívido, atravesó la cocina y le preguntó con tono amenazador:

–¿Qué quiere?

–Me gustaría mucho ver el perro que habla —respondió obsequiosa la anciana y se santiguó.

Filip Filipovich palideció aún mas, se acercó a la vieja hasta tocarla y profirió con voz ahogada:

–¡Desaparezca de aquí enseguida!

La mujer retrocedió y dio la vuelta, exclamando con tono ofendido:

–¡Es usted realmente mal educado, señor profesor!

–¡Afuera, dije!

Los ojos de Filip Filipovich se habían vuelto tan redondos como los de un búho. Después que se marchó la vieja, fue a cerrar la entrada de servicio dando un portazo.

–Daría Petrovna, le había recomendado muy bien...

Daría Petrovna se retorcía los puños de desesperación.

–Pero Filip Filipovich ¿qué quiere que haga? Es así todos los días, la misma multitud... Dan ganas de abandonar todo.

En el cuarto de baño el agua seguía corriendo con ruido sordo y amenazador, pero las voces habían callado. Apareció el doctor Bormental.

–Iván Arnoldovich, escúcheme por favor... Hmm... ¿Cuántos pacientes hay?

–Doce.

–Dígales que se marchen. Hoy no atenderé a nadie.

Filip Filipovich golpeó la puerta con los nudillos y gritó:

–¡Salga inmediatamente! ¿Por qué se encerró?

–¡Uau! ¡Uaul —respondió la voz quejosa y malhumorada de Bolla.

–¡No entiendo nada, caramba!, ¡Cierre el agua!

–¡Uau, uau!

–¡Cierre el agua! ¡No entiendo lo que hace!...

Filip Filipovich chillaba, fuera de sí. Daría y Zina contemplaban el espectáculo desde la cocina. El profesor recomenzó a desquitarse contra la puerta.

–¡Allí está! —gritó Daría Petrovna desde la cocina. Filip Filipovich se precipitó. Por la claraboya rota asomaba la cabeza de Poligraf Poligrafovich. Tenía el rostro convulsionado, los ojos llorosos y sobre la nariz se extendía la huella de un arañazo reciente.

–¿Se ha vuelto loco? —preguntó Filip Filipovich—. ¿Por qué no sale?

–Me encerré con llave.

–Gire la llave, pues. ¿Nunca vio una cerradura?

–No quiere abrirse.

–¡Dios mío! ¡Puso el seguro! —exclamó Zina juntando las manos.

–¡El botón, encima de la cerradura! —gritaba Filip Filipovich esforzándose por cubrir el ruido del agua—. ¡Empújelo hacia abajo! ¡Apoye hacia abajo! ¡Hacia abajo!

Bolla desapareció y volvió a aparecer algunos instantes más tarde por la abertura.

–¡No veo más nada! —ladró aterrorizado.

–¡Encienda la luz! ¡Se ha vuelto rabioso!

–Ese gato asqueroso rompió la lamparilla —respondió Bolla—. Iba a atraparlo, a ese granuja, pero abrió un grifo y ahora no lo encuentro más.

El agua se filtraba bajo la puerta del cuarto de baño inundando el corredor. Daría Petrovna puso un trapo de piso y los tres, juntando las manos para sostenerlo, permanecían inmóviles en esa postura.

El doctor Bormental enrolló la alfombra del corredor que colocó en lugar del trapo de piso y unió sus esfuerzos a los de las mujeres, a fin de evitar el paso del agua, por debajo de la puerta.

Por fin llegó Fiodor, el portero, a quien Filip Filipovich había ido a llamar. Alumbrándose con un cirio que sin duda había servido en la boda de Daría Petrovna, y trepado sobre un taburete, Fiodor trataba de alcanzar la claraboya. El fondo de su pantalón a grandes cuadros grises apareció un instante suspendido en el aire y luego desapareció por la abertura.

–Wuuu-uuu...

A través del estrépito del agua, Bolla proseguía sus lamentos. Se oyó la voz de Fiodor.

