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Los cuentos de eva luna
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Автор книги: Isabel Allende



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A las nueve y media se reunieron en la casa de la Maestra Inés el árabe, el médico del pueblo y cuatro jóvenes que ella había educado desde las primeras letras y eran ya unos hombronazos de regreso del servicio militar. Riad Halabí los condujo hasta el último cuarto, donde encontraron el cadáver cubierto de insectos, porque se había quedado la ventana abierta y era la hora de los mosquitos. Metieron al infeliz en un saco de lona, lo sacaron en vilo hasta la calle y lo echaron sin mayores ceremonias en la parte de atrás del vehículo de Riad Halabí. Atravesaron todo el pueblo por la calle principal, saludando como era la costumbre a las personas que se les cruzaron por delante. Algunos les devolvieron el saludo con exagerado entusiasmo, mientras otros fingieron no verlos, riéndose con disimulo, como niños sorprendidos en alguna travesura. La camioneta se dirigió al lugar donde muchos años antes el hijo de la Maestra Inés se inclinó por última vez a coger una fruta. En el resplandor de la luna vieron la propiedad invadida por la hierba maligna del abandono, deteriorada por la decrepitud y los malos recuerdos, una colina enmarañada donde los mangos crecían salvajes, las frutas se caían de las ramas y se pudrían en el suelo, dando nacimiento a otras matas que a su vez engendraban otras y así hasta crear una selva hermética que se había tragado los cercos, el sendero y hasta los despojos de la casa, de la cual sólo quedaba un rastro casi imperceptible de olor a mermelada. Los hombres encendieron sus lámparas de queroseno y echaron a andar bosque adentro, abriéndose paso a machetazos. Cuando consideraron que ya habían avanzado bastante, uno de ellos señaló el suelo y allí, a los pies de un gigantesco árbol abrumado de fruta, cavaron un hoyo profundo, donde depositaron el saco de lona. Antes de cubrirlo de tierra, Riad Halabí dijo una breve oración musulmana, porque no conocía otras. Regresaron al pueblo a medianoche y vieron que todavía nadie se había retirado, las luces continuaban encendidas en todas las ventanas y por las calles transitaba la gente.

Entretanto la Maestra Inés había lavado con agua y jabón las paredes y los muebles del cuarto, había quemado la ropa de cama, ventilado la casa y esperaba a sus amigos con la cena preparada y una jarra de ron con jugo de piña. La comida transcurrió con alegría comentando las últimas riñas de gallos, bárbaro deporte, según la Maestra, pero menos bárbaro que las corridas de toros, donde un matador colombiano acababa de perder el hígado, alegaron los hombres. Riad Halabí fue el último en despedirse. Esa noche, por primera vez en su vida, se sentía viejo. En la puerta, la Maestra Inés le tomó las manos y las retuvo un instante entre las suyas.

– Gracias, turco–le dijo. – ¿Por qué me llamaste a mí, Inés? – Porque tú eres la persona que más quiero en este mundo y porque tú debiste ser el padre de mi hijo.

Al día siguiente los habitantes de Agua Santa volvieron a sus quehaceres de siempre engrandecidos por una complicidad magnífica, por un secreto de buenos vecinos, que habrían de guardar con el mayor celo, pasándoselo unos a otros por muchos años como una leyenda de justicia, hasta que la muerte de la Maestra Inés nos liberó a todos y puedo yo ahora contarlo.

CON TODO EL RESPETO DEBIDO

Eran un par de pillos. Él tenía cara de corsario y llevaba el cabello y el bigote teñidos color de azabache, pero con el tiempo cambió de estilo y se dejó las canas, que le suavizaron la expresión y le dieron un aire más circunspecto. Ella era robusta, con esa piel lechosa de las sajonas pelirrojas, una piel que en la juventud refleja la luz con brochazos opalescentes, pero en la madurez se convierte en papel manchado. Los años que pasó en los campamentos petroleros y en los villorrios de la frontera no acabaron con su vigor, herencia de sus antepasados escoceses. Ni los mosquitos, ni el calor ni el mal uso pudieron agotarle el cuerpo o mermarle las ganas de mandar. A los catorce años abandonó a su padre, un pastor protestante que predicaba la Biblia en plena selva, labor del todo inútil porque nadie entendía su jerigonza en inglés y porque en esas latitudes las palabras, incluso las de Dios, se pierden en la algarabía de las aves. A esa edad la muchacha ya había alcanzado su estatura definitiva y estaba en pleno dominio de su persona. No era una criatura sentimental. Rechazó uno a uno a los hombres que, atraídos por la llamarada incandescente de su cabello, tan raro en el trópico, le ofrecieron protección. No había oído hablar del amor y no estaba en su temperamento inventarlo, en cambio supo sacarle el mejor partido al único bien que poseía y al cumplir veinticinco ya tenía un puñado de diamantes cosidos en el doblez de sus enaguas. Se los entregó sin vacilar a Domingo Toro, el único hombre que consiguió domarla, un aventurero que recorría la región cazando caimanes y traficando con armas y whisky falsificado. Era un bribón inescrupuloso, el compañero perfecto para Abigail McGovern.

