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El ojo
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 11:40

Текст книги "El ojo"


Автор книги: Владимир Набоков



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Mi atención regresó paulatinamente a Smurov. Por cierto, resultó que, a pesar de su interés por Vanya, Smurov había puesto los ojos, a hurtadillas, en la criada de los Khrushchov, una muchacha de dieciocho años, cuyo especial atractivo era la soñolienta forma de sus ojos. Ella misma no era sino soñolienta. Resulta divertido pensar qué depravadas estratagemas de juegos amorosos estaba imaginando esta muchacha de aspecto modesto —llamada Gretchen o Hilda, no recuerdo cuál de los dos nombres– cuando la puerta estaba cerrada y la bombilla prácticamente desnuda, suspendida de un largo cordón, iluminaba la fotografía de su novio (un tipo robusto con sombrero tirolés) y una manzana de la mesa de los señores. Smurov contaba estos hechos con todo detalle, y no sin cierto orgullo, a Weinstock, quien detestaba las historias indecentes y emitía un vigoroso y elocuente «¡puf!» cuando oía algo salaz. Y es por eso por lo que la gente ansiaba especialmente contarle este tipo de cosas.

Smurov llegaba a su habitación por la escalera de servicio y se quedaba mucho tiempo con ella. Al parecer, Evgenia una vez notó algo —una retirada precipitada al final del pasillo, o risas apagadas detrás de la puerta– porque mencionó con irritación que Hilda (o Gretchen) estaba liada con algún bombero. Durante este arranque, Smurov carraspeó complacido unas cuantas veces. La criada, bajando sus encantadores ojos apagados, atravesaba el comedor; lenta y cuidadosamente colocaba un frutero y sus pechos en el aparador; se detenía soñolienta para apartar un apagado rizo rubio de la sien, y luego regresaba sonámbula a la cocina; y Smurov se frotaba las manos como si fuera a pronunciar un discurso, o sonreía en el momento inoportuno durante la conversación general. Weinstock gesticulaba y escupía asqueado cuando Smurov se explayaba en el placer de contemplar a la remilgada criada trabajando cuando, muy poco antes, pisando suavemente con los pies descalzos en el suelo sin alfombra, había estado bailando el fox con la moza de cremosas ancas en su angosto cuartillo, al lejano son de un gramófono que llegaba de las dependencias de los señores: Mister Mukhin había traído de Londres algunos discos realmente encantadores con los dulces gemidos de la música de baile hawaiana.

—Es usted un aventurero —decía Weinstock—, un Don Juan, un Casanova.

Sin embargo, para sus adentros, sin duda consideraba a Smurov un espía doble o triple, y esperaba que la mesita dentro de la cual se agitaba nervioso el fantasma de Azef ofreciera nuevas e importantes revelaciones. Esta imagen de Smurov, no obstante, ahora me interesaba muy poco: estaba condenada a desvanecerse gradualmente debido a la falta de pruebas confirmatorias. Naturalmente, el misterio de la personalidad de Smurov permanecía, y era posible imaginar a Weinstock, varios años más tarde y en otra ciudad, mencionando, de pasada, a un hombre extraño que una vez había trabajado para él como vendedor, y que ahora estaba Dios sabe dónde. «Sí, un tipo muy raro», diría pensativamente Weinstock. «Un hombre hecho de un tejido de indicaciones incompletas, un hombre con un secreto oculto. Podía echar a perder a una muchacha... Es difícil decir quién le había enviado y a quién vigilaba. Sin embargo, supe de fuente fidenigna... Pero no quiero decir nada.»