–Habrá que abrir, Filip Filipovich. Paciencia por el agua; la secaremos en la cocina.

El trío abandonó su puesto sobre la alfombra y la puerta del cuarto de baño se abrió y el agua inundó violentamente el corredor. Se formaron tres corrientes: la primera se escurrió hacia el "toilette" de enfrente, la segunda tomó la dirección de la cocina y la tercera invadió el vestíbulo a la izquierda. Chapaleando y dando pequeños saltos, Zina fue a cerrar la puerta de servicio, que Fiodor había dejado abierta al entrar.

Con el agua hasta los tobillos, Fiodor sonreía sin saber por qué. Estaba completamente empapado.

–Me costó bastante, había mucha presión —explicó.

–¿Y el otro, qué se hizo de él? —preguntó Filip Filipovich levantando una pierna y profiriendo una imprecación.

–Tiene miedo de salir —explicó Fiodor sonriendo tontamente.

–¿Me va a pegar, papaíto?

Era la voz quejumbrosa de Bolla que llegaba desde el cuarto de baño.

–¡Idiota! —se limitó a responder Filip Filipovich.

Zina y Daría Petrovna con las faldas levantadas hasta las rodillas, luego Bolla y el portero, descalzos y con los pantalones arremangados, embebían el agua del piso de la cocina con trapos que retorcían en la pileta y en baldes. El horno, olvidado, roncaba. El agua que salía por la puerta de servicio ya corría por la escalera y bajaba, hasta el subsuelo.

En el vestíbulo, Bormental, en puntas de pies en medio de un enorme charco, parlamentaba con los pacientes a través de la puerta entreabierta, retenida por la cadena.

–Hoy no hay consultas, el profesor no se siente bien. Hagan el favor de apartarse de la puerta, se rompió un caño de agua...

–Y cuándo se reanudarán las consultas —insistía una voz detrás de la puerta—. Sólo me bastan unos pocos minutos...

–Imposible (Bormental apoyó los tacos en el suelo). El profesor está en cama y se rompió un caño. ¡Mañana! ¡Zina! Sea amable, venga a secar aquí, de lo contrario el agua correrá por la escalera principal.

–Los trapos de piso no alcanzan.

–Vamos a tomar utensilios —gritó Fiodor– ¡Enseguida!

La campanilla seguía sonando repetidas veces y Bormental continuaba con los pies en el agua.

–¿Para cuándo la operación?

La voz insistía y el hombre pugnaba por deslizarse por la puerta entreabierta a pesar de la cadena.

–Se rompió un caño...

–Tengo galochas ...

Tras la puerta se agolpaban siluetas oscuras.

–Imposible, vuelvan mañana...

–Pero reservé turno para hoy.

–Mañana. La rotura del caño causó un desastre.

Con un jarro en la mano, Fíodor se dedicaba a secar el lago extendido a los pies del doctor. Bolla, por su parte, había imaginado un nuevo procedimiento: había confeccionado un grueso rollo de trapo que empujaba ante él, reptando en el agua desde el vestíbulo hasta el "toilette."

Daría Petrovna estaba furiosa.

–¿No podrías retorcerlo en el inodoro, en vez de arrastrarlo así por todo el departamento, bribón?

–¿Qué inodoro? —respondía Bolla revolviendo el agua turbia—. ¿No ve que va a correr hacia afuera?

Apareció un taburete crujiente gracias al cual Filip Filipovich, con calcetines rayados azul y blanco, se deslizaba lentamente por el corredor esforzándose por mantener el equilibrio.

–No atienda más, Iván Arnoldovich, y váyase a descansar a su habitación; le voy a dar chinelas...

–No es nada, Fílip Filipovich; son tonterías.

–Por lo menos póngase galochas.

–Importa poco. De todas maneras ya tengo los pies empapados.

–¡Dios mío! —exclamó el profesor.

–¿Vio lo que hizo ese desdichado animal? —exclamó de pronto Bolla, quien, en cuclillas, recogía el agua con una sopera.

