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Corazón de perro
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:27

Текст книги "Corazón de perro"


Автор книги: Mijaíl Bulgákov



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–Es que usted es un mago y un encantador profesor —pronunció con cierta turbación.

–Quítese el pantalón, querido amigo —ordenó Filip Filipovich levantándose.

"Dios mío, pensó el perro, ¿quién será este bicharraco?"

El bicharraco tenía cabellos perfectamente verdes que adquirían sobre la nuca un matiz herrumbre-tabaco. Su rostro estaba surcado de arrugas pero tenía la tez rosada como la de un bebé. Arrastraba sobre la alfombra la pierna izquierda completamente tiesa y saltaba como un títere sobre la derecha. En la solapa de su chaqueta, de excelente hechura, lucía una piedra preciosa que parecía un ojo alerta en acecho.

Fascinado, el perro había olvidado su propio malestar.

–¡Uau, uau! (Ladrido discreto).

–¡Silencio! ¿Cómo duerme, amigo mío?

–Oh... ¿Estamos solos, profesor? Es increíble —prosiguió turbado el visitante—Palabra de honor, hace veinticinco años que no veo una cosa igual (el fenómeno comenzó a desabrocharse el pantalón), créame, profesor, todas las noches son decenas de muchachas desnudas. Es positivamente un encantamiento. Usted es un mago.

–Hmmm... —murmuró Filip Filipovich con aire preocupado, examinando las pupilas del paciente.

Una vez terminada la tarea de desabotonarse, éste se quitó el pantalón rayado. Debajo del mismo usaba un calzoncillo realmente increíble, de color crema, perfumado, bordado con gatos de seda negra.

Bola no pudo tolerar los gatos y lanzó un ladrido que sobresaltó al fenómeno.

–¡Ay!

–¡Espera un poco, tú! —No tema nada, no muerde.

"¿Con qué no muerdo?" —el perro estaba estupefacto.

De uno de los bolsillos del pantalón se había deslizado un pequeño sobre que mostraba una hermosa muchacha con abundante cabellera suelta. El fenómeno pegó un salto, se agachó y lo levantó ruborizándose violentamente.

–De todas maneras tenga cuidado —le previno Filip Filipovich con tono agrio, agitando un dedo amenazador– ¡No abuse demasiado!

–Yo no ab... —empezó a rezongar el fenómeno mientras seguía desvistiéndose—. Vea, querido profesor, fue sólo para hacer una experiencia.

–¿Y entonces? ¿Qué resultado logró? —preguntó Filip Filipovich, severo.

El fenómeno agitó una mano extática.

–Jamás había conocido nada igual, lo juro ante Dios, desde hace veinticinco años. La última vez fue en 1899, en París, en la calle de la Paix...

–¿Y por qué se le pusieron verdes los cabellos?

El rostro del interlocutor adquirió una expresión sombría.

–Esa maldita mixtura... Usted no puede saber, profesor, lo que me dieron esos desvergonzados en vez de tintura. Mire un poco —balbuceó el individuo, buscando un espejo con la vista– merecerían que le rompan la cara —y agregó de pronto, enfurecido—: Y ahora, ¿qué se puede hacer, profesor?

–Pues bien... Hágase rapar completamente.

¡Profesor! —se lamentó el visitante– ¡cuándo crezcan mis cabellos seguirán siendo canosos! Además, no podré mostrarme en mi empleo: ya hace tres días que no aparezco por allí. ¡Ah profesor, si pudiese encontrar un medio para rejuvenecerme también los cabellos!

–Ya lo hallaremos, ya lo hallaremos —musitó Filip Filipovich.

Con los ojos brillantes, el profesor se inclinó para examinar el vientre desnudo del paciente.

–Pues bien, todo anda a las mil maravillas. Para decirle la verdad, yo mismo no esperaba semejante resultado. Hay que sufrir para ser bella, dice el refrán, pero vale la pena... Puede vestirse, amigo mío.

–Yo soy la más bella —tarareó el paciente con voz chillona y, radiante, comenzó a vestirse.

Cuando estuvo listo, dando pequeños brincos y prodigando en su torno efluvios perfumados, entregó a Filip Filipovich un fajo de billetes blancos y le estrechó tiernamente ambas manos.

