Текст книги "El ojo"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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—¿Dónde están sus padres? —preguntó una vez a Smurov.
—En el cementerio de una iglesia muy lejana —contestó, y por alguna razón hizo una ligera reverencia.
Evgenia, que estaba jugando con una pelota de ping-pong en una mano, dijo que ella podía acordarse de su madre y Vanya no. Aquella noche no había nadie, excepto Smurov y el inevitable Mukhin: Marianna había ido a un concierto, Khrushchov estaba trabajando en su habitación y Román Bogdanovich se había quedado en casa, como hacía todos los viernes, para escribir su diario. El tranquilo y remilgado Mukhin guardaba silencio, ajustándose de vez en cuando las pinzas de sus quevedos sin aros sobre la delgada nariz. Iba muy bien vestido y fumaba cigarrillos ingleses auténticos.
Smurov, aprovechándose de su silencio, de pronto se volvió más locuaz que en ocasiones anteriores. Dirigiéndose principalmente a Vanya, empezó a contar cómo había escapado a la muerte.
—Ocurrió en Yalta —dijo Smurov—, cuando las tropas de los rusos blancos ya se habían retirado. Me había negado a ser evacuado con los otros, ya que me proponía organizar una unidad de partisanos y seguir combatiendo a los rojos. Al principio nos ocultamos en las colinas. Fui herido durante un tiroteo. La bala me atravesó el cuerpo, rozando casi el pulmón izquierdo. Cuando recuperé el conocimiento, estaba tendido boca arriba y las estrellas se balanceaban sobre mi cabeza. ¿Qué podía hacer? Me estaba desangrando, solo en la garganta de una montaña. Decidí tratar de llegar a Yalta: muy arriesgado, pero no se me ocurría otra manera. Exigía esfuerzos increíbles. Viajé toda la noche, casi todo el tiempo a gatas. Por fin, al amanecer, llegué a Yalta. Las calles estaban todavía profundamente dormidas. Sólo llegaba, procedente de la estación de ferrocarril, el ruido de disparos. Sin duda, estaban ejecutando a alguien allí.
»Tenía un buen amigo, un dentista. Fui a su casa y di palmadas bajo su ventana. Se asomó, me reconoció y me hizo pasar inmediatamente. Estuve escondido en su casa hasta que se me curó la herida. Tenía una hija joven que me cuidó con ternura, pero ésa es otra historia. Evidentemente mi presencia exponía a mis salvadores a terribles peligros, de modo que me impacientaba por partir. Pero, ¿adonde ir? Reflexioné y decidí ir al norte, donde se rumoreaba que la guerra civil había estallado de nuevo. Así que una noche me despedí de mi bondadoso amigo con un abrazo, me dio algún dinero que, si Dios quiere, le devolveré algún día, y heme aquí caminando de nuevo por las calles familiares de Yalta. Llevaba barba y gafas, y una vieja chaqueta de campaña. Me dirigí directamente a la estación. Un soldado del Ejército Rojo estaba en la entrada de la plataforma controlando los documentos. Yo tenía un pasaporte con el nombre de Sokolov, médico militar. El guardia rojo le echó un vistazo, me devolvió los documentos, y todo hubiese salido a pedir de boca de no haber sido por un estúpido momento de mala suerte. De pronto oí la voz de una mujer que decía, con absoluta calma: "Es un ruso blanco, lo conozco bien." Conservé la presencia de ánimo e hice ademán de cruzar hacia el andén, sin mirar a mi alrededor. Pero apenas había avanzado tres pasos cuando una voz, esta vez de hombre, gritó: "¡Alto!" Me detuve. Dos soldados y una mujer desaliñada con un gorro militar de piel me rodearon. "Sí, es él —dijo la mujer—. Deténganlo." Reconocí en esta comunista a una criada que había trabajado antiguamente para unos amigos míos. La gente solía decir en broma que sentía debilidad por mí, pero su obesidad y sus labios carnosos me parecieron siempre sumamente repulsivos. Aparecieron tres soldados más y una especie de comisario con indumentaria semimilitar. "Vamos, camine", dijo. Me encogí de hombros y observé imperturbable que había habido un error. "Esto lo veremos luego", dijo el comisario. «Creí que me llevaban para interrogarme. Pero pronto me di cuenta de que las cosas eran algo peor. Cuando llegamos al depósito de mercancías, un poco más allá de la estación, me ordenaron que me desnudara y que me pusiera contra la pared. Metí la mano en la chaqueta de campaña, haciendo como que la desabrochaba y, un instante después, había matado a dos soldados con mi Browning y huía para salvar el pellejo. Los demás, naturalmente, abrieron fuego contra mí. Una bala me arrancó la gorra. Me dirigí corriendo al otro lado del depósito, salté por una cerca, disparé contra un hombre que me atacó con una pala, subí corriendo a la vía, me precipité al otro lado de los rieles, delante de un tren que se acercaba y, mientras la larga procesión de vagones me separaba de mis perseguidores, conseguí escaparme.»