Bormental cerró la puerta y no aguantando más, soltó una carcajada. Las aletas de la nariz de Filip Filipovich palpitaban; a través de los lentes, sus ojos arrojaban destellos.

–¿De quién está hablando? —preguntó a Bolla desde lo alto de su taburete.

–¡Hablo del gato, ese canalla! —respondió Bolla desviando la mirada.

El profesor lanzó un profundo suspiro.

–¿Quiere que le diga una cosa, Bolla? En toda mi vida jamás encontré una criatura tan desvergonzada como usted.

Bormental rió brevemente y el profesor prosiguió:

–Usted no es más que un granuja. ¿Cómo se atreve? No le basta con ser el causante de todo esto, sino que todavía se permite... ¡Es increíble!

–Dígame, Bolla —intervino Bormental ¿durante cuánto tiempo va a seguir persiguiendo gatos? ¿No le da vergüenza? ¡Es monstruoso! ¡Usted es un verdadero salvaje!

Bolla refunfuñó.

–¿Salvaje, yo? Nada de eso. Pero no puedo soportar un gato en el departamento. Siempre quieren robar algo. Éste había comido el relleno preparado por Daría, quise darle una lección.

–Es usted quien necesita lecciones —repuso Filip Filipovich—. Mírese en el espejo.

–Casi me saca un ojo —concluyó Bolla con tono lúgubre llevándose una mano negra a su ojo.

Cuando el piso ennegrecido por la humedad comenzó a estar algo seco, todos los espejos estaban empañados y las campanillas ya no sonaban, Filip Filipovich se encontraba en el vestíbulo, calzado con pantuflas de cuero marroquí color rojo.

–Sírvase Fiodor, esto es para usted.

–Muchas gracias.

–Vaya a cambiarse enseguida. Espere: dígale a Daría Petrovna que le sirva un poco de vodka.

–Se lo agradezco también —Fiodor vaciló un instante, pero se decidió—. Hay algo más, Filip Filipovich. Pero es respecto al vidrio del departamento número siete. El ciudadano Bolla tiró piedras...

–¿Contra un gato?

–No, no... Fue más bien contra el dueño del departamento que quería denunciarlo ante la justicia.

–¡Diablos!

–Había besado a su cocinera. Ella lo echó. Entonces riñeron y...

–¡Por amor de Dios! Avíseme si vuelve a oír cosas de esa índole. ¿Cuánto le debo?

–Un rublo y medio.

Filip Filipovich sacó de su bolsillo tres monedas brillantes y se las entregó a Fiodor.

–Vaya una desgracia dar un rublo y medio a semejante patán —dijo una voz sorda junto a la puerta.

Filip Filipovich se volvió, se mordió el labio y sin pronunciar palabra alguna empujó a Bolla hacia la sala de espera donde lo encerró con llave. Desde dentro Bolla protestó enérgicamente y enseguida, se puso a dar puñetazos en la puerta.

–¡Basta! —exclamó Filip Filipovich con voz doliente.

–Efectivamente, es un hecho —comentó Fiodor en tono significativo—, que jamás he visto en mi vida un insolente igual.

Bormental pareció surgir del suelo.

–Por favor, Filip Filipovich, no se preocupe.

El enérgico esculapio abrió la puerta, entró en la sala de espera y con voz que se oyó desde afuera, exclamó:

–¿Qué es esto? ¿Cree que está en una taberna?

–Eso es... —aprobó Fiodor, sentencioso—. Así es como hay que hacer. Y una buena bofetada ...

–Vamos, vamos, Fiodor —murmuró tristemente Filip Filipovich.

–Perdóneme, Filip Filipovich, pero me da pena por usted.

–¡No, no y no! —insistía Bormental—, le ruego que se la ponga.

–Poner qué... poner... —balbuceó Bolla, malhumorado.

–Se lo agradezco, doctor —dijo amablemente Filip Filipovich—, en lo que a mí respecta, ya renuncié a formular observaciones.

