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Corazón de perro
  • Текст добавлен: 15 октября 2016, 04:27

Текст книги "Corazón de perro"


Автор книги: Mijaíl Bulgákov



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–Muy bien. En ese caso que no se lo vea más, que no se lo oiga más. De lo contrario tendrá que entendérselas conmigo si llega a cometer cualquier otro escándalo. ¿Está claro?

–Está claro.

Durante toda esta escena, Filip Filipovich, refugiado bajo el dintel de la puerta, había guardado silencio royéndose las uñas y con la mirada obstinadamente fija en el suelo. De pronto alzó la vista hacia Bolla y preguntó con voz sorda, una voz de autómata:

–¿Qué hace con los gatos que mata?

–Se toman sus pieles —explicó Bolla—. Servirán para confeccionar abrigos para los trabajadores.

Después de lo cual el silencio volvió a reinar en el departamento, un silencio que duró dos días. Poligraf Poligrafovich salía por la mañana en camión, regresaba por la noche y comía sin pronunciar una palabra en compañía del profesor y de Bormental.

Aunque ambos dormían en la sala de curaciones, Bormental y Bolla no se hablaban. Bormental fue el primero en cansarse de esta situación. El tercer día, una mujer delgaducha, con los ojos maquillados y con las piernas envainadas en medias color crema, hizo su aparición en el departamento y se mostró muy impresionada por el lujo del lugar. Vestía un pobre abrigo gastado y seguía a Bolla. En el vestíbulo tropezó con el profesor, que se detuvo, desconcertado, y preguntó arrugando el ceño:

–¿Puedo saber a quién...?

–Voy a inscribirme con ella en el Registro Civil. Es nuestra dactilógrafa, va a vivir conmigo. Habrá que expulsar a Bormental de la sala de curaciones. Él tiene su propio departamento.

Bolla había dado esas explicaciones en tono hostil y desganado. Filip Filipovich entornó los párpados, reflexionó un instante considerando a la joven que se ruborizaba y le preguntó con la mayor cortesía:

–¿Quiere usted seguirme a mi despacho?

–Yo también voy —se interpuso Bolla, sospechando algo.

Instantáneamente Bormental pareció surgir del suelo.

–Lo lamento, el profesor tiene que hablar con la señorita. Nosotros nos quedaremos aquí.

–No quiero —repuso rabiosamente Bolla tratando de seguir al profesor y a la joven que se había puesto roja de vergüenza.

–No, por aquí, si le parece —dijo Bormental tomando a Bolla por la muñeca y arrastrándolo hacia la sala de curaciones.

Durante cinco minutos ningún ruido provino del consultorio, pero de pronto se oyeron unos sollozos ahogados.

Filip Filipovich estaba de pie ante su escritorio, frente a la joven que lloraba en un sucio pañuelo de encajes.

–El miserable me dijo que había sido herido en el combate.

–¡Miente!

Filip Filipovich meneó la cabeza y prosiguió:

–La compadezco sinceramente, pero el hecho de aceptar a cualquier hombre por su posición... Hija mía, es una ignominia... Sí, eso es...

Filip Filipovich abrió un cajón del escritorio y sacó tres billetes de diez rublos.

–Terminaré envenenándome —sollozó la joven—. Todos los días, en la cantina, carne salada... El me amenazó... Me dijo que era comandante en el Ejército Rojo... Conmigo, decía, vivirás en un departamento lujoso... Anticipos cada día... El fondo es bueno, decía, pero los gatos me horrorizan... Me tomó mi anillo como recuerdo...

–¡El fondo es bueno! ¡Vaya, vaya! De Sevilla a Granada...Recupérese, es usted tan joven...

–¿Y realmente lo encontró en un portal?

–¡Vamos, tome el dinero que se le presta! —rugió el profesor.

Luego, la puerta se abrió majestuosamente y a pedido de Filip Filipovich, Bormental hizo entrar a Bolla. Éste tenía la mirada huidiza y los cabellos se le erizaban sobre la cabeza como un cepillo.

–¡Miserable! —exclamó la mujer, con los ojos embadurnados de rímel y la nariz surcada de huellas húmedas.