–Es inútil que vuelva antes de dos semanas —dijo Filip Filipovich—, pero le ruego que sea prudente.

–¡Profesor! —le respondió desde la puerta la voz extasiada– ¡Quédese perfectamente tranquilo!

Y el fenómeno desapareció después de una última carcajada voluptuosa.

Un timbrazo prolongado resonó en el departamento, la puerta barnizada se abrió nuevamente, volvió a entrar el "mordido" y tendiendo una hoja de papel a Filip Filipovich declaró:

–La edad indicada no corresponde. Probablemente cincuenta y cinco o cincuenta y seis. Ruidos cardíacos ahogados.

Desapareció. Entró una mujer vestida en forma llamativa, que usaba un sombrerito con plumas, inclinado con picardía hacia un costado. Un collar reluciente le adornaba el cuello fláccido y arrugado, y bajo los ojos, los párpados ennegrecidos le formaban extrañas bolsas. Tenía las mejillas pintadas como las de una muñeca. Exteriorizaba una tremenda agitación.

–¡Señora! ¿Qué edad tiene? —preguntó Filip Filipovich con voz dura.

La dama se asustó y palideció bajo el caparazón rojo que le cubría el rostro.

–¡Le juro, profesor, si supiese cuál es mi drama!...

–¿Qué edad tiene, señora? —repitió Filip, Filipovich con tono aún más duro.

–Palabra de honor... Pues bien, cuarenta y cinco...

–¡Señora! —Filip Filipovich casi gritaba—. ¡Me están esperando! Por favor no me retrase, usted no es la única...

El pecho de la mujer se agitaba como una marejada.

–Se lo diré, pero sólo a usted... Usted es una lumbrera de la ciencia. Pero le juro que semejante prueba...

–¿Qué edad tiene? —preguntó Filip FilipoVich ahogándose de rabia, con la mirada relampagueante.

–¡Cincuenta y uno! —dijo la paciente con una mueca de dolor.

–¡Quítese la bombacha, señora! —ordenó Filip.

Filipovich con tono más suave, señalándole el amplio biombo blanco situado en un ángulo del consultorio.

–Le juro, profesor —musitó la mujer desquitándose con los broches de presión de su corsé– es ese Moritz... Le hablo como a un confesor.

De Sevilla a Granada...—entonó maquinalmente Filip Filipovich. Apretó el pedal de un lavabo de mármol. El agua brotó ruidosamente.

–¡Lo juro por Dios! —decía la dama, mientras un rubor natural le invadía el rostro formando manchas debajo de su maquillaje—.¡Ya lo sé, es mi última pasión! ¡Qué canalla! Oh, profesor, es un tramposo profesional, todo Moscú está enterado. No puede evitar de correr tras todas las infames modistillas que encuentra. Pero es tan diabólicamente joven...

Mientras hablaba entre dientes, la mujer sacó debajo de su enagua un trozo de encaje arrugado.

El perro sintió que se le enturbiaba el cerebro y que toda la sangre le refluía hacia las extremidades.

"¡Que se vaya al diablo!" pensó, quedándose púdicamente adormecido con la cabeza apoyada sobre las patas; "no voy a esforzarme por comprender algo de este asunto; de todas maneras no llegaré a entender nada"

Lo despertó un tintineo y vio a Filipovich que arrojaba tubos centelleantes en una palangana.

La dama de las mejillas pintadas, con las manos apretadas contra el pecho, lanzaba miradas llenas de esperanza hacia el profesor. Éste frunció el ceño, se sentó con gesto grave ante su escritorio y escribió algo.

–Señora, le pondré ovarios de mona —declaró mirándola con severidad.

–¿De mona, profesor, es posible?

–Sí —fue la respuesta inexorable.

–¿Y cuando tendrá lugar la operación? —preguntó ella con voz débil. Se había puesto lívida.

De Sevilla a Granada...Hmm... El lunes. Usted se internará en la clínica por la mañana. Mi asistente la preparará.

–Oh, no quiero ir a la clínica. ¿No seria posible aquí en su casa, profesor?

–Bueno, en mi casa sólo opero en casos extremos. Le costará muy caro: 50 rublos.

–¡De acuerdo, profesor!

