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Los cuentos de eva luna
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Автор книги: Isabel Allende



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con sus familiares.

– Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han mandado un regalo de Navidad–dijo la monja en tono seco.

– Yo no soy hombre de mímos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y he cuidado sus intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita más cariño, las mujeres son sentimentales.

Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta oportunidad no pidió ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora que su propio hijo deseaba mantener correspondencia con Analía y a rogarle que le hiciera llegar las cartas a ver si la camaradería con su primo reforzaba los lazos de la familia.

Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel blanco y tinta negra, una escritura de trazos grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el campo, de las estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los pensamientos que escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho con los mismos trazos firmes de la caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única posibilidad de volar. Se escondía en el desván, no ya a inventar cuentos improbables, sino a releer con avidez las notas enviadas por su primo hasta conocer de memoria la inclinación de las letras y la textura del papel. Al principio no las contestaba, pero al poco tiempo no pudo dejar de hacerlo. El contenido de las cartas se fue haciendo cada vez más útil para burlar la censura de la Madre Superiora, que abría toda la correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron ponerse de acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.

Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis, porque

cuando ella vivía en casa de su tío el muchacho estaba interno en un colegio en la capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez enfermo contrahecho, porque le parecía imposible que a una sensibilidad tan profunda y una inteligencia tan precisa se sumara un aspecto atrayente. Trataba de dibujar en su mente una imagen del primo: rechoncho corno su padre con la cara picada de viruelas, cojo y medio calvo; pero mientras más defectos le agregaba más se inclinaba a amarlo. El brillo del espíritu era lo único importante, lo único que resistiría el paso del tiempo sin deteriorarse e iría creciendo con los años, la belleza de esos héroes utópicos de los cuentos no tenía valor alguno y hasta podía convertirse en motivo de frivolidad, concluía la muchacha, aunque no podía evitar una sombra de inquietud en su razonamiento. Se preguntaba cuánta deformidad sería capaz de tolerar.

La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los cuales la muchacha tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma definitivamente entregada. Si cruzó por su mente la idea de que aquella relación podría ser un plan de su tío para que los bienes que ella había heredado de su padre pasaran a manos de Luis, la descartó de inmedíato, avergonzada de su propia mezquindad. El día en que cumplió dieciocho años la Madre Superiora la llamó al refectorio porque había una visita esperándola. Analía Torres adivinó quién era y estuvo a punto de correr a esconderse en el desván de los santos olvidados, aterrada ante la eventualidad de enfrentar por fin al hombre que había imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la sala y estuvo frente a él necesitó varios minutos para vencer la desilusión.

Luis Torres no era el enano retorcido que ella había construido en sueños y había aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro simpático de rasgos regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos claros de pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los santos de la capilla, demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del impacto y decidió que si había aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor razón podía querer a este joven elegante que la besaba en una mejilla dejándole un rastro de lavanda en la nariz.

Desde el primer día de casada Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó entre las sábanas bordadas de una cama demasiado blanda, supo que se había enamorado de un fantasma y que nunca podría trasladar esa pasión imaginaria a la realidad de su matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación, primero descartándolos como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir ignorándolos, tratando de llegar al fondo de su propia alma para arrancárselos de raíz. Luis era gentil y hasta divertido a veces, no la molestaba con exígencias desproporcionadas ni trató de modificar su tendencia a la soledad y al silencio. Ella misma admitía que con un poco de buena voluntad de su parte podía encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta como hubiera obtenido tras un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa extraña repulsión por el hombre que había amado por dos años sin conocer. Tampoco lograba poner en palabras sus emociones, pero si hubiera podido hacerlo no habría tenido a nadie con quien comentarlo. Se sentía burlada al no poder conciliar la imagen del pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso. Luis nunca mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un beso rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco adecuado a la vida matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses comunes y el futuro de la familia importaban mucho más que una correspondencia de adolescentes. No había entre los dos verdadera intimidad. Durante el día cada uno se desempeñaba en sus quehaceres y por las noches se encontraban entre las almohadas de plumas, donde Analía–acostumbrada a su camastro del colegio–creía sofocarse. A veces se abrazaban de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la actitud de quien cumple una exigencia del cuerpo porque no puede evitarlo. Luis se dormía de inmediato, ella se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad y una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó diversos medios para vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en la memoria cada detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura determinación, hasta el de vaciar la mente de todo pensamiento y trasladarse a una dimensión donde él no pudiera alcanzarla. Rezaba para que fuera sólo una repugnancia transitoria, pero pasaron los meses y en vez del alivio esperado creció la animosidad hasta convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra.