Smurov siguió contando cómo, al amparo de la noche, caminó hasta el mar, durmió en el puerto entre algunos barriles y sacos, se apropió de una lata de galletas y un barrilete de vino de Crimea y, al amanecer, en la bruma matutina, partió solo en una barca de pesca, para ser rescatado por una balandra griega tras cinco días de navegación solitaria. Hablaba con voz tranquila, despreocupada, incluso algo monótona, como si estuviera charlando de cosas triviales. Evgenia chasqueaba comprensiva la lengua; Mukhin escuchaba atento y sagaz, carraspeando suavemente de vez en cuando, como si no pudiera evitar sentirse profundamente conmovido por el relato, y sintió respeto e incluso envidia —una envidia buena, saludable– hacia un hombre que había mirado a la muerte cara a cara con audacia y franqueza. En cuanto a Vanya... No, ya no cabía ninguna duda, después de esto tenía que enamorarse de Smurov. De qué modo tan encantador sus pestañas puntuaban las palabras de él, qué delicioso era el pestañeo de puntos finales cuando Smurov acabó su relato, qué mirada lanzó a su hermana —un destello húmedo de soslayo– probablemente para asegurarse de que la otra no había advertido su excitación.
Silencio. Mukhin abrió su pitillera de bronce de cañón. Evgenia recordó con aspavientos que era hora de llamar a su marido para el té. En el umbral se volvió y dijo algo inaudible sobre un pastel. Vanya se levantó de un salto del sofá y salió corriendo también. Mukhin recogió su pañuelo del suelo y lo puso cuidadosamente sobre la mesa.
—¿Puedo fumar uno de los suyos? —preguntó Smurov.
—Naturalmente —dijo Mukhin.
—Oh, pero sólo le queda uno —dijo Smurov.
—Adelante, cójalo —dijo Mukhin—. Tengo más en el abrigo.
—Los cigarrillos ingleses siempre huelen a ciruelas confitadas —dijo Smurov.
—O a melaza —dijo Mukhin—. Por desgracia —añadió con el mismo tono de voz—, Yalta no tiene ferrocarril.
Fue inesperado y terrible. La maravillosa burbuja de jabón, azulada, irisada, con el reflejo curvo de la ventana en su lado brillante, crece, se dilata, y de pronto ya no está allí, y todo lo que queda es un papirotazo de humedad cosquilleante que le golpea a uno en la cara.
—Antes de la revolución —dijo Mukhin, rompiendo el intolerable silencio—, creo que había un proyecto para unir Yalta y Simferopol por ferrocarril. Conozco bien Yalta, he estado allí muchas veces. Dígame, ¿por qué se inventó toda esa historia disparatada?
Oh, desde luego Smurov podía haber salvado la situación, podía haberse escabullido ingeniosamente con otra astuta invención o bien, como último recurso, haber apuntalado con una broma amistosa lo que se estaba desmoronando con tal repugnante velocidad. Smurov no sólo perdió la serenidad, sino que hizo lo peor que se podía hacer. En un susurro dijo con voz ronca:
—Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros dos.
Evidentemente Mukhin estaba avergonzado por el pobre, fantástico tipo. Se ajustó los quevedos y empezó a decir algo, pero se calló bruscamente, porque en aquel momento volvían las hermanas. Durante el té, Smurov hizo un esfuerzo angustioso por parecer alegre. Pero su traje negro estaba raído y manchado, su corbata de poca calidad, generalmente anudada de modo que ocultase el sitio desgastado, esta noche exhibía aquel lamentable desgarrón, y un grano brillaba desagradablemente en la barbilla a través de los restos de talco de color malva. De modo que todo se reduce a eso... ¿De modo que, después de todo, es cierto que no hay ningún enigma en Smurov, que no es más que un vulgar charlatán, ahora desenmascarado? De modo que todo se reduce a eso...