Mucho más divertido era el concepto que Gretchen (o Hilda) tenía de Smurov. Un día de enero desapareció del ropero de Vanya un par de medias de seda nuevas, con lo que todo el mundo recordó una multitud de otras pequeñas pérdidas: setenta pfennigs de cambio dejados sobre la mesa y soplados como una ficha de damas; una polvera de cristal que «había escapado del neceser ruso», como dijo Khrushchov; un pañuelo de seda, por alguna razón muy apreciado («¿Dónde diablos puedo haberlo puesto?»). Luego, un día, Smurov llegó con una corbata azul, tornasolada como un pavo real, y Khrushchov parpadeó y dijo que él había tenido una corbata exactamente igual que aquélla; Smurov se sintió absurdamente violento y nunca volvió a ponerse aquella corbata. Pero, desde luego, a nadie se le pasó por la cabeza que la muy boba había robado la corbata (a propósito: ella solía decir que «la corbata es el mejor adorno del hombre») y se la había dado, por pura costumbre maquinal, a su novio del momento, como Smurov informó amargamente a Weinstock. Su perdición llegó cuando Evgenia entró por casualidad en su habitación una vez que ella no estaba, y encontró en la cómoda una colección de artículos familiares regresados de la muerte. De modo que Gretchen (o Hilda) partió con destino desconocido; Smurov trató de localizarla, pero pronto se dio por vencido y le confesó a Weinstock que ya estaba harto. Esa noche Evgenia dijo que se había enterado de algunas cosas extraordinarias por la mujer del portero.

—No era bombero, no era bombero en absoluto —dijo Evgenia, riendo—, sino un poeta extranjero, ¿no es delicioso?... Este poeta extranjero había tenido una trágica aventura amorosa y una finca familiar del tamaño de Alemania, pero le habían prohibido volver a casa, realmente delicioso, ¿no es cierto? Es una lástima que la mujer del portero no preguntase cómo se llamaba: estoy segura de que era ruso, y no me sorprendería que fuese alguien que viene a vernos... Por ejemplo, ese tipo del año pasado, ya saben a quién me refiero... el chico moreno con aquel encanto fatal, ¿cómo se llamaba?

—Ya sé a quién te refieres —dijo Vanya—. Ese barón de lo que sea.

—O tal vez era otra persona —prosiguió Evgenia—. ¡Oh, es tan delicioso! Un caballero que era todo alma, un «caballero espiritual», dice la mujer del portero. Podría morirme de risa...

—No dejaré de tomar nota de todo eso —dijo Román Bogdanovich con voz almibarada—. Mi amigo de Tallin recibirá una carta muy interesante.

—¿No se aburre nunca? —preguntó Vanya—. Empecé varias veces a escribir un diario, pero siempre lo dejaba. Y cuando lo volvía a leer me avergonzaba siempre de lo que había escrito.

—Oh, no —dijo Román Bogdanovich—. Si se hace concienzudamente y con regularidad se tiene una sensación agradable, una sensación de autoconservación, por así decirlo: conservas toda tu vida y, años más tarde, releyéndolo, puedes encontrar que no carece de fascinación. Por ejemplo, he hecho una descripción de usted que sería la envidia de cualquier escritor profesional. Una pincelada aquí, una pincelada allá, y ya está: un retrato completo...

—¡Oh, por favor, enséñemelo! —dijo Vanya.

—No puedo —contestó Román Bogdanovich con una sonrisa.

—Entonces enséñeselo a Evgenia —dijo Vanya.

—No puedo. Me gustaría, pero no puedo. Mi amigo de Tallin archiva mis colaboraciones semanales a medida que llegan, y yo, deliberadamente, no conservo copias para no caer en la tentación de hacer cambios ex post jacto: tachar cosas, etc. Y un día, cuando Román Bogdanovich sea muy viejo, Román Bogdanovich se sentará a su escritorio y empezará a releer su vida. Es para él para quien estoy escribiendo: para el futuro anciano con la barba de Santa Claus. Y si encuentro que mi vida ha sido rica y útil, entonces dejaré estas memorias como una lección para la posteridad.

—¿Y si todo es una tontería? —preguntó Vanya.

—Lo que es tontería para uno puede tener sentido para otro —contestó Román Bogdanovich en tono más bien agrio.

