Текст книги "El ojo"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 1 (всего у книги 5 страниц)
Annotation
El tema de El ojo es el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente– a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.
Vladimir Nabokov
EL OJO
PREFACIO
El título ruso de esta novelita es (en su transcripción tradicional) Soglyadatay, pronunciado fonéticamente «Sagly - dat -ay», con el acento en la penúltima sílaba. Es un antiguo término militar que significa «espía» u «observador», ninguno de los cuales tiene la flexible amplitud de la palabra rusa. Después de considerar «emisario» y «gladiador», renuncié a la idea de combinar sonido y sentido, y me contenté con mantener el «ay» (pronunciación fonética de «eye»: ojo) al final del largo tallo. Con este título el relato se abrió camino plácidamente a lo largo de tres números de Playboyen los primeros meses de 1965.
Compuse el texto original en 1930, en Berlín —donde mi mujer y yo habíamos alquilado dos habitaciones a una familia alemana en la tranquila Luitpoldstrasse—, y apareció a finales de ese año en la revista de emigrados rusos Sovremennyya Zapiski, de París. La gente de este libro son los personajes favoritos de mi juventud literaria: expatriados rusos que viven en Berlín, París o Londres. En realidad, por supuesto, también podrían haber sido noruegos en Nápoles o ambracianos en Cambridge: siempre he sido indiferente a los problemas sociales, limitándome a utilizar el material que casualmente tenía a mano, como un comensal locuaz dibuja la esquina de una calle en el mantel o dispone una miga y dos aceitunas como un diagrama entre el menú y el salero. Una consecuencia divertida de esta indiferencia a la vida en comunidad y a las intrusiones de la historia es que el grupo social arrastrado descuidadamente al centro de atención artístico adquiere un aire falsamente permanente, que el escritor emigrado y sus lectores emigrados dan por supuesto en determinado momento y en determinado lugar. Los Ivan Ivanovich y Lev Osipovich de 1930 hace tiempo que han sido sustituidos por lectores no rusos y que hoy en día están perplejos e irritados por tener que imaginar una sociedad de la que no saben nada; ya que no me importa repetir una y otra vez que manojos de páginas han sido arrancados del pasado por los destructores de la libertad, desde que la propaganda soviética, hace casi medio siglo, confundió a la opinión pública extranjera haciéndola ignorar o denigrar la importancia de la emigración rusa (que todavía espera su cronista).
La época de la narración es 1924-25. La guerra civil ha terminado en Rusia hace unos cuatro años. Lenin acaba de morir, pero su tiranía sigue floreciendo. Veinte marcos alemanes no llegan a cinco dólares. Entre los expatriados del Berlín del libro hay desde indigentes hasta prósperos hombres de negocios.
Ejemplos de los últimos son Kashmarin, el marido de pesadilla de Matilda (que evidentemente se escapó de Rusia por la ruta del sur, por Constantinopla), y el padre de Evgenia y Vanya, un caballero de edad (que dirige juiciosamente la filial londinense de una empresa alemana, y mantiene a una corista). Kashmarin es probablemente lo que los ingleses llaman de «clase media», pero las dos jóvenes damas del número 5 de Peacock Street pertenecen claramente a la nobleza rusa, con título o sin él, lo que no les impide tener gustos bárbaros en sus lecturas. El carigordo marido de Evgenia, cuyo nombre hoy en día resulta más cómico, trabaja en un banco de Berlín. El coronel Mukhin, un pedante desagradable, luchó en 1919 bajo el mando de Denikin, y en 1920 bajo el de Wrangel, habla cuatro lenguas, ostenta un aire frío y mundano, y probablemente le irá bien con el trabajo fácil hacia el que lo está dirigiendo su futuro suegro. El bueno de Román Bogdanovich es un báltico empapado de cultura alemana, más que rusa. El excéntrico judío Weinstock, la pacifista doctora Marianna Nikolaevna y el mismo narrador, que no pertenece a ninguna clase concreta, son representantes de la multifacética intelectualidad rusa. Estas indicaciones deberían facilitar un poco las cosas a ese tipo de lector que (como yo mismo) desconfía de las novelas que tratan de personajes espectrales en ambientes que no le son familiares, tales como las traducciones del magiar o del chino.