En los primeros tiempos la pareja tuvo que inventar negocios algo estrafalarios para acrecentar su capital. Con los diamantes de ella y algunos ahorros que él había obtenido con sus contrabandos, sus cueros de lagarto y sus trampas en el juego, Domingo compró fichas del Casino, porque supo que eran idénticas a las de otro casino al otro lado de la frontera, donde el valor de la moneda era muy superior. Llenó de fichas una maleta y viajó a cambiarlas por dinero contante y sonante. Alcanzó a repetir dos veces la misma operación antes de que las autoridades se alarmaran y cuando lo

hicieron resultó que no se lo podía acusar de nada ¡legal. Entretanto Abigail comerciaba con unos cacharros de barro que le compraba a los guajiros y vendía como piezas arqueológicas a los gringos de la Compañía de Petróleos, con tanto acierto que pronto pudo ampliar su empresa con falsas pinturas coloniales, hechas por un estudiante en un sucucho detrás de la catedral y envejecidas apresuradamente con agua de mar, hollín y orines de gato. Para entonces ella había depuesto los modales y las palabrotas de cuatrero, se había cortado el pelo y se vestía con trajes caros. Aunque su gusto era muy rebuscado y sus esfuerzos por parecer elegante demasiado notorios, podía pasar por una dama, lo cual facilitaba sus relaciones sociales y contribuía al éxito de sus negocios. Citaba a sus clientes en los salones del Hotel Inglés y mientras servía el té con los gestos mesurados que había aprendido a copiar, hablaba de partidas de caza y campeonatos de tenis en hipotéticos lugares de nombre británico, que nadie podía ubicar en un mapa. Después de la tercera taza mencionaba en tono confidencial el propósito de ese encuentro, mostraba fotografías de las supuestas antigüedades y dejaba en claro que su intención era salvar esos tesoros de la desidia local. El gobierno no tenía los recursos para preservar aquellos extraordinarios objetos, decía, y escamotearlos fuera del país, aunque fuera ¡legal, constituía un acto de conciencia arqueológica.

Una vez que los Toro echaron las bases de una pequeña fortuna, Abigail pretendió fundar una estirpe y convenció a Domingo de la necesidad de tener un buen nombre.

– ¿Qué hay de malo con el nuestro? – Nadie se llama Toro, es un apellido de tabernero – replicó Abigail.

– Es el de mi padre y no pienso cambiarlo. – En ese caso hay que convencer a todo el mundo de que somos ricos.

Sugirió comprar tierras y sembrar plátanos o café, como los godos de antaño, pero a él no le atraía la idea de irse a las provincias del interior, tierra salvaje, expuesta a

bandas de ladrones, al ejército o a los guerrilleros, a víboras y a toda suerte de pestes; creía que era una estupidez partir a la selva en busca de futuro, puesto que ésta se hallaba al alcance de la mano en pleno centro de la capital, era más seguro dedicarse al comercio, como los miles de sirios y judíos que desembarcaban con un atado de miserias a la espalda y al cabo de pocos años vivían con holgura.

– Nada de turquerías. Lo que yo quiero es una familia respetable, que nos llamen don y doña y nadie se atreva a hablarnos con el sombrero puesto–dijo ella.

