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Los cuentos de eva luna
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 16:29

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Автор книги: Isabel Allende



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dientes. Por fin el árabe logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a buscarlo a la taberna. Lo esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por un brazo y lo encaró con la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.

– La joven dice que el bebé es tuyo–dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba cuando estaba indignado.

– Eso no se puede probar, turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre nunca hay seguridad–replicó el otro confundido, pero con ánimo suficiente para esbozar un guiño de picardía que nadie apreció.

Esta vez la mujer se echó a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado de tan lejos si no supiera quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le daba vergüenza, tenía edad para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez el pueblo iba a sacar la cara por sus pecados estaba en un error, qué se había imaginado, pero cuando el llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos sabían que diría.

– Está bien, niña, cálmate. Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta el nacimiento de la criatura.

Concha Díaz comenzó a sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna parte, sólo con Tomás Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el almacén, se hizo un silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el moquilleo de la mujer, sin que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y tenía seis chiquillos. Por fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de pie.

– Muy bien, Conchita, si eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para mi casa ahora mismo–dijo.

Así fue como al volver de su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando en su hamaca y por primera vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus sentimientos. Sus insultos rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y se metió en todas las casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que Antonia Sierra le haría la vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca debió salir, que si creía que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una rabipelada se llevaría una sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido más le valía andarse con cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y mucha decepción, todo en nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba bueno, ahora todos iban a ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una semana, al cabo de la cual los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el último vestigio de su belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba como una perra apaleada. Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era culpa de Concha, sino de Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos de templanza o de justicia.

La vida en el rancho de esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de la concubina se convirtió en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches acurrucada en la cama de sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba su marido abrazado a la muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse, preparar el café y amasar las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el huerto, cocinar para los policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas como una autómata, mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se negaba a darle comida a su marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía, para no encontrarse con ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia Sierra, que algunos en el pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a pedirle a Riad Halabí y a la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.

Sin embargo, las cosas no sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga

de Concha parecía una calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a punto de reventársele las venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y asustada. Tomás Vargas se cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir. Ya no fue necesario que las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el último incentivo para vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin ánimo ni para colarse un café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le mandó un plato de sopa y un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no dijeran que ella dejaba morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y a los pocos días Concha se levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla, pero al menos dejó de lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca. Poco a poco la derrotó la lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más delgada, un pobre espantapájaros con un vientre descomunal y unas ojeras profundas, empezó a matar sus gallinas una por una para darle caldo, y apenas se le acabaron las aves hizo lo que nunca había hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad Halabí.

– Seis hijos he tenido y varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie enfermarse tanto de preñez–explicó ruborizada-. Está en los huesos, turco, no alcanza a tragarse la comida y ya la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo nada que ver con eso, pero ¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero que me vengan a pedir cuentas después.

Riad Halabí llevó a la enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó. Volvieron con una bolsa de píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para Concha, porque el suyo ya no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer forzó a Antonia Sierra a revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las mismas violencias que ella soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha Díaz no fuera tan funesto como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada compasión, y empezó a tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca que apenas lograba ocultar su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas transformaciones en su cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa vergüenza de andarse orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión incontrolable y esas ganas de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no podía salir de la cama, entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella

partía a cumplir con su trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla; pero en otras ocasiones Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía extenuada, se encontraba con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un café y se quedaba de pie a su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada líquida de animal agradecido.

El niño nació en el hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a Concha Díaz para sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante los cuales la Maestra Inés se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la camioneta del almacén y todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía sonriendo, mientras Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela, anunciando que sería bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque sin su ayuda la madre no hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él quien se hizo cargo de los gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más borracho que de costumbre para no desenterrar su oro.

Antes de dos semanas Tomás Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su hamaca, a pesar de que la mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de guerra en el vientre, pero Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra, decidida por primera vez en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su capricho. Su marido inició el ademán de quitarse el cinturón para derle los correazos habituales, pero ella no lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que el hombre retrocedió, sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces quién era el más fuerte. Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y enarbolaba una pesada vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela en la cabeza. El hombre comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias. Toda Agua Santa supo lo sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del prostíbulo, quienes también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus alardes de semental eran pura fanfarronería y ningún fundamento.