La idea de este diario epistolar me había interesado hacía mucho tiempo y me tenía algo preocupado. El deseo de leer por lo menos un extracto se fue convirtiendo en un violento tormento, en una preocupación constante. No tenía la menor duda de que esos apuntes contenían una descripción de Smurov. Sabía que muy a menudo un relato trivial de conversaciones y paseos por el campo, y los tulipanes o los loros del vecino, y lo que uno comió aquel día encapotado en que, por ejemplo, el rey fue decapitado: sabía que esas notas triviales a menudo viven centenares de años y que uno las lee por placer, por el sabor de antigüedad, por el nombre de un plato, por el aspecto de festiva espaciosidad allí donde ahora se apiñan altos edificios. Y, además, ocurre a menudo que el diarista, que durante su vida ha pasado desapercibido o había sido ridículizado por nulidades olvidadas, surge doscientos años más tarde como un escritor de primera clase que supo cómo inmortalizar, con un trazo de su anticuada pluma, un paisaje ventoso, el olor de una diligencia o las rarezas de un conocido. Ante la sola idea de que la imagen de Smurov pudiese conservarse tan segura, tan perdurable, sentía un escalofrío sagrado, enloquecía de deseo y sentía que tenía que interponerme espectralmente a toda costa entre Román Bogdanovich y su amigo de Tallin. Naturalmente, la experiencia me advertía que la imagen concreta de Smurov, destinada tal vez a vivir para siempre (para deleite de los eruditos), podría producirme una conmoción; pero el deseo apremiante de adquirir este secreto, de ver a Smurov a través de los ojos de los siglos venideros, era tan deslumbrante que ninguna idea de decepción podía asustarme. Sólo una cosa temía: un largo y meticuloso recorrido, pues resultaba difícil imaginar que, ya en la primera carta que interceptara, Román Bogdanovich iba a empezar directamente (como la voz que de pronto estalla en los oídos cuando encendemos la radio por un momento) con un elocuente informe sobre Smurov.

Recuerdo una calle oscura en una borrascosa noche de marzo. Las nubes se deslizaban por el cielo, adoptando diversas actitudes grotescas como asombrosos y aerostáticos bufones en un horrible carnaval, mientras yo, encorvado en el viento, sujetando el sombrero hongo que me parecía que iba a explotar como una bomba si soltaba el ala, estaba frente a la casa donde vivía Román Bogdanovich. Los únicos testigos de mi vigilia eran un farol que parecía parpadear a causa del viento y una hoja de papel de envolver que ora iba corriendo por la acera, ora trataba de enrollarse en mis piernas retozando odiosamente, por mucho que tratara de apartarla a puntapiés. Jamás había conocido un viento como aquél, ni había visto un cielo tan ebrio y desaliñado. Y esto me molestaba. Yo había venido a espiar un ritual —Román Bogdanovich, a medianoche entre el viernes y el sábado, depositando una carta en el buzón– y era indispensable que lo viese con mis propios ojos antes de que empezara a desarrollar el vago plan que había ideado. Esperaba que, apenas viera a Román Bogdanovich luchando contra el viento para apoderarse del buzón, mi plan incorpóreo cobraría vida y nitidez (había pensado improvisar un saco abierto que de algún modo introduciría en el buzón, colocándolo de forma que una carta, al echarla por la ranura, cayera en mi red). Pero este viento —que ahora zumbaba bajo la bóveda de mi sombrero, inflaba mis pantalones o se adhería a mis piernas hasta que parecían esqueléticas– me estorbaba, impidiéndome concentrarme en el asunto. La medianoche pronto cerraría por completo el ángulo agudo de las horas; sabía que Román Bogdanovich era puntual. Miré la casa y traté de adivinar detrás de cuál de las tres o cuatro ventanas iluminadas estaba sentado en este preciso instante un hombre, inclinado sobre una hoja de papel, creando una imagen, tal vez inmortal, de Smurov. Luego dirigí la mirada al oscuro cubo fijado a la verja de hierro forjado, a aquel oscuro buzón en el que dentro de poco iba a hundirse una carta inconcebible como si se hundiera en la eternidad. Me aparté del farol; y las sombras me proporcionaron una especie de febril protección. De pronto un resplandor amarillo apareció en el vidrio de la puerta principal y en mi agitación solté el ala del sombrero. Instantes después estaba girando sobre un mismo punto, con las dos manos alzadas, como si el sombrero que acababa de serme arrebatado estuviera volando todavía alrededor de mi cabeza. Con un ligero golpe, el sombrero hongo cayó y rodó por la acera. Me precipité en pos de él, tratando de pisarlo para detenerlo: y en mi carrera casi choqué con Román Bogdanovich, quien recogió mi sombrero con una mano, mientras sujetaba en la otra un sobre cerrado, blanco y enorme. Creo que mi aparición en su barrio a esa hora tan avanzada le desconcertó. Por un instante el viento nos envolvió en su violencia; grité un saludo, tratando de hacerme oír por encima del estruendo de la noche demente, y luego, con dos dedos, cogí ágil y limpiamente la carta de la mano de Román Bogdanovich.