–De todas maneras no le permitiré comer hasta que no se la ponga. Zina, quítele la mayonesa.

–¿Cómo, quitármela? se afligió Bolla, Me la pongo, me la pongo.

Y protegiendo con una mano el plato que Zina había hecho ademán de llevarse, con la otra se colocó la servilleta alrededor del cuello, lo cual lo hacía parecer un cliente que aguarda el barbero.

–¡Y con el tenedor! —agregó Bormental.

Bolla lanzó un profundo suspiro y comenzó a bañar trozos de esturión en la salsa espesa.

–¿Me pueden dar otro poco de vodka? —preguntó.

–¿No tomó bastante? —inquirió Bormental—. Me parece que estos últimos tiempos está abusando de la vodka.

–¿Acaso quiere economizarla? —preguntó Bolla con mirada astuta.

–No diga tonterías —intervino Filip Filipovich severo.

–Déjeme, profesor, yo me ocuparé de él. Escúcheme, Bolla. Usted dice tonterias y lo peor de todo es que las dice con aplomo, en un tono que no admite réplica. Evidentemente, no tengo motivos para economizar la vodka, tanto más cuanto no es mía, sino del profesor. El hecho es que primero, le hace daño y, segundo, aun sin vodka no sabe conducirse correctamente.

Bormental hizo un gesto hacia el aparador cuyo espejo estaba torpemente remendado.

–Zinuchka, dame un poco más de pescado, por favor —dijo el profesor.

Entretanto Bolla se había apoderado del botellón, sirviéndose una copa de vodka mientras miraba de reojo a Bormental.

–También hay que servir a los demás —hizo notar el asistente—. Y en este orden: primero a Filip Filipovich, luego a mí y en último término a usted.

Con una sonrisa irónica apenas visible, Bolla llenó las copas.

–En esta casa todo está medido y ordenado como papel pautado: la servilleta aquí, la corbata allí, "perdóneme", "por favor", "gracias". La verdadera vida es otra cosa. Ustedes se preocupan de todo eso como si todavía estuviésemos en el tiempo de los zares.

–¿Y puedo preguntarle qué se hace en “la verdadera vida”?

Bolla no contestó esta pregunta de Filip Filipovich, pero alzó su copa y brindó:

–Pues bien, les deseo a todos...

–Lo mismo para usted —interrumpió Bormental con cierta ironía.

Bolla vació su copa, hizo una mueca, acercó a su nariz un trozo de pan, lo husmeó y lo engulló mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

–El pasado —murmuró de pronto Filip Filipovich, como perdido en sus pensamientos.

Bormental lo miró sorprendido.

–¿Cómo dijo?

–El pasado —repitió el profesor—. No hay nada qué hacer. Klim.

Bormental lo miró a los ojos súbitamente interesado.

–¿Lo cree así, Filip Filipovich?

–No lo creo, estoy seguro.

–¿Sería posible?...

Bormental se interrumpió y observó a Bolla.

Éste tenía el rostro enfurruñado como si sospechase algo.

Später...³—dijo Filip Filipovich a media voz.

Gut 4—respondió el asistente.

³y 4En alemán, en el original (N. de la T.)

Zina trajo la pavita asada. Bormental sirvió a Filip Filipovich una copa de vino tinto y le ofreció a Bolla.

–No quiero. Prefiero vodka.

Con el rostro reluciente, la frente sudorosa, Bolla empezaba a animarse. El vino parecía haber suavizado un poco el humor de Filip Filipovich; ahora, con la mirada más serena consideraba con mayor benevolencia a Bolla, cuya cabeza negra se destacaba sobre la servilleta blanca como una mosca en un tazón de leche.

Reanimado por la comida, Bormental se sentía lleno de entusiasmo.

–Y bien, ¿qué vamos a hacer esta noche? —preguntó a Bolla.

Éste parpadeó.

–Ir al circo, es lo mejor que existe.