Como es bien sabido (para emplear una famosa frase rusa), mis libros no sólo cuentan con la bendición de una ausencia absoluta de significación social, sino que además están hechos a prueba de mitos: los freudianos revolotean ávidamente en torno a ellos, se acercan con oviductos ardientes, se detienen, husmean y retroceden. Por otra parte, un sicólogo serio puede distinguir por entre mis criptogramas centelleantes de lluvia un mundo de disolución del alma en el que el pobre Smurov sólo existe en la medida en que se refleja en otros cerebros, que a su vez se encuentran en el mismo trance extraño y especular que él. La textura del relato remeda las novelas policíacas, pero en realidad el autor renuncia a toda intención de engañar, confundir, embaucar o bien de defraudar al lector. En efecto, sólo el lector que pesque inmediatamente el sentido obtendrá una auténtica satisfacción de El ojo. Es poco probable que incluso el más crédulo y más atento de los lectores de este rutilante relato tarde mucho en darse cuenta de quién es Smurov. Lo probé con una anciana dama inglesa, con dos doctorandos, con un entrenador de hockey sobre hielo, con un médico y con el hijo de doce años de un vecino. El niño fue el más rápido; el vecino, el más lento.
El tema de El ojoes el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente– a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.
VLADIMIR NABOKOV
Montreux, 19 de abril de 1965
* * *
Conocí a esa mujer, a esa Matilda, durante mi primer otoño de vida de emigrado en Berlín, a principios de los años veinte de dos etapas de tiempo, este siglo y mi asquerosa vida. Alguien acababa de encontrarme un puesto como preceptor en una familia rusa que todavía no había tenido tiempo de empobrecerse, y que seguía sustentándose con los fantasmas de sus antiguas costumbres de San Petersburgo. No había tenido experiencia previa en la educación de niños: no tenía la menor idea de cómo comportarme y de qué hablar con ellos. Eran dos, ambos varones. En su presencia sentía una cohibición humillante.
Llevaban la cuenta de lo que fumaba, y esa suave curiosidad me hacía mantener el cigarrillo en un ángulo extraño e incómodo, como si fuese la primera vez que fumaba; se me caía constantemente la ceniza en el regazo, y entonces sus limpias miradas pasaban atentamente de mi mano al polen gris claro que al frotarlo penetraba paulatinamente en la lana.
Matilda, una amiga de sus padres, los visitaba a menudo y se quedaba a cenar. Una noche, al irse, como caía un estrepitoso aguacero, le prestaron un paraguas, y ella dijo:
—Qué amables, muchas gracias, el joven me acompañará a casa y se lo devolverá.
A partir de entonces, acompañarla a su casa era uno de mis deberes. Supongo que más bien me atraía, esa dama rolliza, sin inhibiciones, con ojos de vaca y una boca grande que formaba un frunce carmesí, un intento de capullo de rosa, cuando se miraba en su espejo de bolsillo para empolvarse la cara. Tenía los tobillos delgados y un andar airoso que compensaba muchas cosas. Rezumaba un calor gracioso; en cuanto aparecía, yo tenía la sensación de que habían subido la calefacción del cuarto, y cuando, tras deshacerme de este gran horno vivo al acompañarla a su casa, regresaba solo entre los sonidos líquidos y el brillo de azogue de la noche despiadada, tenía frío, frío hasta casi sentir náuseas.
Más tarde llegó su marido de París y venía a cenar con ella; era un marido como cualquier otro, y no le presté mucha atención, salvo para reparar en la costumbre que tenía de carraspear en el puño antes de hablar, con un ruido rápido y sordo; y en el pesado bastón negro de puño brillante con el que daba golpecitos en el suelo mientras Matilda transformaba la despedida de la anfitriona en un exuberante soliloquio. Al cabo de un mes el marido partió, y, la misma noche en que por primera vez la acompañé a su casa, Matilda me invitó a que subiera para que me llevara un libro que hacía tiempo intentaba persuadirme de que leyera, algo en francés titulado Ariane , Jeune Filie Russe. Llovía como de costumbre, y había halos temblorosos en torno a los faroles; mi mano derecha estaba sumergida en el pelo caliente de su abrigo de piel de topo; con la izquierda sostenía un paraguas abierto sobre el que tamborileaba la noche. Este paraguas —más tarde, en el piso de Matilda– estaba abierto junto a un radiador de vapor y no dejaba de gotear y gotear, vertiendo una lágrima cada medio minuto, y así logró formar un gran charco. En cuanto al libro, me olvidé de llevármelo.