No, el enigma continuó. Una noche, en otra casa, la imagen de Smurov reveló un nuevo y extraordinario aspecto, que previamente apenas si había sido perceptible. La habitación estaba silenciosa y oscura. En un rincón había una lamparita protegida con un periódico, y esto hacía que la vulgar hoja de papel impreso adquiriese una maravillosa belleza translúcida. Y, en esta penumbra, de pronto la conversación se centró en Smurov.
Empezó con frivolidades. Al principio declaraciones vagas, fragmentarias; luego, persistentes alusiones a asesinatos políticos en el pasado; luego, el terrible nombre del famoso espía doble de la antigua Rusia y palabras sueltas como «sangre... muchas molestias... suficiente...» Poco a poco esta introducción autobiográfica empezó a resultar coherente y, tras una breve relación de una muerte tranquila después de una enfermedad perfectamente respetable, una extraña conclusión de una vida singularmente infame, lo que quedó es lo siguiente:
«Esto es una advertencia. Cuidado con cierto hombre. Me sigue los pasos. Espía, seduce, traiciona. Ya ha sido responsable de la muerte de muchos. Un joven grupo de emigrados está a punto de cruzar la frontera para organizar una actividad clandestina en Rusia. Pero se tenderán las redes, el grupo perecerá. Espía, seduce, traiciona. Estad alertas. Cuidado con un hombrecillo vestido de negro. No se dejen engañar por su aspecto modesto. Estoy diciendo la verdad...»
—¿Y quién es este hombre? —preguntó Weinstock.
La respuesta tardó en llegar.
—Por favor, Azef, díganos quién es este hombre.
Bajo los dedos fláccidos de Weinstock, el platillo invertido volvió a moverse por toda la hoja con el alfabeto, precipitándose de un lado a otro mientras orientaba la señal de su borde hacia una u otra letra. Hizo seis de estas pausas antes de quedarse inmóvil como una tortuga asustada. Weinstock escribió y leyó en voz alta un nombre familiar.
—¿Has oído? —dijo, dirigiéndose a alguien en el rincón más oscuro de la habitación—. ¡Bonito asunto! Naturalmente, no necesito decirte que no creo en esto ni por un momento. Espero que no te hayas ofendido. ¿Y por qué deberías ofenderte? Ocurre con mucha frecuencia en las sesiones de espiritismo que los espíritus suelten tonterías. —Y Weinstock fingió que se lo tomaba a risa.
La situación se estaba volviendo curiosa. Yo podía contar ya tres versiones de Smurov, mientras que la original permanecía desconocida. Esto ocurre en las clasificaciones científicas. Hace tiempo, Linneo describió una especie común de mariposa, añadiendo la lacónica nota «in pratis Westmanniae». El tiempo pasa, y, en la loable búsqueda de precisión, nuevos investigadores ponen nombre a las diversas razas meridionales y alpinas de esta especie común, de modo que pronto no queda un lugar en Europa donde uno encuentre la raza nominal y no una subespecie local. ¿Dónde está el tipo, el modelo, el original? Entonces, por fin, un solemne entomólogo discute en un detallado artículo toda la complejidad de razas con nombre y acepta como representativa de la típica el descolorido ejemplar escandinavo de casi doscientos años coleccionado por Linneo; y esta identificación lo resuelve todo.
Del mismo modo, decidí desenterrar al verdadero Smurov, pues ya era consciente de que su imagen estaba influida por las condiciones climáticas imperantes en varias almas: de que en un alma fría adoptaba un aspecto mientras que en otra, incandescente, tenía un colorido diferente. Empezaba a gustarme este juego. Personalmente, veía a Smurov sin emoción. Cierta predisposición a su favor que había existido al principio había cedido paso a la simple curiosidad. Y, sin embargo, experimenté una excitación nueva para mí. Del mismo modo que al científico no le interesa si el color de un ala es bonito o no, o si sus marcas son delicadas o llamativas (sino que está interesado solamente en los caracteres taxonómicos), yo consideraba a Smurov sin ningún estremecimiento estético; por el contrario, encontraba una intensa emoción en la clasificación de las máscaras smurovianas que había emprendido tan a la ligera.
La tarea distaba mucho de ser sencilla. Por ejemplo, sabía perfectamente bien que la insípida Marianna veía a Smurov como a un brutal y brillante oficial del Ejército blanco, «uno de esos que iba ahorcando a la gente a diestro y siniestro», como me informó Evgenia en el mayor secreto durante una charla confidencial. Sin embargo, para definir esta imagen correctamente tendría que haber estado familiarizado con toda la vida de Marianna, con todas las asociaciones secundarias que se despertaban en su interior cuando miraba a Smurov: otras reminiscencias, otras impresiones fortuitas y todos esos efectos iluminadores que varían de un alma a otra. Mi conversación con Evgenia ocurrió poco después de la partida de Marianna Nikolaevna; se dijo que iba a Varsovia, pero había oscuras implicaciones de un viaje todavía más hacia el este: tal vez la vuelta al redil; así que Marianna se llevó consigo y, a menos que alguien la rectifique, la conservará hasta el fin de sus días, una idea muy especial de Smurov.
—Y usted —le pregunté a Evgenia—, ¿qué idea se ha formado usted?
—Oh, eso es difícil decirlo, así de repente —contestó, con una sonrisa que realzaba al mismo tiempo su parecido con un lindo bulldogy la sombra aterciopelada de sus ojos.
—Hable —insistí.
—En primer lugar está su timidez —dijo rápidamente—. Sí, sí, mucha timidez. Yo tenía un primo, un joven muy amable y agradable, pero que siempre que debía enfrentarse con una multitud de desconocidos en un salón elegante, entraba silbando para darse un aire independiente: a la vez despreocupado y duro.
—¿Sí? Continúe.
—A ver, qué más hay allí... Sensibilidad, diría yo, una gran sensibilidad y, naturalmente, juventud; y falta de experiencia con la gente...
No podía sonsacársele nada más, y el espectro resultante era bastante pálido y no muy atractivo. La versión de Smurov que dio Vanya fue, sin embargo, la que más me interesó. Pensé en esto constantemente. Recuerdo cómo, una noche, el azar pareció favorecerme con una respuesta. Yo había subido desde mi lóbrega habitación hasta el sexto piso sólo para encontrar a las dos hermanas a punto de salir para el teatro con Khrushchov y Mukhin. Como no tenía otra cosa que hacer, salí para acompañarlos a la parada de taxis. De pronto me di cuenta de que había olvidado la llave de abajo.
—Oh, no se preocupe, tenemos dos juegos —dijo Evgenia—, tiene suerte de que vivamos en la misma casa. Tenga, me las puede devolver mañana. Buenas noches.
Me dirigí a casa y en el camino se me ocurrió una maravillosa idea. Imaginé a un acicalado malo de película leyendo un documento que ha encontrado en el escritorio de otra persona. Es verdad que mi plan era muy incompleto. Una vez Smurov le había llevado a Vanya una orquídea amarilla salpicada de puntos oscuros que tenía cierto parecido con una rana; ahora yo podría averiguar si Vanya había conservado tal vez los restos queridos de la flor en algún cajón secreto. Una vez él le llevó un pequeño volumen de Gumilyov, el poeta de la entereza; tal vez valía la pena comprobar si las páginas habían sido cortadas y si el libro estaba quizás en la mesita de noche. Había también una fotografía, sacada con un flashde magnesio, en la que Smurov había salido magnífico —de medio perfil, muy pálido, con una ceja arqueada– y de pie junto a él estaba Vanya, mientras que Mukhin aparecía detrás con expresión malhumorada. Y, en términos generales, había muchas cosas que descubrir. Una vez decidido que si me tropezaba con la criada (una chica muy guapa, por cierto) le explicaría que había ido a devolver las llaves, abrí cautelosamente la puerta del piso de los Khrushchov y me dirigí de puntillas al salón.