Pero él insistió y ella acabó por acatar su decisión, como casi siempre hacía, porque cuando se le ponía al frente su marido la mortificaba con largos períodos de abstinencia y silencio. En esas ocasiones él desaparecía de la casa por varios días, regresaba maltrecho de amores clandestinos, se mudaba de ropa y volvía a salir, dejando a Abigail furiosa al principio y luego aterrada por la idea de perderlo. Ella era una persona práctica, carecía por completo de sentimientos románticos y si alguna vez hubo en ella alguna semilla de ternura, los años de suripanta, la destruyeron, pero Domingo era el único hombre que ella podía tolerar a su lado y no estaba dispuesta a dejarlo partir. Apenas Abigail cedía, él regresaba a dormir a su cama. No había reconciliaciones ruidosas, simplemente retomaban el ritmo de las rutinas y volvían a la complicidad de sus trampas. Domingo Toro instaló una cadena de tiendas en los barrios pobres, donde vendía muy barato, pero en grandes cantidades. Las tiendas le servían de pantalla para otros negocios menos lícitos. El dinero siguió amontonándose y pudieron pagar extravagancias de ricos, pero Abigail no estaba satisfecha, porque se dio cuenta de que una cosa era vivir con lujo y otra muy diferente ser aceptados en sociedad.

– Si me hubieras hecho caso no nos confundirían con comerciantes árabes. ¡Mira que ponerte a vender trapos! – le reclamó a su marido.

– No sé de qué te quejas, tenemos de todo. – Sigue con tus bazares de pobres, si eso es

lo que quieres, pero yo voy a comprar caballos de carrera.

– ¿Caballos? ¿Qué sabes tú de caballos, mujer? – Que son elegantes, toda la gente importante tiene caballos.

– ¡Nos vamos a arruinar! Por una vez Abigail logró imponer su voluntad y al poco tiempo comprobaron que no había sido mala idea. Los animales les dieron pretextos para alternar con las antiguas familias de criadores y además resultaron rentables, pero aunque los Toro aparecían con frecuencia en las páginas hípicas de la prensa, nunca estaban en la crónica social. Despechada, Abigail se puso cada vez más ostentosa. Encargó una vajilla de porcelana con su retrato pintado a mano en cada pieza, copas de cristal tallado y muebles con gárgolas furiosas en las patas, además de un raído sillón que hizo pasar como reliquia colonial, diciéndole a todo el mundo que había pertenecido al Libertador, razón por la cual le ató un cordón rojo por delante para que nadie pudiera posar las asentaderas donde el Padre de la Patria lo había hecho. Consiguió una institutriz alemana para sus hijos y un vagabundo holandés, a quien vistió de almirante, para manejar el yate de la familia. Los únicos vestigios del pasado eran los tatuajes de filibustero de Domingo y una lesión en la espalda de Abigail, como consecuencia de culebrear abierta de piernas en sus tiempos de barbarie; pero él se cubría los tatuajes con mangas largas y ella se hizo fabricar un corsé de hierro con cojinetes de seda para impedir que el dolor le postrara la dignidad. Para entonces era una mujerona obesa, cubierta de joyas, parecida a Nerón. La ambición marcó en ella los estragos físicos que las aventuras en la selva no habían logrado hacerle.

Con la intención de atraer a lo más selecto de la sociedad, los Toro ofrecían cada año para carnavales una fiesta de disfraces: la corte de Bagdad con el elefante y los camellos del zoológico y un ejército de mozos vestidos de beduinos; el Baile de Versalles, donde los invitados con trajes de brocados y pelucas empolvadas danzaron minué entre espejos biselados; y otras parrandas escandalosas que formaron parte de las leyendas locales y dieron motivo a violentas diatribas en los periódicos de izquierda. Tuvieron que apostar guardias en la casa para impedir que los estudiantes,

indignados por el despilfarro, pintaran consignas en las columnas y lanzaran caca por las ventanas, alegando que los nuevos ricos llenaban sus bañeras con champaña, mientras los nuevos pobres cazaban los gatos de los tejados para comérselos. Esas francachelas les dieron cierta respetabilidad, porque para entonces la línea que dividía las clases sociales se estaba esfumando, al país llegaba gente de todos los rincones de la tierra atraída por el miasma del petróleo, la capital crecía sin control, las fortunas se hacían y se perdían en un santiamén y ya no había posibilidad de averiguar los orígenes de cada cual. Sin embargo, las familias de alcurnia mantenían a los Toro a la distancia, a pesar de que ellos mismos descendían de otros inmigrantes cuyo único mérito era haber llegado a esas costas con medio siglo de anticipación. Asistían a los banquetes de Domingo y Abigail y a veces paseaban por el Caribe en el yate guiado por la firme mano del capitán holandés, pero no retribuían las atenciones recibidas. Tal vez Abigail habría tenido que resignarse a un segundo plano, si un evento inesperado no les da vuelta la suerte.