Matilda no fue mi primera amante. Antes de ella, me amó una costurera de San Petersburgo. También ella era rolliza, y también ella no dejaba de aconsejarme que leyera cierta novelita ( Murochka, historia de la vida de una mujer). Estas dos abundantes damas emitían, durante la tormenta sexual, un pitido agudo, asombrado, infantil, y a veces me parecía que había sido un esfuerzo inútil todo lo que había sufrido cuando me escapé de la Rusia bolchevique, cruzando, muerto de miedo, la frontera finlandesa (aunque fuera en un tren rápido y con un pase prosaico), sólo para saltar de un brazo a otro casi idéntico. Además, Matilda pronto empezó a aburrirme. Tenía un tema de conversación constante y, para mí, deprimente: su marido. Este hombre, decía, era un noble bruto. La mataría en el acto si llegara a enterarse. La adoraba y era ferozmente celoso. Una vez, en Constantinopla, había agarrado a un francés emprendedor y lo golpeó varias veces contra el suelo, como a un trapo. Era tan apasionado que daba miedo. Pera era hermoso en su crueldad. Yo intentaba cambiar de tema, pero éste era el caballo de batalla de Matilda, que ella montaba con sus muslos gordos y robustos. La imagen que creaba de su marido resultaba difícil de conciliar con el aspecto del hombre en el que yo apenas si había reparado. Al mismo tiempo, me parecía sumamente desagradable conjeturar que después de todo tal vez no era una fantasía suya, y, en ese momento, un celoso fanático en París, percibiendo la situación difícil en que se encontraba, estaba representando el papel banal que le había asignado su esposa: rechinar los dientes, poner los ojos en blanco y respirar hondo por la nariz.
A menudo, cuando regresaba trabajosamente a casa, con la petaca vacía, la cara ardiéndome en la brisa matutina como si acabase de quitarme el maquillaje teatral, con una palpitación de dolor que me resonaba en la cabeza a cada paso, examinaba por todos lados mi insignificante felicidad, y me maravillaba, me apiadaba de mí mismo, y me sentía abatido y asustado. Para mí la cumbre del acto amoroso no era más que una loma desierta con una vista despiadada. Al fin y al cabo, para vivir feliz, un hombre tiene que conocer de vez en cuando unos instantes de perfecto vacío. Sin embargo, yo estaba siempre expuesto, siempre con los ojos abiertos; incluso cuando dormía no dejaba de vigilarme, sin comprender nada de mi existencia, me enloquecía la idea de no poder dejar de ser consciente de mí mismo, y envidiaba a todas esas personas simples —oficinistas, revolucionarios, tenderos– quienes, con confianza y concentración, realizan sus trabajos insignificantes. No tenía ningún caparazón de ese tipo; y en aquellas mañanas terribles de color azul pastel, mientras mis tacones resonaban por la ciudad desierta, imaginaba a alguien que se enloquece porque empieza a percibir claramente el movimiento de la esfera terrestre: allí está, tambaleándose, intentando mantener el equilibrio, agarrándose a los muebles; o sentándose junto a una ventana con una mueca excitada, como la del desconocido en un tren que se dirige a ti diciendo: «Vaya forma de devorar las vías, ¿no es cierto?» Pero pronto tanto sacudimiento y balanceo lo marean; empieza a chupar un limón o un cubito de hielo, y se tiende en el suelo, mas todo en vano. El movimiento no puede detenerse, el maquinista está ciego, los frenos no se encuentran por ninguna parte: y el corazón le estalla cuando la velocidad se vuelve intolerable.
¡Y qué solo estaba! Matilda, que preguntaba coquetamente si escribía poesía; Matilda, que me incitaba astutamente a que la besara en la escalera o en la puerta, sólo para tener la oportunidad de fingir un estremecimiento y susurrar apasionadamente: «Qué loco...»; Matilda, naturalmente, no contaba. ¿Y a quién más conocía yo en Berlín? Al secretario de una organización de ayuda a los emigrados; la familia que me empleaba como preceptor; el señor Weinstock, propietario de una librería rusa; la viejecita alemana a la que había alquilado antes una habitación: una lista exigua. Así que todo mi indefenso ser invitaba a la calamidad. Una noche, la invitación fue aceptada.