—La echaré en el buzón, la echaré en el buzón —grité—. Me viene de paso, me viene de paso...

Tuve tiempo de vislumbrar en su cara una expresión de alarma y de incertidumbre, pero me escapé inmediatamente, corriendo los veinte metros hasta el buzón en el que fingí meter algo, pero en lugar de eso estrujé la carta en mi bolsillo interior. En este momento me alcanzó. Reparé en sus zapatillas.

—Qué modales —dijo, muy molesto—. Tal vez no tenía ninguna intención de echarla. Tenga, aquí tiene usted su sombrero... ¿Ha visto alguna vez un viento como éste?...

—Tengo prisa —jadeé (la rauda noche se llevó mi aliento)—. ¡Adiós, adiós!

Mi sombra, al sumergirse en la aureola del farol, se alargó y se me adelantó, pero luego se perdió en la oscuridad. Apenas dejé aquella calle, cesó el viento; todo estaba sorprendentemente quieto, y en medio de la quietud un tranvía gemía en una curva.

Subí sin mirar el número, porque lo que me atraía era la festiva luminosidad de su interior, ya que yo necesitaba luz inmediatamente. Encontré un cómodo asiento en un rincón y rasgué el sobre con frenética precipitación. Entonces alguien se acercó y, sobresaltado, puse el sombrero encima de la carta. Pero era solamente el cobrador. Fingí un bostezo y pagué tranquilamente el billete, pero tuve la carta oculta todo el rato, para estar a salvo de un posible testimonio en el tribunal: no hay nada más detestable que esos testigos anodinos, cobradores, taxistas, porteros. Se marchó y abrí la carta. Tenía diez páginas, escritas con letra redonda y sin una sola corrección. El principio no era muy interesante. Salté varias páginas y de pronto, como una cara familiar en medio de una confusa multitud, allí estaba el nombre de Smurov. ¡Qué suerte asombrosa!

«Me prepongo, mi querido Fyodor Robertovich, volver brevemente a ese granuja. Temo aburrirte pero, como dice el Cisne de Weimar —me refiero al ilustre Goethe– (seguía una frase en alemán). Permíteme por lo tanto explayarme de nuevo en el señor Smurov y ofrecerte un pequeño estudio sicológico...»

Hice una pausa y levanté los ojos hacia un anuncio de chocolate con leche con unos alpes lilas. Era mi última oportunidad de renunciar a penetrar en el secreto de la inmortalidad de Smurov. ¿Qué me importaba que esta carta atravesara en efecto un remoto paso montañoso para llegar hasta el próximo siglo, cuya misma denominación —un, dos y tres ceros– es tan fantástica que parece absurda? ¿Qué me importaba qué tipo de retrato pudiese «brindar», para utilizar su propia y detestable expresión, ese autor muerto hacía tiempo a su desconocida posteridad? Y de todos modos, ¿no era hora ya de abandonar mi empresa, de dar por terminada la caza, la vigilancia, el insensato intento de acorralar a Smurov? Pero, por desgracia, ésta era una retórica mental: sabía perfectamente bien que ninguna fuerza en el mundo me impediría leer aquella carta.