Se oyeron nuevos ruidos de agua y el sombrero con plumas se agitó por última vez. Aparece luego un cráneo pulido como una bola de billar; se precipita para estrechar las manos de Filip Filipovich...

El perro se había quedado adormecido. Las náuseas habían pasado, el flanco ya no le dolía y lo invadía un suave calor. En su sueño logró tener una agradable visión: arrancaba un buen puñado de plumas de la cola de la lechuza... Una voz excitada chilló encima de su cabeza:

–En Moscú me conocen demasiado, profesor. ¿Qué debo hacer?

–Señor —gritaba la voz indignada de Filip Filipovich– esto se vuelve intolerable. Un poco de dignidad... ¿Qué edad tiene la chica?

–Catorce años, profesor... Usted comprende, si la cosa llega a saberse yo estaría perdido. Muy pronto tengo que cumplir una misión en el extranjero.

–Amigo mío, no soy hombre de leyes... Espere dos meses y cásese con ella.

–Estoy casado, profesor.

–¡Ah, señores, señores!

La puerta se abría y se cerraba, los rostros cambiaban, los instrumentos sonaban en los armarios y Filip Filipovich trabajaba sin detenerse.

"Lugar raro —pensaba Bola—, pero no hay nada que objetar. ¿Para qué diablos necesitó de mí? ¿Tendría acaso la intención de hacerme vivir aquí? ¡Qué caso, éste! ¡Le bastaría hacer una sola guiñada para conseguir un perro estupendo! Aunque, después de todo, es posible que yo sea lindo. ¡Es mi suerte! Pero esta porquería de lechuza es una... desvergonzada."

Se despertó por completo al final de la tarde, cuando los campanillazos ya habían dejado de sonar en el preciso instante en que la puerta se abría para dar paso a visitantes de tipo singular. Eran cuatro, jóvenes y vestidos muy modestamente.

¿Qué querrán, éstos?, se preguntó sorprendido.

El recibimiento de Filip Filipovich fue muy poco cordial. De pie junto a su escritorio parecía un general observando al enemigo. Las aletas de su nariz aquilina estaban dilatadas. Los recién llegados hollaban la alfombra.

–Si hemos venido a verlo, profesor —empezó a explicar el que tenía en la cabeza una mata de cabellos abundantes y ondulados de unos treinta centímetros de espesor por lo menos—, es por el motivo siguiente...

–Señores, hacen mal de pasear sin galochas con semejante tiempo —los interrumpió suavemente Filip Filipovich—. Primero, van a pescar un enfriamiento; segundo, ensucian mis alfombras. Y todas son alfombras de Oriente.

El melenudo calló y el cuarteto, en conjunto, se puso a observar con extrañeza a Filip Filipovich. El silencio se prolongó algunos segundos y fue el profesor quien lo quebró tamborileando con sus dedos en una bandeja de madera pintada sobre su escritorio.

–En primer lugar no somos señores —terminó por articular el más joven, cuya tez hacía pensar en un durazno.

–En segundo lugar —cortó Filip Filipovich– ¿es usted un hombre o una mujer?

Los cuatro volvieron a callar, boquiabiertos. Esta vez fue el melenudo quien reaccionó.

–¿Y qué diferencia hay, camarada? —exclamó con soberbia.

–Soy una mujer —reconoció el durazno con campera de cuero, ruborizándose de pronto violentamente. Tras ella, otro de los intrusos, un rubiecito que usaba gorro de piel, se ruborizó también sin razón aparente.

–En ese caso, puede quedarse con la gorra puesta; en cuanto a usted, mi Apreciado Señor, le ruego que se quite la suya —expresó Filip Filipovich con tono grave.

–Yo no soy su Apreciado Señor —repuso vivazmente el rubiecito, quitándose el gorro.

–Si nosotros vinimos a verle, profesor —reanudó el melenudo– es...

–Ante todo, ¿quién es "nosotros"?

–Nosotros es el nuevo comité de administración del edificio —precisó el melenudo, conteniendo su ira—. Yo soy Schwonder, ella es Viazemskaia y éstos son los camaradas Petrushkin y Charovkian. Por lo tanto, nosotros.

–¿Ustedes son quienes ocuparon el departamento de Fiodor Pavlovich Sablin?