–¿Qué origen tiene la cicatriz que lleva en la frente? Tenga el bien de explicárselo a esta señorita —ordenó pérfidamente Filip Filipovich.

Bolla jugó su carta:

–Fui herido combatiendo contra Koltchak 9.

9Alejandro Koltchak (1874-1920). Almirante ruso, fusilado por los bolcheviques, a quienes había intentado resistir en Siberia (N. de la T.)

La joven se levantó y se dirigió hacia la puerta sollozando ruidosamente.

–¡Deténgase! —chilló el profesor—. ¡Espere un instante! ¡El anillo, Bolla, por favor!

Sumiso, éste se quitó del meñique un grueso anillo adornado con una esmeralda.

–Está bien —aulló de pronto con rabia—, ya me las pagarás. Mañana mismo procederé a una reducción del personal.

–No le tema —gritó Bormental—, no le permitiré hacer nada.

Se volvió y miró en tal forma a Bolla que éste retrocedió y fue a golpearse con la cabeza contra el armario.

–¿Cómo se llama ella? ¡Le pregunto su nombre! —rugió Bormental con real salvajismo.

–Vasnetsova —respondió Bolla buscando con la vista una salida.

–Todos los días —prosiguió Bormental tomándolo por las solapas de la chaqueta—, iré personalmente a comprobar que la ciudadana Vasnetsova no haya sido despedida, yo... Lo mataré aquí mismo con mis propias manos. ¡Tenga cuidado, Bolla, no bromeo!

Como fascinado, Bolla no desprendía su mirada de la nariz de Bormental.

–Yo también puedo conseguir un revólver —tartamudeó sin convicción alguna y, logrando liberarse, aprovechó para escapar por la puerta sin rechistar.

–¡Tenga cuidado! —lo persiguió la voz de Bormental por el corredor.

En el curso de la noche y durante la primera mitad del día siguiente pesó en el departamento un silencio que presagiaba tormenta. Todos callaban. Pero cuando Poligraf Poligrafovich, a quien desde la mañana atenazaba un siniestro presentimiento, hubo tomado con actitud taciturna y preocupada el camión que lo conducía a su trabajo, el profesor Preobrajenski recibió, a una hora totalmente insólita, a uno de sus ex pacientes, un hombre alto y corpulento que vestía uniforme militar. Había insistido mucho en obtener una entrevista y por fin logró conseguirla. Al entrar en el consultorio golpeó ceremoniosamente los tacos por deferencia hacia el profesor.

–¿Y bien, amigo mío, le han vuelto los dolores? —preguntó Filip Filipovich con el rostro demacrado—. Siéntese, por favor.

Merci. No, profesor —respondió el visitante apoyando su casco en un ángulo del escritorio, le quedo muy agradecido... Hum... Lo que me trae es un asunto muy diferente... La estima que siento por usted... es un medio de avisarle... Pequeñeces, desde luego, pero es un granuja... (El paciente hurgó en su portafolios y sacó una hoja de papel.) Felizmente me informaron enseguida...

Filip Filipovich se ajustó los lentes y comenzó a leer, murmurando entre dientes a medida que la expresión de su rostro iba cambiando:

“...y amenazando también matar al presidente del comité del edificio, camarada Schwonder, lo cual comprueba que posee armas de fuego. También mantiene conversaciones contrarrevolucionarias y hasta ordenó a su mucama Zinaida Prokofievna Bunina que arrojase al fuego a Engels; además, observa una notoria conducta de burgués con su asistente Bormental Iván Arnoldovich que vive clandestinamente en el departamento sin haber sido registrado.”

"Firmado: El director de la Sub-Sección de Depuración, P. P. Bolla. Confirmado por el Presidente del comité del edificio, Schwonder y el secretario, Prestrukin".

–¿Me permite conservar este pliego? —preguntó Filip Filipovich; tenía el rostro marmolado con manchas lívidas—.¿A menos que, perdóneme, lo necesite para proveer al curso legal del caso?

–Disculpe, profesor —se indignó el paciente, las aletas de la nariz le latían– pero tiene muy mal concepto de nosotros. Yo...