«Tengo la impresión, querido amigo, de que ya te he escrito sobre el hecho de que Smurov pertenece a esa clase curiosa de gente que en una ocasión llamé "izquierdosos sexuales". Todo el aspecto de Smurov, su fragilidad, su decadencia, sus gestos remilgados, su afición al agua de colonia y, en particular, esas miradas furtivas, apasionadas que dirige constantemente hacia éste, tu humilde servidor: todo ello hace tiempo que ha confirmado esta conjetura mía. Es notable que estos individuos sexualmente desgraciados, aunque suspiran físicamente por algún hermoso ejemplar de virilidad madura, a menudo eligen como objeto de su admiración (perfectamente platónica) a una mujer, una mujer a la que conocen bien, poco o nada. Y así, Smurov, a pesar de su perversión, ha elegido a Varvara como ideal. Esta gentil pero bastante estúpida muchacha es la prometida de un tal M. M. Mukhin, uno de los coroneles más jóvenes del Ejército Blanco, de modo que Smurov tiene la plena seguridad de que no se verá obligado a hacer lo que no es capaz de hacer ni desea hacer con ninguna dama, aunque fuese la mismísima Cleopatra. Además, el "izquierdoso sexual" —admito que encuentro la expresión excepcionalmente acertada– alimenta a menudo una tendencia a infringir la ley, infracción que se ve todavía más facilitada para él por el hecho de que ya existe allí una infracción a la ley de la naturaleza. Tampoco aquí nuestro amigo Smurov es ninguna excepción. Imagínate que el otro día Filip Innokentievich Khrushchov me confió que Smurov era un ladrón, un ladrón en el sentido más repugnante de la palabra. Resulta que mi interlocutor le había entregado una tabaquera de plata con símbolos ocultos —un objeto muy antiguo– y le había pedido que se la enseñara a un experto. Smurov tomó esta hermosa antigüedad, y al día siguiente le comunicó a Khrushchov, con todos los signos externos de la consternación, que la había perdido. Escuché el relato de Khrushchov y le expliqué que a veces el impulso de robar es un fenómeno puramente patológico, que incluso tiene un nombre científico: cleptomanía. Khrushchov, como tantas personas agradables pero limitadas, empezó a negar ingenuamente que en el presente caso se tratara de un «cleptómano» y no de un delincuente. No expuse ciertos argumentos que sin duda le hubieran convencido. Para mí todo está más claro que la luz del día. En vez de motejar a Smurov con el humillante calificativo de "ladrón", lo compadezco sinceramente, por paradójico que parezca.

»El tiempo ha cambiado y está peor o, en realidad, está mejor, porque este viento y esta nieve a medio derretir, ¿no anuncian la llegada de la primavera, linda primaverita, que despierta vagos deseos incluso en el corazón de un hombre de edad? Recuerdo un aforismo que sin duda...»

Hojeé rápidamente la carta hasta el final. No había nada más de interés para mí. Carraspeé y con pulso firme doblé cuidadosamente las hojas.

—Final de trayecto, señor —dijo una voz áspera encima de mí.

Noche, lluvia, las afueras de la ciudad...

Vestido con un extraordinario abrigo de pieles con un cuello femenino, Smurov está sentado en un peldaño de la escalera. De pronto Khrushchov, también con abrigo de pieles, baja y se sienta a su lado. Para Smurov es muy difícil empezar, pero hay poco tiempo y tiene que decidirse. Libera una mano delgada, reluciente de anillos —rubíes, todos rubíes—, de la ancha manga de piel y, alisándose el cabello, dice:

—Hay algo que quiero recordarle, Filip Innokentievich. Por favor, escuche atentamente.

Khrushchov asiente. Se suena la nariz (tiene un fuerte resfriado de estar constantemente sentado en la escalera). Vuelve a asentir y se le mueve nerviosamente la nariz hinchada.