–Somos nosotros —respondió Schwonder.

–¡Dios mío! ¡La casa Kalabukov se acabó! —exclamó desesperado Filip Filipovich juntando las manos.

–¿Qué, profesor? ¿Le da risa?

–¿Quién habla aquí de reír? Estoy completamente desesperado. ¿Y que pasará ahora con la calefacción central?

–¿Se burla de nosotros, profesor Preobrajenski?

–¿Qué motivos los han traído a mi casa? Hablen pronto, estoy a punto de cenar.

–Nosotros somos el comité de administración del edificio —repuso con odio Schwonder– y venimos a verlo a raíz de la asamblea general de los inquilinos, en la cual se planteó la redistribución racional de los departamentos...

–¿Quién planteó qué? —rugió Filip Filipovich—. Exprese su pensamiento con mayor claridad.

–Se planteó el problema de la redistribución racional.

–¡Basta! Comprendí. ¿Saben ustedes que en virtud de un decreto del 12 de agosto de este año, mi departamento queda eximido de toda nueva ocupación o redistribución racional?

–Lo sabemos —respondió Schwonder—, pero después de un detenido examen, la asamblea general llegó a la conclusión de que, al fin de cuentas, usted ocupa una superficie excesiva. Netamente excesiva. Para usted solo utiliza siete habitaciones.

–Vivo y trabajo yo solo en siete habitaciones —respondió Filip Filipovich– y quisiera tener una más. Necesitaría una biblioteca.

El cuarteto permaneció mudo.

–¡Otra más! ¡Ea, ea! —exclamó por fin el rubiecito que se había quitado la gorra– ¿Y eso es todo?

–¡Increíble! —gritó el adolescente que había resultado ser una adolescente.

–Tengo una sala de espera que, como pueden ver, es también biblioteca; con el comedor y mi consultorio, son tres; la sala de curaciones, cuatro; la sala de operaciones, cinco; mi dormitorio, seis y la habitación de servicio, siete. Finalmente, todavía me siento apretado... Pero dejémoslo, no es grave. Mi departamento queda exento de redistribución racional y basta de discutir. ¿Puedo ir a cenar?

–Perdone, dijo el cuarto, que parecía un enorme escarabajo, pero es precisamente del comedor y de la sala de curaciones que venimos a hablarle. La asamblea general le solicita que, en nombre de la disciplina proletaria, renuncie al comedor.

–Ni siquiera Isadora Duncan —agregó la mujer con voz chillona.

Filip Filipovich cuyo rostro se había encendido con un tinte purpúreo, no emitió el menor sonido, esperando lo que habría de seguir, como si presintiese algún acontecimiento.

–En cuanto a la sala de curaciones —continuó Schwonder– la puede juntar muy bien con el consultorio.

–¡Ah! —dijo Filip Filipovich, con voz extraña– ¿Y dónde tomaría mis comidas?

–En el dormitorio —respondió a coro el cuarteto.

El tinte purpúreo del rostro de Filipovich se había vuelto grisáceo y empezó a hablar con voz ligeramente ahogada:

–Tomar mis comidas en el dormitorio, leer en la sala de curaciones, vestirme en la sala de espera, operar en la habitación de servicio y hacer los análisis en el comedor... Es muy posible que Isadora Duncan lo haga. Quizá se vista en su gabinete privado y haga disección de conejos en el cuarto de baño. Tal vez. ¡Pero yo no soy Isadora Duncan! (De pronto lanzó un rugido y del tinte grisáceo pasó al amarillo.) Seguiré comiendo en el comedor y operando en la sala de operaciones. Transmítanselo a la asamblea general. Y les ruego humildemente volver a sus ocupaciones y dejarme la posibilidad de tomar mis comidas en el lugar donde las toman las personas normales, es decir, en el comedor, no en el vestíbulo o en el cuarto de los niños.

–En tales circunstancias, profesor, y teniendo en cuenta su obstinada oposición —dijo Schwonder muy agitado—, nos veremos obligados a elevar una queja contra usted ante nuestros superiores.

–¿Ah, con qué así es la cosa? —La voz de Filip Filipovich adquirió un tono de temible cortesía—. Aguarden un momento, por favor.