Esa tarde de agosto Abigail despertó abochornada de la siesta, hacía mucho calor y el aire estaba cargado con presagios de tormenta. Se puso un vestido de seda sobre el corsé y se hizo conducir al salón de belleza. El automóvil atravesó las calles atestadas de tráfico con los vidrios cerrados, para evitar que algún resentido–de esos que cada vez había más–escupiera a la señora por la ventanilla, y se detuvo en el local a las cinco en punto, donde entró después de indicar al chófer que la recogiera una hora más tarde. Cuando el hombre regresó a buscarla Abigail no estaba. Las peluqueras dijeron que a los cinco minutos de llegar, la señora anunció que iba a hacer una corta diligencia, pero no volvió. Entretanto Domingo Toro re–cibió en su oficina la primera llamada de los Pumas Rojos, un grupo extremista del cual nadie había oído hablar hasta entonces, para anunciarle que habían secuestrado a su mujer.

Así comenzó el escándalo que salvó el prestigio de los Toro. La policía detuvo al chófer y a las peluqueras, allanaron barrios enteros y acordonaron la mansión de los Toro, con la consecuente molestia de los vecinos. Un autobús de la televisión bloqueó la calle durante días y un tropel de periodistas, detectives y curiosos pisoteó los prados de las casas. Domingo Toro apareció en las pantallas, sentado en el sillón de cuero de su biblioteca, entre un mapamundi y una yegua embalsamada, implorando a los plagiarios

que le devolvieran a la madre de sus hijos. El magnate de los baratillos, como lo llamó la prensa, ofreció un millón por su mujer, cifra muy exagerada, porque otro grupo guerrillero sólo había conseguido la mitad por un embajador del Medio Oriente. Sin embargo, a los Pumas Rojos no les pareció suficiente y pidieron el doble. Después de ver la fotografía de Abigail en los periódicos, muchos pensaron que el mejor negocio de Domingo sería pagar esa cifra, no para recuperar a su cónyuge, sino para que los raptores se quedaran con ella. Una exclamación incrédula recorrió el país cuando el marido, después de algunas consultas con banqueros y abogados, aceptó el trato, a pesar de las advertencias de la policía. Horas antes de entregar la suma estipulada, recibió por correo un mechón de pelo rojo y una nota indicando que el precio había aumentando en otro cuarto de millón. Para entonces también los hijos de los Toro salían por televisión enviando mensajes de desesperación filial a Abigail. El macabro remate fue subiendo de tono día a día, ante los ojos atentos de la prensa.

El suspenso acabó cinco días más tarde, justo cuando la curiosidad del público empezaba a desviarse en otras direcciones. Abigail apareció atada y amordazada en un coche estacionado en pleno centro, algo nerviosa y despeinada, pero sin daños visibles y hasta un poco más gorda. La tarde en que Abigail regresó a su casa se juntó una pequeña multitud en la calle para aplaudir a ese marido que había dado tal prueba de amor.

Ante el acoso de los periodistas y las exigencias de la policía, Domingo Toro asumió una actitud de discreta galantería, negándose a revelar cuánto había pagado con el argumento de que su esposa no tenía precio. La exageración popular le atribuyó una cif ra del todo improbable, mucho más de lo que ningún hombre había pagado jamás por una mujer y menos por la suya. Eso convirtió a los Toro en símbolo de opulencia, se dijo que eran tan ricos como el Presidente, quien se había beneficiado por años de los ingresos petroleros de la Nación y cuya fortuna se calculaba como una de las cinco mayores del mundo. Domingo y Abigail fueron encumbrados a la alta so–ciedad, donde no habían tenido acceso hasta entonces. Nada opacó su triunfo, ni siquiera las protestas públicas de los estudiantes, que colgaron lienzos en la Universidad acusando a Abigail de secuestrarse a sí misma, al magnate de sacar los millones de un bolsillo para meterlos en otro sin pagar impuestos, y a la policía de tragarse el cuento de los

Pumas Rojos para asustar a la gente y justificar las purgas contra los partidos de oposición. Pero las malas lenguas no lograron destruir el magnífico efecto del secuestro y una década más tarde los ToroMcGovem se habían convertido en una de las familias más respetables del país.