Smurov continúa:

—Voy a hablarle de un pequeño incidente que ocurrió hace poco. Por favor, escuche con atención.

—Para servirle —contesta Khrushchov.

—Me resulta difícil empezar —dice Smurov—. Podría traicionarme con una palabra imprudente. Escuche con atención. Escúcheme, por favor. Tiene que comprender que vuelvo a este incidente sin ninguna idea preconcebida. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que podría tomarme por un ladrón. Usted mismo estará de acuerdo conmigo en que me es totalmente imposible saber que piensa esto: al fin y al cabo, no leo las cartas de los demás. Quiero que comprenda que el tema ha surgido por pura casualidad... ¿Me está escuchando?

—Siga —dice Khrushchov, arrebujándose en su abrigo de pieles.

—Muy bien. Volvamos atrás, Filip Innokentievich. Recordemos la miniatura de plata. Usted me pidió que se la enseñara a Weinstock. Escuche atentamente. Cuando me despedí de usted la tenía en la mano. No, no, por favor, no recite el alfabeto. Puedo comunicar con usted perfectamente sin el alfabeto. Y le juro, le juro por Vanya, le juro por todas las mujeres a las que he amado, le juro que cada palabra de la persona cuyo nombre no puedo pronunciar —ya que de otro modo usted creería que leo la correspondencia de los demás y que, por lo tanto, también soy capaz de robar—, le juro que cada palabra de él es mentira: la perdí de veras. Llegué a casa y ya no la tenía, y no es culpa mía. Lo que ocurre es que soy muy distraído, y que la quiero tanto.

Pero Khrushchov no cree a Smurov; sacude la cabeza. En vano Smurov jura, en vano retuerce sus relucientes manos blancas: es inútil, no hay palabras para convencer a Khrushchov. (Aquí mi sueño agotó su escasa provisión de lógica: a estas alturas la escalera en que tenía lugar la conversación estaba completamente sola en pleno campo, y debajo había jardines escalonados y una neblina de árboles de borrosa floración; las terrazas se extendían en lontananza, donde parecían distinguirse cascadas y praderas.)

—Sí, sí —dijo Khrushchov con voz dura y amenazadora—. Había algo dentro de aquella caja, por lo tanto es insustituible. Dentro estaba Vanya: sí, sí, esto les ocurre a veces a las muchachas... Un fenómeno muy raro, pero ocurre, ocurre...

Me desperté. Era muy temprano. Los cristales de la ventana vibraron al pasar un camión. Hacía tiempo que habían dejado de estar cubiertos de una película malva de escarcha, porque la primavera estaba cerca. Me detuve a pensar en cuántas cosas habían ocurrido últimamente, cuánta gente había conocido y qué fascinante, qué inútil era esta búsqueda de casa en casa, esta búsqueda mía del verdadero Smurov. De nada sirve fingir; todas estas personas que yo había conocido no eran seres vivientes sino sólo espejos fortuitos para Smurov. Sin embargo, uno de ellos, y para mí el más importante, el espejo más resplandeciente de todos, se negaba a ofrecerme el reflejo de Smurov. Los anfitriones y los invitados del número 5 de Peacock Street se desplazaban delante de mí de la luz a la sombra, sin esfuerzo alguno, inocentemente, creados sólo para mi entretenimiento. Una vez más Mukhin se levanta ligeramente del sofá y alarga la mano a través de la mesa hacia el cenicero, pero no veo la cara ni la mano con el cigarrillo, sólo veo su otra mano, que (¡ya inconscientemente!) se apoya por un momento en la rodilla de Vanya. Una vez más Román Bogdanovich, con barba y con un par de manzanas rojas por mejillas, inclina su cara congestionada para soplar en el té, y de nuevo Marianna se sienta y cruza las piernas, unas piernas delgadas con medias de color albaricoque. Y, bromeando —era Nochebuena, me parece—, Khrushchov se pone el abrigo de pieles de su mujer, adopta posturas de maniquí delante del espejo y se pasea por la habitación entre las carcajadas generales, que gradualmente empiezan a hacerse forzadas, porque Khrushchov siempre se excede en sus bromas. La preciosa manita de Evgenia, con las uñas tan brillantes que parecen húmedas, recoge una pala de ping-pong, y la pelotita de celuloide suena obediente a un lado y a otro de la red verde. De nuevo, en la penumbra flota Weinstock, sentado en su tabla de escritura espiritista como si fuera un volante; de nuevo, la criada —Hilda o Gretchen– pasa como en sueños de una puerta a otra, y de pronto empieza a susurrar y a salir, retorciéndose, del vestido. Siempre que lo desee, puedo acelerar o retardar a una lentitud ridícula los movimientos de toda esta gente, o distribuirlos en distintos grupos, o disponerlos en diseños diversos, iluminándolos unas veces desde abajo, otras desde un lado... Para mí, toda su existencia ha sido simplemente un débil resplandor en una pantalla.

