Текст книги "El ojo"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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—¿Por qué lucha? —balbuceé—. ¿Qué le cuesta? Para usted no es más que un pequeño gesto caritativo..., para mí lo es todo.
Creo que podría haber consumado un estremecimiento de éxtasis oneirótico si hubiese podido abrazarla unos segundos más; pero consiguió soltarse y ponerse en pie. Se alejó hacia la baranda del balcón, carraspeando y mirándome con ojos entrecerrados, y en algún lugar del cielo se elevó una larga vibración parecida a un arpa: la nota final. No tenía nada más que perder. Lo revelé todo, grité que Mukhin no la amaba ni podía amarla, en un torrente de vulgaridad le describí la certeza de nuestra felicidad si se casaba conmigo y, finalmente, sintiendo que estaba a punto de echarme a llorar, arrojé su libro, que de algún modo tenía en mis manos, y me volví para marcharme, dejando a Vanya para siempre en su balcón, con el viento, con el calinoso cielo primaveral y con el misterioso sonido de contrabajo de un avión invisible.
En el salón, no muy lejos de la puerta, Mukhin estaba sentado, fumando. Me siguió con la mirada y dijo con calma:
—Nunca creí que fuera tan canalla.
Lo saludé con una ligera inclinación de cabeza y salí.
Descendí a mi habitación, cogí el sombrero y me precipité a la calle. Al entrar en la primera floristería que vi, empecé a taconear y a silbar, pues no había nadie a la vista. El delicioso aroma fresco de las flores a mi alrededor estimulaba mi voluptuosa impaciencia. La calle se prolongaba en el espejo lateral contiguo al escaparate, pero no era más que una prolongación ilusoria: un coche que había pasado de izquierda a derecha desapareció repentinamente, si bien la calle lo esperaba imperturbable; otro coche, que se había estado acercando en sentido contrario, desapareció también: uno de los dos había sido sólo un reflejo. Finalmente apareció la dependienta. Elegí un gran ramo de lirios de los valles. Frías gemas goteaban de sus resistentes campanillas, y el dedo anular de la dependienta estaba vendado: debía de haberse pinchado. Se dirigió al mostrador y durante largo tiempo estuvo atareada haciendo crujir una gran cantidad de papel desagradable. Los tallos fuertemente atados formaban una gruesa y rígida salchicha; nunca había imaginado que los lirios de los valles pudiesen ser tan pesados. Al empujar la puerta, observé el reflejo en el espejo lateral: un joven con un sombrero hongo y con un ramo en las manos se acercó apresuradamente hacia mí. Aquel reflejo y yo nos fundimos en uno. Salí a la calle.
Caminé muy deprisa, con pasos menudos, rodeado de una nubecita de humedad floral, intentando no pensar en nada, intentando creer en el maravilloso poder curativo del lugar concreto hacia el que me apresuraba. Ir allí era la única forma de impedir el desastre: la vida, sofocante y onerosa, llena de tormento familiar, estaba a punto de abalanzarse de nuevo sobre mí y de refutar groseramente que era un fantasma. Es espantoso cuando la vida real de pronto resulta ser un sueño, pero ¡cuánto más espantoso cuando lo que uno ha creído que era un sueño —fluido e irresponsable– de pronto empieza a cuajarse como realidad! Tenía que poner fin a esto, y sabía cómo hacerlo.
Al llegar a mi destino, empecé a tocar el timbre, sin detenerme a recuperar el aliento; toqué como si estuviera apagando una sed insoportable: largamente, con avidez, totalmente olvidado de mí mismo.
—Está bien, está bien, está bien —refunfuñó ella, abriendo la puerta.
Crucé precipitadamente el umbral y arrojé el ramo en sus manos.
—¡Oh, qué hermoso! —dijo y, ligeramente desconcertada, me clavó sus viejos ojos azul claro.
—No me dé las gracias —grité, alzando impetuosamente la mano—, pero hágame un favor: permítame que eche un vistazo a mi antigua habitación. Se lo suplico.
—¿La habitación? —dijo la anciana—. Lo siento, pero, por desgracia, no está libre. Pero qué hermoso, qué amable de su parte...
—No me ha comprendido bien —dije, temblando de impaciencia—. Sólo quiero echar un vistazo. Eso es todo. Nada más. Por las flores que le he traído. Por favor. Estoy seguro de que el huésped se ha ido a trabajar...
Deslizándome hábilmente por delante de ella, corrí por el pasillo y ella me siguió.
—Por el amor de Dios, la habitación está alquilada —seguía repitiendo—. El doctor Galgen no tiene intención de irse. No puedo dársela.
Abrí la puerta de un tirón. Los muebles de alguna manera estaban distribuidos de un modo distinto; en el aguamanil había un jarro nuevo; y, en la pared de detrás, encontré el agujero, cuidadosamente tapado con yeso: sí, en el momento en que lo encontré me sentí más tranquilo. Con la mano apretada en el corazón, contemplé la huella secreta de mi bala: era mi prueba de que realmente había muerto; el mundo recobró de inmediato su tranquilizadora insignificancia: volvía a ser fuerte, nada podía herirme. Con un amplio gesto de mi fantasía estaba listo para evocar la sombra más temible de mi existencia anterior.