"Este es un hombre", pensó el perro con entusiasmo; "realmente, es mi tipo. ¿Qué les pasará, a ésos,? ¡Ni pensarlo! Todavía no lo sé, pero tendrán su merecido... ¡Dale! Ah, si pudiese prenderme de ese gran pelele, morderle los tendones de la pantorrilla... Grrr... Grrr..."

Filip Filipovich había tomado el auricular del teléfono y comenzaba a hablar:

–Por favor... Sí, se lo agradezco. Quisiera comunicarme con Piotr Alexandrovich, por favor. El profesor Preobrajenski... ¿Piotr Alexandrovich? Me alegro mucho de oírlo. Muy bien, muchas gracias... Piotr Alexandrovich, su operación queda anulada. ¿Qué? Pues... Anulada, suprimida... Bueno, como todas las otras operaciones, además. He aquí la razón: suspendo todas mis tareas en Moscú y en Rusia en general... Hace un momento, cuatro personas, entre las cuales hay una mujer vestida de hombre, vinieron a mi casa; dos de ellas tenían revólveres y trataron de aterrorizarme con el objeto de apoderarse de mi departamento.

–Permítame, profesor —exclamó Schwonder con el rostro demudado.

–Perdóneme... no puedo repetir todo lo que me dijeron. No me agradan las estupideces. Me basta con decirle que me propusieron renunciar a mi sala de curaciones. En otros términos, que me obligan a operarle a usted en el lugar donde hasta ahora disecaba mis conejos. No sólo no puedo hacerlo, sino que tampoco tengo derecho a trabajar en semejantes condiciones. Por tal razón pongo término a mis actividades y me marcho a Sotchi. Puedo dejarle las llaves a Schwonder. Que él lo opere.

Los cuatro se quedaron paralizados de asombro. La nieve se les derretía sobre los calzados.

–¿Qué se puede hacer?... Pues, me siento yo mismo muy fastidiado... ¿Cómo?... ¡Oh, no, Piotr Alexandrovich! ¡No! Esto no puede durar, llegué al colmo de mi paciencia... Y es la segunda vez desde agosto... ¿Cómo? Hmmm... Como quiera. Aunque con una sola condición: por quien usted quiera, cuando quiera y lo que quiera, pero que sea un papel que prohiba a Schwonder o a cualquier otro acercarse a la puerta de mi departamento. Un papel definitivo. Efectivo. ¡Verdadero! Una coraza... Que ni siquiera se mencione más mi nombre... Por supuesto. Para ellos, estoy muerto... Sí, sí, se lo ruego... ¿Quién? Ah, ah... ¡Es diferente!... Ah, ah ... Bien, aquí se lo paso.

Filip Filipovich se volvió con perfidia hacia Schwonder:

–Por favor: le van a hablar.

–Permítame, profesor —dijo Schwonder furioso y desconcertado a la vez—, usted cambió el sentido de nuestras palabras.

–Le ruego no emplear tales expresiones.

Con aire extraviado, Schwonder tomó el teléfono:

–Escucho... Sí... El presidente del comité del edificio... No señor, hemos actuado de acuerdo con las disposiciones... Por cierto, el profesor tiene una posición totalmente excepcional... Estamos al corriente de todos sus trabajos... Le dejamos cinco habitaciones... Muy bien, ya que es así... Bien...

Colgó el receptor; tenía el rostro arrebatado.

"¡Qué tapa! ¡Qué hombre!", apreció el perro para sí mismo, "debe saber cómo actuar, sin duda. Ahora puede pegarme cuanto quiera, ya no me moveré de aquí."

Los otros tres consideraban boquiabiertos al desdichado Schwonder.

–Es una vergüenza —musitó tímidamente este último.

–Si llegásemos a tener una discusión —adelantó la mujer—, le demostraría a Piotr Alexandrovich que...

–Perdónenme ¿quieren iniciar esa discusión desde ahora?... —inquirió cortésmente Filip Filipovich.

Los ojos de la mujer relampaguearon.

–Comprendo su ironía, profesor, nos marchamos... Pero antes, y tan sólo en mi calidad de director de la sección cultural del edificio...

–Di-rec-to-ra —corrigió Filip Filipovich.