Pero, un momento, la vida hizo un último intento por demostrarme que era real: opresiva y tierna, provocadora de excitación y tormento, dueña de cegadoras posibilidades para la felicidad, con lágrimas, con un cálido viento.

Aquel día subí al piso de ellos al mediodía. Encontré la puerta sin cerrar, las habitaciones vacías, las ventanas abiertas. En algún lugar, una aspiradora estaba poniendo toda su alma en un ardiente zumbido. De repente, a través de la puerta vidriera que conducía de la sala al balcón, vi la cabeza inclinada de Vanya. Estaba sentada en el balcón con un libro y —cosa bastante rara– era la primera vez que la encontraba sola en casa. Desde que había tratado de dominar mi amor diciéndome que Vanya, como todos los demás, existía únicamente en mi imaginación, y era un simple espejo, me había acostumbrado a adoptar un tono especial de desenvoltura con ella y ahora, al saludarla, dije sin la menor vergüenza que estaba «como una princesa que da la bienvenida a la primavera desde su altiva torre». El balcón era bastante pequeño, con macetas vacías de color verde y, en un rincón, una olla de barro rota, que comparé mentalmente con mi corazón, pues ocurre a menudo que el estilo que utilizamos al hablar con una persona influye en nuestra manera de pensar en presencia de dicha persona. El día era cálido, si bien no muy soleado, con un toque de turbiedad y de humedad: la diluida luz del sol y una brisita achispada pero mansa, recién llegada de visitar algún jardín público donde la tierna hierba estaba ya velluda y verde contra el negro de la marga. Respiré a fondo este aire y me di cuenta simultáneamente de que sólo faltaba una semana para la boda de Vanya. Esta idea me volvió a traer todo el anhelo y el dolor, me olvidé de nuevo de Smurov, olvidé que tenía que hablar despreocupadamente. Me volví y empecé a mirar hacia abajo, hacia la calle. Qué altos estábamos, y tan completamente solos.

—Tardará bastante todavía —dijo Vanya—. Te hacen esperar horas y horas en esas oficinas.

—Su vigilia romántica... —empecé, obligándome a mantener esa ligereza salvadora de vidas y tratando de convencerme de que la brisa invernal era también un poco vulgar, y de que me estaba divirtiendo enormemente.

Todavía no había mirado bien a Vanya; siempre necesitaba un poco de tiempo para aclimatarme a su presencia antes de mirarla. Ahora vi que llevaba una falda de seda negra y un pullover blanco con un escote bajo en V, y su peinado estaba especialmente cuidado. Continuó mirando el libro abierto a través de sus impertinentes: una novelita pogromista de una dama rusa de Belgrado o Harbin. Qué altos estábamos por encima de la calle, directamente en el cielo apacible, ajado... Dentro, la aspiradora dejó de zumbar.

—Ha muerto el tío Pasha —dijo, alzando la cabeza—. Sí, hemos recibido un telegrama esta mañana.

