Текст книги "Los cuentos de eva luna"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Trece hijos tuvo Picero con su mujer, Amparo Medina, de los cuales cinco sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia. Cuando la pareja pensaba que ya había terminado la crianza, porque todos los muchachos eran adultos y habían salido de la casa, el menor volvió con permiso del Servicio Militar trayendo un bulto envuelto en trapos y se lo puso sobre las rodillas a Amparo. Al abrirlo vieron que se trataba de una niña recién nacida, medio agónica por la falta de leche materna y por el vapuleo del viaje.
– ¿De dónde sacó esto, hijo? – preguntó Jesús Dionisio Picero.
– Al parecer es de la misma sangre mía–replicó el joven sin atreverse a sostener la mirada de su padre, estrujándose la gorra del uniforme entre sus dedos sudorosos.
– Y si no es mucho preguntar, ¿dónde se metió la madre? – No sé. Dejó a la chiquita en la puerta del cuartel con un papel escrito de que el padre soy yo. El Sargento me mandó a entregársela a las monjas, dice que no hay manera de probar que es mía. Pero a mí me da lástima, no quiero que sea huérfana…
– ¿Dónde se ha visto que una madre abandone a su crío recién parido? – Son cosas de la ciudad. – Ha de ser, pues. ¿Y cómo se llama esta pobrecita? – Como usted la bautice, padre, pero si me lo pregunta, a mí me gusta Claveles, que era la flor preferida de su madre.
Jesús Dionisio salió a buscar la cabra para ordeñarla, mientras Amparo limpiaba al bebé con aceite y le rezaba a la Virgen de la Gruta pidiendo que le diera ánimo para hacerse cargo de otro niño. Una vez que vio a la criatura en buenas manos, el hijo menor se despidió agradecido, se echó el bolso al hombro y regresó al cuartel a cumplir su castigo.
Claveles creció en la casa de sus abuelos. Era una muchacha taimada y rebelde, a quien era imposible dominar mediante razones o con el ejercicio de la autoridad, pero que sucumbía de inmediato cuando le tocaban los sentimientos. Se levantaba al amanecer y caminaba cinco millas hasta un galpón en medio de los potreros, donde una maestra reunía a los niños de la zona para darles una instrucción básica. Ayudaba a su abuela en las tareas de la casa y a su abuelo en el taller, iba al cerro en busca de tierra de loza y le lavaba los pinceles, pero nunca se interesó por otros aspectos de su arte. Cuando Claveles tenía nueve años Amparo Medina, que se había ido encogiendo y
estaba reducida al aspecto de un infante, amaneció fría en su cama, extenuada por tantas maternidades y tantos años de trabajo. Su marido cambió su mejor gallo por unas tablas y le fabricó una urna decorada con escenas bíblicas. Su nieta la vistió para el funeral con un hábito de Santa Bernardita, túnica blanca y cordón celeste en la cintura, el mismo usado por ella para su Primera Comunión, y que le quedó justo al cuerpo esmirriado de la anciana. Jesús Dionisio y Claveles salieron de la casa rumbo al cementerio, tirando de una carretilla donde iba el ataúd adornado con flores de papel. Por el camino se le sumaron los amigos, hombres y mujeres con las cabezas cubiertas, que los acompañaron en silencio.