–... quisiera proponerle (la mujer se interrumpió y sacó de su chaqueta algunas revistas con ilustraciones en colores, aún húmedas de nieve) comprar algunas revistas a beneficio de los niños alemanes. A 50 kopecks el número.

–No, gracias —respondió brevemente Filip Filipovich, lanzando un vistazo torvo a las revistas.

Todos los rostros expresaron un total asombro. El de la mujer se ruborizó.

–¿Por qué se niega?

–No las quiero.

–¿Los niños alemanes no le inspiran lástima?

–Sí.

–¿Repara en gastar 50 kopecks?

–No.

–¿Entonces por qué?

–No quiero.

Un silencio.

–Sabe, profesor —comenzó a decir la joven con un profundo suspiro—, si usted no fuese una celebridad científica europea y si ciertas personas no interviniesen a su favor de manera tan indignante (el rubiecito le tiró el faldón de la chaqueta, pero ella no le hizo caso), personas que con seguridad algún día hemos de desenmascarar, usted merecería ser arrestado.

–¿Y por qué? —preguntó Filip Filipovich con curiosidad.

–¡Usted odia al proletariado! —replicó la mujer con altivez.

–Así es, el proletariado no me gusta —asintió tristemente el profesor, y oprimió un botón. En alguna parte sonó un timbre. Se abrió la puerta del corredor.

–Zina, puedes servir la cena. ¿Me permiten, señores...?

Los cuatro abandonaron en silencio el consultorio del profesor, atravesaron la sala de espera y el vestíbulo y se oyó cómo se cerraba ruidosamente tras ellos la pesada puerta de entrada. El perro se irguió sobre sus patas traseras e inició ante Filip Filipovich una pantomima de acción de gracias.

Los platos decorados con flores paradisíacas y bordeados con una ancha banda negra, contenían anguilas en escabeche y finas rebanadas de salmón. En la pesada bandeja de madera había un trozo de queso a punto, y en un baldecillo de plata nimbado de nieve estaba el caviar. Entre los platos brillaban algunas frágiles copas y tres botellones de cristal llenos de vodkas de varios colores. Todos estos objetos estaban dispuestos sobre una mesita de mármol arrimada al imponente aparador de roble tallado, en el que resplandecían la platería y el cristal. En medio de la habitación, como un altar, se levantaba una mesa maciza cubierta por un mantel blanco; en la mesa aguardaban dos cubiertos con las servilletas dobladas en forma de tiaras papales y tres botellas oscuras.

Zina llevó una fuente de plata con su tapa, de la que salía una especie de ronroneo. El aroma que la misma exhalaba era tal que el perro sintió inmediatamente que se le hacia agua la boca. "¡Los jardines de Semíramis!" pensó, golpeando el suelo con su cola como si ésta fuese un bastón.

–Tráelo aquí —ordenó ávidamente Filip Filipovich—. Doctor Bormental, deje ese caviar, por favor. Y si quiere seguir mi consejo, deje también la vodka inglesa y sírvanos esta simple vodka rusa.

–El bello mordido, que había trocado su guardapolvo por un traje negro de excelente calidad, se encogió de hombros, sonrió cortésmente y llenó las copas de vodka incolora.

–¿Destilada con la bendición del Estado? —preguntó.

–Dios nos guarde, amigo mío —respondió el dueño de casa—. Esta es alcohol. Daría Petrovna fábrica ella misma una vodka notable.

–Sin embargo dicen que la del Estado es muy buena: 30 grados. Filip Filipovich lo interrumpió paternalmente:

–En primer lugar, la vodka debe tener 40 grados y no 30. Segundo: sólo Dios sabe lo que meten en ella. ¿Es usted capaz de decirme lo que les puede pasar por la mente?

–Cualquier cosa —aseguró el mordido.

–Comparto esa opinión —agregó Filip Filipovich apurando su copa de un sorbo—. Mmm... Doctor Bormental, hágame el placer de probar esto: si me pregunta qué es, me habrá convertido para siempre en su enemigo mortal. De Sevilla a Granada...—tarareó.

Y uniendo el gesto a la palabra, clavó con su tenedor de plata de anchos dientes algo que se asemejaba a una albondiguilla oscura. El mordido siguió su ejemplo. La mirada de Filip Filipovich se iluminó.

