Текст книги "Los cuentos de eva luna"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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– Es mejor que te duermas, el viaje es largo. Vamos a la gruta de Juana de los Lirios–le explicó su hermana.
– ¡Debes estar loca! – exclamó el cura sorprendido.
– Es santa. – Ésos son puros disparates. La Iglesia no se ha pronunciado sobre ella.
– El Vaticano se demora como cien años en reconocer un santo. No podemos esperar tanto–concluyó Filomena.
– Si Miguel no cree en ángeles, menos creerá en beatas criollas, sobre todo si esa Juana proviene de una familia de terratenientes–suspiró Gilberto.
– Eso no tiene nada que ver, ella vivió en la pobreza. No le metas ideas en la cabeza a Miguel–dijo Filomena.
– Si no fuera porque su familia está dispuesta a gastar una fortuna para tener un santo propio, nadie sabría de su existencia–interrumpió el cura.
– Es más milagrosa que cualquiera de tus santos extranjeros.
– En todo caso, me parece mucha petulancia esto de pedir un trato especial. Mal que mal, yo no soy nadie y no tengo derecho a movilizar al cielo con demandas personales–refunfuñó el ciego.
El prestigio de Juana había comenzado después de su muerte a una edad prematura, porque los campesinos de la región, impresionados por su vida piadosa y sus obras de caridad, le rezaban pidiendo favores. Pronto se corrió la voz de que la difunta era capaz de realizar prodigios y el asunto fue subiendo de tono hasta culmínar en el Milagro del Explorador, como lo llamaron. El hombre estuvo perdido en la cordillera durante dos semanas, y cuando ya los equípos de rescate habían abandonado la
búsqueda y estaban a punto de declararlo muerto, apareció agotado y hambriento, pero intacto. En sus declaraciones a la prensa contó que en un sueño había visto la imagen de una muchacha vestida de largo con un ramo de flores en los brazos. Al despertar sintió un fuerte aroma de lirios y supo sin lugar a dudas que se trataba de un mensaje celestial. Siguiendo el penetrante perfume de las flores logró salir de aquel laberinto de desfiladeros y abismos y llegar por fin a las cercanías de un camino. Al comparar su visión con un retrato de Juana, atestiguó que eran idénticas. La familia de la joven se encargó de divulgar la historia, de construir una gruta en el sitio donde apareció el explorador y de movilizar todos los recursos a su alcance para llevar el caso al Vaticano. Hasta ese momento, sin embargo, no había respuesta del jurado cardenalicio. La Santa Sede no creía en resoluciones precipitadas, llevaba muchos siglos de parsimonioso ejercicio del poder y esperaba disponer de muchos más en el futuro, de modo que no se daba prisa para nada y mucho menos para las beatificaciones. Recibía numerosos testimonios provenientes del continente sudamericano, donde cada tanto aparecían profetas, santones, predicadores, estilitas, mártires, vírgenes, anacoretas y otros originales personajes a quienes la gente veneraba, pero no era cosa de entusiasmarse con cada uno. Se requería una gran cautela en estos asuntos, porque cualquier traspié podía conducir al ridículo, sobre todo en estos tiempos de pragmatismo, cuando la incredulidad prevalecía sobre la fe. Sin embargo, los devotos de Juana no aguardaron el veredicto de Roma para darle trato de santa. Se vendían estampitas y medallas con su retrato y todos los días se publicaban avisos en los periódicos agradeciéndole algún favor concedido. En la gruta plantaron tantos lirios que el olor aturdía a los peregrinos y volvía estériles a los animales domésticos de los alrededores. Las lámparas de aceite, los cirios y las antorchas llenaron el aire de una humareda contumaz y el eco de los cánticos y las oraciones robotaban entre los cerros confundiendo a los cóndores en vuelo. En poco tiempo el lugar se llenó de placas recordatorias, toda clase de aparatos ortopédicos y réplicas de órganos humanos en miniatura, que los creyentes dejaban como prueba de alguna curación sobrenatural. Mediante una colecta pública se juntó dinero para pavimentar la ruta y en un par de años había un camino lleno de curvas, pero transitable, que unía la capital con la capilla.
Los hermanos Boulton llegaron a su destino al anochecer. Sebastián Canuto ayudó a los tres ancianos a recorrer el sendero que conducía hasta la gruta. A pesar de la hora
tardía, no faltaban devotos, unos se arrastraban de rodillas sobre las piedras, sostenidos por algún pariente solícito, otros rezaban en alta voz o encendían velas ante una estatua de yeso de la beata. Filomena y El Cuchillo se hincaron a formular su petición. Gilberto se sentó en un banco a pensar en las vueltas que da la vida, y Miguel se quedó de pie mascullando que si se trataba de solicitar milagros por qué no pedían mejor que cayera el tirano y volviera la democracia de una vez por todas.