VIDA INTERMINABLE

Hay toda clase de historias. Algunas nacen al ser contadas, su substancia es el lenguaje y antes de que alguien las ponga en palabras son apenas una emoción, un capricho de la mente, una imagen o una intangible reminiscencia. Otras vienen completas, como manzanas, y pueden repetirse hasta el infinito sin riesgo de alterar su sentido. Existen unas tomadas de la realidad y procesadas por la inspiración, mientras otras nacen de un instante de inspiración y se convierten en realidad al ser contadas. Y hay historias secretas que permanecen ocultas en las sombras de la memoria, son como organismos vivos, les salen raíces, tentáculos, se llenan de adherencias y parásitos y con el tiempo se transforman en materia de pesadillas. A veces para exorcizar los demonios de un recuerdo es necesario contarlo como un cuento.

Ana y Roberto Blaum envejecieron juntos, tan unidos que con los años llegaron a parecer hermanos; ambos tenían la misma expresión de benevolente sorpresa, iguales arrugas, gestos de las manos, inclinación de los hombros; los dos estaban marcados por costumbres y anhelos similares. Habían compartido cada día durante la mayor parte de sus vidas y de tanto andar de la mano y dormir abrazados podían ponerse de acuerdo para encontrarse en el mismo sueño. No se habían separado nunca desde que se conocieron, medio siglo atrás. En esa época Roberto estudiaba medicina y ya tenía la pasión que determinó su existencia de lavar al mundo y redimir al prójimo, y Ana era una de esas jóvenes virginales capaces de embellecerlo todo con su candor. Se descubrieron a través de la música. Ella era violinista de una orquesta de cámara y él, que provenía de una familia de virtuosos y le gustaba tocar el piano, no se perdía ni un concierto. Distinguió sobre el escenario a esa muchacha vestida de terciopelo negro y cuello de encaje que tocaba su instrumento con los ojos cerrados y se enamoró de ella a la distancia. Pasaron meses antes de que se atreviera a hablarle y cuando lo hizo bastaron cuatro frases para que ambos comprendieran que estaban destinados a un vínculo perfecto. La guerra los sorprendió antes que alcanzaran a casarse y, como millares de judíos alucinados por el espanto de las persecuciones, tuvieron que escapar de Europa. Se embarcaron en un puerto de Holanda, sin más equipaje que la ropa

puesta, algunos libros de Roberto y el violín de Ana. El buque anduvo dos años a la deriva, sin poder atracar en ningún muelle, porque las naciones del hemisferio no quisieron aceptar su cargamento de refugiados. Después de dar vueltas por varios mares, arribó a las costas del Caribe. Para entonces tenía el casco como una coliflor de conchas y líquenes, la humedad rezumaba de su interior en un moquilleo persistente, sus máquinas se habían vuelto verdes y todos los tripulantes y pasajeros–menos Ana y Roberto defendidos de la desesperanza por la ilusión del amor–habían envejecido doscientos años. El capitán, resignado a la idea de seguir deambulando eternamente, hizo un alto con su carcasa de transatlántico en un recodo de la bahía, frente a una playa de arenas fosforescentes y esbeltas palmeras coronadas de plumas, para que los marineros descendieran en la noche a cargar agua dulce para los depósitos. Pero hasta allí no más llegaron. Al amanecer del día siguiente fue imposible echar a andar las máquinas, corroídas por el esfuerzo de moverse con una mezcla de agua salada y pólvora, a falta de combustibles mejores. A media mañana aparecieron en una lancha las autoridades del puerto más cercano, un puñado de mulatos alegres con el uniforme desabrochado y la mejor voluntad, que de acuerdo con el reglamento les ordenaron salir de sus aguas territoriales, pero al saber la triste suerte de los navegantes y el deplorable estado del buque le sugirieron al capitán que se quedaran unos días allí tomando el sol, a ver si de tanto darles rienda los inconvenientes se arreglaban solos, como casi siempre ocurre. Durante la noche todos los habitantes de esa nave desdichada descendieron en los botes, pisaron las arenas cálidas de aquel país cuyo nombre apenas podían pronunciar, y se perdieron tierra adentro en la voluptuosa vegetación, dispuestos a cortarse las barbas, despojarse de sus trapos mohosos y sacudirse los vientos oceánicos que les habían curtido el alma.