Con una solemne inclinación a la anciana, salí de la habitación donde una vez un hombre se había doblado en dos al disparar el resorte fatal. Al pasar por el vestíbulo, vi mis flores sobre la mesa y, fingiéndome distraído, las recogí rápidamente, diciéndome que la estúpida vieja era poco digna de un regalo tan caro. En efecto, podría enviárselas a Vanya con una nota triste y a la vez divertida. La húmeda frescura de las flores resultaba agradable; el delgado papel había cedido en algunas partes y, al apretar con los dedos el fresco cuerpo verde de los tallos, recordé el gorgoteo y el goteo que me habían acompañado a la nada. Paseé con calma por el borde mismo de la acera y, entrecerrando los ojos, imaginé que avanzaba por el borde de un precipicio cuando de pronto una voz me llamó a mi espalda.
—Gospodin Smurov —dijo en un tono alto pero vacilante.
Al sonido de mi nombre me volví, pisando involuntariamente el pavimento con un pie. Era Kashmarin, el marido de Matilda, y se estaba sacando un guante amarillo, con una prisa tremenda por ofrecerme la mano. Iba sin su famoso bastón y de algún modo había cambiado: tal vez estaba más gordo. Tenía una expresión azorada y sus dientes grandes y sin brillo simultáneamente rechinaban al guante rebelde y me sonreían a mí. Por fin su mano avanzó efusiva hacia mí con los dedos extendidos. Sentí una extraña debilidad; estaba profundamente conmovido; mis ojos empezaron incluso a escocerme.
—Smurov —dijo—, no puede imaginar cómo me alegra haber topado con usted. Lo he estado buscando frenéticamente, pero nadie sabía su dirección.
Entonces me di cuenta de que estaba escuchando demadiado cortésmente a esta aparición de mi vida anterior y, decidido a bajarle los humos, le dije:
—No tengo nada que discutir con usted. Debería agradecerme que no le demandara.
—Mire, Smurov —dijo con tono lastimero—, estoy tratando de disculparme de mi mal genio. No pude vivir en paz después de nuestra —mmm– acalorada discusión. Me sentí terrible. Permítame que le confiese algo, de caballero a caballero. Vea, después me enteré de que usted no era el primero ni el último, y me divorcié; sí, me divorcié.
—Usted y yo no tenemos nada que discutir —dije, y olí mi grueso y frío ramo.
—¡Oh, no sea tan rencoroso! —exclamó Kashmarin—. Vamos, pegúeme, déme un buen puñetazo, y así haremos las paces. ¿No quiere? Ve, está sonriendo (es una buena señal; no se esconda detrás de esas flores), puedo ver que sonríe. Bueno, ahora podemos hablar como amigos. Permítame que le pregunte cuánto dinero gana.
Seguí poniendo mala cara un rato más y luego le contesté. Desde el principio había tenido que controlar el deseo de decir algo agradable, algo para mostrar lo conmovido que estaba.
—Bueno, entonces, mire —dijo Kashmarin—. Le conseguiré un trabajo en el que pagan el triple. Venga a verme mañana por la mañana al Hotel Monopole.
Le presentaré a una persona útil. El trabajo es una oportunidad y no quedan descartados viajes a la Costa Azul y a Italia. Negocios de automóviles. Vendrá a verme, entonces.
Había dado en el blanco, como dicen. Hacía tiempo que estaba harto de Weinstock y sus libros. Empecé a oler de nuevo las frías flores, ocultando en ellas mi alegría y mi agradecimiento.
Kashmarin se había llevado otra imagen de Smurov. ¿Importa cuál? Porque no existo; lo que existe son los millares de espejos que me reflejan. Cada vez que conozco a alguien, aumenta la población de fantasmas que se parecen a mí. Viven en alguna parte, se multiplican en alguna parte. Sólo yo no existo. Sin embargo, Smurov seguirá viviendo por mucho tiempo. Los dos muchachos, aquellos alumnos míos, envejecerán y alguna que otra imagen mía vivirá en ellos como un parásito tenaz. Y luego llegará el día en que morirá la última persona que me recuerde. Mi imagen, un feto de ese último testigo del delito que cometí por el simple hecho de haber nacido. Tal vez una historia casual sobre mí, una simple anécdota en la que aparezco yo, pasará de él a su hijo o a su nieto, y así mi nombre y mi fantasma aparecerán fugazmente aquí y allá por un tiempo más. Luego llegará el final.
Y, sin embargo, soy feliz. Sí, soy feliz. Lo juro, juro que soy feliz. Me he dado cuenta de que la única felicidad en este mundo consiste en observar, espiar, acechar, escudriñarse a uno mismo y a los demás, no ser más que un gran ojo, ligeramente vitreo, algo inyectado en sangre, imperturbable. Juro que esto es la felicidad. Qué importa que sea un poco chabacano, un poco detestable, y que nadie aprecie todas las cosas extraordinarias que hay en mí: mi fantasía, mi erudición, mi talento literario... Soy feliz de poder contemplarme a mí mismo, porque cualquier hombre es absorbente: ¡sí, realmente absorbente! El mundo, por mucho que lo intente, no puede insultarme. Soy invulnerable. ¿Y qué me importa si se casa con otro? A menudo sueño con sus vestidos y cosas en un interminable tendedero de éxtasis, en un incesante viento de posesión, y su marido nunca sabrá lo que hago con las sedas y las lanas de la bruja danzante. Este es el logro supremo del amor. Soy feliz: ¡sí, feliz! ¿Qué más puedo hacer para demostrarlo, cómo puedo proclamar que soy feliz? Oh, gritarlo para que por fin todos me creáis, gente cruel, pagada de sí misma...
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