Pocos días después los médicos de la clínica del Opus De¡ le operaron el ojo izquierdo sin costo alguno, después de advertir a los hermanos que no debían hacerse demasiadas ilusiones. El sacerdote les rogó a Filomena y Gilberto que no hicieran ni el menor comentario sobre Juana de los Lirios, bastante tenía con la humillación de ser socorrido por sus rivales ideológicos. Apenas lo dieron de alta Filomena se lo llevó a su casa, haciendo caso omiso de sus protestas. Miguel lucía un enorme parche cubriéndole media cara y estaba debilitado por todo ese asunto, pero su vocación de modestia permanecía intacta. Declaró que no deseaba ser atendido por manos mercenarias, de modo que debieron despedir a la enfermera contratada para la ocasión. Filomena y el fiel Sebastián Canuto se encargaron de cuidarlo, tarea nada liviana, porque el enfermo estaba de pésimo humor, no soportaba la cama y no quería comer.
La presencia del sacerdote alteró en su esencia las rutinas de la casa. Las radios de oposición y la Voz de Moscú por onda corta atronaban a todas horas y había un desfile perpetuo de compungidos pobladores del barrio de Miguel, que llegaban a visitar al enfermo. Su habitación se llenó de humildes regalos: dibujos de los niños de la escuela, galletas, matas de yerbas y de flores criadas en latas de conserva, una gallina para la sopa y hasta un cachorro de dos meses, que se orinaba sobre las alfombras persas y roía las patas de los muebles, y que alguien le llevó con la idea de adiestrarlo como perro de ciego. Sin embargo, la convalecencia fue rápida y cincuenta horas después de la operación Filomena llamó al médico para comunicarle que su hermano veía bastante bien.
– ¡Pero no le dije que no se tocara el vendaje! – exclamó el doctor.
– El parche todavía lo tiene. Ahora ve por el otro ojo–explicó la señora.
– ¿Cuál otro ojo–El del lado, pues doctor, el que tenía muerto. – No puede ser. Voy para allá. ¡No lo muevan por ningún motivo! – ordenó el cirujano.
En la casona de los Boulton encontró a su paciente muy animoso, comiendo papas fritas y mirando la telenovela con el perro en las rodillas. Incrédulo, comprobó que el sacerdote veía sin dificultad por el ojo que había estado ciego desde hacía ocho años, y al quitarle el vendaje fue evidente que también veía por el ojo operado.
El Padre Miguel celebró sus setenta años en la parroquia de su barrio. Su hermana Filomena y sus amigas formaron una caravana de coches atiborrados de tortas, pasteles, bocaditos, canastos con fruta y jarras de chocolate, encabezada por El Cuchillo, quien llevaba litros de vino y de aguardiente disimulados en botellas de horchata. El cura dibujó en grandes papeles la historia de su azarosa vida, y los puso en las paredes de la iglesia. En ellos contaba con un dejo de ironía los altibajos de su vocación, desde el instante en que el llamado de Dios lo golpeó como un mazazo en la nuca a los quince años, y su lucha contra los pecados capitales, primero los de la gula y la lujuria, y más tarde el de la ira, hasta sus aventuras recientes en los cuarteles de la Policía, a una edad en que otros vejetes se columpian en una mecedora contando estrellas. Había colgado un retrato de Juana, coronado por una guirnalda de flores, junto a las infaltables banderas rojas. La reunión comenzó con una misa animada por cuatro guitarras, a la cual asistieron todos los vecinos. Pusieron altoparlantes para que la multitud desbordada en la calle pudiera seguir la ceremonia. Después de la bendición algunas personas se adelantaron para dar testimonio de un nuevo caso de abuso de la autoridad, hasta que Filomena avanzó a grandes trancos para anunciar que ya estaba bueno de lamentaciones y que era hora de divertirse. Salieron todos al patio, alguien puso la música y empezó de inmediato el baile y la comilona. Las señoras del barrio alto sirvieron las viandas, mientras El Cuchillo encendía fuegos de artificio y el cura bailaba un charlestón, rodeado por todos sus feligreses y amigos,
para demostrar que no sólo podía ver como un águila, sino que además no había quien lo igualara en una parranda.
– Estas fiestas populares no tienen nada de poesía–observó Gilberto después del tercer vaso de falsa horchata, pero sus respingos de lord inglés no lograron disimular que se estaba divirtiendo.