Eran aproximadamente las seis. En el interior el aire se iba haciendo más pesado a medida que anochecía, y yo apenas podía distinguir las líneas del divertido cuento de Chejov que estaba leyendo con voz insegura a mis educandos; pero no me atrevía a encender las luces: esos niños tenían una extraña propensión, impropia en personas de su edad, a la frugalidad, un odioso instinto para la economía doméstica; sabían el precio exacto de los embutidos, la mantequilla, la electricidad, las distintas marcas de coches. Mientras leía en voz alta Los amores del contrabajo, tratando inútilmente de divertirles, y sintiendo vergüenza por mí mismo y por el pobre autor, sabía que se daban cuenta de mi lucha con el borroso anochecer y esperaban tranquilamente para ver si iba a aguantar hasta que se encendiera la primera luz en la casa de enfrente, que diera el ejemplo. Lo conseguí, y la luz fue mi recompensa.
Apenas me estaba preparando para dar mayor animación a mi voz (al acercarse el pasaje más divertido del cuento) cuando de pronto sonó el teléfono en el vestíbulo. Estábamos solos en el piso, y los niños se pusieron en pie de un salto y se lanzaron a la carrera hacia el discordante sonido. Permanecí con el libro abierto en el regazo, sonriendo tiernamente a la línea interrumpida. La llamada resultó ser para mí. Me senté en un crujiente sillón de mimbre y acerqué el auricular al oído. Mis alumnos se quedaron a mi lado, uno a la derecha, el otro a la izquierda, observándome imperturbables.
—Salgo ahora mismo —dijo una voz masculina—. Confío en que estará en casa.
—Su confianza no se verá traicionada —contesté de buen humor—. Pero, ¿quién es usted?
—¿No me reconoce? Tanto mejor: será una sorpresa —dijo la voz.
—Pero me gustaría saber quién habla —insistí, riendo. (Más tarde fue sólo con horror y vergüenza como recordé el malicioso tono burlón de mi voz.)
—A su debido tiempo —dijo la voz, cortante.
Ahí es cuando empecé realmente a divertirme:
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué? —pregunté—. Qué forma más divertida de...
Me di cuenta de que estaba hablando al vacío, me encogí de hombros y colgué.
Volvimos al salón. Dije:
—Vamos a ver, ¿dónde estábamos?
Y, una vez encontrado el pasaje, reanudé la lectura.
Sin embargo, sentí una extraña inquietud. Mientras leía mecánicamente en voz alta, me seguía preguntando quién podría ser este invitado. ¿Un recién llegado de Rusia? Revisé vagamente las caras y las voces que conocía —por desgracia no eran muchas– y por alguna razón me detuve en un estudiante llamado Ushakov. El recuerdo de mi único año de universidad en Rusia, y de mi soledad allí, conservaba al tal Ushakov como un tesoro. Cuando, durante una conversación, yo adoptaba una expresión maliciosa y ligeramente soñadora al mencionarse la canción festiva Gaudeamus igitur y los irresponsables tiempos de estudiante, quería decir que estaba pensando en Ushakov, aunque bien sabe Dios que sólo había charlado un par de veces con él (sobre política u otras tonterías, no recuerdo qué). Sin embargo, era muy poco probable que fuera tan misterioso por teléfono. Me perdí en conjeturas, imaginándome bien a un agente comunista, bien a un excéntrico millonario en busca de un secretario.
El timbre. Nuevamente los niños se precipitaron hacia el vestíbulo. Dejé el libro y los seguí sin prisa. Con gran entusiasmo y destreza corrieron el pequeño cerrojo de acero, accionaron algún artilugio adicional y la puerta se abrió.
Un extraño recuerdo... Incluso ahora, ahora que tantas cosas han cambiado, se me cae el alma a los pies cuando libero ese extraño recuerdo, como a un peligroso criminal de su celda. Fue entonces cuando se derrumbó todo un muro de mi vida, sin ruido alguno, como en el cine mudo. Comprendí que algo catastrófico estaba a punto de ocurrir, pero indudablemente había una sonrisa en mi cara y, si no me equivoco, insinuante; y mi mano, extendida, condenada a encontrar un vacío y anticipándose a ese vacío, trató, sin embargo, de completar el gesto (asociado en mi mente con la resonancia de la frase «cortesía elemental»).