Así comenzaron Ana y Roberto Blaum sus destinos de inmigrantes, primero trabajando de obreros para subsistir y más tarde, cuando aprendieron las reglas de esa sociedad voluble, echaron raíces y él pudo terminar los estudios de medicina interrumpidos por la guerra. Se alimentaban de banana y café y vivían en una pensión humilde, en un cuarto de dimensiones escasas, cuya ventana enmarcaba un farol de la calle. Por las noches Roberto aprovechaba esa luz para estudiar y Ana para coser. Al terminar el trabajo él se sentaba a mirar las estrellas sobre los techos vecinos y ella le tocaba en su violín antiguas melodías, costumbre que conservaron como forma de cerrar el día. Años después, cuando el nombre de Blaum fue célebre, esos tiempos de pobreza se

mencionaban como referencia romántica en los prólogos de los libros o en las entrevistas de los periódicos. La suerte les cambió, pero ellos mantuvieron su actitud de extrema modestia, porque no lograron borrar las huellas de los sufrimientos pasados ni pudieron librarse de la sensación de precariedad propia del exilio. Eran los dos de la misma estatura, de pupilas claras y huesos fuertes. Roberto tenía aspecto de sabio, una melena desordenada le coronaba las orejas, llevaba gruesos lentes con marcos redondos de carey, usaba siempre un traje gris, que reemplazaba por otro igual cuando Ana renunciaba a seguir zurciendo los puños, y se apoyaba en un bastón de bambú que un amigo le trajo de la India. Era un hombre de pocas palabras, preciso al hablar como en todo lo demás, pero con un delicado sentido del humor que suavizaba el peso de sus conocimientos. Sus alumnos habrían de recordarlo como el más bondadoso de los profesores. Ana poseía un temperamento alegre y confiado, era incapaz de imaginar la maldad ajena y por eso resultaba inmune a ella. Roberto reconocía que su mujer estaba dotada de un admirable sentido práctico y desde el principio delegó en ella las decisiones importantes y la administración del dinero. Ana cuidaba de su marido con mimos de madre, le cortaba el cabello y las uñas, vigilaba su salud, su comida y su sueño, estaba siempre al alcance de su llamado. Tan indispensable les resultaba a ambos la compañía del otro, que Ana renunció a su vocación musical, porque la habría obligado a viajar con frecuencia, y sólo tocaba el violín en la intimidad de la casa. Tomó la costumbre de ir con Roberto en las noches a la morgue o a la biblioteca de la universidad donde él se quedaba investigando durante largas horas. A los dos les gustaba la soledad y el silencio de los edificios cerrados.

Después regresaban caminando por las calles vacías hasta el barrio de pobres donde se encontraba su casa. Con el creci–miento descontrolado de la ciudad ese sector se convirtió en un nido de traficantes, prostitutas y ladrones, donde ni los carros de la policía se atrevían a circular después de la puesta del sol, pero ellos lo cruzaban de madrugada sin ser molestados. Todo el mundo los conocía. No había dolencia ni problema que no fueran consultados con Roberto y ningún niño había crecido allí sin probar las galletas de Ana. A los extraños alguien se encargaba de explicarles desde un principio que por razones de sentimiento los viejos eran intocables. Agregaban que los Blaum constituían un orgullo para la Nación, que el Presidente en persona había condecorado a Roberto y que eran tan respetables, que ni siquiera la Guardia los molestaba cuando entraba al vecindario con sus máquinas de guerra, allanando las

casas una por una.

Yo los conocí al final de la década de los sesenta, cuando en su locura mi Madrina se abrió el cuello con una navaja. La llevamos al hospital desangrándose a borbotones, sin que nadie alentara esperanza real de salvarla, pero tuvimos la buena suerte de que Roberto Blaum estaba allí y procedió tranquilamente a coserle la cabeza en su lugar. Ante el asombro de los otros médicos, mi Madrina se repuso. Pasé muchas horas sentada junto a su cama durante las semanas de convalecencia y hubo varias ocasiones de conversar con Roberto. Poco a poco iniciamos una sólida amistad. Los Blaum no tenían hijos y creo que les hacía falta, porque con el tiempo llegaron a tratarme como si yo lo fuera. Iba a verlos a menudo, rara vez de noche para no aventurarme sola en ese vecindario, ellos me agasajaban con algún plato especial para el almuerzo. Me gustaba ayudar a Roberto en el jardín y a Ana en la cocina. A veces ella cogía su violín y me regalaba un par de horas de música. Me entregaron la llave de su casa y cuando viajaban yo les cuidaba al perro y les regaba las plantas.