–¿Es malo? —preguntó con la boca llena. —¿Malo? Conteste, querido doctor.

–Es incomparable.

–Vaya si lo es... Observe, Iván Arnoldovich, los únicos que comen fiambres fríos y sopa son los propietarios que todavía no se hicieron estrangular por los bolcheviques. Todo hombre que conserva un poco de respeto humano sirve fiambres calientes. Y entre todos los fiambres calientes moscovitas, éste es el que figura en primer termino. En cierta época, los había suntuosos en el Slavianski Bazar. ¡Toma, agarra!

–Usted alimenta al perro en el comedor: después no habrá manera de sacarlo de aquí —sentenció una voz de mujer.

–No importa. El pobre animal está muerto de hambre.

Filip Filipovich tendió al can un bocado incrustado en el extremo de su tenedor: Bola lo hizo desaparecer con la rapidez de un prestidigitador y Filip Filipovich, riendo a carcajadas, introdujo el tenedor en el bol enjuagadedos. De los platos subían ahora olorosos vapores de langostinos; el perro permanecía en la sombra del mantel, como un centinela que monta la guardia junto a un polvorín. Filip Filipovich se colocó un extremo de la servilleta en el cuello y comenzó su sermón:

–El alimento, Iván Arnoldovich, no es cosa sencilla. Hay que saber comer y pienso que la mayoría de la gente no sabe absolutamente comer. No sólo hay que saber qué es lo que se debe comer, sino también dónde y cuándo (Filip Filipovich agitó su cuchara con un gesto de persona muy entendida). Y de lo que se debe hablar mientras se come. Si, señor. Si usted se preocupa por su digestión, escuche mi consejo: durante las comidas nunca hable de bolchevismo ni de medicina. Y sobre todo, jamás de los jamases lea diarios soviéticos antes de comer.

–Hmmm... Es que no existen otros.

–Entonces no lea ninguno. En mi clínica realicé treinta experimentos. ¿Qué resultado cree que obtuve? Los pacientes que no leían los diarios están perfectamente bien, mientras que todos aquellos a quienes hice leer Pravda perdieron peso...

–Mm... —manifestó el mordido con aire interesado (El potaje y el vino le habían dado colores).

–Y eso no es todo. Reflejo rotuliano disminuido, apetito débil, estado general depresivo.

–Diablos...

¡Pero vamos! ¿Qué estoy haciendo? Me he puesto a hablar de medicina...

Filip Filipovich se reclinó en el respaldo de su silla y llamó con la campanilla. Zina apareció, servicial. El perro tuvo derecho a recibir un gran trozo de esturión blancuzco que no le agradó, e inmediatamente después a una rebanada bien jugosa de rosbif. Después de haberla engullido, experimentó súbitamente deseos de dormir y sintió que ya no podía soportar la presencia de más alimentos. "Extraña sensación", comprobó, tratando de levantar sus párpados pesados, "ni siquiera la comida... Pero hay que ser idiota para fumar después de comer".

Un desagradable humo azul llenaba el comedor. El perro soñaba con la cabeza extendida sobre sus patas delanteras.

–El Saint-Julienes un vino muy bueno —alcanzó a oír a través de su sueño– pero hoy en día ya no se lo encuentra.

Un coro de voces que parecía venir de arriba o del departamento vecino se filtraba a través del cielorraso y de las alfombras.

Filip Filipovich llamó; apareció Zina.

–¿Qué ocurre ahora, Zinuchka?

–Mantienen otra asamblea general, Filip Filipovich.

–¡Otra más! —exclamó Filip Filipovich abrumado, Esta vez se acabó la casa Khalabukov de veras. Marcharnos, ¿pero a dónde? Todo está previsto: para empezar, cantos todas las noches, luego el agua que se hiela en las cañerías, la caldera de la calefacción central que estalla, y asi sucesivamente... ¡Cae el telón sobre la casa Khalabukov!

–Se hace demasiada mala sangre, Filip Filipovich —observó Zina sonriendo, al llevarse una pila de platos.

–¡Cómo para no hacerse mala sangre, cuando pensamos cómo era antes esta casa! ¿Comprende?