Los esposos Torres vivían en la propiedad adquirida por el padre de Analía cuando ésa era todavía una región medio salvaje, tierra de soldados y bandidos. Ahora se

encontraba junto a la carretera y a poca distancia de un pueblo próspero, donde cada año se celebraban ferias agrícolas y ganaderas. Legalmente Luis era el administrador del fundo, pero en realidad era el tío Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis le aburrían los asuntos del campo. Después del almuerzo, cuando padre e hijo se instalaban en la biblioteca a beber coñac y jugar dominó, Analía oía a su tío decidir sobre las inversiones, los animales, las siembras y las cosechas. En las raras ocasiones en que ella se atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la escuchaban con aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus sugerencias, pero luego actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los potreros hasta los límites de la montaña deseando haber sido hombre.

El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentímientos de Analía por su marido. Durante los meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero Luis no se impacientó, atribuyéndolo a su estado. De todos modos, él tenía otros asuntos en los cuales pensar. Después de dar a luz, ella se instaló en otra habitación, amueblada solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo cumplió un año y todavía la madre cerraba con llave la puerta de su aposento y evitaba toda ocasión de estar a solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de exigir un trato más considerado y le advirtió a su mujer que más le valía cambiar de actitud, antes que rompiera la puerta a tiros. Ella nunca lo había visto tan violento. Obedeció sin comentarios. En los siete años siguientes la tensión entre ambos aumentó de tal manera que terminaron por convertirse en enemigos solapados, pero eran personas de buenos modales y delante de los demás se trataban con una exagerada cortesía. Sólo el niño sospechaba el tamaño de la hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche llorando, con la cama mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció irse secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se abandonó a sus múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios días en inconfesables travesuras. Después, cuando dejó de disimular sus actos de disipación, Analía encontró buenos pretextos para alejarse aún más de él. Luis perdió todo interés en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó, contenta de esa nueva posición. Los domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor discutiendo las decisiones con ella, mientras Luis se hundía en una larga siesta, de la cual resucitaba al anochecer, empapado de sudor y con el estómago revuelto, pero siempre dispuesto a irse otra vez de jarana con sus amigos.

Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de iniciarlo en el gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió que ya era tiempo de darle una educación más formal, lejos de los mimos de la madre, y quiso mandarlo a un colegio en la capital, a ver si se hacía hombre de prisa, pero Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo que aceptar una solución menos drástica. Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde permanecía interno de lunes a viernes, pero los sábados por la mañana iba el coche a buscarlo para que volviera a casa hasta el domingo. La primera semana Analía observó a su hijo llena de ansiedad, buscando motivos para retenerlo a su lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura parecía contenta, hablaba de su maestro y de sus compañeros con genuino entusiasmo, como si hubiera nacido entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres meses después llegó con su boleta de notas y una breve carta del profesor felicitándolo por su buen rendimiento. Analía la leyó temblando y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Abrazó a su hijo conmovida, interrogándolo sobre cada detalle, cómo eran los dormítorios, qué le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos amigos tenía, cómo era su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo de la escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas calificaciones, que Analía coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de mermelada y canastos de frutas para toda la clase. Trataba de no pensar en que esa solución apenas alcanzaba para la educación primaria, que dentro de pocos años sería inevitable mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría verlo durante las vacaciones.