—Abajo esa mano —fueron las primeras palabras del invitado, mientras miraba la palma de la mano ofrecida, que ya se estaba hundiendo en el abismo.
No era extraño que no hubiese reconocido su voz hacía un momento. Lo que en el teléfono había sonado como una forzada cualidad que deformaba un timbre familiar era, en efecto, una rabia realmente excepcional, un sonido apagado que hasta entonces no había oído nunca en una voz humana. Aquella escena permanece en mi memoria como un tableau vivant: el vestíbulo radiantemente iluminado; yo, sin saber qué hacer con mi mano rechazada; un niño a la derecha y un niño a la izquierda, ambos mirando no al visitante sino a mí; y el propio visitante, con un impermeable color oliva de hombreras a la moda, la cara pálida como paralizada por el flashde un fotógrafo: ojos saltones, narices dilatadas, y un labio repleto de veneno bajo el negro triángulo equilátero de su acicalado bigote. Luego se inició un movimiento apenas perceptible: los labios sonaron al despegarse, y el grueso bastón negro que llevaba en la mano se agitó ligeramente; ya no pude apartar la mirada de aquel bastón.
—¿Qué es? —pregunté—. ¿Qué pasa? Tiene que haber algún malentendido... Sí, un malentendido.
Llegado a este punto encontré un lugar humillante, imposible, para mi mano todavía en el aire, todavía ansiosa: en un vago intento por conservar la dignidad, apoyé la mano en el hombro de uno de mis alumnos; el niño la miró con recelo.
—Mire, amigo mío —espetó el visitante—, apártese un poco. No les voy a hacer daño, no tiene por qué protegerles. Lo que necesito es un poco de espacio, porque voy a sacudirle el polvo.
—Esta no es su casa —dije—. No tiene ningún derecho a armar un escándalo. No comprendo qué quiere de mí...
Me pegó. Me dio un golpe tan sonoro y enérgico en pleno hombro que me tambaleé hacia un lado, haciendo que la silla de mimbre se escapara de mi camino como si tuviera vida. Mostró los dientes y se dispuso a pegarme de nuevo. El golpe me dio en el brazo levantado. Entonces me batí en retirada y me refugié en el salón. Me siguió. Otro detalle curioso: yo estaba gritando a voz en cuello, dirigiéndome a él por su nombre y patronímico, preguntándole a gritos qué le había hecho. Cuando me alcanzó de nuevo, traté de protegerme con un cojín que había agarrado en la huida, pero me lo sacó de la mano de un golpe.
—Esto es una vergüenza —grité—. Estoy desarmado. He sido difamado. Me las pagará...
Me refugié detrás de la mesa y, como antes, todo se congeló por un momento en un cuadro vivo. Allí estaba, mostrando los dientes, el bastón en alto, y, detrás de él, uno a cada lado de la puerta, estaban los niños: tal vez mi recuerdo, llegado a este punto, se haya estilizado pero, si no me equivoco, realmente creo que uno de ellos permanecía apoyado en la pared con los brazos cruzados mientras el otro estaba sentado en el brazo de una silla, y ambos contemplaban imperturbables el castigo que me estaban administrando. De repente todo empezó a ponerse en movimiento, y los cuatro pasamos a la habitación siguiente; el nivel de su ataque descendió perversamente, mis manos formaron una abyecta hoja de parra y entonces, con un horrible golpe cegador, me atizó en la cara. Es curioso que yo mismo no hubiera podido nunca pegar a nadie, no importa la gravedad de la ofensa, y que ahora, bajo su pesado bastón, no sólo fuera incapaz de responder al ataque (ya que no estaba versado en las artes viriles), sino que incluso en aquellos momentos de dolor y humillación no pudiera imaginarme alzando la mano contra un semejante, especialmente si ese semejante estaba enojado y era fuerte; ni siquiera traté de huir a mi habitación donde, en un cajón, había un revólver: adquirido, ay de mí, solamente para ahuyentar a los fantasmas.