Es divertido coger por sorpresa la habitación de otra persona. Los muebles se quedaron helados de asombro cuando encendí la luz. Alguien había dejado una carta en la mesa; el sobre vacío estaba allí como una vieja madre inútil y la pequeña hoja de papel de carta parecía estar sentada como un crío robusto. Pero el ansia, la palpitante emoción, el movimiento precipitado de mi mano, todo resultó innecesario. La carta iba dirigida a una persona desconocida para mí, un tal tío Pasha. ¡No contenía ni una sola referencia a Smurov! Y si estaba en clave, yo no la conocía. Me deslicé al comedor. Pasas y nueces en un cuenco y al lado, abierta y boca abajo, una novela francesa: las aventuras de Ariane , Jeune Filie Russe. En el dormitorio de Vanya, adonde me dirigí luego, hacía frío a causa de la ventana abierta. Me resultó tan extraño mirar la colcha de encaje y el tocador en forma de altar, donde el vidrio tallado brillaba místicamente. La orquídea no se veía por ningún lado, pero como recompensa estaba la foto apoyada contra la lámpara de la mesita de noche. La había sacado Román Bogdanovich. Se veía a Vanya sentada con las luminosas piernas cruzadas, detrás de ella estaba la cara delgada de Mukhin, y a la izquierda de Vanya podía adivinarse un codo negro: todo lo que quedaba del cercenado Smurov. ¡Prueba demoledora! En la almohada de Vanya, cubierta de encaje, apareció de pronto un hueco en forma de estrella: la violenta huella de mi puño, e inmediatamente después ya estaba en el comedor, devorando las pasas y todavía temblando. Entonces recordé el escritorio del salón y me precipité silenciosamente hacia allí. Pero en ese momento se oyó, procedente de la puerta principal, el hurgamiento metálico de una llave. Empecé a retroceder precipitadamente, apagando las luces, hasta que me encontré en un pequeño tocador con paredes de raso, junto al comedor. Caminé a tientas en la oscuridad, tropecé con un sofá y me tendí en él como si hubiera entrado a dormir la siesta.
Entretanto se oían voces en el vestíbulo: las de las dos hermanas y la de Khrushchov. Se estaban despidiendo de Mukhin. ¿Por qué no entraba un momento? No, era tarde, no podía. ¿Tarde? ¿Mi desencarnado recorrido de habitación en habitación había durado realmente tres horas? En algún lado, en un teatro, alguien había tenido tiempo de representar una obra tonta que yo había visto muchas veces, mientras aquí un hombre sólo había recorrido tres habitaciones. Tres habitaciones: tres actos. ¿Había estado reflexionando realmente sobre una carta en el salón una hora entera, y una hora entera sobre un libro en el comedor, y otra hora sobre una foto en la extraña calma del dormitorio?... Mi tiempo y el de ellos no tenían nada en común.
Probablemente Khrushchov se fue directamente a la cama; las hermanas entraron solas en el comedor. La puerta de mi oscuro cubil adamascado no estaba bien cerrada. Creí que ahora podría averiguar todo lo que quería sobre Smurov.
—Pero más bien agotador —dijo Vanya, y emitió un suave sonido exclamativo que interpreté como un bostezo—. Dame un poco de limonada, no quiero té. —Se oyó el ligero roce de una silla al ser acercada hacia la mesa.
Un largo silencio. Luego la voz de Evgenia: tan próxima que eché una mirada de alarma al resquicio de luz.
—...Lo principal es dejarle que él les ponga sus condiciones. Esto es lo principal. Al fin y al cabo él habla inglés y esos alemanes no. Me parece que no me gusta esta pasta de frutas.
Silencio de nuevo.
—Está bien, le aconsejaré que haga esto —dijo Vanya.
Algo tintineó y cayó —una cuchara, tal vez– y luego hubo otra larga pausa.
—Mira esto —dijo Vanya, riendo.
—¿De qué es, de madera? —preguntó su hermana.
—No lo sé —dijo Vanya, y volvió a reír.
Al cabo de un rato, Evgenia bostezó, todavía más a gusto que Vanya.
—...Se ha parado el reloj —dijo.
Y eso fue todo. Siguieron sentadas un buen rato; hacían ruidos tintineantes con diversos objetos; el cascanueces crujía y regresaba al mantel con un ruido sordo; pero no hubo más conversación. Luego las sillas volvieron a moverse.
—Oh, podemos dejarlo aquí —dijo lánguidamente Evgenia, y el mágico resquicio del que yo tanto había esperado se extinguió bruscamente. En algún lugar se oyó un portazo, la voz lejana de Vanya dijo algo, ahora ya ininteligible, y luego siguieron el silencio y la oscuridad. Me quedé tumbado en el sofá un rato más y de pronto me di cuenta de que ya estaba amaneciendo. Con lo cual me dirigí cautelosamente hacia la escalera y regresé a mi habitación.