–Todos los días al circo —observó Filip Filipovich, bonachón—, me parece que resulta bastante aburrido. En su lugar trataría de ir alguna vez al teatro.

–No iré al teatro —contestó Bolla, hostil, y se llevó la mano a la boca para signarse.

–Eructar en la mesa corta el apetito a las otras personas —observó maquinalmente Bormental—. Perdóneme, pero... ¿qué tiene en contra del teatro?

Bolla miró en su copa vacía como en un largavista, reflexionó un instante y contestó engolando los labios:

–Es bueno para los imbéciles... Hablan, hablan... no es otra cosa más que contrarrevolución.

Filip Filipovich se apoyó contra el respaldo gótico y estalló en una carcajada que hizo brillar en su boca una verdadera empalizada de oro. Bormental se limitó a menear la cabeza.

–Debería leer un poco —propuso—, de lo contrario, sabe...

–Pero yo leo, leo...

Y con gesto rápido y ávido, Bolla volvió a servirse media copa de vodka.

–Zina —exclamó Filip Filipovich alarmado—, llévate la vodka, no queremos más. ¿Y qué lee?

En el espíritu del profesor se corporizó una imagen: una isla desierta, una palmera, un hombre vestido con pieles de animales... “Lo que le haría falta leer es Robinson...”

–Leí la... como se dice... la Correspondencia de Engels 5con ese... cómo diablos... Kautsky 6.

5y 6Federico Engels (1820-1895), fundador, junto con Carlos Marx, del Socialismo Científico y continuador de su obra; Carlos Juan Kautsky (1854-1938), socialista alemán y famoso hombre de Estado. (N. de la T.)

El tenedor de Bormental que llevaba a su boca un trozo de carne blanca quedó suspendido en el aire, y Filip Filipovich volcó un poco de vino sobre el mantel. Bolla aprovechó para beberse su vodka.

El profesor apoyó los codos sobre la mesa y dijo a Bolla mirándolo fijo:

–Permítame preguntarle lo que retuvo de esa lectura.

Bolla se encogió de hombros.

–No estoy de acuerdo.

–¿Con quién? ¿Con Engels o con Kautsky?

–Con ninguno de los dos.

–Realmente, muy interesante... Y personalmente, ¿qué propondría usted?

–¿Lo que hay que proponer? Escriben, escriben... Un congreso por aqui, alemanes por allá... La cabeza estalla. Lo que hace falta es tomarlo todo y distribuirlo.

–Era exactamente lo que yo pensaba —exclamó Filip Filipovich golpeando la mesa con la mano.

–¡Estaba seguro!

–¿Y conoce el medio de lograrlo? —preguntó Bormental, interesado.

–No hace falta buscar el medio —explicó Bolla a quien la vodka había vuelto locuaz—, no es complicado: algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura.

–¿Naturalmente, al hablar de departamentos de siete habitaciones, alude a nosotros? —preguntó el profesor, altanero y arrugando el ceño.

Bolla agachó la cabeza y se quedó callado.

–Muy bien, no estoy en contra de la distribución ¿A cuántos pacientes mandó ayer de vuelta, doctor?

–A treinta y nueve —contestó inmediatamente Bormental.

–Hmmm... Trescientos noventa rublos. Considerando tres personas —no tendremos en cuenta a las señoras Daría Petrovna y Zina—, significa que usted me debe ciento treinta rublos. Tenga a bien pagármelos.

–¡Esta sí que es buena! —exclamó Bolla asustado—. ¿Y a qué viene?

–¡Por el grifo y el gato! —estalló Filip Filipovich abandonando el tono de tranquila ironía.

–¡Filip Filipovich! —exclamó Bormental, alarmado.

–Espere. Por el escándalo que causó y nos obligó a suspender las consultas. ¡Es intolerable! ¡Un hombre que se larga a saltar como un salvaje por todo el departamento, que arranca los grifos! ¿Y que mató el gato de la señora Polasuker? Que...