El viejo escultor de santos y su nieta quedaron solos en la casa. En señal de duelo pintaron una cruz grande en la puerta y ambos llevaron por años una cinta negra cosida en la manga. El abuelo trató de reemplazar a su mujer en los detalles prácticos de la vida, pero nada volvió a ser como antes. La ausencia de Amparo Medina lo invadió por dentro, como una enfermedad maligna, sintió que se le aguaba la sangre, se le oscurecían los recuerdos, se le tornaban los huesos de algodón, se le llenaba el espíritu de dudas. Por primera vez en su existencia se rebeló contra el destino, preguntándose por qué a ella se la habían llevado sin él. A partir de entonces ya no pudo hacer Pesebres, de sus manos sólo salían Calvarios y Santos Mártires, todos vestidos de luto, a los cuales Claveles pegaba letreros con mensajes patéticos a la Divina Providencia, dictados por su abuelo. Esas figuras no tuvieron la misma aceptación entre los turistas de la ciudad, que preferían los colores escandalosos atribuidos por error al temperamento indígena, ni entre los campesinos, quienes necesitaban adorar deidades alegres, porque el único consuelo a las tristezas de este mundo era imaginar que en el cielo siempre estaban de fiesta. A Jesús Dionisio Picero le resultó casi imposible vender sus artesanías, pero siguió fabricándolas, porque en ese oficio se le pasaban las horas sin cansancio, como si siempre fuera temprano. Sin embargo, ni el trabajo ni la presencia de su nieta pudieron aliviarlo y empezó a beber a escondidas, para que nadie notara su vergüenza. Borracho llamaba a su mujer y a veces lograba verla junto al fogón de la cocina. Sin los cuidados diligentes de Amparo Medina la casa se fue deteriorando, se enfermaron las gallinas, tuvieron que vender la cabra, se les secó el huerto y pronto eran la familia más pobre de los alrededores. Poco después Claveles partió a trabajar a un pueblo vecino. A los catorce años su cuerpo ya había alcanzado la forma y el tamaño definitivos, y como no tenía la piel
cobriza ni los firmes pómulos de los otros miembros de la familia, Jesús Dionisio Picero concluyó que su madre debió ser blanca, lo cual ofrecía una explicación para el hecho insólito de que la hubiera abandonado en la puerta de un cuartel.
Al cabo de un año y medio Claveles Picero regresó a la casa con manchas en la cara y una barriga prominente. Encontró a su abuelo sin más compañía que una leva de perros hambrientos y un par de gallos lamentables sueltos en el patio, hablando solo, la mirada perdida, con signos de no haberse lavado en un buen tiempo. Lo rodeaba el mayor desorden. Había abandonado su pedazo de tierra y pasaba las horas fabricando santos con una premura demencial, pero de su antiguo talento quedaba ya muy poco. Sus esculturas eran unos seres deformes y lúgubres, inapropiados para la devoción o para la venta, que se amontonaban por los rincones de la casa como pilas de leña. Jesús Dionisio Picero había cambiado tanto que no intentó endilgarle a su nieta un discurso sobre el pecado de echar hijos al mundo sin padre conocido, en verdad pareció no notar las señales del embarazo. Se limitó a abrazarla, tembloroso, llamándola Amparo.
– Míreme bien, abuelo, soy Claveles y vengo a quedarme, porque aquí hay mucho que hacer–dijo la joven y partió a encender la cocina para hervir unas papas y calentar agua para bañar al anciano.
Durante los meses siguientes Jesús Dionisio pareció resucitar de su duelo, dejó la bebida, volvió a cultivar su huerto, a ocuparse de sus gallos y a limpiar la iglesia. Todavía le hablaba al recuerdo de su mujer y de vez en cuando confundía a la nieta con la abuela, pero recuperó la capacidad de reírse. La compañía de Claveles y la ilusión de que pronto habría otra criatura en la casa le devolvieron el amor por los colores y poco a poco dejó de embetunar sus Santos con pintura negra, ataviándolos con ropajes más adecuados para el altar. El niño de Claveles salió del vientre de su madre un día a las seis de la tarde y cayó en las manos callosas de su bisabuelo, quien tenía una larga experiencia en esos menesteres, porque había ayudado a nacer a sus trece hijos.
– Se llamará Juan–decidió el improvisado partero tan pronto hubo cortado el cordón y envuelto a su descendiente en un pañal.
– ¿Por qué Juan? No hay ningún Juan en la familia, abuelo. – Porque Juan era el mejor amigo de Jesús y éste será el amigo mío. ¿Y cuál es el apellido del padre? – Haga cuenta que padre no tiene. – Picero entonces, Juan Picero. Dos semanas después del nacimiento de su bisnieto, Jesús Dionisio comenzó a cortar los palos para un Nacimiento, el primero que hacía desde la muerte de Amparo Medina.
Claveles y su abuelo no tardaron mucho en darse cuenta de que el niño era anormal. Tenía una mirada curiosa y se movía como cualquier bebé, pero no reaccionaba cuando le hablaban, podía permanecer horas despierto e inmóvil. Hicieron el viaje hasta el hospital y allí les confirmaron que era sordo y por lo tanto sería mudo. El médico agregó que no había mucha esperanza para él, a menos que tuvieran la suertey lograran colocarlo en una institución en la ciudad, donde le enseñarían buena conducta y en el futuro podrían darle un oficio para que se ganara la vida con decencia y no fuera siempre una carga para los demás.
– Ni hablar, Juan se queda con nosotros–decidió Jesús Dionisio Picero, sin darle ni una mirada a Claveles, que lloraba con la cabeza cubierta por el chal.
– ¿Qué vamos a hacer, abuelo? – preguntó ella al salir. – Criarlo, pues. – ¿Cómo? – Con paciencia, igual como se entrenan los gallos o se meten Calvarios en botellas. Es cosa de ojo, tiempo y corazón.
Así lo hicieron. Sin considerar el hecho de que la criatura no podía oírlos, le hablaban sin tregua, le cantaban, lo colocaban cerca de la radio encendida a todo volumen. El
abuelo tomaba la mano del niño y la apoyaba con firmeza sobre su propio pecho, para que sintiera la vibración de su voz al hablar, lo incitaba a gritar y celebraba sus gruñidos con grandes aspavientos. Apenas pudo sentarse lo instaló a su lado en un cajón, lo rodeó de palos, nueces, huesos, trozos de tela y piedrecillas para jugar, y, más tarde, cuando aprendió a no metérsela a la boca, le pasaba una bola de barro para moldear. Cada vez que conseguía trabajo, Claveles partía al pueblo, dejando a su hijo en manos de Jesús Dionisio. A donde fuera el anciano la criatura lo seguía como una sombra, rara vez se separaban. Entre los dos se desarrolló una sólida camaradería que eliminó la tremenda diferencia de edad y el obstáculo del si encio. Juan se acostumbró a observar los gestos y las expresiones del rostro de su bisabuelo para descifrar sus intenciones, con tan buenos resultados que para el año en que aprendió a caminar ya era capaz de leerle los pensamientos. Por su parte Jesús Dionisio lo cuidaba como una madre. Mientras sus manos se esmeraban en delicadas artesanías, su instinto seguía los pasos del niño, atento a cualquier peligro, pero sólo intervenía en casos extremos. No se acercaba a consolarlo después de una caída ni a socorrerlo cuando estaba en apuros, así lo acostumbró a valerse por sí mismo. A una edad en que otros muchachos todavía andan tropezando como cachorros, Juan Picero podía vestirse, lavarse y comer solo, alimentar a las aves, ir a buscar agua al pozo, sabía tallar las partes más simples de los santos, mezclar colores y preparar las botellas para los Calvarios. – Habrá que mandarlo a la escuela para que no se quede bruto como yo – dijo Jesús Dionisio Picero cuando se acercaba el séptimo cumpleaños del niño.
Claveles hizo algunas indagaciones, pero le informaron que su hijo no podía asistir a un curso normal, porque ninguna maestra estaría dispuesta a aventurarse en el abismo de soledad donde estaba sumido.
– No importa, abuelo, se ganará la vida fabricando santos, como usted–se resignó Claveles.
– Eso no da para comer. – No todos pueden educarse, abuelo. – Juan es sordo, pero no tonto. Tiene mucho discernimiento y puede salir de aquí, la vida en el campo es muy dura para é Claveles estaba convencida de que el abuelo había perdido el juicio o que
el amor por el niño le impedía ver sus limitaciones. Compró un silabario e intentó traspasarle sus escasos conocimientos, pero no logró hacerle entender a su hijo que esos garabatos representaban sonidos y acabó por perder la paciencia.
En esa época aparecieron los voluntarios de la señora Dermoth. Eran unos jóvenes provenientes de la ciudad, que recorrían las regiones más apartadas del país hablando de un proyecto humanitario para socorrer a los pobres. Explicando que en algunas partes nacían demasiados niños y sus padres no los podían alimentar, mientras en otras había muchas parejas sin hijos. Su organización intentaba aliviar ese desequilibrio. Se presentaron en el rancho de los Picero con un mapa de Norteamérica y unos folletos impresos a color donde se veían fotografías de niños morenos junto a padres rubios, en lujosos ambientes con chimeneas encendidas, grandes perros lanudos, pinos decorados con escarcha plateada y bolas de Navidad. Después de hacer un rápido inventario de la pobreza de los Picero, les informaron sobre la misión caritativa de la señora Dermoth, quien ubicaba a los niños más desamparados y los entregaba en adopción a familias con dinero, para salvarlos de una vida de miseria. A diferencia de otras instituciones destinadas al mismo fin, ella se ocupaba sólo de criaturas con taras de nacimiento o baldadas por accidentes o enfermedades. En el Norte había algunos matrimonios–buenos cristianos, por supuesto–que estaban dispuestos a adoptar a esos niños. Ellos disponían de todos los recursos para ayudarlos. Allá en el Norte había clínicas y escuelas donde hacían milagros, a los sordomudos, por ejemplo, les enseñaban a leer el movimiento de los labios y a hablar, después iban a colegios especiales, recibían educación completa y algunos se inscribían en la universidad y acababan convertidos en abogados o doctores. La organización había auxiliado a muchos niños, los Picero podían ver las fotografías, miren qué contentos se ven, qué sanos, con todos esos juguetes, en esas casas de ricos. Los voluntarios no podían prometer nada, pero harían todo lo posible para conseguir que una de esas parejas acogiera a Juan, para darle todas las oportunidades que su madre no podía of recerle.
– Nunca hay que desprenderse de los hijos, pase lo que pase–dijo Jesús Dionisio Picero, apretando la cabeza del niño contra su pecho para que no viera las caras y adivinara el motivo de la conversación.
– No sea egoísta, hombre, piense en lo que es mejor para él. ¿No ve que allá tendrá de todo? Usted no tiene para comprarle las medicinas, no puede mandarlo a la escuela, ¿qué va a ser de él? Este pobrecito ni siquiera tiene padre.
– Pero tiene madre y bisabuelo–replicó el viejo. Los visitantes partieron, dejando sobre la mesa los folletos de la señora Dermoth. En los días siguientes Claveles se sorprendió muchas veces mirándolos y comparando esas casas amplias y bien decoradas con su modesta vivienda de tablas, techo de paja y suelo de tierra apisonada, esos padres amables y bien vestidos, con ella misma cansada y descalza, esos niños rodeados de juguetes y el suyo amasando barro.
Una semana más tarde Claveles se encontró con los voluntarios en el mercado, donde había ido a vender algunas esculturas de su abuelo, y volvió a escuchar los mismos argumentos, que una oportunidad como ésa no se le presentaría otra vez, que la gente adopta criaturas sanas, nunca retardados, esas personas del Norte eran de nobles sentimientos, que lo pensara bien, porque se iba a arrepentir toda la vida de haberle negado a su hijo tantas ventajas, condenándolo al sufrimiento y la pobreza.
– ¿Por qué quieren sólo niños enfermos? – preguntó Claveles.
– Porque son unos gringos medio santos. Nuestra organización se ocupa sólo de los casos más penosos. Para nosotros sería más fácil colocar a los normales, pero se trata de ayudar a los desvalidos.
Claveles Picero volvió a ver a los voluntarios varias veces. Aparecían siempre cuando el abuelo no estaba en la casa. Hacia fínales de noviembre le mostraron el retrato de una pareja de edad mediana, de pie ante la puerta de una casa blanca rodeada de un
parque, y le dijeron que la señora Dermoth había encontrado a los padres ideales para su hijo. Le señalaron en el mapa el sitio preciso donde vivían, le explicaron que allí había nieve en invierno y los niños armaban muñecos, patinaban en el hielo y esquiaban, que en otoño los bosques parecían de oro y que en el verano se podía nadar en el lago. La pareja estaba tan ilusionada con la idea de adoptar al pequeño, que ya le habían comprado una bicicleta. También le mostraron la fotografía de la bicicleta. Y todo esto sin contar que le ofrecían doscientos cincuenta dólares a Claveles, con lo cual ella podría casarse y tener hijos sanos. Sería una locura rechazar aquello.
Dos días más tarde, aprovechando que Jesús Dionisio había partido a hacer el aseo de la iglesia, Claveles Picero vistió a su hijo con su mejor pantalón, le colocó su medalla de bautizo al cuello y le explicó en la lengua de gestos inventada por el abuelo para él, que no se verían en mucho tiempo, tal vez nunca más, pero todo era por su bien, iría a un lugar donde tendría comida todos los días y regalos para su cumpleaños. Lo llevó a la dirección señalada por los voluntarios, firmó un papel entregando la custodia de Juan a la señora Dermoth y salió corriendo para que su hijo no viera sus lágrimas y se echara a llorar también.
Cuando Jesús Dionisio Picero se enteró de lo ocurrido perdió el aire y la voz. A manotazos lanzó al suelo todo lo que encontró a su alcance, incluyendo los santos en botellas y luego arremetió contra Claveles, golpeándola con una violencia inesperada en alguien de su edad y de carácter tan manso. Apenas pudo hablar la acusó de ser igual a su madre, capaz de deshacerse de su propio hijo, lo que ni las fieras del monte hacen, y clamó al fantasma de Amparo Medina pai,a que tomara venganza en esa nieta depravada. En los meses siguientes no le dirigió la palabra a Claveles, sólo abría la boca para comer y para mascullar maldiciones mientras sus manos se afanaban con los instrumentos de tallar. Los Picero se acostumbraron a vivir en huraño silencio, cada uno cumpliendo con sus tareas. Ella cocinaba y le ponía el plato sobre la mesa, él comía con la vista fija en la comida… Juntos cuidaban del huerto y de los animales, cada uno repitiendo los gestos de su propia rutina, en perfecta coordinación con el otro, sin rozarse. Los días de feria ella cogía las botellas y los santos de madera, partía a venderlos, volvía con algunas provisiones y dejaba el dinero restante en un tarro. Los domingos iban los dos a la iglesia separados, como extraños.
Tal vez habrían pasado el resto de sus vidas sin hablarse si hacia mediados de febrero el nombre de la señora Dermoth no hubiera hecho noticia. El abuelo escuchó el asunto por la radio, cuando Claveles estaba lavando la ropa en el patio, primero el comentario del locutor y luego la confirmación del Secretario del Bienestar Social en persona. Con el corazón desbocado, se asomó a la puerta llamando a Claveles a gritos. La muchacha se volvió y al verlo tan desencajado creyó que se estaba muriendo y corrió a sostenerlo.
– ¡Lo mataron, ay Jesús, es seguro que lo mataron! – gimió el anciano cayendo de rodillas.
– ¡A quién, abuelo! – A Juan… – y medio sofocado por los sollozos le repitió las palabras del Secretario del Bienestar Social, que una organización criminal dirigida por una tal señora Dermoth vendía niños indígenas. Los escogían enfermos o de familias muy pobres, con la promesa de que serían colocados en adopción. Los mantenían por un tiempo en proceso de engorda y cuando estaban en mejores condiciones los llevaban a una clínica clandestina, donde los operaban. Decenas de inocentes fueron sacrificados como bancos de órganos, para que les sacaran los ojos, los riñones, el hígado y otras partes del cuerpo que eran enviadas para transplantes en el Norte. Agregó que en una de las casas de engorda habían encontrado veintiocho criaturas esperando su turno, que la policía había intervenido y que el Gobierno continuaba las investigaciones para desmantelar ese horrendo tráfico.
Así comenzó el largo viaje de Claveles y Jesús Dionisio Picero para hablar en la capital con el Secretario del Bienestar Social. Querían preguntarle, con toda la sumisión debida, si entre los niños rescatados estaba el suyo y si acaso se lo podían devolver. Del dinero recibido les quedaba muy poco, pero estaban dispuestos a trabajar como esclavos para la señora Dermoth por el tiempo que fuera necesario, hasta pagarle el último centavo de esos doscientos cincuenta dólares.
EL HUÉSPED DE LA MAESTRA
La Maestra Inés entró en La Perla de Oriente, que a esa hora estaba sin clientes, se dirigió al mostrador donde Riad Halabí enrollaba una tela de flores multicolores y anunció que acababa de cercenarle el cuello a un huésped de su pensión. El comerciante sacó su pañuelo blanco y se tapó la boca.
– ¿Cómo dices, Inés? – Lo que oíste, turco. – ¿Está muerto? – Por supuesto. – ¿Y ahora qué vas a hacer? – Eso mismo vengo a preguntarte–dijo ella acomodándose un mechón de cabello.
– Será mejor que cierre la tienda–suspiró Riad Halabí. Se conocían desde hacía tanto, que ninguno podía recordar el número de años, aunque ambos guardaban en la memoria cada detalle de ese primer día en que iniciaron la amistad. ÉL era entonces uno de esos vendedores viajeros que van por los caminos ofreciendo sus mercaderías, peregrino del comercio, sin brújula ni rumbo fijo, un inmigrante árabe con un falso pasaporte turco, solitario, cansado, con el paladar partido como un conejo y unas ganas insoportables de sentarse a la sombra; y ella era una mujer todavía joven, de grupa firme y hombros recios, la única maestra de la aldea, madre de un niño de doce años, nacido de un amor fugaz. El hijo era el centro de la vida de la maestra, lo cuidaba con una dedicación inflexible y apenas lograba disimular su tendencia a mimarlo, aplicándole las mismas normas de disciplina que a los otros niños de la escuela, para que nadie pudiera comentar que lo malcriaba y para anular la herencia díscola del padre, formándolo, en cambio, de pensamiento claro y corazón bondadoso. La misma tarde en que Riad Halabí entró en Agua Santa por un extremo, por el otro un grupo de muchachos trajo el cuerpo del hijo de la Maestra Inés en una improvisada angarilla. Se había metido en un terreno ajeno a recoger un mango y el propietario, un afuerino a quien nadie conocía por esos lados, le disparó un tiro de fusil con intención de asustarlo, marcándole la mitad de la frente con un círculo negro por donde se le escapó la vida. En ese momento el comerciante descubrió su vocación de jefe y sin
saber cómo, se encontró en el centro del suceso, consolando a la madre, organizando el funeral como si fuera un miembro de la familia y sujetando a la gente para evitar que despedazara al responsable. Entretanto, el asesino comprendió que le sería muy difícil salvar la vida si se quedaba allí y escapó del pueblo dispuesto a no regresar jamás' A Riad Halabí le tocó a la mañana siguiente encabezar a la multitud que marchó del cementerio hacia el sitio donde había caído el niño. Todos los habitantes de Agua Santa pasaron ese día acarreando mangos, que lanzaron por las ventanas hasta llenar la casa por completo, desde el suelo hasta el techo. En pocas semanas el sol fermentó la fruta, que reventó en un jugo espeso, impregnando las paredes de una sangre dorada de un pus dulzón, que transformó la vivienda en un fósil de dimensiones prehistóricas, una enorme bestia en proceso de podredumbre, atormentada por la infinita diligencia de las larvas y los mosquitos de la descomposición.
La muerte del niño, el papel que le tocó jugar en esos días y la acogida que tuvo en Agua Santa determinaron la existencia de Riad Halabí. Olvidó su ancestro de nómada y se quedó en la aldea. Allí instaló su almacén, La Perla de Oriente. Se casó, enviudó, volvió a casarse y siguió vendiendo, mientras crecía su prestigio de hombre justo. Por su parte Inés educó a varias generaciones de criaturas con el mismo cariño tenaz que le hubiera dado a su hijo, hasta que la venció la fatiga, entonces cedió el paso a otras maestras llegadas de la ciudad con nuevos silabarios y ella se retiró. Al dejar las aulas sintió que envejecía de súbito y que el tiempo se aceleraba, los días pasaban demasiado rápido sin que ella pudiera recordar en qué se le habían ido las horas.
– Ando aturdida, turco. Me estoy muriendo sin darme cuenta–comentó.
– Estás tan sana como siempre, Inés. Lo que pasa es que te aburres, no debes estar ociosa–replicó Riad Halabí y le dio la idea de agregar unos cuartos en su casa y convertirla en pensión.
– En este pueblo no hay hotel. – Tampoco hay turistas–alegó ella. – Una cama limpia y
un desayuno caliente son bendiciones para los viajeros de paso.
Así fue, principalmente para los camioneros de la Compañía de Petróleos, que se quedaban a pasar la noche en la pensión cuando el cansancio y el tedio de la carretera les llenaban el cerebro de alucinaciones.
La Maestra Inés era la matrona más respetada de Agua Santa. Había educado a todos los niños del lugar durante varias décadas, lo cual le daba autoridad para intervenir en las vidas de cada uno y tirarles las orejas cuando lo consideraba necesario. Las muchachas le llevaban sus novios para que los aprobara, los esposos la consultaban en sus peleas, era consejera, árbitro y juez en todos los problemas, su autoridad era más sólida que la del cura, la del médico o la de la policía. Nada la detenía en el ejercicio de ese poder. En una ocasión se metió en el retén, pasó por delante del Teniente sin saludarlo, cogió las llaves que colgaban de un clavo en la pared y sacó de la celda a uno de sus alumnos, preso a causa de una borrachera. El oficial trató de impedírselo, pero ella le dio un empujón y se llevó al muchacho cogido por el cuello. Una vez en la calle le propinó un par de bofetones y le anunció que la próxima vez ella misma le bajaría los pantalones para darle una zurra memorable. El día en que Inés fue a anunciarle que había matado a un cliente, Riad Halabí no tuvo ni la menor duda de que hablaba en serio, porque la conocía demasiado. La tomó del brazo y caminó con ella las dos cuadras que separaban La Perla de Oriente de la casa de ella. Era una de las mejores construcciones del pueblo, de adobe y madera, con un porche amplio donde se colgaban hamacas en las siestas más calurosas, baños con agua corriente y ventiladores en todos los cuartos. A esa hora parecía'vacía, sólo descansaba en la sala un huésped bebiendo cerveza con la vista perdida en la televisión.
– ¿Dónde está? – susurró el comerciante árabe. – En una de las piezas de atrás – respondió ella sin bajar la voz.
Lo condujo a la hilera de cuartos de alquiler, todos unidos por un largo corredor
techado, con trinitarias moradas trepando por las columnas y maceteros de helechos colgando de las vigas, alrededor de un patio donde crecían nísperos y plátanos. Inés abrió la última puerta y Riad Halabí entró en la habitación en sombras. Las persianas estaban corridas y necesitó unos instantes para acomodar los ojos y ver sobre la cama el cuerpo de un anciano de aspecto inofensivo, un forastero decrépito, nadando en el charco de su propia muerte, con los pantalones manchados de excrementos, la cabeza colgando de una tira de piel lívida y una terrible expresión de desconsuelo, como si estuviera pidiendo disculpas por tanto alboroto y sangre y por el lío tremendo de haberse dejado asesinar. Riad Halabí se sentó en la única silla del cuarto, con la vista fija en el suelo, tratando de controlar el sobresalto de su estómago. Inés se quedó de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, calculando que necesitaría dos días para lavar las manchas y por lo menos otros dos para ventilar el olor a mierda y a espanto.