En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado, se dispuso a hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de jinete ante un grupo de compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de una patada le reventó los testículos. Nueve días después Torres muríó aullando de dolor en una clínica de la capital, donde lo llevaron en la esperanza de salvarlo de la infección. A su lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que nunca pudo darle y de alivio porque ya no tendría que seguir rezando para que se muriera. Antes de volver al campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en su propia tierra, Analía se compró un vestido blanco y lo metió al fondo de su.maleta. Al pueblo llegó de luto, con la cara cubierta por un velo de viuda para que nadie le viera la expresión de los ojos, y

del mismo modo se presentó en el funeral, de la mano de su hijo, también con traje negro. Al término de la ceremonia el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a pesar de sus setenta años bien gastados, le propuso a su nuera que le cediera las tierras y se fuera a vivir de sus rentas a la ciudad, donde el niño terminaría su educación y ella podría olvidar las penas del pasado.

– Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices–dijo.

– Tiene razón, tío. Luis me engañó desde el principio. – Pos Dios, hija, él siempre fue muy discreto y respetuoso contigo. Luis fue un buen marido. Todos los hombres tienen pequeñas aventuras, pero eso no tiene la menor importancia.

– No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. – No quiero saber de qué se trata. En todo caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor. Nada les faltará. Yo me haré cargo de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y todavía puedo voltear un toro.

– Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el campo. En los últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La única diferencia será que ahora tomaré mis decisiones sin consultar con nadie. Por fin esta tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.

En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las sábanas que había compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la habitación principal; enseguida estudió a fondo los libros de administración de la propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes buscó un capataz que ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las riendas bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero, se lo puso y así ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo el brazo una

vieja caja de sombreros.

Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la última clase de la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía su hijo en alegre carrera, quien al verla se detuvo en seco, porque era la prímera vez que su madre aparecía en el colegio.

– Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro–dijo ella.

En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto privado, y entró sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos de biología en las paredes. Había el mismo olor a encierro y a sudor de niños que había marcado su propia infancia, pero en esta oportunidad no le molestó, por el contrario, lo aspiró con gusto. Los pupitres se veían desordenados por el día de uso, había algunos papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a ver una columna de números en la pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una plataforma, se encontraba el maestro. El hombre levantó la cara sorprendido y no se puso de pie, porque sus muletas estaban en un rincón, demasiado lejos para alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el pasillo entre dos hileras de pupitres y se detuvo frente a él.

– Soy la madre de Torres–dijo porque no se le ocurrió algo mejor.

– Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que nos ha enviado.

– Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuen–tas–dijo Analía colocando la caja de sombreros sobre la mesa. – ¿Qué es esto? Ella abrió la caja y sacó las cartas de amor que había guardado todo ese tiempo. Por un largo instante él paseó la vista

sobre aquel cerro de sobres.

– Usted me debe once años de mi vida–dijo Analía. – ¿Cómo supo que yo las escribí? – balbuceó él cuando logró sacar la voz que se le había atascado en alguna parte.

– El mismo día de mi matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito y cuando mi hijo trajo a la casa sus primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora que lo estoy mirando no me cabe ni la menor duda, porque yo a usted lo he visto en sueños desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? – Luis Torres era mi amigo y cuando me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció que hubiera nada de malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando usted me contestó 'ya no pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé mi vida, los únicos en que he esperado al–go. Esperaba el correo.

– Ajá. – ¿Puede perdonarme? – De usted depende–dijo Analía pasándole las muletas. El maestro se colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio del patio, donde todavía no se había puesto el sol.

EL PALACIO IMAGINADO

Cinco siglos atrás cuando los bravos forajidos de España, con sus caballos agotados y las armaduras calientes como brasas por el sol de América, pisaron las tierras de Quinaroa, ya los indios llevaban varios miles de años naciendo y muriendo en el mismo lugar. Los conquistadores anunciaron con heraldos y banderas el descubrimiento de ese nuevo territorio, lo declararon propiedad de un emperador remoto, plantaron la primera cruz y lo bautizaron San Jerónimo, nombre impronunciable en la lengua de los nativos. Los indios observaron esas arrogantes ceremonias un poco sorprendidos, pero ya les habían llegado noticias sobre aquellos barbudos guerreros que recorrían el mundo con su sonajera de hierros y de pólvora, habían oído que a su paso sembraban lamentos y que ningún pueblo conocido había sido capaz de hacerles frente, todos los ejércitos sucumbían ante ese puñado de centauros. Ellos eran una tribu antigua, tan pobre que ni el más emplumado monarca se molestaba en exigirles impuestos, y tan mansos que tampoco los reclutaban para la guerra. Habían existido en paz desde los albores del tiempo y no estaban dispuestos a cambiar sus hábitos a causa de unos rudos extranjeros. Pronto, sin embargo, percibieron el tamaño del enemigo y comprendieron la inutilidad de ignorarlos, porque su presencia resultaba