Bormental enfatizó:

–Y anteayer mordió a una señora en la escalera, Bolla.

–Usted está... —rugió Filip Filipovich.

–Me había golpeado el hocico —chilló Bolla—, no es un hocico público.

–Lo hizo porque le había pellizcado el pecho —exclamó Bormental volcando un frasco, usted es un...

Los enfurecidos gritos de Filip Filipovich cubrieron la voz del doctor.

–Usted está en el nivel más bajo de la escala de evolución, es una criatura que recién empieza a formarse, un ser mediocre desde el punto de vista del desarrollo intelectual, todos sus actos son propiamente bestiales, y en presencia de dos personas de formación superior se atreve, con intolerable desenvoltura, a dar consejos de orden cósmico, y con una estupidez también cósmica, opina respecto a la distribución de bienes... ¡Y además de todo eso, se ceba con dentífrico!

–¡Anteayer! —precisó Bormental.

–¡Ahí tiene! ¡Y métaselo bien en la cabeza! ¿Con qué objeto se sacó la pomada de óxido de cinc que tenía en la nariz?... Tendría que callarse y hacer caso a lo que se le dice. Estudiar, para llegar a ser un miembro más o menos aceptable de la sociedad socialista. A propósito, ¿quién es el atorrante que le dio ese libro?

–Para usted todos son atorrantes —respondió Bolla espantado y aturdido por ese ataque en dos frentes.

–Creo que lo adivino —proclamó Filip Filipovich enrojeciendo de ira.

–Bueno, de acuerdo. Me lo dio Schwonder. No es un atorrante... Era para procurarme una formación...

–¡Ya veo qué formación le procuró Kautsky! —gritó el profesor que se empezaba a poner lívido.

Presionó rabiosamente un botón en la pared.

–El ejemplo de hoy lo demuestra a las mil maravillas. ¡Zina!

–¡Zina! —gritó Bormental.

–¡Zina! —aulló Bolla, aterrorizado.

Zina acudió, completamente pálida.

–Zina, allá en la sala de espera... ¿Está realmente en la sala de espera?

–Sí, está —contestó humildemente Bolla– tiene las tapas color verde cardenillo.

–Un libro de tapas verdes...

–¡Claro, lo van a quemar! —exclamó Bolla, desesperado—. ¡Pertenece al Estado, viene de una biblioteca!

–La Correspondencia de... cómo se llama... Engels con ese otro demonio... ¡Al fuego!

Zina desapareció.

–Ese Schwonder —exclamó Filip Filipovich desquitándose con un alón de pavita—, le juro que lo colgaría en el primer árbol que encontrase, palabra de honor. Ese cerdo increíble se enquistó en la casa como un flemón. No le basta con escribir imbecilidades difamatorias en los periódicos...

Bolla ladeó la vista hacia el profesor con los ojos llenos de perversa ironía. Filip Filipovich le devolvió su mirada torva y permaneció callado.

–"En este departamento no ocurrirá nada bueno", —pensó de pronto, proféticamente, Bormental.

Zina trajo, sobre una fuente redonda, una torta roja por un lado y rosada por el otro y colocó una cafetera sobre la mesa.

–No comeré torta —amenazó Bolla.

–Nadie le invitó a hacerlo. Manténgase con corrección. Sírvase, doctor.

La comida terminó en silencio.

Bolla sacó un cigarrillo arrugado de su bolsillo y se puso a fumar. Filip Filipovich acabó su café, miró su reloj e hizo sonar el cuarto de las ocho. Luego, como solía hacerlo con frecuencia, se reclinó en el respaldo gótico y tomó el diario que estaba en la mesita.

–Por favor, doctor, acompáñelo al circo. Pero por amor de Dios, fíjese que en el programa no figuren gatos.

–¿Dejan entrar a esos canallas en los circos? —inquirió Bolla con tono sombrío.

–Dejan entrar un poco de todo —contestó ambiguamente Filip Filipovich, y tendiéndole el diario a Bormental, preguntó:


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю