Текст книги "Los cuentos de eva luna"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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sin libertad y no quiero hablar de ello. Me quedé solo para ver si aprendía algo, pero desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad.
Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la vida, otros cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas. El aire libre estaba enfermo con el olor de la goma quemada y el aire en los dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos tarros. En un extremo del campamento habían instalado una choza grande donde mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el caucho, el capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde ellas. También me dio una taza de licor, que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la prudencia. Hice la fila, con todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de sapos y loros.
Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas más delicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los lla, les llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre también era una Ila. Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo, aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la acacia, tenía el olor de los perros enfermos y estaba mojada por el rocío de todos los hombres que estuvieron sobre ella antes que yo. Era del tamaño de un niño de pocos años, sus huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres lla se quitan todos los vellos del cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se atraviesan palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del carbón. Pero ella ya no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana, imitando algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé con fuerza el pecho, para ver si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo
eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de beber un poco de agua y la hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró largamente. Comprendí.
Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que f roté bien y luego empapé para limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella, para quitarle el rocío de los hombres. Me saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento envenenado le abrí un corte en el cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede hacer dañó a una mujer o a un niño. Ella me miró con grandes ojos, amarillos como la miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el primer tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de expiación. Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz, porque no se debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba, aunque todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre, del pecho y de los miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas.
De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se introducía en mí, aferrándose a mi esternón. Todo el peso de ella cayó sobre mí y tuve que hacer un esfuerzo para ponerme de pie, me movía con torpeza, como si estuviera bajo el agua. Doblé su cuerpo en la posición del descanso último, con las rodillas tocando el mentón, la até con las cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis palos para hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí lentamente de la choza, trepé el cerco del campamento con mucha dificultad, porque ella me arrastraba hacia abajo, y me dirigí al bosque. Había alcanzado los primeros árboles cuando escuché las
campanas de alarma.
Toda la primera jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué un arco y unas flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí. El guerrero que carga el peso de otra vida humana debe ayunar por diez días, así se debilita el espíritu del difunto, que finalmente se desprende y se va al territorio de las almas. Si no lo hace, el espíritu engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta sofocarlo. He visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos requisitos yo debía conducir el espíritu de la mujer lla hacia la vegetación más oscura, donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas lo suficiente para no matarla por segunda vez. Cada bocado en mi boca sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era amargo, pero me obligué a tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta completa de la luna me interné selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada día pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es libre y resuena bajo los árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con todo el cuerpo, con los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las leyendas que aprendí de mi madre y de mi padre, le conté mi pasado y ella me contó la primera parte del suyo, cuando era una muchacha alegre que jugaba con sus hermanos a revolcarse en el barro y balancearse de las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último tiempo de desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las mejores plumas y le hice adornos para las orejas. Por las noches mantenía encendida una pequeña hoguera, para que ella no tuviera frío y para que los jaguares y las serpientes no molestaran su sueno. En el río la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y flores machacadas, para quitarle los malos recuerdos.
Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más pretextos para seguir andando. Allí la selva era tan densa que en algunas partes tuve que abrir paso rompien o a vegetación con mi machete y hasta con los dientes, y debíamos hablar en voz baja, para no alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo de agua, levanté un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres trozos largos de corteza. Con mi cuchillo me afeité la cabeza y comencé mi ayuno.
Durante el tiempo que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no deseábamos separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni siquiera de la propia, de modo que tuve que cumplir con mi obligación. Por muchos días no puse nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A medida que las fuerzas se debilitaban ella se iba desprendiendo de mi abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me pesaba como antes. A los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores, mientras yo dormitaba, pero no estaba lista para seguir su viaje sola y volvió a mi lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades, alejándose cada vez un poco más. El dolor de su partida era para mí tan terrible como una quemadura y tuve que recurrir a todo el valor aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz alta atrayéndola así de vuelta conmigo para siempre. A los doce días soñé que ella volaba como un tucán por encima de las copas de los árboles y desperté con el cuerpo muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había ido definitivamente. Cogí mis armas y caminé muchas horas hasta llegar a un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la cintura, ensarté un pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con escamas y cola. De inmediato lo vomité con un poco de sangre, como debe ser. Ya no me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más poderosa que el amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea con las manos vacías.
ESTER LUCERO
Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desangrándose como un buey, con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después. Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas, pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado, llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación, abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches, con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas, verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba
descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien llevara botas.
– No se asusten, soy un compañero–se presentó con la boina grasienta en la mano.
A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio, avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito de su propia imaginación. Vivía de ínfímas satisfacciones: verla pasar rumbo a la escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio, donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables misterios de la Revolución.
– ¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta? – se preguntaban las comadres del pueblo.
En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado
por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los hombres, una perenne melancolía–fruto de la desesperanza–y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro.
– No parece maricón–concluyeron–pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres.
Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro hombre, había provocado esa catástrofe.
– Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al ganso–explico la abuela.
– Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla–aclaró un vecino que ayudaba a transportar la camilla.
Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la
joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se dejara vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba sumida en un murmullo de interminables oraciones.
– ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! – le gritó al pasar.
Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva, con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo, ensopado en sangre.
El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín
para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal.
Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra el hechicero–aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir–era mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin distracciones.
Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente volvió el curan–dero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días'después ensayaba sus primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después.el Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo
a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.
– Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga que hacer pacto con el diablo–concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.
El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta.
– ¡Santa María, Madre de Dios! – exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los bra–zos y hacía grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y, tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al
suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo.
Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas plantas del brujo.
Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográ–ficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico contra los accidentes irremediables.
El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes.
MARíA LA BOBA
María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola, administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.
En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar. Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía, al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad
conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla.
– Ahora me llegó el tiempo de morir–fue su única explicación.
Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y enseguida abandonó este mundo.
Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero nadie prestó atención a tales maledicencias.
– Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar–sentenció la señora de la casa.
No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre
si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta acabar oscura como el chocolate.
Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día.