– ¡A ver curita, cuéntanos el milagro! – gritó alguien, y el resto del público se unió en la petición.
El sacerdote hizo callar la música, se acomodó el desorden de la ropa, de un manotazo se aplastó los pocos pelos que le coronaban la cabeza y con la voz quebrada por el agradecimiento se refirió a Juana de los Lirios, sin cuya intervención todos los artificios de la ciencia y de la técnica habrían resultado infructuosos.
– Si al menos fuera una beata proletaria sería más fácil tenerle confianza–apuntó un atrevido y una carcajada general coreó el comentario.
– ¡No me jodan con el milagro, miren que se me enoja la santa y me quedo otra vez ciego de perinola! – rugió el Padre Miguel indignado-. ¡Y ahora pónganse todos en fila, porque me van a firmar una carta para el Papa! Y así, en medio de risotadas y tragos de vino, todos los pobladores firmaron la solicitud de beatificación de Juana de los Lirios.
UNA VENGANZA
El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.
La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de par tida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcída y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.
El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla,
pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habítuado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.
La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.
A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.
– El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber–dijo el Senador al oír los primeros tiros.
Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como
Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.
– Es la hora, hija–dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.
– No me mate, padre–replicó ella con voz firme-. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.
Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres írrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.
– La mujer es para mí–dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.
Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestía, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos,
traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.
Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazrnines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.
– ¿Adónde va, don Tadeo? – preguntó el Prefecto. – A reparar un daño antiguo–respondió saliendo sin despedirse de nadie.
No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.
– Por fin vienes, Tadeo Céspedes–dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.
– Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti – murmuró él con la voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo
miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.
En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el píano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.
Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del
Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.
CARTAS DE AMOR TRAICIONADO
La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su padre no soportó la tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en el pecho. Agonizó varios días con el nombre de su mujer en los labios. Su hermano Eugenio administró las tierras de la familia y dispuso del destino de la pequeña huérfana según su criterio. Hasta los seis años Analía creció aferrada a las faldas de un ama india en los cuartos de servicio de la casa de su tutor y después, apenas tuvo edad para ir a la escuela, la mandaron a la capital, interna en el Colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón, donde pasó los doce años siguientes. Era buena alumna y amaba la disciplina, la austeridad del edificio de piedra, la capilla con su corte de santos y su aroma de cera y de lirios, los corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos la atraía era el bullicio de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que lograba burlar la vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos robados se sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado.
Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio recomendándole que se portara bien y honrara la memoria de sus padres, quíenes habían sido dos buenos cristianos en vida y estarían orgullosos de que su única hija dedicara su existencia a los más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al convento. Pero Analía le hizo saber desde la primera insinuación que no estaba dispuesta a ello y mantuvo su postura con firmeza simplemente para contradecirlo, porque en el fondo le gustaba la vida religiosa. Escondida tras el hábito, en la soledad última de la renuncia a cualquier placer, tal vez podría encontrar paz perdurable, pensaba; sin embargo su instinto le advertía contra los consejos de su tutor. Sospechaba que sus acciones estaban motivadas por la codicia de las tierras, más que por la lealtad familiar. Nada proveniente de él le parecía digno de confianza, en algún resquicio se encontraba la trampa.
Cuando analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por primera vez. La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos, porque ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los patios traseros y no se reconocieron.
– Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía–comentó el tío revolviendo su taza de chocolate-. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta te notifiqué que a partir de la fecha de este cumpleaños recibirás una suma mensual para tus gastos, tal como lo estipuló en su testamento mi hermano, que en paz descanse.
– ¿Cuánto? – Cien pesos. – ¿Es todo lo que dejaron mis padres? – No, claro que no. Ya sabes que la hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una mujer, sobre todo en estos tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te haré llegar una mensualidad que aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad. Luego veremos.
– ¿Veremos qué, tío? – Veremos lo que más te conviene. – ¿Cuáles son mis alternativas? – Siempre necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo lo he hecho todos estos años y no ha sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo prometí a mi hermano en su última hora y estoy dispuesto a seguir haciéndolo por ti.
– No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo de mis tierras.
– ¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún pretendiente? – ¡Cómo se le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas. Es sólo una manera de hablar. ¡Qué cosas dice esta muchacha! Analía Torres se puso de pie, se estiró los pliegues del uniforme, hizo una breve reverencia más bien burlona y salió. La Madre Superiora le sirvió más chocolate al caballero, comentando que la única explicación para ese comportamiento descortés era el escaso contacto que la joven había tenido