agobiante, como una gran piedra cargada a la espalda. En los años siguientes, los indios que no murieron en la esclavitud o bajo los diversos suplicios destinados a implantar otros dioses, o víctimas de enfermedades desconocidas, se dispersaron selva adentro y poco a poco perdieron hasta el nombre de su pueblo. Siempre ocultos, como sombras entre el follaje, se mantuvieron por siglos hablando en susurros y movilizándose de noche. Llegaron a ser tan diestros en el arte del disimulo, que no los registró la historia y hoy día no hay pruebas de su paso por la vida. Los libros no los mencionan, pero los campesinos de la región dicen que los han escuchado en el bosque y cada vez que empieza a crecerle la barriga a una joven soltera y no pueden señalar al seductor, le atribuyen el niño al espíritu de un indio concupiscente. La gente del lugar se enorgullece de llevar algunas gotas de sangre de aquellos seres invisibles, en medio del torrente mezclado de pirata inglés, de soldado español, de esclavo africano, de aventurero en busca de El Dorado y después de cuanto inmigrante atinó a llegar por esos lados con su alforja al hombro y la cabeza llena de ilusiones.

Europa consumía más café, cacao y bananas de lo que podíamos producir, pero toda esa demanda no nos trajo bonanza, seguimos siendo tan pobres como siempre. La situación dio un vuelco cuando un negro de la costa clavó un pico en el suelo para hacer un pozo y le saltó un chorro de petróleo a la cara. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se había propagado la idea de que éste era un país próspero, aunque casi todos sus habitantes todavía arrastraban los pies en el barro. En verdad el oro sólo llenaba las arcas del Benefactor y de su séquito, pero cabía la esperanza de que algún día rebasaría algo para el pueblo. Se cumplían dos décadas de democracia totalitaria, como llamaba el Presidente Vitalicio a su gobierno, durante los cuales todo asomo de subversión había sido aplastado, para su mayor gloria. En la capital se veían síntomas de progreso, coches a motor, cinematógrafos, heladerías, un hipódromo y un teatro donde se presentaban espectáculos traídos de Nueva York o de París. Cada día atracaban en el puerto decenas de barcos que se llevaban el petróleo y otros que traían novedades, pero el resto del territorio continuaba sumido en una modorra de siglos.

Un día la gente de San Jerónimo despertó de la siesta con los tremendos martillazos que presidieron la llegada del ferrocarril. Los rieles unirían la capital con ese villorrio, escogido por El Benefactor para construir su Palacio de Verano, al estilo de los monarcas europeos, a pesar de que nadie sabía distinguir el verano del invierno, todo el año transcurría en la húmeda y quemante respiración de la naturaleza. La única razón para levantar allí aquella obra monumental era que un naturalista belga afirmó que si el mito del Paraíso terrenal tenía algún fundamento, debió hallarse en ese lugar, donde el paisaje era de una belleza portentosa. Según sus observaciones el bosque albergaba más de mil variedades de pájaros multicolores y toda suerte de orquídeas silvestres, desde las Brassias, tan grandes como un sombrero, hasta las diminutas Pleurothallis, visibles sólo bajo una lupa.