–¡Perdone, querido amigo, perdone! —se disculpó Filip Filipovich—, no era mi intención ofenderle. No se enfade, me siento tan cansado...

–Ya lo creo —respondió el paciente, quien de pronto se volvió conciliante—. Pero de todas maneras ¡qué crápula! Me siento curioso por verlo. Por Moscú circulan verdaderas leyendas respecto a usted...

Filip Filipovich se limitó a levantar una mano con gesto de desaliento y el paciente observó que el profesor estaba un poco encorvado y que sus cabellos parecían haber encanecido durante las últimas semanas.

Como siempre, el crimen largamente meditado se comete súbitamente. Poligraf Poligrafovich volvió en camión con el corazón oprimido por una sorda inquietud. La voz de Filip Filipovich lo invitó a entrar en la sala de curaciones. Bolla obedeció, un poco extrañado, y halló al profesor en compañía de Bormental que aguardaba de pie, serio, sin expresión en el rostro. En torno del asistente parecía flotar una nube tormentosa y un leve temblor agitaba el cigarrillo que sostenía con su mano izquierda, apoyada sobre el respaldo deslumbrante de la silla metálica.

Con una calma que no auguraba nada bueno, Filip Filipovich ordenó:

–Junte inmediatamente sus cosas: pantalón, abrigo y todo lo que es suyo y lárguese de aquí.

–¿Cómo, largarme? —interrogó Bolla sinceramente sorprendido.

–Lárguese hoy mismo —repitió el profesor en tono monocorde, absorbiéndose en la contemplación de sus uñas.

Un espíritu maligno pareció apoderarse de Poligraf Poligrafovich. Sintiendo aproximarse la salida fatal y consciente del abismo que se abría bajo sus pies, se arrojó él mismo en brazos del destino y ladró rabiosamente, en forma entrecortada:

–¿Qué significa esto? ¿Cree que me voy a dejar manosear así como así? Tengo derecho a mis cinco metros cuadrados y me propongo quedarme aquí.

–Mándese a mudar de este departamento —susurró el profesor con voz ahogada.

Bolla corrió por sí mismo hacia su perdición. Levantó su brazo izquierdo cubierto de mordeduras que despedía un insoportable olor a gato y lo agitó en un gesto obsceno hacia el profesor. Luego sacó un revólver de su bolsillo para neutralizar al temible Bormental. El cigarrillo saltó como una estrella fugaz de la mano del doctor. Pocos instantes más tarde Filip Filipovich, horrorizado, se abalanzaba, entre astillas de vidrios rotos, hacia la silla donde yacía el director de la Sub-Sección de Depuración. A horcajadas encima de él, Bormental trataba de ahogarlo con una pequeña almohada blancuzca.

Al cabo de algunos minutos, el doctor Bormental salió, con el rostro alterado, y fue a colocar en la puerta de entrada, junto al botón de la campanilla, el siguiente aviso:

"Hoy no habrá consultas. El profesor está indispuesto. Tenga a bien no llamar."

El doctor cortó el hilo de la campanilla con un pequeño cortaplumas de hoja brillante; en el espejo del vestíbulo se escudriñó el rostro surcado de arañazos sangrientos y se observó las manos agitadas por un leve temblor. Luego se dirigió hacia la puerta de la cocina y desde el umbral exclamó, para Zina y Daría Petrovna:

–El profesor les pide que no salgan del departamento.

–Está bien —contestaron tímidamente las dos mujeres.

–Si me lo permiten, voy a cerrar la puerta de la entrada de servicio y me quedaré con la llave —agregó Bormental que trataba de ocultarse detrás de la puerta, cubriéndose el rostro con la mano—. Es sólo temporal; no es por desconfianza hacia ustedes, pero alguien podría venir de afuera y abrir, y no queremos que nadie nos moleste. Tenemos algo que hacer.

–Está bien —volvieron a contestar ambas, muy pálidas.

Bormental cerró la puerta de servicio, la puerta principal y la que separaba el corredor del vestíbulo; luego se oyó el eco de sus pasos que se dirigían hacia la sala de curaciones.

El silencio invadió el departamento, penetrando en todos sus rincones. Furtivas y perversas, las sombras del crepúsculo se insinuaron, en la casa que poco a poco quedó sumida en tinieblas. Si bien es cierto que más tarde los vecinos afirmaron que aquella noche, las ventanas de la sala de curaciones que daban al patio brillaban con todas sus luces y algunos insistieron haber visto pasar el gorro blanco del propio profesor... Pero es difícil comprobarlo.

Después que todo terminó, Zina contó también el terror pánico que le había causado Iván Arnoldovich en el consultorio del profesor, después que los dos hombres abandonaron la sala de curaciones: en cuclillas frente a la chimenea, el doctor quemaba con sus propias manos un cuaderno de tapas azules semejante a los que el profesor utilizaba para sus anotaciones clínicas.

Siempre de acuerdo con lo que dijo Zina, el rostro del doctor estaba verde y además, sí, cubierto con huellas de arañazos. Aquella noche Filip Filipovich también estaba irreconocible. Y más aún... Pero es posible que todo lo que cuenta la inocente jovencita de la Prechistienka no sea más que una serie de mentiras...

Un hecho es seguro: aquella noche, en todo el departamento, reinó un silencio absoluto, espantoso...

* * *

EPÍLOGO

Una noche, exactamente diez días después del pugilato en la sala de curaciones, en el departamento del profesor Preobrajenski, calle Obukhov, resonó un violento timbrazo.

–¡Policía criminal y juez de instrucción! ¡Sírvanse abrir!

Hubo ruidos de pasos, golpes en la puerta, y la sala de espera brillantemente iluminada se llenó con una multitud de gente. Había allí dos hombres con uniforme de milicianos, otro con abrigo negro que traía un portafolios bajo el brazo, el presidente Schwonder, pálido y de aspecto siempre tan malvado, el jovencito que en realidad era una jovencita, el portero Fiodor, Zina, Daría Petrovna y Bormental a medio vestir que trataba púdicamente de ocultar su garganta desprovista de corbata.

La puerta del consultorio se abrió para dejar paso a Filip Filipovich, vestido con su famosa bata azul claro. Todos pudieron comprobar a simple vista que su aspecto había mejorado considerablemente en el curso de la última semana. Y fue el verdadero Filip Filipovich, lleno de energía y autoridad, quien acogió a sus visitantes nocturnos excusándose de recibirlos en bata.

–No se preocupe, profesor—...

Fue el personaje con ropas civiles, que parecía muy turbado, quien dijo esas palabras y prosiguió con tono vacilante:

–Ésta es una situación muy desagradable. Tenemos una orden de cateo y... (el hombre lanzó una mirada oblicua hacia el bigote de Filip Filipovich)... y una orden de detención, según los resultados.

Los ojos del profesor se empequeñecieron.

–¿Cuáles son los cargos, si puedo preguntarle, y quién es el acusado?

El hombre se rascó la mejilla, sacó una hoja de su portafolios y declamó:

–Preobrajenski, Bormental, Zinaffla Bunina y Daría Petrovna están acusados de asesinato contra la persona del director de la Sub-Sección de Depuración de los servicios municipales de la ciudad de Moscú, Poligraf Poligrafovich Bolla.

Las últimas palabras fueron cubiertas por el llanto de Zina. Siguió cierto revuelo. Filip Filipovich se encogió de hombros, adoptando una actitud imperial:

–No comprendo quien es ese Bolla... Ah, perdónenme: se refiere usted a mi perro, el que operé...

–Permítame, profesor, ya no era un perro, sino un hombre. En ello radica todo el caso.

–Quiere decir que hablaba. Eso todavía no significa ser un hombre.

–Además, poco importa. El perro Bola sigue viviendo y nadie pensó jamás en matarlo.

El hombre de negro enarcó las cejas, aparentemente muy sorprendido.

–En este caso, profesor, nos lo tendrá que presentar. Hace diez días que desapareció y, perdóneme, en circunstancias que parecen bastante sospechosas.

–Doctor Bormental, ¿quiere usted traer a Bola para que lo vea el señor juez? —ordenó Filip Filipovich, apoderándose de la orden.