La inmovilidad contemplativa de mis dos alumnos, las distintas posturas en que se congelaban como frescos en el extremo de una u otra habitación, la manera obsequiosa con que encendieron las luces en el momento en que yo retrocedía hacia el comedor oscuro: todo esto tiene que ser una ilusión de la percepción: impresiones inconexas a las que yo he impartido significación y permanencia y, si vamos a eso, exactamente tan arbitrarias como la rodilla levantada de un político inmovilizado por la cámara, no en el acto de bailar una jiga, sino simplemente en el de salvar un charco.
En realidad, por lo que parece, no presenciaron toda mi ejecución; en un momento determinado, temiendo por los muebles de sus padres, fieles a su deber, empezaron a telefonear a la policía (una tentativa que el hombre interrumpió con un rugido atronador), pero no sé dónde situar este momento, si al principio o en esa apoteosis de sufrimiento y horror cuando por fin caí sin fuerzas al suelo, exponiendo mi redondeada espalda a sus golpes, sin dejar de repetir con voz ronca:
—Basta, basta, tengo el corazón débil... Basta, tengo el corazón...
Mi corazón, permítaseme que lo diga entre paréntesis, siempre ha funcionado muy bien.
Un minuto más tarde todo había terminado. Encendió un cigarrillo, jadeando ruidosamente y agitando la caja de cerillas; se quedó sin hacer nada por algún tiempo, ponderando el asunto, y luego, tras decir algo sobre una «leccioncita», se ajustó el sombrero y salió apresuradamente. Me levanté al instante del suelo y me dirigí a mi habitación. Los niños corrieron detrás de mí. Uno de ellos trató de colarse. Lo arrojé fuera de un codazo, y sé que le dolió. Cerré la puerta, me enjuagué la cara, casi gritando a causa del contacto cáustico del agua, luego saqué la maleta de debajo de la cama y empecé a hacerla. Resultó difícil: me dolía la espalda y la mano izquierda no me funcionaba bien.
Cuando salí al vestíbulo con el abrigo puesto, cargando la pesada maleta, reaparecieron los niños. Ni siquiera los miré. Mientras bajaba la escalera, sentía que me observaban desde arriba, estirando el cuerpo por encima de la barandilla. A mitad del camino me crucé con la profesora de música; el martes era su día. Era una dócil muchacha rusa con gafas y patizamba. No la saludé, sino que desvié mi cara hinchada y, espoleado por el profundo silencio de su sorpresa, salí precipitadamente a la calle.
Antes de suicidarme quería escribir unas cuantas cartas tradicionales y, durante por lo menos cinco minutos, estar sentado a salvo. De modo que paré un taxi y fui a mi antigua dirección. Por suerte, mi habitación familiar estaba libre y la propietaria, una anciana diminuta, empezó a hacer la cama en seguida: un esfuerzo inútil. Esperé impaciente a que se fuera, pero estuvo afanándose largo rato, llenando el jarro, llenando la vasija, bajando la persiana, tirando bruscamente de un cordón o algo que estaba trabado, mientras miraba hacia arriba, con la negra boca abierta. Finalmente, tras emitir un maullido de despedida, se fue.
En el centro de la habitación había un hombrecillo miserable, tembloroso, vulgar, con un sombrero hongo, quien, por alguna razón, se frotaba las manos. Esto es lo que vislumbré de mí mismo en el espejo.
Entonces abrí rápidamente la maleta y saqué papel de escribir y sobres, encontré en el bolsillo un triste cabo de lápiz y me senté a la mesa. Resultó, sin embargo, que no tenía a quién escribir. Conocía a poca gente y no quería a nadie. De modo que la idea de las cartas quedó desechada y lo demás quedó desechado también; había imaginado vagamente que tenía que ordenarlo todo, ponerme ropa limpia, y dejar todo mi dinero —veinte marcos– en un sobre con una nota diciendo quién debería recibirlo. Entonces me di cuenta de que no había decidido todo esto hoy sino hacía tiempo, en diversos momentos, cuando solía imaginar alegremente qué hacía la gente para pegarse un tiro. Como un inveterado habitante de la ciudad que recibe una invitación inesperada de un amigo del campo empieza por comprarse un termo y un par de botas resistentes, no porque realmente las pueda necesitar, sino inconscientemente como consecuencia de ciertas ideas previas, no probadas, sobre el campo, con sus largos paseos por bosques y montañas. Pero cuando llega no hay bosques ni montañas, sólo campos de labranza llanos, y nadie quiere caminar a grandes zancadas por la carretera en el calor. Entonces vi, como cuando se ve un verdadero campo de nabos en lugar de las cañadas y claros de una tarjeta postal, qué convencionales eran mis ideas previas sobre las tareas que preceden al suicidio; un hombre que ha optado por la autodestrucción está muy alejado de los negocios mundanos, y sentarse a escribir su testamento sería, en ese momento, un acto tan absurdo como darle cuerda al reloj ya que, junto con el hombre, todo el mundo queda destruido; la última carta se convierte inmediatamente en polvo y, con ella, todos los carteros; y se desvanecen como el humo los bienes legados a una progenie inexistente.