La idea del palacio partió de unos constructores italianos, quienes se presentaron ante Su Excelencia con los planos de una abigarrada villa de mármol, un laberinto de innumerables columnas, anchos corredores, escaleras curvas, arcos, bóvedas y

capiteles, salones, cocinas, dormitorios y más de treinta baños decorados con llaves de oro y plata. El ferrocarril era la primera etapa de la obra, indispensable para transportar hasta ese apartado rincón del mapa las toneladas de materiales y los cientos de obreros, más los capataces y artesanos traídos de Italia. La faena de levantar aquel rompecabezas duró cuatro años, alteró la flora y la fauna y tuvo un costo tan elevado como todos los barcos de guerra de la flota nacional, pero se pagó puntualmente con el oscuro aceite de la tierra, y el día del aniversario de la Gloriosa Toma del Poder cortaron la cinta que inauguraba el Palacio de Verano. Para esa ocasión la locomotora del tren fue decorada con los colores de la bandera y los *Vagones de carga fueron reemplazados por coches de pasajeros forrados en felpa y cuero inglés, donde viajaron los invitados en traje de gala, incluyendo algunos miembros de la más antigua aristocracia, que si bien detestaban a ese andino desalmado que había usurpado el gobierno, no osaron rechazar su invitación.

El Benefactor era hombre tosco, de costumbres campesinas, se bañaba en agua fría, dormía sobre un petate en el suelo con su pistolón al alcance de la mano y las botas puestas, se alimentaba de carne asada y maíz, sólo bebía agua y café. Su único lujo eran los cigarros de tabaco negro, todos los demás le parecían vicios de degenerados o maricones, incluyendo el alcohol, que miraba con malos ojos y rara vez ofrecía en su mesa. Sin embargo, con el tiempo tuvo que aceptar algunos refinamientos a su alrededor, porque comprendió la necesidad de impresionar a los diplomáticos y otros eminentes visitantes, no fueran ellos a darle en el extranjero fama de bárbaro. No tenía una esposa que influyera en su comportamiento espartano. Consideraba el amor como una debilidad peligrosa, estaba convencido de que todas las mujeres, excepto su propia madre, eran potencialmente perversas y lo más prudente era mantenerlas a cierta distancia. Decía que un hombre dormido en un abrazo amoroso resultaba tan vulnerable como un sietemesino, por lo mismo exigía que sus generales habitaran en los cuarteles, limitando su vida familiar a visitas esporádícas. Ninguna mujer había pasado una noche completa en su cama ni podía vanagloriarse de algo más que de un encuentro apresurado, ninguna le dejó huellas perdurables hasta que Marcia Lieberman apareció en su destino.

La fiesta de inauguración del Palacio de Verano fue un acontecimiento en los anales del

gobierno del Benefactor. Durante dos días y sus noches las orquestas se turnaron para tocar los ritmos de moda y los cocineros prepararon un banquete inacabable. Las mulatas más bellas del Caribe, ataviadas con espléndidos vestidos fabricados para la ocasión, bailaron en los salones con militares que jamás habían participado en batalla alguna, pero tenían el pecho cubierto de medallas. Hubo toda clase de diversiones: cantantes traídos de La Habana y Nueva Orleáns, bailadoras de flamenco, magos, juglares y trapecistas, partidas de naipes y dominó y hasta una cacería de conejos, que los sirvientes sacaron de sus jaulas para echarlos a correr, y que los huéspedes perseguían con galgos de raza, todo lo cual culminó cuando un gracioso mató a escopetazos los cisnes de cuello negro de la laguna. Algunos invitados cayeron rendidos sobre los muebles, borrachos de cumbias y licor, mientras otros se lanzaron vestidos a la piscina o se dispersaron en parejas por las habitaciones, El Benefactor no quiso conocer los detalles. Después de dar la bienvenida a sus huéspedes con un breve discurso e iniciar el baile del brazo de la dama de mayor Jerarquía, había regresado a la capital sin despedirse de nadie. Las fiestas lo ponían de mal humor. Al tercer día el tren hizo el viaje de vuelta llevándose a los comensales extenuados. El Palacio de Verano quedó en estado calamitoso, los baños parecían muladares, las cortinas chorreadas de orines, los muebles despanzurrados y las plantas agónicas en sus maceteros. Los empleados necesitaron una semana para limpiar los restos de aquel huracán.