El doctor Bormental, salió con una sonrisa ambigua en los labios.

Muy pronto reapareció, silbó y un extraño perro salió del consultorio.

Ciertas partes de su cuerpo eran lampiñas, mientras que en otras el pelo había vuelto a crecer por zonas. Avanzó a la manera de un perro de circo, sobre sus patas traseras, luego cayó sobre sus cuatro patas y miró en torno de él. Un silencio sepulcral cubrió, como un manto de helada, a todos los presentes. Esta aparición de pesadilla, que tenía una cicatriz purpúrea alrededor de la frente, volvió a alzarse sobre sus patas traseras y fue a sentarse, sonriendo, en un sillón.

El segundo miliciano se santiguó de pronto y retrocedió de un brinco, aplastando al mismo tiempo los pies de Zina.

El hombre de negro, que se había quedado con la boca abierta, balbuceó:

–Pero cómo... Permítame... Trabajaba en la depuración...

–No fui yo quien lo había enviado —respondió Filip Filipovich—. A menos que me equivoque, creo que lo había recomendado el señor Schwonder.

–No entiendo más nada —dijo el hombre de negro, desconcertado.

Se volvió hacia el primer miliciano.

–¿Es él?

–Él es. Absolutamente —respondió el miliciano con voz apagada.

–El mismo —intervino Fiodor—, pero le creció el pelo, al muy canalla...

–Pero hablaba...

–Sigue hablando, aunque cada vez menos. Aproveche la oportunidad antes de que se quede completamente callado.

–¿Por qué? —preguntó débilmente el hombre de negro.

Filip Filipovich se encogió de hombros.

–La ciencia ignora aún los medios de transformar a los animales en hombres. Lo intenté, pero sin éxito, como ustedes ven. Habló durante algún tiempo, luego empezó a volver a su estado primitivo. El atavismo.

–¡Prohibido blasfemar! —ladró de pronto el perro, y abandonó el sillón.

El hombre de negro se puso lívido, dejó caer su portafolios y perdió el conocimiento; uno de los milicianos logró sostenerlo de un costado mientras Fiodor acudía para retenerlo hacia atrás. Del desorden que provocó esta escena emergieron tres frases:

Filip Filipovich: —Valeriana. Es un síncope.

Doctor Bormental: —Si Schwonder aparece una vez más en el departamento del profesor Preobrajenski, lo arrojaré con mis propias manos por la escalera.

Schwonder: —Pido que esas palabras sean consignadas en el parte.

Los caños de la calefacción hacían oír su armonía gris. Detrás de los cortinados cerrados se extendía la noche profunda de la Prechistienka, perforada por su estrella solitaria. El ser superior, el gran bienhechor de los perros, estaba sentado en su sillón. Bola se hallaba recostado sobre la alfombra, junto al diván de cuero. Por la mañana las brumas de marzo le causaban dolores de cabeza que irradiaban a lo largo de la cicatriz que le circundaba el cráneo. Pero la tibieza de las noches se los calmaba. Ahora el dolor había pasado y por su espíritu de perro se deslizaban pensamientos suaves y tranquilos.

–¡"Qué suerte tuve, qué suerte!... Una suerte simplemente increíble. Ahora estoy definitivamente instalado en este departamento. Desde luego, existe algo que no es muy claro en mi origen. Debo tener alguna herencia terranova. Mi abuela, que Dios tenga en la gloria, era una buena pilla. Es verdad que me tajearon la cabeza, quién sabe para qué, pero ya sanaré del todo. No hay que preocuparse por eso."

De las profundidades del departamento llegaba el tintineo apagado de probetas entrechocadas. El mordido ponía orden en los armarios de la sala de curaciones. El viejo mago tarareaba en su sillón:

Hacia las orillas sagradas...

El perro veía cosas espantosas.

Un hombre introducía gravemente, en un recipiente, sus manos revestidas de guantes viscosos y sacaba un cerebro; el hombre obstinado, obcecado, trataba siempre de lograr algo, cortaba, examinaba y cantaba con los ojos entrecerrados:

Hacia las orillas sagradas...


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