Una cosa que había sospechado desde hacía tiempo —el absurdo del mundo– se me hizo evidente. De pronto me sentí increíblemente libre, y la misma libertad era una indicación de ese absurdo. Tomé el billete de veinte marcos y lo rompí en pequeños pedazos. Me quité el reloj de pulsera y lo empecé a estrellar contra el suelo hasta que se paró. Se me ocurrió que en ese momento, si lo deseaba, podía salir corriendo a la calle y, con vulgares palabrotas de lujuria, abrazar a la mujer que eligiera; o pegar un tiro a la primera persona que encontrara, o romper un escaparate... Eso era prácticamente todo lo que se me ocurría: la imaginación de lo ilícito tiene un alcance limitado.
Cargué el revólver con cautela, torpemente, luego apagué la luz. La idea de la muerte, que en otro tiempo me había asustado tanto, era ahora una cosa íntima y simple. Tenía miedo, un miedo terrible del dolor espantoso que podría causarme la bala; pero, ¿tener miedo del negro sueño aterciopelado, de la oscuridad uniforme, mucho más aceptable y comprensible que el abigarrado insomnio de la vida? Absurdo: ¿cómo se podía tener miedo de eso? De pie en medio de la habitación oscura, me desabroché la camisa, incliné el torso hacia delante, busqué y localicé el corazón entre las costillas. Palpitaba como un animalillo al que se quiere llevar a un lugar seguro, un pajarito o un ratón a quien no se le puede explicar que no tiene por qué temer, que, por el contrario, estamos actuando por su propio bien. Pero estaba tan vivo, mi corazón; de algún modo me parecía que había algo de repugnante en apretar con fuerza el cañón contra la delgada piel bajo la que latía, resistente, un mundo portátil, de manera que aparté un poco el brazo doblado incómodamente, para que el acero no tocara mi pecho desnudo. Luego puse el cuerpo en tensión y disparé. Hubo una fuerte sacudida, y un delicioso sonido vibratorio resonó a mi espalda; nunca olvidaré aquella vibración. Fue sustituida inmediatamente por un gorgoteo de agua, un ronco ruido borboteante. Aspiré, ahogándome en la liquidez; todo dentro de mí y a mi alrededor estaba fluyendo y en movimiento. Me encontré arrodillado en el suelo; extendí la mano para afirmarme, pero se hundió en el suelo como en un agua sin fondo.
Algún tiempo después, si es que es posible hablar aquí de tiempo, quedó claro que el pensamiento humano mantiene su ímpetu después de la muerte. Me encontraba completamente enfajado: ¿era una mortaja?, ¿era simplemente la tensa oscuridad? Lo recordaba todo —mi nombre, la vida en la tierra– con perfecta claridad, y sentí un bienestar maravilloso en la idea de que ahora no había que preocuparse de nada. Con lógica maliciosa y despreocupada avancé de la sensación incomprensible de vendas apretadas a la idea de un hospital e, inmediatamente, obedeciendo a mi voluntad, se materializó a mi alrededor una espectral sala de hospital, y tenía vecinos, momias como yo, tres a cada lado. ¡Qué poderoso era el pensamiento humano, capaz de lanzarse como un rayo más allá de la muerte! Dios sabe por cuánto tiempo seguiría latiendo y creando imágenes después de que mi difunto cerebro hubiera dejado de servir para algo. El cráter familiar de un diente ahuecado seguía conmigo y, paradójicamente, esto me proporcionaba un alivio cómico. Sentía cierta curiosidad por saber cómo me habían enterrado, si había habido una misa de réquiem, y quién había asistido al funeral.