A partir de ese incidente las cosas cambiaron. Concha Díaz se repuso con rapidez y mientras Antonia Sierra salía a trabajar, ella se quedaba a cargo de los niños y las

tareas del huerto y de la casa. Tomás Vargas se tragó la desazón y regresó humildemente a su hamaca, donde no tuvo compañía. Aliviaba el despecho maltratado a sus hijos y comentando en la taberna que las mujeres, como las mulas, sólo entienden a palos, pero en la casa no volvió a intentar castigarlas. En las borracheras gritaba a los cuatro vientos las ventajas de la bigamia y el cura tuvo que dedicar varios domingos a rebatirlo desde el púlpito, para que no prendiera la idea y se le fueran al carajo tantos años de predicar la virtud cristiana de la monogamia.

En Agua Santa se podía tolerar que un hombre maltratara a su familia, fuera haragán, bochinchero y no devolviera el dinero prestado, pero las deudas del juego eran sagradas. En las riñas de gallos los billetes se colocaban bien doblados entre los dedos, donde todos pudieran verlos, y en el dominó, los dados o las cartas, se ponían sobre la mesa a la izquierda del jugador. A veces los camioneros de la Compañía de Petróleos se detenían para unas vueltas de póquer y aunque ellos no mostraban su dinero, antes de irse pagaban hasta el último céntimo. Los sábados llegaban los guardias del Penal de Santa María a visitar el burdel y a jugar en la taberna su paga de la semana. Ni ellos–que eran mucho más bandidos que los presos a su cargo–se atrevían a jugar si no podían pagar. Nadie violaba esa regla.

Tomás Vargas no apostaba, pero le gustaba mirar a los gadores, podía pasar horas observando un dominó, era el primero en instalarse en las riñas de gallos y seguía los números de la lotería que anunciaban por la radio, aunque él nunca compraba uno. Estaba defendido de esa tentación por el tamaño de su avaricia. Sin embargo, cuando la férrea complicidad de Antonia Sierra y Concha Díaz le mermó definitivamente el ímpetu viril, se volcó hacia el juego. Al principio apostaba unas propinas míseras y sólo los borrachos más pobres aceptaban sentarse a la mesa con él, pero con los naipes tuvo más suerte que con sus mujeres y pronto le entró el comején del dinero fácil y empezó a descomponerse hasta el meollo mismo de su naturaleza mezquina. Con la esperanza de hacerse rico en un solo golpe de fortuna y recuperar de paso–mediante la ilusoria proyección de ese triunfo–su humillado prestigio de padrote, empezó a aumentar los riesgos. Pronto se medían con él los jugadores más bravos y los demás hacían rueda para seguir las alternativas de cada encuentro. Tomás Vargas no ponía los billetes estirados sobre la mesa, como era la tradición, pero pagaba cuando perdía.

En su casa la pobreza se agudizó y Concha salió también a trabajar. Los niños quedaron solos y la Maestra Inés tuvo que alimentarlos para que no anduvieran por el pueblo aprendiendo a mendigar.

Las cosas se complicaron para Tomás Vargas cuando aceptó el desafío del Teniente y después de seis horas de juego le ganó doscientos pesos. El oficial confiscó el sueldo de sus subalternos para pagar la derrota. Era un moreno bien plantado, con un bigote de morsa y la casaca siempre abierta para que las muchachas pudieran apreciar su torso velludo y su colección de cadenas de oro. Nadie lo estimaba en Agua Santa, porque era hombre de carácter impredecible y se atribuía la autoridad de inventar leyes según su capricho y conveniencia. Antes de su llegada, la cárcel era sólo un par de cuartos para pasar la noche después de alguna riña–nunca hubo crímenes de gravedad en Agua Santa y los únicos malhechores eran los presos en su tránsito hacia el Penal de Santa María–pero el Teniente se encargó de que nadie pasara por el retén sin llevarse una buena golpiza. Gracias a él la gente le tomó miedo a la ley. Estaba indignado por la pérdida de los doscientos pesos, pero entregó el dinero sin chistar y hasta con cierto desprendimiento elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder, se hubiera levantado de la mesa sin pagar.