– ¿Cómo lo hiciste? – preguntó por fin Riad Halabí secándose el sudor.
– Con el machete de picar cocos. Me vine por detrás y le di un solo golpe. Ni cuenta se dio, pobre diablo.
– ¿Por qué? – Tenía que hacerlo, así es la vida. Mira qué mala suerte, este viejo no pensaba detenerse en Agua Santa, iba cruzando el pueblo y una piedra le rompió el vidrio del carro. Vino a pasar unas horas aquí mientras el italiano del garaje le conseguía otro de repuesto. Ha cambiado mucho, todos hemos envejecido, según parece, pero lo reconocí al punto. Lo esperé muchos años, segura de que vendría, tarde o temprano. Es el hombre de los mangos.
– Alá nos ampare–murmuró Riad Halabí. – te parece que debemos llamar al Teniente? – Ni de vaina, cómo se te ocurre. – Estoy en mi derecho, él mató a mi niño. – No lo entendería, Inés. – Ojo por ojo, diente por diente, turco. ¿No dice así tu religión? – La ley no funciona de ese modo, Inés. – Bueno, entonces podemos acomodarlo un poco y decir que se suicidó.
– No lo toques. ¿Cuántos huéspedes hay en la casa? – Sólo un camionero. Se irá apenas refresque, tiene que manejar hasta la capital.
– Bien, no recibas a nadie más. Cierra con llave la puerta de esta pieza y espérame, vuelvo en la noche.
– ¿Qué vas a hacer? – Voy a arreglar esto a mi manera. Riad Halabí tenía sesenta y cinco años, pero aún conservaba el mismo vigor de la juventud y el mismo espíritu que lo colocó a la cabeza de la muchedumbre el día que llegó a Agua Santa. Salió de la casa de la Maestra Inés y se encaminó con paso rápido a la primera de varias visitas que debió hacer esa tarde. En las horas siguientes un cuchicheo persistente recorrió al pueblo, cuyos habitantes se sacudieron el sopor de años, excitados por la más fantástica noticia, que fueron repitiendo de casa en casa como un incontenible rumor, una noticia que pujaba por estallar en gritos y a la cual la misma necesidad de mantenerla en un murmullo le confería un valor especial. Antes de la puesta del sol ya se sentía en el aire esa alborozada inquietud que en los años siguientes sería una característica de la aldea, incomprensible para los forasteros de paso, que no podían ver en ese lugar nada extraordinario, sino sólo un villorrio insignificante, como tantos otros, al borde de la selva. Desde temprano empezaron a llegar los hombres a la taberna, las mujeres salieron a las aceras con sus sillas de cocina y se instalaron a tomar aire, los jóvenes acudieron en masa a la plaza como si fuera domingo. El Teniente y sus hombres dieron un par de vueltas de rutina y después aceptaron la invitación de las muchachas del burdel, que celebraban un cumpleaños, según dijeron. Al anochecer había más gente en la calle que un día de Todos los Santos, cada uno ocupado en lo suyo con tan aparatosa diligencia que parecían estar posando para una película, unos jugando dominó, otros bebiendo ron y fumando en las esquinas, algunas parejas paseando de la mano, las madres correteando a sus hijos, las abuelas husmeando por las puertas abiertas. El cura encendió los faroles de la parroquia y echó a volar las campanas llamando a rezar el novenarío de San Isidoro Mártir, pero nadie andaba con ánimo para ese tipo de devociones.