El Palacio no volvió a ser escenario de bacanales. De tarde en tarde El Benefactor se hacía conducir allí para alejarse de las presiones de su cargo, pero su descanso no duraba más de tres o cuatro días por temor a que en su ausencia creciera la conspiración. El Gobierno requería de su permanente vigilancia para que el poder no se le escurriera entre las manos. En el enorme edificio sólo quedó el personal encargado de su manuntención. Cuando terminó el estrépito de las máquinas de la construcción y del paso del tren, y cuando se acalló el eco de la fiesta inaugural, el paisaje recuperó la calma y de nuevo florecieron las orquídeas y anidaron los pájaros. Los habitantes de San Jerónimo retomaron sus quehaceres habituales y casi lograron olvidar la presencia del Palacio de Verano. Entonces, lentamente, volvieron los indios invisibles a ocupar su territorio.

Las primeras señales fueron tan discretas que nadie les prestó atención: pasos y murmullos, siluetas fugaces entre las columnas, la huella de una mano sobre la clara superficie de una mesa. Poco a poco comenzó a desaparecer la comida de las cocinas y las botellas de las bodegas, por las mañanas algunas camas aparecían revueltas. Los empleados se culpaban unos a otros, pero se abstuvieron de levantar la voz, porque a nadie le convenía que el oficial de guardia tomara el asunto en sus manos. Era imposible vigilar toda la extensión de esa casa, mientras revisaban un cuarto, en el de al lado se oían suspiros, pero cuando abrían la puerta sólo encontraban las cortinas temblorosas, como si alguien acabara de pasar a través de ellas. Se corrió el rumor de que el Palacio estaba embrujado y pronto el miedo alcanzó también a los soldados, que dejaron de hacer rondas nocturnas y se limitaron a permanecer inmóviles en sus puestos, oteando el paisaje, aferrados a sus armas. Asustados, los sirvientes ya no bajaron a los sótanos y por precaución cerraron varios aposentos con llave. Ocupaban la cocina y dormían en un ala del edificio, El resto de la mansión quedó sin vigilancia, en posesión de esos indios incorpóreos, que habían dividido los cuartos con líneas ilusorias y se habían establecido allí como espíritus traviesos. Habían resistido el paso de la historia, adaptándose a los cambios cuando fue inevitable y ocultándose en una dimensión propia cuando fue necesario. En las habitaciones del Palacio encontraron refugio, allí se amaban sin ruido, nacían sin celebraciones y morían sin lágrimas. Aprendieron tan bien todos los vericuetos de ese dédalo de mármol, que podían existir sin 'inconvenientes en el mismo espacio con los guardias y el personal de servicio sin rozarse jamás, como.si pertenecieran a otro tiempo.

El embajador Lieberman desembarcó en el puerto con su esposa y un cargamento de bártulos. Viajaba con sus perros, con todos sus muebles, su biblioteca, su colección de discos de ópera y toda clase de implementos deportivos, incluyendo un bote a vela. Desde que le anunciaron su nueva destinación comenzó a detestar aquel país. Dejaba su puesto de ministro consejero en Viena, impulsado por la ambición de ascender a embajador, aunque fuera en Sudamérica, una tierra estrafalaria que no le inspiraba ni la menor simpatía. En cambio Marcia, su mujer, tomó el asunto con mejor humor. Estaba dispuesta a seguir a su marido en su peregrinaje diplomático, a pesar de que cada día se sentía más alejada de él y de que los asuntos mundanos le interesaban muy poco, porque a su lado disponía de una gran libertad. Bastaba cumplir con ciertos requisitos mínimos de una esposa y el resto del tiempo le pertenecía. En verdad su

marido, demasiado ocupado en su trabajo y sus deportes, apenas se daba cuenta de su existencia, sólo la notaba cuando estaba ausente. Para Lieberman su mujer era un complemento indispensable en su carrera, le daba brillo en la vida social y manejaba con eficiencia su complicado tren doméstico. La consideraba una socia leal, pero hasta entonces no había tenido ni la menor inquietud por conocer su sensibilidad. Marcia consultó mapas y una enciclopedia para averiguar pormenores sobre esa lejana nación y comenzó a estudiar español. Durante las dos semanas de travesía por el Atlántico leyó los libros del naturalista belga y antes de conocerla ya estaba enamorada de esa caliente geografía. Era de temperamento retraído, se sentía más feliz cultivando su jardín que en los salones donde debía acompañar a su marido, y dedujo que en ese país estaría más libre de las exigencias sociales y podría dedicarse a leer, a pintar y a descubrir la naturaleza.


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