Tomás Vargas pasó dos días alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó que lo esperaba el sábado para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le anunció con un tono tan perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en el trasero y no se atrevió a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de gente. En la apretura y el calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle para que todos pudieran ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero en Agua Santa y para asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí. Éste empezó por exigir que el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para impedir cualquier trampa, y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas en el retén.

– Antes de comenzar ambos jugadores deben poner su dinero sobre la mesa–dijo el árbitro.

– Mi palabra basta, turco–replicó el Teniente. – En ese caso mi palabra basta también – agregó Tomás Vargas.

– ¿Cómo pagarán si pierden? – quiso saber Riad Halabí. – Tengo una casa en la capital, si pierdo Vargas tendrá los títulos mañana mismo.

– Está bien. ¿Y tú? – Yo pago con el oro que tengo enterrado. El juego fue lo más emocionante ocurrido en el pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los ancianos y los niños se juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra y Concha Díaz. Ni el Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que daba lo mismo quien ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de los dos jugadores y de quienes habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba el hecho de que hasta entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente tenía la ventaja de su sangre fría y su prestigio de matón.

A las siete de la tarde terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas, Riad Halabí declaró ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma calma que demostró la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una palabra desmedida, se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los dientes con la uña del dedo meñique.

– Bueno, Vargas, ha llegado la hora de desenterrar tu tesoro–dijo, cuando se calló el vocerío de los mirones.

La piel de Tomás Vargas se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de sudor y parecía que el aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la boca. Dos veces intentó ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que

sostenerlo. Por fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera, seguido por el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el pueblo en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la derecha, metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua Santa. No había sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los árboles gigantescos y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible, porque la selva era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él bajaba con el Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba poco para la puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a gatas y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas. Pasó un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el follaje, lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones.

– ¡Qué pasa! – ¡No está, no está! – ¡Cómo que no está! – ¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! – Y se echó a llorar como una viuda, tan desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente.

– ¡Cabrón! ¡Me vas a pagar! ¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó barranco abajo y se lo quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra. Logró convencer al Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto, y luego ayudó al viejo a subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el espanto de lo ocurrido, se ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos que el árabe tuvo que llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta depositarlo finalmente en su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha Díaz sentadas en dos sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron ninguna señal de consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su café, inmutables.

Tomás Vargas estuvo con calentura más de una semana, delirando con morocotas de oro y naipes marcados, pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja, como todos suponían, recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir durante varios días, pero finalmente su amor por la parranda pudo más que su

prudencia, tomó su sombrero de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado, partió a la taberna. Esa noche no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de que estaba despachurrado en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo encontraron abierto en canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que acabaría sus días, tarde o temprano.

Antonia Sierra y Concha Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin más cortejo que Riad Halabí y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y no para rendirle homenaje póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos mujeres siguieron viviendo juntas, dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de los hijos y en las vicisitudes de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas, conejos y cerdos, fueron en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia. Ese año arreglaron el rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron de azul y después instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida para vender a domicilio. Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus viandas en el retén, la escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el mostrador del almacén, para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros. Y así salieron de la miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.

Sí ME TOCARAS EL CORAZÓN

Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera. Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia. Incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el

sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.

– Ven, niña–la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil-. Ven conmigo–mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el,pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.

Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni cómo llegó hasta allí.

– ¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? – acosaron los reporteros a

Amadeo Peralta.

– Porque se me dio la gana–replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.

No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.

Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de

vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.

– Él me quiere, siempre me ha querido–declaró, cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.

Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.

Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.

– Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina–le dijo al despedirse.

– Quiero hijos–dijo Hortensia. – Hijos no, pero tendrás muñecas. En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hace el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.

– ¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? – le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.

No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo

invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano prehistórico.


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