–Usted lo ve siempre todo con demasiado pesimismo, Filip Filipovich —objetó el hermoso mordido—. Muchas cosas han cambiado.

–Usted me conoce, amigo mío. ¿Verdad? Soy el hombre de los hechos, el hombre de la experiencia. Soy enemigo de todas las hipótesis infundadas. Ello se sabe muy bien, no sólo en Rusia sino en toda Europa. Cuando digo algo, es porque existe como base un hecho preciso del cual deduzco una conclusión. Y este hecho es el siguiente: los abrigos y las galochas de nuestra casa.

"Las galochas... ¡Qué estupidez! La felicidad no está en las galochas" pensó el perro; "pero lo cierto es que se trata de un ser excepcional."

–Tomemos el caso de las galochas. Vivo en ésta desde 1903. Y durante todo el tiempo que transcurrió entre esa época y marzo de 1917, no se recuerda, y lo subrayo en rojo, no se recuerda para nada que haya desaparecido un solo par de galochas de nuestra entrada de la planta baja, a pesar de que la puerta principal no estaba siquiera cerrada con llave. Considere que hay doce departamentos y que yo recibo a muchos enfermos. Un buen día de marzo de 1917 desaparecieron todas las galochas, de las cuales dos pares me pertenecían, así como tres bastones, un abrigo y el samovar del portero. Desde entonces ya no hay galochas en la entrada. Y no hablo de la calefacción central. Ya no digo nada. Cae por su propio peso: del momento que hay revolución social, la calefacción es inútil. Y me pregunto: ¿por qué, desde el momento en que comenzó esta historia, toda la gente se puso a subir y bajar las escaleras de mármol con botas y galochas embarradas? ¿Por qué hay que guardar las galochas bajo llave? ¿Y hacerlas vigilar por un soldado para impedir que las roben? ¿Por qué sacaron la alfombra de la escalera? ¿Carlos Marx había escrito en alguna parte que la entrada de la casa Khalabukov que da sobre la Prechistienka debía ser condenada para obligar a la gente a dar la vuelta por el pequeño patio? ¿Cuál es la ventaja? ¿Por qué un proletario tiene que venir a ensuciar el mármol en vez de dejar sus galochas abajo?

–En realidad, Filip Filipovich, es que un proletario no tiene galochas —trató de afirmar el mordido.

–¡Es usted quien lo dice! —tronó Filip Filipovich, sirviéndose una copa de vino—. Estoy en contra de los licores después de las comidas: producen pesadez y son malos para el hígado... Nada de eso ¡ahora el proletario tiene galochas! ¡Las mías! Las que desaparecieron en la primavera de 1917. Y hay que preguntar: ¿quién las escamoteó? ¿YO? Imposible. ¿El burgués Sablin? (Filip Filipovich levantó un dedo señalando al techo). Resulta cómico pensarlo. ¿El fabricante de azúcar Polozov? (Filip Filipovich hizo un gesto hacia un personaje imaginario). ¡De ninguna manera! Pues bien... ¡Pero por lo menos podrían sacárselas en la escalera! (El rostro de Filip Filipovich empezaba a volverse púrpura.) ¿Y por qué diablos haber suprimido las flores que adornaban los rellanos? ¿Por qué la corriente eléctrica, que en veinte años sólo faltó dos veces, falta ahora regularmente una vez por mes? Doctor Bormental, la estadística es algo terrible. Usted, que está al corriente de mis últimos trabajos, lo sabe mejor que nadie.

–Es la ruina, Filip Filipovich.

–No —replicó Filip Filipovich con un tono de absoluta seguridad—, no. Usted el primero, estimado Iván Arnoldovich, evite emplear esa palabra. Es un espejismo, un humo, una ficción. (Filip Filipovich, extendiendo ampliamente sus dedos cortos hizo aparecer sobre el mantel dos sombras semejantes a dos tortugas.) ¿Qué es esta ruina? ¿Una vieja con un bastón? ¿Una bruja que rompe todos los vidrios, que apaga todas las lámparas? No existe nada parecido. ¿Qué subentiende esa palabra para usted?

Desenfrenado, Filip Filipovich dirigía sus miradas al desdichado pato de cartón pintado que colgaba con la cabeza hacia abajo al lado del aparador, y dio él mismo la respuesta:


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