¿Qué me importaba si la existencia de ese anciano jovial e imbécil había llegado a su término? Pero ante la idea de que, junto con él, había muerto la más feliz, la más efímera imagen de Smurov, la imagen de Smurov el novio, sentí que no podía contener más la agitación que había estado brotando desde hacía tiempo en mi interior. No sé cómo empezó —tiene que haber habido algunos movimientos preparatorios—, pero recuerdo que me encontré sentado en el ancho brazo de la silla de mimbre de Vanya y ya le estaba agarrando la muñeca: ese contacto largo tiempo soñado, prohibido. Ella se sonrojó violentamente y de pronto sus ojos empezaron a brillarle con lágrimas: qué claramente veía su oscuro párpado inferior llenarse de reluciente humedad. Al mismo tiempo siguió sonriendo, como si con inesperada generosidad deseara otorgarme todas las diversas expresiones de su belleza.

—Era un viejo tan divertido —dijo, para explicar el resplandor de sus labios, pero la interrumpí:

—No puedo continuar así, no puedo aguantarlo más —musité, agarrándole con violencia la muñeca, que se puso rígida inmediatamente, y volviendo una obediente hoja del libro que tenía en el regazo—. Tengo que decirle... Pero ahora ya no importa..., me marcho y no volveré a verla nunca más. Tengo que decírselo. Al fin y al cabo, no me conoce... Pero en realidad llevo una máscara..., estoy siempre escondido detrás de una máscara...

—Vamos, vamos —dijo Vanya—, le conozco muy bien, y lo veo todo, y lo comprendo todo. Usted es una persona buena, inteligente. Espere un momento, voy a coger, el pañuelo. Está sentado encima de él. No, se me ha caído. Gracias. Por favor, suélteme la mano, suélteme la mano: no tiene que tocarme así. Por favor, no...

Volvía a sonreír, levantando las cejas asidua y cómicamente, como si me invitase a que sonriera también yo, pero había perdido todo el control y una esperanza imposible revoloteaba en torno a mí; seguí hablando y gesticulando tan frenéticamente que el brazo de la silla de mimbre crujió, y hubo momentos en que la raya del cabello de Vanya estaba justo debajo de mis labios, con lo cual ella apartaba cuidadosamente la cabeza.

—Más que la vida misma —dije yo rápidamente—, más que la vida misma, y hace ya mucho tiempo, desde el primer instante. Y usted es la primera persona que me ha dicho que soy bueno...

—Por favor, no —suplicó Vanya—. Sólo se está haciendo daño a sí mismo y a mí. Mire, ¿por qué no me deja que le cuente cómo se me declaró Román Bogdanovich? Fue tan divertido...

—No se atreva —grité—. ¿A quién le importa ese payaso? Lo sé, sé que sería feliz conmigo. Y si hay algo en mí que no le gusta, cambiaré de la forma que usted quiera.

—Me gusta todo de usted —dijo Vanya—, incluso su imaginación poética. Incluso su propensión a exagerar a veces. Pero sobre todo me gusta su bondad: pues es usted muy bondadoso y quiere mucho a todo el mundo, y luego es siempre tan absurdo y encantador. De todos modos, le suplico que deje de agarrarme la mano, o tendré que irme.

—Entonces, después de todo, ¿hay esperanza? —pregunté.

—Absolutamente ninguna —dijo Vanya—. Y usted lo sabe perfectamente bien. Y además, él va a llegar en cualquier momento.

—No puede amarlo —grité—. Se está engañando a sí misma. No es digno de usted. Puedo contarle cosas horribles de él.

—Basta ya —dijo Vanya, e hizo ademán de levantarse.

Pero al llegar a este punto, con el deseo de detener su movimiento, la abracé involuntaria e incómodamente, y, al contacto cálido, lanoso y transparente de su pullover, empezó a burbujear dentro de mí un placer turbio, atroz; estaba dispuesto a todo, incluso a la tortura más repugnante, pero tenía que besarla por lo menos una vez.


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