Imaginaba muy vivamente a Vanya sacando la punta de la lengua por la comisura de la boca y recortando con sus tijeritas al indeseado Smurov. Pero tal vez no era así en absoluto: a veces se recorta algo para enmarcarlo por separado. Y, para confirmar esta última conjetura, unos días más tarde el tío Pasha llegó inesperadamente de Munich. Iba a Londres para visitar a su hermano y solamente se quedaría en Berlín un par de días. El viejo chivo hacía tiempo que no veía a sus sobrinas y tenía tendencia a recordar cómo solía poner sobre su rodilla a la sollozante Vanya para azotarla. A primera vista el tío Pasha parecía tener solamente tres veces la edad de ella, pero bastaba con mirarlo un poco más de cerca y se deterioraba delante de los propios ojos. En realidad no tenía cincuenta años sino ochenta, y no era posible imaginar nada más horrible que esta mezcla de juventud y decrepitud. Un alegre cadáver en un traje azul, con caspa en los hombros, lampiño, de cejas espesas y prodigiosos mechones en las ventanas de la nariz, el tío Pasha era móvil, ruidoso e inquisitivo. Cuando apareció por primera vez, inquirió a Evgenia con un rociador susurro por cada invitado, señalando abiertamente ora a esta persona, ora a aquélla, con un índice que acababa en una uña amarilla monstruosamente larga. Al día siguiente se produjo una de esas coincidencias que implican nuevas llegadas, que por algún motivo son tan frecuentes, como si existiera algún Sino travieso y de mal gusto parecido al Abum de Weinstock, el cual, el mismo día en que uno vuelve a casa de un viaje, te presenta al hombre que casualmente había estado sentado frente a ti en el vagón del tren. Hacía ya varios días que sentía una extraña molestia en mi pecho perforado por una bala, una sensación parecida a una corriente de aire en una habitación oscura. Fui a ver a un médico ruso y allí, sentado en la sala de espera, estaba naturalmente el tío Pasha. Mientras deliberaba si dirigirme o no a él (suponiendo que desde la noche anterior había tenido tiempo de olvidar tanto mi cara como mi nombre), este decrépito charlatán, poco dispuesto a mantener oculto ni tan sólo un grano de los silos de su experiencia, inició una conversación con una dama de edad que no lo conocía, pero evidentemente amiga de los desconocidos de espíritu abierto. Al principio no seguí su conversación, pero de pronto el nombre de Smurov me hizo sobresaltar. Lo que supe por las palabras pomposas y vulgares del tío Pasha era tan importante que, cuando finalmente desapareció detrás de la puerta del médico, salí de inmediato sin esperar mi turno; y lo hice automáticamente, como si hubiese ido al consultorio del médico sólo para escuchar al tío Pasha: ahora la función había terminado y yo podía irme.
—Imagínese —había dicho el tío Pasha—, la nena convertida en una auténtica rosa. Soy un experto en rosas y deduje que en la escena tenía que haber un joven. Y entonces la hermana me dice: «Es un gran secreto, tío, no se lo digas a nadie, pero ha estado enamorada de ese Smurov durante mucho tiempo.» Bueno, desde luego eso no es asunto mío. Un Smurov no es peor que otro. Pero realmente me hace gracia pensar que hubo una época en que solía dar un buen azote en las nalguitas desnudas de esa muchacha, y ahora ahí la tenéis, una novia. Simplemente lo adora. Bueno, así son las cosas, mi querida señora, nosotros hemos echado nuestra canita al aire, dejemos ahora que otros echen la suya...
Así que... ha ocurrido. Smurov es amado. Evidentemente, Vanya, la miope pero sensible Vanya, había percibido algo fuera de lo común en Smurov, había comprendido algo acerca de él, y su calma no la había defraudado. Esa misma noche, en casa de los Khrushchov estuvo especialmente calmoso y humilde. Ahora, sin embargo, cuando uno sabía qué felicidad le había golpeado —sí, golpeado (porque hay una felicidad tan intensa que, con su sacudida, con su aullido huracanado, se asemeja a un cataclismo)—, ahora podía percibirse cierta palpitación en su calma, y el clavel de la alegría se revelaba a través de su enigmática palidez. ¡Y, Dios mío, cómo contemplaba a Vanya! Ella bajaba las pestañas, le temblaban las ventanas de la nariz, incluso se mordía un poco los labios, ocultando a todos sus exquisitos sentimientos. Esa noche parecía que algo tenía que resolverse.
El pobre Mukhin no estaba allí: se había ido por unos días a Londres. Khrushchov se había ausentado también. Sin embargo, en compensación, Román Bogdanovich (que estaba reuniendo material para el diario que mandaba todas las semanas con precisión de solterona a un amigo de Tallin) era el mismo tipo sonoro y pesado de siempre. Las hermanas estaban sentadas en el sofá como de costumbre. Smurov, de pie con un codo apoyado en el piano, contemplando apasionadamente la suave raya del cabello de Vanya, sus mejillas encendidas... Evgenia se levantó de un salto varias veces y asomó la cabeza por la ventana: el tío Pasha iba a venir a despedirse y quería estar disponible para abrirle el ascensor.
—Lo adoro —dijo, riendo—. Es un personaje. Estoy segura de que no nos dejará que lo acompañemos a la estación.
—¿Toca usted? —Román Bogdanovich preguntó cortésmente a Smurov, con una mirada significativa al piano.
—Solía tocar —contestó con calma Smurov. Levantó la tapa, miró distraídamente los dientes desnudos del teclado y la volvió a bajar.
—Me encanta la música —observó condifencialmente Román Bogdanovich—. Recuerdo, en mi época de estudiante...
—La música —dijo Smurov en un tono de voz más alto—, por lo menos la buena música, expresa lo que es inexpresable con palabras. En esto consiste el significado y el misterio de la música.
—Allí está —gritó Evgenia, y salió de la habitación.
—¿Y usted, Varvara? —preguntó Román Bogdanovich con su voz áspera y apagada—. Usted... «con dedos más ligeros que un sueño»... ¿eh? Vamos, cualquier cosa... Un pequeño ritornello.
Vanya agitó la cabeza y pareció que iba a fruncir el ceño, pero en cambio soltó una risilla y bajó la mirada. Sin duda, lo que provocaba su regocijo era este estúpido que la invitaba a sentarse al piano cuando su alma estaba resonando y fluyendo con su propia melodía. En este momento se podría haber advertido en la cara de Smurov un violentísimo deseo de que el ascensor en el que estaban Evgenia y el tío Pasha se estropeara para siempre, que Román Bogdanovich cayera directamente en las fauces del león persa azul de la alfombra y, lo más importante, que yo —el ojo frío, insistente, infatigable– desapareciera.
Mientras tanto, el tío Pasha se estaba sonando ya la nariz y riendo entre dientes en el vestíbulo; entró y se detuvo en el umbral, sonriendo tontamente y frotándose las manos.
—Evgenia —dijo—, me temo que no conozco a nadie aquí. Ven, preséntanos.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Evgenia—. ¡Es tu propia sobrina!
—Es verdad, es verdad —dijo el tío Pasha, y añadió algo ofensivo sobre mejillas y melocotones.
—Probablemente tampoco reconocerá a los demás —suspiró Evgenia, y empezó a presentarnos en voz alta.
—¡Smurov! —exclamó el tío Pasha, y se le erizaron las cejas—. Oh, Smurov y yo somos viejos amigos. Un hombre afortunado, afortunado —prosiguió maliciosamente, palpando los brazos y los hombros de Smurov—. ¿Y crees que no sabemos...? Lo sabemos todo... Voy a decirte una cosa: ¡cuídala bien! Es un regalo del cielo. Que seáis felices, hijos míos...
Se volvió hacia Vanya pero ella, apretando un pañuelo arrugado contra la boca, salió corriendo de la habitación. Evgenia, emitiendo un extraño sonido, la siguió precipitadamente. Sin embargo, el tío Pasha no se dio cuenta de que su irreflexivo parloteo, intolerable para un ser sensible, había hecho llorar a Vanya. Con ojos redondos, Román Bogdanovich escrutaba con gran curiosidad a Smurov, quien —fueran cuales fuesen sus sentimientos– mantenía una serenidad impecable.
—El amor es una gran cosa —dijo el tío Pasha, y Smurov sonrió cortésmente—. Esta muchacha es una joya. Y tú, tú eres un joven ingeniero, ¿no es cierto? ¿Qué tal va tu trabajo?
Sin entrar en detalles, Smurov dijo que le iba muy bien. De pronto Román Bogdanovich se golpeó la rodilla y se le subió la sangre al rostro.
—Hablaré de ti en Londres —dijo el tío Pasha—. Tengo muy buenas relaciones. Sí, me voy, me voy. Ahora mismo, en efecto.
Y el asombroso viejo miró su reloj y nos ofreció ambas manos. Smurov, vencido por el éxtasis del amor, lo abrazó inesperadamente.
—¿Qué les parece eso?... ¡Ese sí que es un tipo curioso! —dijo Román Bogdanovich cuando se cerró la puerta detrás del tío Pasha.
Evgenia volvió al salón.
—¿Dónde está? —preguntó sorprendida: había algo mágico en su desaparición.
Corrió hacia Smurov.
—Por favor, disculpe a mi tío —empezó—. Fui lo bastante tonta como para hablarle de Vanya y Muk-hin. Debe haber confundido los nombres. Al principio no me di cuenta de lo chocho que estaba...
—Y yo escuchaba y creía que iba a volverme loco —dijo Román Bogdanovich, extendiendo las manos.
—Oh, vamos, vamos, Smurov —prosiguió Evgenia—. ¿Qué le pasa? No debe tomárselo tan a pecho. Al fin y al cabo, no es ningún insulto.
—No me pasa nada, simplemente no lo sabía —dijo con voz ronca Smurov.
—¿Qué quiere decir que no lo sabía? Todo el mundo lo sabe... Hace mucho tiempo que dura. Sí, naturalmente, se adoran. Hace casi dos años. Escuche, le voy a contar algo divertido del tío Pasha: una vez, cuando era todavía relativamente joven, no, no se vaya, es una historia muy interesante, un día, cuando era relativamente joven, paseaba por la avenida Nevski...
Sigue un breve período en el que dejé de mirar a Smurov: me volví pesado, me rendí de nuevo a la roedura de la gravedad, me puse otra vez mi antigua carne, como si en efecto toda esta vida a mi alrededor no fuese producto de mi imaginación sino real, y yo formara parte de ella, en cuerpo y alma. Si no eres amado pero no sabes con seguridad si un rival potencial es amado o no, y, si hay varios, no sabes cuál de ellos es más afortunado que tú; si te sustentas con esta esperanzada ignorancia que te ayuda a resolver en conjeturas una agitación de otro modo intolerable; entonces todo está bien, puedes vivir. ¡Pero ay, cuando finalmente se anuncia el nombre, y este nombre no es el tuyo! Porque ella era tan encantadora, incluso hacía asomar las lágrimas a los ojos y, apenas pensaba en ella, brotaba en mi interior una noche de gemidos, horrible y salobre. Su cara vellosa, sus ojos miopes y sus tiernos labios sin pintar, agrietados y algo hinchados por el frío, y cuyo color parecía correrse en los bordes, disolviéndose en un rosa febril que parecía necesitar urgentemente el bálsamo de un beso de mariposa; sus vestidos cortos y de colores fuertes, las rodillas grandes, que ella juntaba con fuerza, insoportablemente apretadas, cuando jugaba a la baraja con nosotros, inclinando la sedosa cabeza negra sobre sus cartas; y las manos adolescentemente húmedas y frías y un poco ásperas, que uno deseaba especialmente tocar y besar: sí, todo en ella era angustioso y de algún modo irremediable, y sólo en mis sueños, anegado en lágrimas, finalmente la abrazaba y sentía bajo mis labios su cuello y el hueco junto a la clavícula. Pero ella se desprendía siempre, y yo me despertaba, todavía palpitante. ¿Qué me importaba a mí si era estúpida o inteligente, o cómo había sido su infancia, o qué libros leía, o qué pensaba del universo? Realmente no sabía nada de ella, cegado como estaba por ese encanto ardiente que reemplaza a todo lo demás y que lo justifica todo, y que, a diferencia del alma humana (a menudo accesible y poseíble), no se puede apropiar de ningún modo, de la misma manera que no es posible incluir entre nuestras pertenencias los colores de las desiguales nubes del ocaso sobre las casas negras, o el olor de una flor que aspiramos interminablemente, con las ventanas de la nariz tensas, hasta la intoxicación, pero sin poder extraerlo completamente de la corola. Una vez, en Navidad, antes de un baile al que iban todos sin mí, vislumbré, en una franja de espejo a través de una puerta entreabierta, a su hermana empolvando los omóplatos desnudos de Vanya; en otra ocasión reparé en un sostén diáfano en el cuarto de baño. Para mí, estos eran acontecimientos agotadores, que tenían sobre mis sueños un efecto delicioso pero terriblemente consumidor, si bien ni siquiera una vez fui en ellos más allá de un beso sin esperanza (ni yo mismo sé por qué lloraba tanto cuando nos encontrábamos en mis sueños). De todos modos, lo que necesitaba de Vanya nunca podría haberlo tomado para mi uso y posesión perpetuos, de la misma manera que no es posible poseer el color de la nube o el perfume de la flor. Sólo cuando por fin me di cuenta de que mi deseo iba forzosamente a permanecer insaciable y de que Vanya era por completo una creación mía, me tranquilicé y empecé a acostumbrarme a mi propia emoción, de la que había obtenido toda la dulzura que es posible para un hombre extraer del amor.