Los éxitos de Roberto Blaum habían empezado temprano, a pesar del atraso que la guerra impuso a su carrera. A una edad en que otros médicos se inician en los quirófanos, él ya había publicado algunos ensayos de mérito, pero su notoriedad comenzó con la publicación de su libro sobre el derecho a una muerte apacible. No le tentaba la medicina privada, salvo cuando se trataba de algún amigo o vecino, y prefería practicar su oficio en los hospitales de indigentes, donde podía atender a un número mayor de enfermos y aprender cada día algo nuevo. Largos turnos en los pabellones de moribundos le inspiraron una compasión por esos cuerpos frágiles encadenados a las máquinas de vivir, con el suplicio de agujas y mangueras, a quienes la ciencia les negaba un final digno con el pretexto de que se debe mantener el aliento a cualquier costo. Le dolía no poder ayudarlos a dejar este mundo y estar obligado, en cambio, a retenerlos contra su voluntad en sus camas agonizantes. En algunas ocasiones el tormento impuesto a uno de sus enfermos se le hacía tan insoportable, que no lograba apartarlo ni un instante de su mente. Ana debía despertarlo, porque gritaba dormido. En el refugio de las sábanas él se abrazaba a su mujer, la cara hundida en sus senos, desesperado. _¿Por qué no desconectas los tubos y le alivias los padecimientos a ese pobre infeliz? Es lo más piadoso que puedes hacer. Se va a morir

de todos modos, tarde o temprano.

– No puedo, Ana. La ley es muy clara, nadie tiene derecho a la vida de otro, pero para mí esto es un asunto de conciencia.

– Ya hemos pasado antes por esto y cada vez vuelves a suf rir los mismos remordimientos. Nadie lo sabrá, será cosa de un par de minutos.

Si en alguna oportunidad Roberto lo hizo, sólo Ana lo supo.

Su libro proponía que la muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara inservible, mientras el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos. La agonía, como el nacimiento, es una etapa del viaje y merece la misma misericordia. No hay la menor virtud en prolongar los latidos y temblores de un cuerpo más allá del fin natural, y la labor del médico debe ser facilitar el deceso, en vez de contribuir a la engorrosa burocracia de la muerte. Pero tal decisión no podía depender sólo del discernimiento de los profesionales o la misericordia de los parientes, era necesario que la ley señalara un criterio.

La proposición de Blaum provocó un alboroto de sacerdotes, abogados y doctores. Pronto el asunto trascendió de los círculos científicos e invadió la calle, dividiendo las opiniones. Por primera vez alguien hablaba de ese tema, hasta entonces la muerte era un asunto silenciado, se apostaba a la inmortalidad, cada uno con la secreta esperanza de vivir para siempre. Mientras la discusión se mantuvo a un nivel filosófico, Roberto Blaum se presentó en todos los foros para sostener su alegato, pero cuando se convirtió en otra diversión de las masas, él se refugió en su trabajo, escandalizado ante la desvergüenza con que explotaron su teoría con fines comerciales. La muerte pasó a primer plano, despojada de toda realidad y convertida en alegre motivo de moda.

Una parte de la prensa acusó a Blaum de promover la eutanasia y comparó sus ideas con las de los nazis, mientras otra parte lo aclamó como a un santo. Él ignoró el revuelo y continuó sus investigaciones y su labor en el hospital. Su libro se tradujo a varias lenguas y se difundió en otros países, donde el tema también provocó reacciones apasionadas. Su fotografía salía con frecuencia en las revistas de ciencia. Ese año le ofrecieron una cátedra en la Facultad de Medicina y pronto se convirtió en el profesor más solicitado por los estudiantes. No había ni asomo de arrogancia en Roberto Blaum, tampoco el fanatismo exultante de los administradores de las revelaciones divinas, sólo la apacible certeza de los hombres estudiosos. Mientras mayor era la fama de Roberto, más recluida era la vida de los Blaum. El impacto de esa breve celebridad los, asustó y acabaron por admitir a muy pocos en su círculo más íntimo.


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